sábado, 19 de septiembre de 2020

Cine y Pediatría (558). “Pirañas: los niños de la Camorra”, devorados por la vida

 


Un enorme árbol de Navidad ocupa el centro de la Galería Umberto de Nápoles. Y ese centro comercial se convierte en el lugar de encuentro donde dos pandillas de adolescentes intentan derrumbar el árbol: unos son del “quartieri Spagnoli” y otros del “quartieri Sanità”, provistos de bates de béisbol y otros objetos cuyo objetivo está claro que no es desearse felices fiestas. El objetivo cinematográfico se consigue perfectamente con estas breves escenas: Nápoles es una ciudad cuyos barrios son territorios enfrentados en los que cada clan mantiene su primacía acosando a los extraños y pugna por crecer a costa de los otros. Son las nuevas generaciones de la leva mafiosa, los niños de la Camorra, aquellos que envidian de sus modelos adultos aquellas ropas de marca, coches de lujos, relojes de oro, chándales llamativos, y mujeres siliconadas. Así comienza la película Pirañas: los niños de la Camorra (Claudio Giovannesi, 2019), adaptación de la novela “La paranza dei bambini” publicado cinco años antes por el periodista y ensayista italiano Roberto Saviano. El propio Saviano interviene como coguionista de la película junto a Maurizio Braucci y el propio director, un Giovannesi que también fuera responsable de dos capítulos de la afamada serie Gomorra, también fundamentada en la novela homónima de Saviano. 

El joven Nicola (Francesco di Napoli) vive en el barrio de Sanità con su madre, que regenta una lavandería, y su hermano pequeño. Tiene 15 años, al igual que sus amigos (Biscottino, Briato, O´Russ, Lollilop,…), y comienzan a trabajar para el clan dominante de su barrio, aquel que extorsiona negocios y hogares cobrándoles “impuestos” a cambio de seguridad, que gana dinero fácil con el comercio de cocaína entre estudiantes. Eso les permite conseguir un status impropio de su edad y conocer chicas: y es en una discoteca donde Nico conoce a Letizia (Viviana Aprea). 

Finalmente Nicola se alía con Agostino, hijo de un capo venido a menos, y forman su propio clan para hacerse con el control de su barrio, algo que ya no es discutible cuando consiguen armas con el apoyo de otro capo anciano, Don Vittorio. Porque para escalar en esta peculiar jerarquía hay que ir haciendo méritos, pero de vez en cuando algún alumno surge precoz y pretende saltar las etapas para controlar cuanto antes su barrio. Es lo que le ocurre a Nicola y su guardia pretoriana. Y los clanes contrarios les pronostican: “Media hora duraréis en el sistema”. Y tras ello llega su primer asesinato, su bautismo de sangre. Y un proceso acelerado de brutalidad y violencia que transforma a niños amorosamente cercanos a sus madres en auténticos canallas con los días contados. Y sigue llegando el dinero fácil, lo que les hace brindar con Moet Chandon como si fuera agua. Pero a su favor cuenta que tratan bien al mercado ambulante y a sus vecinos, por lo que se hacen querer, algo bien diferente al clan que acababan de derrocar. 

Y entre medias la pequeña historia de amor entre Nico y Letizia, dos jóvenes de dos barrios enfrentados, pues ella vive en el famoso barrio napolitano conocido como “quartieri Spagnoli”, donde Nico no es bienvenido. Y deviene la esperada tragedia, pues las armas las carga el diablo. Y el final nos deja todas las respuestas llenas de interrogantes, porque una vida así les obliga a sacrificar algo tan importante como la amistad y el amor, cuando no la vida. 

Y para contar esta historia, Giovannesi utiliza un estilo semidocumental para tenernos dentro del grupo de manera permanente. Y formamos parte como espectadores de esa prisa por llegar cuanto antes y donde no hay tiempo para reflexionar ni para cuestionarse moralmente los acontecimientos. Es cierto que la película goza en su exposición de los mismos defectos y aciertos que Calabria, mafia del sur (Francesco Munzi, 2014), Suburra (Stefano Sollima, 2015) o Il sindaco del rione Sanità (Mario Martone, 2019), pero que no alcanza las cotas cinematográficas de El traidor (Marco Bellocchio, 2019), Selfie (Agostino Ferrante, 2019) o La mafia ya no es lo que era (Franco Maresco, 2019) verdaderos referentes del último cine italiano alrededor de la temática local-criminal y en las que tan importante es mostrar lo que sucede como quiénes son sus amparadores, su base sociológica y sus difíciles, por no decir imposibles, soluciones. 

Es Pirañas: los niños de la Camorra una película que nos permite adentrarnos a una triste realidad: la de esa organización criminal mafiosa de la región de Campania, cuyos grupos más influyentes se encuentran en las ciudad de Nápoles, y que se centra en la contratación pública y blanqueo de capitales, en el tráfico de drogas y donde no es inusual que los clanes de la Camorra se infiltren también en la política de sus respectivas áreas. La etimología del término Camorra es incierta y se presta a bastantes interpretaciones, pero la más aceptada es la tesis de que viene del término dialectal napolitano “c'a morra” (literalmente “con el grupo”, en referencia a los grupos callejeros), nombre con el que se individualizaba también a bandas de malhechores que controlaban los juegos de azar y la prostitución en el Reino de Nápoles, desde el 1300 hasta el 1800. A diferencia de otros clanes como la Mafia siciliana, la estructura de la Camorra es más horizontal que vertical, dado que no hay un líder comúnmente reconocido, sino que se divide en grupos individuales llamados clanes. Cada capo es el jefe de un clan, en el que puede haber decenas o cientos de afiliados, dependiendo del poder y la estructura del clan. Por lo tanto, esto da lugar a numerosos enfrentamientos armados entre clanes rivales para el control de tráficos y barrios. 

Y ello lo conocemos con Nico y sus amigos, con su ascenso y su descenso a los infiernos. Porque ellos son un ejemplo de un fenómeno que en Italia es conocido como La paranza dei bambini, título también de la novela de Roberto Saviano. Y ese fenómeno resume el ascenso de jóvenes que dejaron de respetar a los jefes de la Camorra y se abrieron su propio paso hacia el olimpo criminal. Fue a partir de los noventa cuando los “bambini” se levantaron con puño de hierro y reivindicaron la Camorra de antaño. Porque a los capos de aquel entonces se les echaba en cara que solo pensaran en sus intereses, dejando de proteger a sus barrios y a los débiles. Ellos, en cambio, se creían un Robin Hood a la napolitana, y en este Nápoles es donde muchos niños y jóvenes tienen en la cárcel y la muerte su único camino de salida. De ello ya hablamos en Cine y Pediatría con la película Robinù (Michele Santoro, 2016).  

La infancia y la delincuencia organizada no es nueva en el cine. Y puede tener muy diversos emplazamientos: lo vimos en la ciudad de Tulsa (Oklahoma, Estados Unidos) con Rebeldes (Francis Ford Coppola, 1983), lo vimos en las favelas de Río de Janeiro en Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002). Y ahora lo vemos en Nápoles, epicentro de la Camorra, donde resuena la voz en off de estos jóvenes con moto, convertidos simbólicamente en pirañas y que tienen prisa en devorarlo todo con avidez: “Por respeto y por honor, amigos he perdido. Compañeros, hermanos míos, cuando llevo esta pistola, vuestros nombres van conmigo”. Pero es la vida la que les devora en estos malos ambientes para la infancia y adolescencia. 

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