sábado, 18 de diciembre de 2021

Cine y Pediatría (623): Las grietas de la maternidad en “La semilla del diablo”

 

El milagro de la vida es maravilloso y el periodo del embarazo resulta un tiempo habitualmente repleto de buenos sentimientos. Por ello, y por contraste, el cine no ha sido ajeno para hacer de ello, en ocasiones, un momento misterioso, cuando no terrorífico. Y baste recordar algunos títulos como las películas estadounidenses Engendro mecánico (Donald Cammell, 1977) y El heredero del diablo (Matt Bettinelli-Olpin, Tyler Gillett, Radio Silence, 2014), las francesas Baby Blood (Alain Robak, 1990) y Al interior (Alexandre Bustillo, Julien Maury, 2007), o la brasileña Los buenos modales (Marco Dutra, Juliana Rojas, 2017). Pero por encima de todas ellas, se encuentra la fiel adaptación de la novela del judío neoyorquino Ira Levin, “Rosemary´s Baby”, un aterrador cuento sobre embarazo y satanismo que la ha convertido en una de las mejores películas de terror de la historia: La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968). 

Ira Levin publicó este libro en 1967 y refleja el impacto de la fundación de la primera Iglesia de Satanás en California en 1966 y tras la la primera visita del Papa a Estados Unidos en 1965. Es “Rosemary´s Baby” su novela más conocida, aunque otras posteriores como “The Stepford Wives” y “The Boys from Brazil” también fueron llevadas a la gran pantalla. Y fue La semilla del diablo la a polémica carta de presentación de Roman Polanski en Estados Unidos (como director y guionista, el único guion en solitario de su carrera), un gran éxito comercial y de crítica, película revolucionaría que allanó el camino de lo que más adelante se conocería como el nuevo Hollywood. De hecho, este polémico director franco-polaco de origen judío y nacionalizado estadounidense, dirigió sólo dos películas enteramente norteamericanas, importantes por lo que significaron dentro de los dos géneros que más practicó, ambas sendas obras maestras: en el cine de suspense y terror, nuestra película de hoy, y en el cine negro, Chinatown (1974). Y solo nos resta pensar lo que hubiera sido de su carrera si no se hubiera visto obligado a abandonar Estados Unidos en dos ocasiones: la primera tras el asesinato de su mujer Sharon Tate y su hijo nonato, y la segunda por haber mantenido relaciones con una menor. 

La semilla del diablo comienza con una visión a vista de pájaro de Central Park y de los edificios que lo rodean. Y también sobrevuela el tema principal de la película, por título “Rosemary´s Baby”, a cargo del compositor polaco Krzysztof Komeda y acompañando a unos títulos de crédito en rosa propios de las comedias románticas de la época. Un comienzo bien paradójico para adentrarnos en la historia del matrimonio Woodhouse, Guy (John Cassavetes) y Rosemary (Mia Farrow), quienes se mudan al edificio Bramfort (en realidad, el edificio Dakota), sobre el cual, según un amigo, pesa una mala reputación porque a principio de siglo algo ocurrió allí con distintos inquilinos: “Esta casa ha tenido un gran número de sucesos desagradables”. Una vez instalados, se les acercan los Castevet, Minnie (Ruth Gordon) y Roman (Ralph Bellamy), unos vecinos que los colman de atenciones, incluido un colgante con una raíz de tannis de mal olor y que Rosemary no se pone. 

Guy es un actor fracasado, con poco más de un par de obras de teatro y anuncios para la televisión, pero al que, por un giro del destino, le ofrecen un papel principal. Ante la perspectiva de un buen futuro, deciden buscar un hijo; y en esa esperada velada reciben un postre de chocolate de sus vecinos, cuya relación se les ha hecho ya algo asfixiante. Pero algo había en el postre que hace que Rosemary se sienta mareada y entonces tiene un extraño sueño: viaja en un yate solo para católicos y en cuyo techo ve los frescos de la Capilla Sixtina, llega un tifón y ella baja desnuda al camarote donde la rodean decenas de personas ancianas también desnudas y siente que es invadida por un ser demoníaco. Y es cuando ella grita: “¡No es un sueño! ¡Está pasando de verdad!”. Y el Papá le pregunta preocupado si le ha mordido un ratón y le da a besar el anillo, que resulta ser el mismo amuleto de tannis que le regalaron los vecinos. Una escena clave y fascinante en extremo, repleta de connotaciones católicas, freudianas y ocultistas. 

Y cuando Rosemary se queda embarazada, lo único que recuerda es sentir que ha hecho el amor con una extraña criatura que le ha dejado el cuerpo con algunas marcas, y que Guy justifica por el frenesí de la velada. Cuando le comunican que está embarazada, intenta reorientar su matrimonio, minado por la excesiva obsesión de Guy en su nuevo papel, pero los Castevet lo complican todo. Y hasta consiguen al momento que cambie de ginecólogo, al parecer uno muy famoso y que le da estos consejos: “No lea libros, por favor. Ningún embarazo es exactamente como en los libros. Y tampoco se haga caso de sus amigas. Ningún embarazo es igual a otro. Nada de pastillas. Minnie Castevet tiene un herbolario. Le preparará una infusión diaria con más propiedades y más rica en vitaminas que cualquier píldora. Si tiene alguna duda, llámeme a la hora que sea”. Pero durante el embarazo, y pese al estrecho seguimiento ginecológico, pierde peso y tiene constantes dolores, tanto de abdomen como de articulaciones. A medida que pasan las semanas, empieza a sospechar que su embarazo no es normal. Cuando deja de beber el brebaje que le trae la vecina, cesan sus dolores. Sus amigas le aconsejan que vaya a otro ginecólogo y pida una segunda opinión. Y ella asustada dice: “¡No quiero tener un aborto!”

Y un libro con un anagrama que le deja un amigo en su lecho de muerte le da la pista; su título, “Todos ellos brujos/All of the witches”, donde descubre relaciones con sectas satánicas en la que aprende que para sus aquelarres la sangre más potente es la de un bebé. Y por ello intenta explicar al nuevo ginecólogo: “Puede que todo sea una coincidencia, pero de algo estoy segura: practican la magia negra y quieren a mi bebé”. Un bebé que se llamaría Andy si es niño y Jenny si es niña, pero que finalmente le llamará Adrian. Y así es que, cuando Rosemary ve el interior de la cuna negra, exclama el terrorífico lamento: “¿Qué le habéis hecho? ¿Qué le habéis hecho en los ojos?...¿Qué le habéis hecho, fanáticos?”. Y todos los demás le explican: “Su padre es Satán, no Guy. Salió del infierno y ha engendrado un hijo de una mujer mortal. Satán es su padre y su nombre es Adrian. Derrocará a los poderosos y arrasará los templos… Él te eligió entre todas las mujeres del mundo. Él quiso que fueras la madre de su único hijo…¡Dios ha muerto! ¡Satán vive! ¡Es el año uno!”. 

Y con el esbozo de sonrisa de Rosemary cuando mece a su hijo y el mismo tema principal musical que al principio, finaliza esta peculiar película. Una obra que, más de cuatro décadas después, conserva intacta su capacidad de sugerencia, su ambigüedad y su tremendo poder de convicción. Porque Polanski sabía que el horror es mejor que lo añada la mente del espectador y que sus posibilidades más oscuras nazcan de lo cotidiano, no de lo extraordinario. Y no era plato de buen gusto oponer la idea de una Satánica Concepción a la idea tradicional de Inmaculada Concepción, con lo que el Anticristo significa de perturbador para cualquier espectador, principalmente si está educado en una cultura primordialmente católica (como lo está nuestra Rosemary, fiel seguidora de Pablo VI en la película). 

A lo largo de la historia del séptimo arte han surgido algunas películas que han sido catalogadas de malditas, y esta definición no se fundamenta solo en el tema (pues muchas de ellas pertenecen al género de terror), sino por lo que rodeó su creación, con grabaciones suspendidas, trágicas muertes o accidentes y sucesos paranormales. Algunos ejemplos son Psicosis (Aldred Hitchcock, 1960), El exorcista (William Friedkin, 1973), La profecía (Richard Donner, 1976), Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1979), Poltergeist: fenómenos extraños (Tobe Hooper, 1982), En los límites de la realidad (John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante, George Miller, 1983), El cuervo (Alex Proyas, 1994), The Possession/El origen del mal (Ole Bornedal, 2012) o El conjuro (James Wan, 2013), entre otras. Y entre ellas, ocupa un lugar tristemente privilegiado La semilla del diablo, la película maldita de Polanski y su infernal rodaje. 

Se dice que el agente de Ira Levin entabló negociaciones con el maestro del suspense Alfred Hitchcock, pero al final el trato se cerró con William Castle, productor y director de películas de terror de serie B, aunque finalmente se le persuadió para que acabara ejerciendo de productor y dejara paso a un prometedor director radicado en Londres, Roman Polanski. Este ya había rodado El cuchillo en el agua (1962), Repulsión (1965), Callejón sin salida (1966) y El baile de los vampiros (1967) y este proyecto sería su primer largometraje en el país de las oportunidades. Polanski se había enamorado de la novela y su intención era escribir él mismo el guion y trasladarlo en imágenes permaneciendo fiel al texto de Levin. Se trasladó a Santa Mónica y trabajó de manera frenética y en tres semanas ya tenía una primera versión. La siguiente misión era encontrar al elenco principal perfecto: tras barajar nombres de estrellas masculinas como Steve Mcqueen, Tony Curtis, Paul Newman o Jack Nicholson, la mejor opción para el papel de Guy Woodhouse era el galán Robert Redford, pero tuvo que conformarse con John Cassavetes, pionero del cine independiente, que aceptó la propuesta para financiar su siguiente película como director; para el personaje de Rosemary Woodhouse se pensó en un principio en Jane Fonda, pero la talentosa hija de Henry ya estaba comprometida con su heroína espacial de Barbarella, y Polanski se decantó por su prometida, la actriz texana Sharon Tate y luego por Tuesday Weld, aunque fue Castle quien insistió en que viera a Mia Farrow, la joven y frágil esposa de Frank Sinatra, y en cuanto comprobó su etérea presencia comprendió que era la protagonista ideal para La semilla del diablo

La filmación en interiores tuvo lugar en los estudios de la Paramount en Hollywood, mientras que para los planos exteriores se eligió el edificio Dakota de Manhattan, transformado para la ocasión en el edificio Bramford, un inmueble con aspecto de fortaleza gótica en cuyo ático había vivido nada más y nada menos que el “frankenstein” Boris Karloff, y de quien se dice que tras su fallecimiento su espíritu merodeaba el edificio, pero cuyo hecho más significativo es que aquí fue tiroteado John Lennon años después. Y el rodaje resultó tan aterrador casi como lo narrado en la propia película, pues Polanski no tardó en erigirse en el Dios absoluto de la producción, mostrando su desprecio por los actores, a los que trataba como un tirano. Fue Frank Sinatra el primero en protestar y exigir a su mujer que abandonara el proyecto, aduciendo que Polanski era un “polaco inútil”; finalmente, “La Voz” acabó enviando a su abogado al plató para entregarle los papeles del divorcio a Mia Farrow delante de todo el equipo. La intérprete cayó en una profunda depresión, que a la postre resultó beneficiosa para su papel de atormentada Rosemary. 

El rodaje se demoró bastante por el estricto perfeccionismo del director y su tendencia obsesiva a repetir una y otra vez las tomas. Y así como Mia Farrow obedecía sumisa, no ocurría lo mismo con John Cassavetes, quien hizo temblar el set en más de una ocasión por sus enfrentamientos con Polanski. Es por ello que Paramount quiso despedir al director, pero cuando vieron el metraje grabado hasta entonces, se percataron de que era demasiado bueno para rescindirle el contrato. La película ganó un único Óscar, para Ruth Gordon como actriz de reparto por su papel de la agobiante y quisquillosa vecina Minnie Castevet, y fue nominado Roman Polanski para Mejor guion adaptado, pero no recibió nominación ni como Mejor director ni tampoco como Mejor actriz principal, pese al gran papel de Mia Farrow. 

Lo cierto es que el director pagó un alto precio por el descomunal éxito de la película y, con el paso del tiempo, muchas de las personas que estuvieron involucradas en el rodaje fueron golpeadas por la tragedia, de ahí el término de película maldita. La desgracia más conocida ocurrió al año siguiente de su estreno, cuando su bella mujer Sharon Tate, embarazada de ocho meses y medio, murió brutalmente asesinada junto a otras cuatro personas en su residencia de Cielo Drive a manos de la secta La Familia del psicópata Charles Manson. Algunos llegaron incluso a acusar al propio Polanski de complicidad en la masacre. También el compositor Krzysztof Komeda, colaborador habitual del cineasta y autor de la banda sonora, fue víctima de un trágico accidente al caer de un barranco y cuyas heridas le causaron la muerte meses después, a la edad de 37 años. Por otro lado, William Castle tuvo un fallo renal al finalizar la producción y John Cassavetes, por su parte, contrajo una extraña hepatitis. El productor Robert Evans tocó el cielo con la película, pero posteriormente su carrera entró en declive y su vida personal también: sufrió tres infartos, fue sospechoso de un asesinato e ingresó voluntariamente en un centro psiquiátrico para no acabar suicidándose, y, para colmo de males, su mujer Ali McGraw le dejó por el actor Steve McQueen. 

Hechos y anécdotas alrededor de una película de culto y una película maldita. La que nos muestra las grietas de una gestación y la maternidad bajo el prisma del séptimo arte y bajo la ambigüedad de Levin  y Polanski.  

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