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sábado, 25 de abril de 2015

Cine y Pediatría (276). Adolescencia brutal, más fría que el “Ärtico”


Gabriel Velázquez es un director salmantino para el que el cine es una herramienta con la que mostrar la verdad. La fórmula es clara: actores no profesionales, planos largos, una buena fotografía que muestra y no demuestra, guiones en continua mutación ante lo que sucede día a día, escaso diálogo que no interrumpa el pensamiento. Ese minimalismo del cine de Gabriel Velázquez que lo hace cada vez un poco más grande. Él no filma, retrata: y se fundamenta en encuadres bellos por donde pasan personajes de la vida real (nunca actores). 

Con Ártico cierra la trilogía de la familia, familia alrededor de la adolescencia y de adolescentes, familia frente a soledad. Todo empezó con Amateurs (2008), el primer capítulo, que nos plante una cuestión eterna: hasta dónde somos capaces de llegar para no estar solos (que trataremos en nuestra próxima entrada de Cine y Pediatría). Después llegó Iceberg (2011), el retrato de unos adolescentes en pleno proceso de cambio que se asemejaban a auténticos bloques de hielo a ojos del espectador y que ya formó parte de este blog. Y ahora llega Ärtico (2014), que guarda muchos puntos en común con la anterior, la historia de dos jóvenes marginales que sobreviven en una pequeña ciudad de provincias (siempre “su” Salamanca querida). De ahí que ambos títulos tengan cierta similitud, pues es una película fría y dura como el título de la película. Y para que la trilogía sea perfecta, una película cada tres años. 

Ärtico es una película capitulada en cuatro partes y cada una parte con el nombre de cada uno de los cuatro personajes principales (y con una frase identificativa de cada uno de ellos, de su marcado destino): Simón (Juanlu Sevillano), Lucía (Lucía Martínez), Debi (Deborah Borges) y Jota (Victor García). Cuatro protagonistas del barrio marginal de los Alambres de Salamanca y uno más: el paisaje de esta ciudad y esta provincia. Espacios abiertos del campo charro, del río Tormes, de los cielos de Salamanca… bellos como pocas veces se han filmado, y que el director trata de forma muy pictórica, porque, como expresa el propio director, su intención era que la historia "transcurriese dentro del cuadro, como si fuese una pintura de Edward Hopper". Puestas de sol y amaneceres en estas tierras que, paradójicamente, antes que maquillar el drama, lo intensifica al producirse un perturbador choque entre dos sensaciones opuestas, lo que nos crea zozobra y desasosiego. 

Y todo ello para hablarnos de la adolescencia, de la soledad, de la familia. Pero para hablarnos con muy pocos diálogos, casi no audibles en ocasiones. Poca música, y qué decir de la música con la que se inicia y termina la película: ese repicar de manos contra una mesa (inolvidables, único, magistral). El folclore muy bien urdido, ancestral y profundo. La tierra, el cielo, su música (que mezcla folclore salmantino, flamenco y "punk") y la vida…aquí grabada en Salamanca y algunos de sus municipios (Ledesma, Babilafuente, Vecinos, Cabrerizos, Encinas de Abajo), y también en Zamora. 

Los protagonistas son jóvenes, veinteañeros sin futuro, de la España profunda de la crisis. Simón dejó embarazada a Alba y ahora tienen un hijo de tres años. Sin trabajo y sin opciones, la pareja vive en casa de sus padres, una familia de feriantes, pero Simón no soporta al padre severo, no ama a su mujer y no quiere aguantar el llanto del bebé. Jota, sin embargo, está solo. Vive en un embarcadero junto al río. Su madre está en la cárcel y para él, tener una familia como la de su amigo sería un sueño hecho realidad. Ahora ha conocido a Debi, una joven brasileña de diecisiete años, y ésta se ha quedado embarazada, pero ella no tenía pensado tener hijos tan pronto. 

Los sueños de esta pareja de amigos son muy diferentes y todas las mañanas se buscan, se reúnen y salen a buscarse la vida. Solo intentan conseguir un poco de dinero y están dispuestos a hacer lo que sea necesario para ello. Porque la miseria, la inestabilidad y el miedo son los referentes de Jota y Simón, los personajes principales de la película, y la falta de educación ronda en el mensaje. Porque ellos mantienen una relación de poder con sus parejas, originando un vínculo basado en el machismo y los celos, dentro de una sociedad rural donde perviven los roles de género de épocas pasadas. 

Ärtico parte de la admiración del director por el cine “quinqui” de los años ochenta, cuando en esa España de la postransición empezó a trascender la delincuencia juvenil y se convirtió en un gran problema social, además de crear un estilo cinematográfico. Es un homenaje a películas como Navajeros (Eloy de la Iglesia, 1980), Deprisa, deprisa (Carlos Saura, 1981), El lute: camina o revienta (Vicente Aranda, 1987) o Yo, El Vaquilla (Juan Antonio de la Loma, 1987), entre otros. Y por supuesto, a Pirri, seudónimo del actor José Luis Fernández Eguía, su personaje favorito que solía interpretar a personajes marginales (principalmente en muchas películas de Eloy de la Iglesia) y cuya vida real no se separaba mucho de la de sus personajes. Pero en Ärtico se acerca a este ambiente con una dirección construida muy artesanalmente a base de belleza y de sencillez narrativa, con un sello muy personal de su director (y que casi le caracteriza) y en donde tampoco es difícil ver alguna similitud con la reciente Hermosa juventud (Jaime Rosales, 2014). Es así que caben dos propuestas estéticas dispares que señalan dos velocidades y dos maneras de encarar un horizonte baldío y sin futuro de los jóvenes: la estética de la prisa y la huida hacia delante de los años 80 y la estética de la parálisis total actual. Y aquí en Ärtico dominan las elipsis y los silencios en lugar de los subrayados y los diálogos. El resultado es un largometraje poderoso, que no esquiva la actualidad (embarazos no deseados, el paro juvenil, la violencia contra las mujeres, las drogas), pero que antes que documento pretende erigirse como bodegón de la España contemporánea, al menos de una pequeña parte. 

En Ártico la imagen es predominante frente a la palabra. Y para algunos será un tostón, para otros una pequeña obra de arte. Para mí y Mayte, mi mujer, un pequeño milagro: porque esta es la enésima película que visionamos solos en una sala de cine, con un añadido. Y fue el ver, en la soledad de la sala, el interior del Hospital Virgen de la Vega (que nunca se había filmado en una película) el mismo día y a la misma hora que hacía 27 años mi mujer ingresaba allí para ser madre. Fue una casualidad que nos dejó muy sorprendidos, pero confortados. 

Esta película va dedicada a Hernando, Rocío y Antonio, amigos de Colombia en su viaje especial a Salamanca con parada en Pachamama, la madre tierra. Y quedan las campanadas de la catedral. Y queda el cielo de Salamanca… Y esa visión final de los cientos de niños preescolares que salen al patio de la escuela, una hermosa imagen final, un ejemplo más de la contundencia visual y sonora de esta película que lleva al espectador de vuelta a la primera secuencia, con un montón de palomas que salen despavoridas de su palomar.

 

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