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sábado, 10 de junio de 2023

Cine y Pediatría (701) La obesidad mórbida de “La ballena”, según Aronofsky

 

Nacido en Brooklyn de padres polacos de origen judío, Darren Aronofsky se ha fraguado un nombre en el séptimo arte con su cine perturbador, repleto de sus obsesiones y pesadillas a través de sus ocho películas filmadas en un cuarto de siglo. Quien se enfrente a una película de Aronofsky sabe (o debería saber) que no se encontrará con contenido indiferente. Desde su ópera prima, Pi, el orden en el caos (1998) hasta la última, La ballena (The Whale) (2022), el director se ha involucrado con temáticas densas, de fuerte contenido realista y con una narración que va al centro de la cuestión. 

Su carta de presentación fue Pi, el orden en el caos (1998), un extraño experimento visual que mezcla matemáticas, cabalística, religión, algo de informática, thriller paranoico y un cierto discurso existencialista. Su consagración vino con Réquiem por un sueño (2000), considerada una de las mejores películas sobre el mundo de las adicciones y que también fue un experimento visual, ahora con un leitmotiv musical digno de recordar (a cargo de Clint Mansell) y cuya combinación (visual y sonora) aún nos deja cicatrices mentales; porque la película es un réquiem no solamente por el sueño americano, sino también por cualquier ideal que muere cuando el individuo se enfrenta a la crudeza de la realidad y prefiere evadirla antes que enfrentarla. Con La fuente de la vida (2006) nos dejó una honda reflexión sobre la vida y la muerte que, de alguna manera, trasciende los límites de la ciencia-ficción y ello en un apasionante e hipnótico viaje que no deja indiferente, pues se mezclan entre sus planos llenos de virtuosismos los que la consideran su obra maestra y los detractores. El drama de andar por casa llegó con El luchador (2008), con un Mickey Rourke siempre excesivo, aunque puede ser una de sus interpretaciones más correctas. Otro melodrama irregular fue Cisne negro (2010) y ello pese a la gran interpretación de Natalie Portman y los arreglos de su inseparable Clint Mansell a la música de Tchaikovsky. Llegó su momento más épico y bíblico con Noé (2014), un film visualmente potente que mezcla ciencia y religión para contar la conocida construcción del Arca por parte de un Russell Crowe que navega entre dos aguas. Madre! (2017) se nos presenta como hipnótica y feroz, reflexiva y visceral, con un gran elenco actoral encabezado por Jennifer Lawrence, aunque no se libró de unas cuantas nominaciones a los premios Razzie. Y con ello llegamos a la película que hoy nos convoca, La ballena (The Whale).  

La película La ballena (The Whale) se fundamenta en la novela “The Whale”, escrita en el año 2014 por Samuel D. Hunter, quien es también guionista del último film de Aronofsky. Una historia y una película con tono teatral, que transcurre en una habitación con cinco personajes, pero que se centra en el personaje de Charlie (Brenda Fraser), un solitario profesor de inglés que presenta obesidad mórbida con insuficiencia cardíaca congestiva e hipertensión grave, y un extremo marcado de dependencia, pues hasta moverse le resulta ya un reto y pasa la mayor parte del tiempo en un sillón o en la silla de ruedas. Y en una historia que sigue la estela de incomodidad propia de su director, siempre crudo y revelador, en este caso narrada en varios días de la semana en donde nuestro protagonista intenta reconectar con su hija adolescente, en una última oportunidad de redención

Charlie da sus clases virtuales con la cámara apagada. Se entiende que no quiere descubrir su aspecto y el de su vivienda, tan abandonada como él, allí donde vive solo y con bastantes remordimientos. “Este libro me hizo pensar en mi propia vida”, nos dice mientras recita “Moby Dick”, la mítica novela de Herman Melville con sus conocidos personajes (Ismael, el capitán Acab, Queequeg y la ballena). La única visita que recibe es la de la enfermera Liz (Hong Chau), quien intenta atender a sus muchas necesidades de salud y de soledad. También aparece por sorpresa Thomas (Ty Simpkins), el joven misionero que predica su religión por los hogares y acaba pensando que Dios le ha mandado a ese lugar, pero al que Charlie le espeta preguntas así: “Dime la verdad, ¿crees que soy asqueroso?” o “¿Qué te sorprende más, que un gay tenga una hija o que se pueda encontrar el pene?”

Pero la aparición más disruptiva es la de su hija Elli (Sadie Sink), a quien no veía desde los 8 años y ahora tiene 17, y reaparece enfada con la vida y especialmente con su padre, a quien no perdona el abandono cuando se fue a vivir con un alumno. Y la forma de hablar a su padre demuestra este enfado: “No quiero pasar tiempo contigo. Me das asco…Y seguirías siendo repugnante aunque no fueras gordo”. Aunque la enfermera lo tiene claro: “Es una adolescente. Y todos los adolescentes están pirados”. Pero a la pregunta de Elli, “¿Por qué has ganado tanto peso?”, su padre se sincera: “Una persona cercana a mí falleció y me afectó”, refiriéndose a aquel alumno, su gran amor homosexual. La hija no lo olvida y no le perdona; y el odio la rodea, de ahí los consejos del padre. “Entiendo que estés enfadada. Pero no debes odiar a todos, basta con que me odies a mí”. Y el último personaje es el de su esposa Mary (Samantha Morthon), a quien vuelve a después de tantos años. “Me estoy muriendo, Mery… Lo siento. Necesito asegurarme de que Ellie esté bien. Y necesito saber que va a tener una vida decente… Necesito saber que por una vez he hecho algo bien en mi vida”

Y nuestro protagonista decide suicidarse con un atracón de comida, situación que ya vimos en Butter (Paul A. Kaufman, 2020), otra película donde la obesidad mórbida es la protagonista. Y al final enciende la cámara de su ordenador para que le vean los alumnos. Y las palabras finales a su hija: “Siento haberte abandonado…y no te lo merecías. Eres perfecta. Serás feliz. Te preocupas por la gente”. Y todo esta historia amparada con la música de Rob Simonsen (curiosamente no de Clint Mansell, habitual en casi todas sus películas en una más de esas míticas fusiones director de cine y director musical que el séptimo arte nos ha regalado).  

Ha sido La ballena una de las películas que sonaron en los últimos Premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, con cinco nominaciones y dos premios Óscar: una al maquillaje/peluquería (por la sorprendente transformación del personaje) y otra al actor principal, en lo que para muchos ha sido la resurrección de un Brendan Fraser, en uno de esos personajes extremos que tanto gusta premiar a Hollywood. Y es que la historia del personaje que interpreta no fue muy diferente a la suya durante un tiempo, cuando fue marginado por la industria del cine, acosado en una profunda depresión tras la separación de su mujer y la muerte de sus padres, lo que le hizo ganar mucho peso. Y es una particular coincidencia que la situación que vivió se parezca tanto a la del personaje que le ha devuelto a la fama. Porque durante una década, en la transición del siglo XX, paseo su estrella en películas de aventuras y comedias del tipo George de la jungla (Sam Weisman, 1997), La momia (Stephen Sommers, 1999), Al diablo con el diablo (Harold Ramis, 2000) o Monkeybone (Herry Selick, 2001), con algún film de mayor calado como Dioses y monstruos (Bill Condon,1998), Crash (Paul Haggis, 2004) o Medidas extraordinarias (Tom Vaughan, 2010), esta última ya comentada en Cine y Pediatría. Y es ahora La ballena, la película que rememora al personaje de Moby Dick, la que, como en el inicio de la novela, nos puede decir “Llamadme Brendan Fraser”. 

 

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