sábado, 21 de enero de 2012

Cine y Pediatría (106). “Billy Elliot”, un alegato contra los prejuicios y tópicos


Al igual que el neorrealismo italiano evolucionó desde la adusta puesta en escena de sus clásicos (Roberto Rossellini, Luchino Visconti, Vittorio de Sica) hasta el edulcorado populismo costumbrista de los sucesores (Renato Castellani, Luigi Comencini), lo mismo sucede con el cine social inglés. La tradición social nunca ha desaparecido del cine británico y se transporta desde los albores del free cinema (Lindsay Anderson, Jack Clayton, Karel Reisz, Tony Richardson), hasta los grandes herederos (Stephen Frears, Mike Leigh, Shane Meadows y, especialmente, Ken Loach) y se prolonga en los albores del siglo XXI, con películas como Full Monty (Peter Cattaneo, 1997), Tocando el viento (Mark Herman, 1997), Wonderland (Michael Winterbottom, 1999), Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000), Fish Tank (Andrea Arnold, 2009), Neds (Peter Mullan, 2010), etc.

De hecho, Full Monty y Billy Elliot compartieron el honor de ser dos películas británicas con un mayoritario apoyo de público y crítica, gracias a un realismo social edulcorado teñido de cierta dosis de humor, con ese modélico ejemplo de conciliación de denuncia social y gratificación lúdica. En Billy Elliot, al contrario que otras películas que parten de una novela, aquí la novela se escribió tras la película: de ello se encargó Melvin Burgess, polémico escritor de novela infantil británico. Los ecos de Billy Elliot resuenan aún y dos personajes tienen la culpa principal de esta repercusión: su director (Stephen Daldry) y su protagonista (Jamie Bell).
Stephen Daldry procede del teatro (al igual que colegas coetáneos suyos como Sam Mendes o Nicholas Hytner) y en cada uno de sus tres únicos largometrajes ha conseguido sendas nominaciones a los Oscar como Mejor Director. Lo hizo en su debut con Billy Elliot y, posteriormente, en Las horas (2001) y en El lector (2008), a cada cual más sorprendente. Y Jamie Bell, nacido en seno de una familia de bailarines y con afición a la danza, consiguió un reconocimiento internacional impensable con este papel, si bien es uno de esos personajes de los que va a costar mucho deshacerse en lo que está siendo el resto de su trayectoria como actor.

Billy Elliot es la historia de un niño de 11 años de familia minera ambientado en la Inglaterra de la década de los ochenta, en un contexto de fuerte conflictividad de las huelgas en el gobierno de Thatcher (ahora de moda, tras la soberbia interpretación de Meryl Streep en La Dama de hierro). Un trasfondo duro, con denuncia social por medio, para contar la enternecedora historia de un niño que habrá de luchar contra los estereotipos y los prejuicios de una familia (huérfano de madre, vive con su padre, hermano mayor y una abuela) y un pueblo de mente cerrada, en donde cambiar los guantes de boxeo por las zapatillas de ballet es un símbolo donde el personaje destruye esquemas preestablecidos (la educación en base a una orientación por sexo y nivel social) y se atreve a buscar la felicidad: sentirte a gusto contigo mismo. La historia está contada con suficiente sensibilidad, con una preciosa relación entre Billy y su profesora Mrs Wilkinson (Julie Walters), que pondrá todas sus esperanzas en el chico para salir de la mediocridad, aunque sea poniendo en duda su orientación sexual.

Efectivamente, Billy Elliot es un producto que resulta superior a la media, en sus ambiciones y en sus resultados. Una inteligente combinación de sentimiento, música y baile que dan un sabor agridulce al relato. Y, de paso, también se permite lanzar unos cuantos dardos envenenados: pocas veces se ha dicho tanto con tan poco en ese travelling en que los niños protagonistas pasan ante un hilera de antidisturbios. Billy Elliot nos ofrece una visión de la influencia de la educación, entendida como un proceso de relación personal profesor-alumno llevado con constancia, exigencia y afecto en busca de objetivos (recordar las escenas entre Mrs Wilkinson y Billy, y la insistencia del niño por perfeccionar el baile en casa), y también resalta el peligro de encasillar a las personas en un rol en relación con su sexo o clase social (la escena en la que Billy baila por primera vez delante de su padre, con mirada erguida y en el que sin palabras le dice su deseo de alcanzar una meta, lejos de las pautas preestablecidas para un hombre y para una clase trabajadora).
Con los años, el chico alcanzará su sueño. La escena final, en la que interpreta "El Lago de los Cisnes" de Tchaikovsky, es el colofón feliz sobre cómo los mecanismos de afirmación personal y autoestima que tuvo que aplicar lograron alcanzar sus propios deseos.

Billy Elliot, un alegato contra los prejuicios y tópicos en la educación infantil. También en la vida. Si lo entendiéramos bien, seguro que saltaríamos de alegría como cuando Billy corre bailando por las calles de su ciudad minera.
(P.D. Me identifico bastante con este personaje, quizás por ser también yo hijo de mineros, disfrutar con el baile -tendría que venderse en pastillas la terapia del baile- y llevar bastante mal el tema de los prejuicios y tópicos).