sábado, 10 de agosto de 2013

Cine y Pediatría (187): La niñez rota en “La tumba de las luciérnagas”


Hoy volvemos a hablar de una obra maestra del cine de animación. Ya hemos esculpido algún ejemplo más en Cine y Pediatría, como Princess (Anders Morgenthaler, 2006), Persépolis (Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, 2007) o Una carta para Momo (Hiroyuki Okiura, 2011). Hoy hablamos de La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1998), considerada, junto a La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) y El pianista (Roman Polanski, 2002) como una de las mejores películas antibelicistas de todos los tiempos. 

La tumba de las luciérnagas cuenta una historia, basada en hechos reales (concretamente el autor de la novela en la que se basa el film, Akiyuki Nosaka, vivió en persona parte de los acontecimientos mostrados en la película), en la que se narran las desventuras de dos hermanos (Seita, de 14 años, y Setsuko, de 5 años) que quedan huérfanos en Japón durante la Segunda Guerra Mundial después de un bombardeo de aviones norteamericanos. Y libran su propia batalla por la subsistencia, en un camino de penurias. Penurias que sentirá el espectador. 

La guerra iguala a todas la clases y su capacidad de destrucción es transversal es lo que nos quieren transmitir Akiyuki Nosaka (autor de la novela homónima de 1967) e Isao Takahata (director de la película, treinta años después), ambos coetáneos y nacidos en la década de 1930, ambos hijos de la guerra, los bombardeos, el hambre y la ocupación de Japón. Akiyu Nosaka narra: “La tarde del veintidós de septiembre del año veinte de Shówa Seita, que había muerto como un perro abandonado en la estación de Sannomiya, fue incinerado junto a los cadáveres de otros veinte o treinta niños vagabundos en un templo de Nunobiki y sus huesos fueron depositados en el columbario, los restos de un muerto desconocido”. Y prosigue más adelante: “Honestamente, la muerte de mi hermana también fue un alivio para mí, una carga que me sacaba de encima. Saber que nadie volvería a despertarme de noche con su llanto, que podría ir de un lado para otro sin tener que cargar con una niña en mis espaldas”. Y a través de la novela, Isao Takahata logra narrarlo con esa sencillez típica de los grandes clásicos, al más puro estilo de John Ford o de Yasujiro Ozu, sin cargar las tintas en los momentos emotivos, y haciendo grande una historia pequeña, sin caer en un sólo momento en la sensiblería barata. 
Isao Takahata es considerado uno de los creadores más importantes del género de animación (anime) en Japón. Cofundador, junto con su amigo Hayao Miyazaki, de los afamados estudios Ghibli. Entre 1974 y 1979, también con la intervención de Miyazaki, trabajó para series de animación para la televisión basadas en clásicos de la literatura infanto-juvenil y que lo convirtieron en un gran renovador y todo un fenómeno de masas. La primera obra fue Heidi, la niña de los Alpes, una sorpresa de éxito mundial que todos recordamos, y le seguirían Marco, de los Apeninos a los Andes y Ana de las Tejas Verdes. Pero su obra más importante es esta: La tumba de las luciérnagas, la primera película dirigida por él en los estudios Ghibli y con excelentes críticas en todo el mundo.  

Porque los estudios Ghibli viene a ser en Japón lo que los estudios Pixar en Estados Unidos; pero en Japón no se andan con medias tintas con la animación y esta película es un ejemplo paradigmático, una película más de adultos que de niños. La tumba de las luciérnagas fue estrenada en cines en 1988 formando programa doble con otra producción Ghibli: Mi Vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988). El hecho de que dos títulos de características tan disímiles (la primera más para adultos, las segunda más para niños), aunque más interrelacionados de lo aparente, dan una idea válida de los muy diferentes estándares de la cultura japonesa con respecto a la occidental. 

La tumba de las luciérnagas se centra más en la destrucción de las familias durante una guerra, así como en la indiferencia ante el sufrimiento que genera en las personas, que en la guerra en sí. Se habla sobre todo de las emociones que rodean a los niños, que son los personajes principales. Y ofrece una excelente visión de la cultura de Japón, donde las necesidades del individuo no son tan importantes como las necesidades de la familia y la nación. La película empieza por el final: “21 de septiembre de 1945: ese fue el día en que morí”. Es la primera frase, en la voz de Seita. Un modo bastante original de comenzar una película, más aún una película animada, supuestamente para niños: un protagonista muerto, en un comienzo que nos recuerda al mejor Billy Wilder de Sunset Boulevard (1950). 
Esta es la historia de Seita y su hermana pequeña Setsuko, dos niños que nacieron en el momento y en el lugar equivocados. Tras perder a su madre y su hogar en uno de los bombardeos aliados al Imperio del Sol Naciente y, ante la imposibilidad de contactar con su padre, un oficial de la Marina, los dos pequeños tratan de sobrevivir solos en un mundo que se muestra cruel. Ocultos en un refugio antiaéreo abandonado de la ciudad de Kobe, Seita comienza a robar comida para alimentar a su hermana enferma. El panorama a su alrededor, cuando son recogidos por una pariente lejana, se verá cada vez más y más reducido a la miseria y la desesperanza, solo aliviada por placeres minúsculos como el agua del mar, los caramelos de fruta o la luz efímera de las luciérnagas. Su trágica lucha por la supervivencia se convierte en una oda al espíritu humano y en un emotivo homenaje a los olvidados. 
La tumba de las luciérnagas es una película triste y real, con ciertas dosis de crueldad casi dickensiana, como los episodios de la tía que acoge a los hermanos huérfanos o cuando éstos deciden enfrentarse al mundo en solitario. Porque alrededor de Seita y Setsuko todo se va haciendo más pequeño, porque ellos son las pequeñas luciérnagas de esta historia y, tarde o temprano, la tumba se hace omnipresente. Porque estamos ante una película profundamente japonesa, donde se une lo terrible y lo lírico incluso en sus contradicciones entre la emotividad que surge de forma natural y aquélla fruto de la imposición melodramática, de la obligación de emocionarse. Y en donde Seita es una versión heróica de Akiyu Nosaka, en una historia donde el “Giri”, la obligación, todavía pesa más que en “Ninjo”, el deseo propio. Porque Seita robará (incluso aprovechando el toque de sirena de los bombardeos), se apartará de la familia, se volverá egoísta y se deshonrará en múltiples formas y perderá su dignidad, con un único objetivo: intentar garantizar la supervivencia de su hermana. 

Las luciérnagas como recurrente “leitmotiv” que remite de manera directa a la fragilidad de la existencia y a lo efímero de la misma y de las mejores cosas que puede ofrecer: porque La tumba de las luciérnagas habla de la niñez rota, de la violación de la inocencia, de la crueldad humana, del desinterés y el egoísmo en tiempos de guerra. Se supone que en los momentos más difíciles de una persona, sobre todo si el contexto es una guerra, lo mejor del ser humano tendría que salir a flote. En la película los únicos que parecen seres humanos son los dos hermanos protagonistas, y sólo porque hasta cierto punto no se dan cuenta de la desgracia que les ha tocado vivir. 

Y toda esta niñez rota vista a través de una de las mejores películas de animación de todos los tiempos, producida bajo el sello de los estudios Ghibli.

 

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