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sábado, 7 de noviembre de 2020

Cine y Pediatría (565). “Un monstruo en mi puerta”, demasiados monstruos a desterrar

 

En los últimos premios Oscar, la película surcoreana Parásitos (Bong Joon-Ho, 2019) marcó un hito porque se trata de la primera producción de habla no inglesa ganadora del Oscar a la Mejor película, además de la estatuilla a Mejor director, Mejor guion original y Mejor película extranjera. El que la cinematografía coreana pueda lucir con orgullo este flamante hito no es casualidad, sino la consecuencia de un proceso que lleva cocinándose en Corea del Sur desde hace veinte años. La nueva ola de cine coreano, conocida también como Hallyuwood (un juego de palabras alrededor del Hollywood estadounidense y el Bollywood indio), inició a mediados de los noventa, pero ganó notoriedad después del año 2000. Esta nueva etapa coincidió con la llegada del gobierno democrático a Corea del Sur en 1987, cuando el país comenzó a florecer cultural y artísticamente. La nueva ola del cine coreano es representada principalmente por Kim Ki-duk (Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, 2013; Hierro 3, 2004; El arco, 2005), Chan-Wook Park (Oldboy, 2003; Lady Vengeance, 2005; Stoker, 2012) y Bong Joon-ho (Memories of Murder, 2003; Mother, 2009; Okja, 2017). 

En un principio, el cine coreano replicaba las fórmulas de los géneros cinematográficos, sin embargo, con la incursión de cineastas jóvenes en su industria, comenzaron a experimentar con historias más arriesgadas, destacando principalmente en el cine de terror. Y donde encontramos películas del estilo de Salvar el planeta Tierra (Jang Joon-hwan, 2003), Los poseídos (Kim Jee-woon, 2003), Poetry (Lee Chang-Dong, 2010) o Nobody’s Daughter Haewon (Hong Sang-soo, 2013), entre otros muchos. 

Y hoy presentamos la ópera prima de la debutante July Jung, una película surcoreana del año 2014: Un monstruo en mi puerta. Pero que, pese a ese título, no es una película de terror, aunque lo que nos cuenta puede llegar a ser terrorífico. En ella se narra la historia de Young-nam (Doona Bae), una joven sargento de policía atormentada por un pasado oculto y que es trasladada a una pequeña localidad costera y allí se encuentra con Do-hee (Kim Sae-ron), una adolescente de extraña personalidad a la que tendrá que cuidar cuando su abuela muere en un accidente y queda a cargo de su abusivo y alcoholizado padre, y en cuyo apoyo encuentra una posibilidad de redención cuidando de esa niña que es víctima de malos tratos. Pero, en el transcurso de la película, los hechos y las personas no son lo que parece. Y que nos aboca a un desenlace tan auténtico como sorprendente

Y ello en un ejercicio de suspense, tenso y perturbador, que también es un perfecto retrato de dos personajes fascinantes y misteriosos, ambiguos y llenos de matices, magníficamente interpretado por esas actrices, una ya consolidada y otra en efervescencia. Pero lo más importante de esta película es que es una continua denuncia de problemas sociales, tan diversos como los malos tratos infantiles, el abandono, el alcoholismo, la pedofilia y el rechazo a los homosexuales, temas en los que hemos avanzado en el siglo XXI, pero que siguen demasiado presentes en nuestras vidas y que tanta disfunción provocan. 

Porque cuando nuestra joven policía Young-nam llega a ese pequeño pueblo costero se siente perdida y la vemos acumular en botellas de agua una bebida alcohólica que le ayudan a conciliar el sueño. Su encuentro con Do-hee, esa niña solitaria y maltratada (tanto en el colegio como en el hogar) le da sentido a su profesión, aunque sus superiores le aconsejan que no se entrometa. “¿Es que no puedo castigar a mi hija?” le llega a decir su padre no biológico, un hombre alcoholizado dedicado a contratar ilegales y abusar laboralmente de ellos. Pero también la abuela es alcohólica y también la maltrata física y psicológicamente. “Cuando no bebe no me pega” se sincera la niña, quien le llega a decir a Young-nam: “¿Puedo irme con usted?”. Hecho que se hace realidad cuando la abuela aparece muerta por un supuesto accidente y comprueba que Do-hee está llena de hematomas y heridas, y le sobrecogen sus explicaciones: “Ni siquiera mi madre me quería”

Pero cuando la acoge, descubre que no es la angelical y frágil niña que creía. Y el ebrio padre da alguna pista: “Puede que no lo sepa, pero esta niña tiene problemas… igual que su madre”. Y es entonces cuando descubrimos también el secreto de Young-nam, porque reconocemos que esconde su lesbianismo y la que fuera su novia le recrimina: “Si te hacen un poco de daño, desapareces. Siempre haces lo mismo”. Y todo se complica en el pueblo cuando el padre la acusa de acoso sexual a una menor, cuando solo quiso salvarla de un ambiente tóxico de maltrato. Y es juzgada por abrazar a una niña llena de hematomas porque “se convierte en un problema cuando lo hace un homosexual”. Y de nada sirven sus declaraciones en el juicio: “Yo la quería, por eso la besaba y la abrazaba… Lo único que hice yo era proteger a una niña sometida a malos tratos”

Y al final todo se vuelve del revés. Y la sargento acaba en la cárcel y libre el padre. Y Do-hee regresa con el maltratador… y consuma su venganza hacia ese padre que solo sabe pegar a las mujeres. Y se hace realidad el pensamiento del padrastro: “No parece una niña. A veces parece que esconde un monstruo dentro”. Sí, ese monstruo en mi puerta que aparece cuando no se cuida. 

Una película que es un tour de forcé entre sus dos protagonistas. Pero donde el ambiente rural, con sus gentes sencillas pero poco tolerantes antes los sucesos y personas nuevas, es otro de los personajes que sobrevuela la historia. Y otro es el silencio, que aporta tensión en largos planos que nos atrapan de principio a fin. Una película con gran acogida en el Festival de Cannes y con diversos premios, premios que demuestran el mensaje universal de esta película. Porque Un monstruo en mi puerta consigue hacernos sentir incómodos al tratar ciertos temas, y no se anda por las ramas a la hora de desterrar los muchos monstruos que acechan nuestra puerta.

 

sábado, 20 de mayo de 2017

Cine y Pediatría (384). "Play" nos pregunta si esto es un juego...


Cuando uno piensa en el cine de Suecia, piensa en primera persona en Ingmar Bergman, un director formado desde el teatro, un icono del séptimo arte que se coló sucesivas veces en los Premios de la Academia, desde Fresas salvajes (1957) hasta Fanny y Alexander (1982), pasando por El manantial de la doncella (1960), Como en un espejo (1961), Gritos y susurros (1972) o Cara a cara (1976). Y luego este cine se hace más distante, con fulgurantes apariciones, algunas revisadas en Cine y Pediatría como Lukas Moodysson, uno de los más audaces, con películas como Fucking Amal (1998), Lija 4-Ever (2002) o Mamut (2009), o Reza Parsa, de origen iraní pero formado en los países escandinavos, y su Antes de la tormenta (2002). En cualquier caso es un cine que refleja una infancia que viene del frío. Y frío, casi helados, nos deja la película sueca Play (Ruben Östlund, 2011). 

Para algunos críticos, Ruben Östlund es la estrella que faltaba desde hacía tiempo en el firmamento del cine sueco. Alguien que sigue su propio camino artístico y al mismo tiempo habla de su época, alguien que se atreve a describir una sociedad de clases cruel en la que un grupo de suecos extorsiona a otros suecos y al que no le duelen prendas la polémica para poner su cámara fija y su gusto por las escenas lentas y fuera de campo. Y es que con la lentitud y parsimonia de esta película (cabe pensar si lo de la cuna en el tren es un mensaje o un macguffin) nos pone fuera de sí, nos hace incluso perder el control. Y ha suscitado debates sobre el abuso de poder, la pobreza, el miedo, la segregación y el odio. 

Play cuenta la historia de una banda de adolescentes procedentes de las clases desfavorecidas que se sirven de los prejuicios sobre ellos mismos (son negros) para extorsionar a niños de buenas familias perdidos en la gran ciudad. Los ladrones juegan con los prejuicios de sus víctimas y el director con los de su público, aunque es difícil saber de parte de quién se está. Y por ello nuestra confusión e incomodidad tras su visionado. Östlund se inspiró en los robos cometidos por adolescentes negros en Gotemburgo y se entrevistó tanto con sus autores como con las víctimas. Explica que lo que le ha marcado más tras hablar con los jóvenes autores de estos delitos es que, a pesar de su corta edad, ya se habían dado cuenta de la imagen estigmatizada del hombre negro. Y han jugado de manera consciente con ello a la hora de crear un sentimiento de amenaza implícito cuando cometían sus robos. 

Y todo esto se nos cuenta en casi dos horas de metraje con el gusto por el lento desarrollo y por la cámara fija... en donde los personajes van apareciendo en escena o desarrollan la acción fuera de cámara. Se desgrana una escena con otra: la de las escaleras automáticas del centro comercial, la del mostrador de la tienda, la del parque de skate, atravesando el campo de rugby, la del autobús (una de las escenas con más violencia, nunca explícita, pero si sutil), la del puente, la de la vía del tren (que es cartel de la película, con los dos chicos apoyados en la pared de cemento y el chico negro le dice al blanco: "Si quieres puedes llamar a tu madre o a tu padre. Si quieres...¿me oyes?"), etc. Y las interminables imágenes fijas del pasillo del tren con el mensaje de la cuna, en sueco y en inglés, una y otra vez. 

Cinco chicos de color amedrentando a tres chicos blancos y durante todo un día, jugando al ratón y al gato. Y los adultos por testigos ajenos sin darle importancia a lo que solo como espectadores ya nos angustia: el abuso de poder. Y siempre la misma excusa: un móvil con unos rayones que dice ser el que robaron al hermano de uno de los matones. Y esas escenas que permanecen en el recuerdo: la de la carrera es desoladora por lo pueril y por lo doloroso del abuso de poder y el sometimiento que hasta los niños hacen unos de otros; la de multa en el tranvía de los revisores a esos niños desolados a los que les han robado todo y les han sometido a vejaciones psicológicas (basta ver la cara de uno de ellos con la cámara fija en su rostro) y esa frase tan impropia como el frío de una sociedad helada.: "Tus padres tendrán que pagar porque te has colado. Sed honestos y contarles lo que ha pasado"; la escalofriante escena cuando los cuatro chicos negros hablan (y se mofan) de la madre que llama al móvil del hijo que no vuelve a casa (como espectadores ya no sabemos cómo sentarnos); y la penúltima escena, cuando resulta imposible que los padres le hagan cambiar de idea al malhechor, pues todo se convierte en una realidad irreal y uno se ve identificado, y la impotencia de los padres le hacen decir: "Escúchame, cambia de vida. Deja de hacer daño a la gente. Cambia de vida". Y aquí la paradoja social: al ver la escena los padres son acosados por otras ciudadanas que le dicen: "Ustedes han acosado a dos niños inmigrantes...Un niño inmigrante es el doble de vulnerable". Y el padre al que han acosado a sus hijos le dice: "¿Nadie puede criticar lo que hacen los emigrantes? Eso es un racismo retorcido...".  

Y al final el baile tribal de una adolescente en clase... y el solo de clarinete de uno de nuestros protagonistas. Todo con la eterna cámara fija. Y un fundido en negro que nos deja unas cuantas reflexiones para llevarnos a casa. Y en ese momento es cuando dejamos de "jugar". Y por ello precisamente Play es una película magistral: porque los prejuicios residen en la mirada del telespectador y Ruben Östlund nos da la libertad de elegir el momento en el que pulsamos stop o play.

 

sábado, 21 de enero de 2012

Cine y Pediatría (106). “Billy Elliot”, un alegato contra los prejuicios y tópicos


Al igual que el neorrealismo italiano evolucionó desde la adusta puesta en escena de sus clásicos (Roberto Rossellini, Luchino Visconti, Vittorio de Sica) hasta el edulcorado populismo costumbrista de los sucesores (Renato Castellani, Luigi Comencini), lo mismo sucede con el cine social inglés. La tradición social nunca ha desaparecido del cine británico y se transporta desde los albores del free cinema (Lindsay Anderson, Jack Clayton, Karel Reisz, Tony Richardson), hasta los grandes herederos (Stephen Frears, Mike Leigh, Shane Meadows y, especialmente, Ken Loach) y se prolonga en los albores del siglo XXI, con películas como Full Monty (Peter Cattaneo, 1997), Tocando el viento (Mark Herman, 1997), Wonderland (Michael Winterbottom, 1999), Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000), Fish Tank (Andrea Arnold, 2009), Neds (Peter Mullan, 2010), etc.

De hecho, Full Monty y Billy Elliot compartieron el honor de ser dos películas británicas con un mayoritario apoyo de público y crítica, gracias a un realismo social edulcorado teñido de cierta dosis de humor, con ese modélico ejemplo de conciliación de denuncia social y gratificación lúdica. En Billy Elliot, al contrario que otras películas que parten de una novela, aquí la novela se escribió tras la película: de ello se encargó Melvin Burgess, polémico escritor de novela infantil británico. Los ecos de Billy Elliot resuenan aún y dos personajes tienen la culpa principal de esta repercusión: su director (Stephen Daldry) y su protagonista (Jamie Bell).
Stephen Daldry procede del teatro (al igual que colegas coetáneos suyos como Sam Mendes o Nicholas Hytner) y en cada uno de sus tres únicos largometrajes ha conseguido sendas nominaciones a los Oscar como Mejor Director. Lo hizo en su debut con Billy Elliot y, posteriormente, en Las horas (2001) y en El lector (2008), a cada cual más sorprendente. Y Jamie Bell, nacido en seno de una familia de bailarines y con afición a la danza, consiguió un reconocimiento internacional impensable con este papel, si bien es uno de esos personajes de los que va a costar mucho deshacerse en lo que está siendo el resto de su trayectoria como actor.

Billy Elliot es la historia de un niño de 11 años de familia minera ambientado en la Inglaterra de la década de los ochenta, en un contexto de fuerte conflictividad de las huelgas en el gobierno de Thatcher (ahora de moda, tras la soberbia interpretación de Meryl Streep en La Dama de hierro). Un trasfondo duro, con denuncia social por medio, para contar la enternecedora historia de un niño que habrá de luchar contra los estereotipos y los prejuicios de una familia (huérfano de madre, vive con su padre, hermano mayor y una abuela) y un pueblo de mente cerrada, en donde cambiar los guantes de boxeo por las zapatillas de ballet es un símbolo donde el personaje destruye esquemas preestablecidos (la educación en base a una orientación por sexo y nivel social) y se atreve a buscar la felicidad: sentirte a gusto contigo mismo. La historia está contada con suficiente sensibilidad, con una preciosa relación entre Billy y su profesora Mrs Wilkinson (Julie Walters), que pondrá todas sus esperanzas en el chico para salir de la mediocridad, aunque sea poniendo en duda su orientación sexual.

Efectivamente, Billy Elliot es un producto que resulta superior a la media, en sus ambiciones y en sus resultados. Una inteligente combinación de sentimiento, música y baile que dan un sabor agridulce al relato. Y, de paso, también se permite lanzar unos cuantos dardos envenenados: pocas veces se ha dicho tanto con tan poco en ese travelling en que los niños protagonistas pasan ante un hilera de antidisturbios. Billy Elliot nos ofrece una visión de la influencia de la educación, entendida como un proceso de relación personal profesor-alumno llevado con constancia, exigencia y afecto en busca de objetivos (recordar las escenas entre Mrs Wilkinson y Billy, y la insistencia del niño por perfeccionar el baile en casa), y también resalta el peligro de encasillar a las personas en un rol en relación con su sexo o clase social (la escena en la que Billy baila por primera vez delante de su padre, con mirada erguida y en el que sin palabras le dice su deseo de alcanzar una meta, lejos de las pautas preestablecidas para un hombre y para una clase trabajadora).
Con los años, el chico alcanzará su sueño. La escena final, en la que interpreta "El Lago de los Cisnes" de Tchaikovsky, es el colofón feliz sobre cómo los mecanismos de afirmación personal y autoestima que tuvo que aplicar lograron alcanzar sus propios deseos.

Billy Elliot, un alegato contra los prejuicios y tópicos en la educación infantil. También en la vida. Si lo entendiéramos bien, seguro que saltaríamos de alegría como cuando Billy corre bailando por las calles de su ciudad minera.
(P.D. Me identifico bastante con este personaje, quizás por ser también yo hijo de mineros, disfrutar con el baile -tendría que venderse en pastillas la terapia del baile- y llevar bastante mal el tema de los prejuicios y tópicos).