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sábado, 30 de julio de 2011

Cine y Pediatría (81). La infancia en el cine de Truffaut (II): “La piel dura”


Dentro de la importancia de los niños en el cine de François Truffaut, la educación en la infancia es una de las líneas abiertas a lo largo de la carrera. Un ejemplo paradigmático es su película La piel dura (1976), en donde aborda este tema con una serie de historias corales que recorren la hipotética infancia de los niños en Thiers, una pequeña población de provincias, durante el curso escolar de 1976. Infancia que planea alrededor del colegio, el omnipresente colegio, incluso más patente que la propia familia. Padres, maestros y, sobre todo, niños y más niños, son los verdaderos protagonistas de esta pequeña joya. El mundo de los niños ha sido fuente de inspiración para Truffaut en numerosas ocasiones: el ingenio, la imaginación, la vulnerabilidad y la fuerza en los niños vuelven a quedar reflejados en esta deliciosa historia que aúna drama, comedia y fantasía.

Cada niño, cada alumno, es fácilmente identificable y sus historias se entrecruzan. Historias que son también nuestras, porque muchas de sus escenas podrían ser escenas de nuestra juventud: las clases, los compañeros, los deberes, los chistes en el patio, la revisión médica escolar, los amigos, el enamoramiento de juventud, el primer amor… y el primer beso. Truffaut, como no podía ser de otra manera, da una especial relevancia al cine y a los cines en esas infancias: cómo colarse en el cine del pueblo sin pagar, los primeros flirteos entre sus butacas, las películas que recordamos (curiosa la historia de Oscar, el niño que se comunica silbando y cómo los niños lo imitan en clase al cantar la tabla del ocho).
Niños alrededor de la escuela, pero que son el producto de sus familias, con dos antítesis: Julien (y su jersey a rayas blanco y azul) vive en un hogar casi abandonado con su abuela y su madre alcohólica, quienes lo maltratan, y termina convertido en ladrón y buscavidas, en un superviviente; Patrick (y su camiseta morada) vive con su padre inválido al que cuida con esmero, y busca el amor y cariño, bien el amor imposible en la madre de un amigo o el amor juvenil en Martine, una compañera de colegio. Truffaut realiza en La piel dura un esfuerzo para presentar, no solamente niños, sino también a sus maestros, con dos antítesis: el maestro Richet (Jean-Francoise Stévenin), agradable y empático con su grupo, flexible con el programa del curso y que sabe dosificar tanto la formación como la información en sus alumnos (Truffaut hace un homenaje a ese maestro que se preocupa por sus alumnos, que los conoce y aprecia, que es a veces padre y a veces amigo, y que acompaña al alumno en algunos difíciles años de su vida); la maestra Petit (Chantal Mercier), autoritaria e inflexible, a la que preocupa más la tarea que los alumnos.

Algunas escenas pueden causar un especial impacto como espectadores: la del gato y del niño de 2 años en la ventana, nos pondrá en vilo (con la previsible defenestración desde un noveno piso); la de la niña a la que castigan sus padres en el piso cuando ellos se van a comer, nos provocará la sonrisa (al apreciar la solidaridad del vecindario); la de las preguntas que los alumnos hacen al profesor, que acaba de ser padre, sobre la salud del hijo y de la madre, nos parecerá entrañable (incluyendo imágenes que son todo un alegato a favor de la lactancia materna); la escena final de argumentación del profesor ante su clase en defensa de los derechos de la infancia (y en contra de los malos tratos por los adultos), nos emocionará.

Pero el mensaje principal de la película surge de boca del profesor Richet y en tres ocasiones, en tres escenas que se convierten en metáfora:
-Al principio de la película, en la primera lección que da el maestro: “Quería deciros que si elegí el oficio de maestro fue porque guardo un mal recuerdo de mi juventud y porque no me gusta la forma en que se trata a los niños. La vida no es fácil, es dura, y es importante que aprendáis a endureceros para que podáis enfrentaros a ella. Ojo, endureceros no es ser insensibles. Por una especie de extraño equilibrio, aquéllos que tuvieron una infancia difícil están generalmente mejor dotados para enfrentarse a la vida adulta que aquellos otros que disfrutaron de protección o de un exceso de cariño: es una especie de ley de compensación…Porque la vida está hecha de ese modo: no podemos vivir sin querer y ser queridos”.
-A mitad de la película, en esa inverosímil defenestración del niño de la que sale ileso, viene seguida por una conversación entre el profesor y su esposa: “No es verdad del todo que los niños estén en peligro constantemente. Un adulto hubiera muerto por el impacto, pero un niño no. Los niños son como una roca. Tropiezan por la vida sin quedar lastimados. Ellos se encuentran en estado de gracia y eso les permite tener la piel dura. Son mucho más resistentes que nosotros”.
-Al final de la película, en el monólogo de fin de curso: “El caso de Julien es tan terrible que no podemos evitar el comparar nuestras vidas con la suya. Mi infancia no fue tan trágica, pero créanme estaba ansioso por crecer. Me daba cuenta que los adultos tenían todos los derechos. Son dueños de sí mismos, pueden vivir sus vidas como quieran. Un adulto que no es feliz puede comenzar su vida en otra parte, desde cero. Pero un niño que no es feliz está condenado a la impotencia. Sabe que es infeliz, pero no puede expresar esa infelicidad con palabras y, lo que es peor, algo dentro de él le impide poder dudar de sus padres o de los que lo hacen sufrir. Si un niño no es amado y sufre, él cree que es culpable y ¡eso es lo terrible!. De todas las injusticias de la humanidad, la injusticia hacia los niños es la peor, la más despreciable. La vida no siempre es justa y nunca lo será”.

Como en su primera película (Los cuatrocientos golpes), Truffaut reclama para sus niños (los de sus películas, o quizás para sí mismo), atención, respeto y, sobre todo, cariño. Una falta de cariño que nos ha estado confesando continuamente a lo largo de su filmografía. Y, aunque el propio Truffaut se reserva una pequeña aparición al principio de la película (como padre de Martine), es aquí la figura (y la voz) del profesor Richet su alter ego y quien habla por él.
Pese a la importancia en la vida real de los niños, estos han desempeñado en el cine un papel marginal: pues, aunque existen muchas películas en las que aparecen niños, hay pocas películas sobre la vida de éstos. La piel dura es una de estas excepciones, pues toda la película ronda alrededor de los niños. Y como los niños ya traen automáticamente consigo la poesía, estos convierten a La piel dura en un poema en imágenes. Un poema que nos dirige un mensaje: los adultos, al haber perdido la inocencia y espontaneidad de los primeros años de vida, a medida que endurecen su corazón, hace blanda su piel; por el contrario, los niños tienen el corazón blando y la piel dura.

La piel dura vuelve a hablar de la importancia de la educación en la infancia. Ya hemos hablado de otras películas francesas que son también pequeñas joyas de arte a la hora de reflexionar sobre la aventura de educar.
Y cuando uno aprecia estas películas, no puede uno por menos que sentir vergüenza del estreno de películas como Bad teacher (Jake Kasdan, 2011), a mayor gloria de Cameron Díaz, una película soez, sin valores y con un mensaje que, aunque sea en tono de comedia, hiere la sensibilidad: puedes ser mal hablado, vago, sin valores ni metas (bueno, si, conseguir unas tetas más grandes)… y triunfarás. En realidad, esto nos suena hoy en día: es el mensaje tipo “gran hermano” (y prometen volver con edición 14… que Dios nos pille confesados).

Pero no le demos más vueltas a lo negativo. Quedémonos con la poesía de las palabras (en francés, por favor, siempre en versión original) y la fuerza del mensaje que el profesor Richet dirige a sus alumnos (no pestañean ante sus palabras) antes de sus vacaciones. ¿Se imaginan cómo esas palabras penetrarán en el cerebro y el corazón en plena formación de esos niños...?. Esa es la importancia del maestro, la importancia de la educación, la aventura de educar.



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