sábado, 30 de junio de 2018

Cine y Pediatría (442). “Los juncos salvajes” y el valor de la resiliencia en la adolescencia


Del latín resilio (rebotar, volver hacia atrás) surge el término resiliencia para describir la facultad de un material para deformarse y recuperar su estructura original, o para soportar grandes sobrecargas sin fracturarse. Introducido progresivamente en el terreno de la Psicología, define la capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida -por traumáticas que éstas fueran-, superarlas e, incluso, transformarse positivamente. En suma, una persona resiliente es aquella que es capaz de mantener una vida sana en un medio insano. Recurriendo a los proverbios, nos recuerda la capacidad del junco para doblarse ante el viento, resistiendo a las tempestades y recuperando su forma inicial sin llegar a romperse en ningún momento. 

Ya el filósofo francés Blaise Pascal - también matemático, físico y escritor – nos dijo en el siglo XVII que “el hombre no es más que un junco, lo más débil de la naturaleza; pero es un junco pensante”. Y en 1994 otro francés, el director André Techiné, nos dejó Los juncos salvajes, una de sus películas más icónicas y ganadora de un sinnúmero de premios dentro y fuera de su país, una historia alrededor de cuatros juncos (cuatro adolescentes, tres chicos y una chica) que no viven aventuras ni nada extraordinario: es la crónica de unos días de colegio, es una historia simple llena de inteligentísimos diálogos que nos revelan lo que cada uno de los protagonistas siente o cree sentir, una historia que transcurre cerca de Touluse con el trasfondo lejano de la Guerra de Independencia de Argelia, aquel periodo de ocho años de lucha del Frente Nacional de Liberación (FNL) de Argelia contra la colonización francesa de más de un siglo y que finalizó en 1962. Pero esa guerra está lejana, pero la que cada uno vive con sus sentimientos encontrados y dudas, no. Porque para estos adolescentes de Los juncos salvajes el vivir era apenas algo por descubrir, unas sensaciones tratando de florecer, un enigma que por momentos parecía superarlos, pero contaban con su juventud, que los hacía fuertes y flexibles, como aquellos juncos de la fábula de La Fontaine, doblados sin romperse antes los vientos que pretendían arrasarlos, bien diferentes al roble. 

Y así es como André Téchiné, un afortunado director de mujeres (Jeanne Moreau, Catherine Deneuve, Isabelle Adjani, Juliette Binoche, Sandrine Bonnaire o Emmanuelle Béart) opta aquí por un grupo de cuatro actores jóvenes casi sin experiencia para hacer un retrato coral de Francia en 1962 durante la V República, desde el punto de vista de cuatro jóvenes estudiantes. Aunque sólo hay una mujer, sobre ella gravita buena parte del peso de la historia, pues alrededor de Maïté (Eloide Bouchez) giran los muchachos atraídos hacia ella cada uno por motivos distintos, pero desembocando en un deseo común. Dos de ellos son compañeros de clase en el colegio de internado que los reúne a todos: François (Gaël Morel), un joven introvertido y con dudas sobre su sexualidad gay, y Serge (Stephane Rideau), un deportista de origen campesino y de padres italianos, quien acabará perdiendo a su hermano, militar destinado a su pesar en Argelia; el primero domina la literatura, el segundo las matemáticas, y se apoyan. A ellos se suma Henri (Frédéric Gorny) un pied noir -francés nacido en Argelia- obligado a dejar su terruño por la violenta guerra civil independentista que se llevaba a cabo en esos momentos y que ya ha matado a su padre, presumiblemente a manos de un ataque terrorista del FLN, un chico extraño que se pasa el tiempo libre escuchando las noticias de radio del otro lado del Mediterráneo, furioso ante la vida con sus compañeros. 

La personalidad endeble de François lo lleva a sentirse atraído por la robusta presencia de Serge, mientras a su vez sostiene una especie de amistad-noviazgo con Maïté, con quien comparte su gusto por el cine de autor: se les ve salir del visionado de películas como A través del espejo (Ingmar Bergman, 1961) o Lola (Jacques Demy, 1961). Pero también Serge se ve atraído por Maité; y Henri tampoco tiene claros sus sentimientos y cae en una clase cuya profesora de literatura es la presidenta del Partido Comunista local y, a la vez, la madre de Maïté, de quien acaba de enamorarse. Y Téchiné logra con sencillez dar vida propia a estos adolescentes, caracterizándolos con precisión en su contradicción, muy propia de la edad en que navegan y les mueve el viento, como juncos: la ambigüedad sexual entre François y Serge (“Odio mostrar mi piel. Me gustaría ser invisible”, dice el primero al segundo); la breve decepción de Maïté ante la confesión de François de su apetencia sexual (“Te amo porque nunca serás mi enemigo. No importa lo que hagas”, le dice ella), pero que sin embargo él no se perdona (“Soy un marica, soy un marica,…” se repite frente al espejo); la atracción física ambigua de Henri y Maïté, que son mostradas con el ánimo de experimentación, de tanteo, de ver qué pasa, tan propio de la adolescencia. Y aunque el director ha confesado que parte de la historia tiene reconocibles tintes autobiográficos (de hecho, inicialmente era una de las 9 películas sobre la adolescencia de la serie para televisión francesa conocida como Tous les garçons et les filles le leur âge), el guion supera lo meramente anecdótico para interiorizar de veras en el alma de estos jóvenes. 

Y François le pregunta al zapatero, el único hombre homosexual que conocen en la comunidad: “Usted tiene experiencia. Solo usted puede ayudarme. A mi edad, ¿esto le pasaba? Cuándo le gustaba un muchacho, ¿qué hacía?”. Y Maïté le confiesa a Serge: “Adivina qué me gustaría. Te vas a reír…Ser 10 años mayor. Odio ser joven. Es una enorme carga. Quiero cerrar los ojos y despertarme mucho más tarde, con una vida propia… una vida que escogería yo, sin mi madre o François. Y, sin embargo, les quiero a los dos”

Y al final los cuatro jóvenes se van a bañar al río… y se sinceran, como en el río de la vida. “Pero hay algo aún más difícil, más difícil que la guerra… y es que la vida continúa” le dice Serge a François para consolarle porque lo suyo no continuará pese a aquel escarceo. A continuación la cámara hace un movimiento de 360º alrededor de la campiña y a lo lejos aparecen los tres chicos cogidos de la mano mientras cruzan un puente..., puro Renoir. Y fundido en negro. 

Porque ya sabemos la calidad del cine en francés. Y ya conocemos que Francia tiene una hermosa tradición de cine alrededor de la infancia y adolescencia que podemos remontar sin ser exhaustivos del Jean Vigo de Cero en conducta (1933) al Louis Malle de Adiós, muchachos (1987), con parada principal en la trilogía que nos regaló François Truffaut: Los cuatrocientos golpes (1959), El pequeño salvaje (1969) y La piel dura (1976). Y André Téchiné desde los inicios de su carrera como director -luego de ser uno de los críticos de Cahiers du Cinéma– se ha preocupado siempre por los conflictos de la identidad, de ese descubrir quienes somos en realidad, también en la adolescencia. 

Y la próxima semana mostraremos algún ejemplo más. Pero hoy disfrutemos de lo que para algunos es su obra maestra, en su sencillez, con sus primeros planos, con el sol y el verde de su campiña, con su doble desgarro, el momento político de aquella Francia y el momento emocional de esas adolescencias, la batalla de Argel y la batalla de la adolescencia. 

 

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