Son muchas las óperas primas de directores y directoras de cine que causaron un gran impacto y llegaron a convertirse en películas de culto. Algunas ya las hemos tratado en Cine y Pediatría, y baste recordar títulos como Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), Tasio (Montxo Armendáriz, 1984), Kids (Larry Clark, 1995), Las vírgenes suicidas (Sofía Coppola, 1999), American Beauty (Sam Mendes, 1999), Boys Don´t Cry (Kimberly Peirce, 1999), El bola (Juanma Bajo Ulloa, 2000), Ghost World (Terry Zwigoff, 2001), Hard Candy (David Slade, 2005), Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton, Valerie Faris, 2006), Adiós pequeña, adiós (Ben Afleck, 2007), Yo maté a mi madre (Xavier Dolan, 2009), Bestias del sur salvaje (Benh Zeitlin, 2012), Verano 1993 (Carla Simón, 2017), Carmen y Lola (Arantxa Echevarria, 2018), Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022), 20.000 especies de abeja (Estibaliz Urresola Solaguren, 2023), entre otras. Y hoy llega otra ópera prima, considerada por algunos como una película de culto en el cine independiente británico, Aftersun (Charlotte Wells, 2022), conmovedora carta de amor y reconciliación de una hija a su padre en unas vacaciones pasadas en la costa de Turquía en la década de los 90. Con una puesta en escena sutil, una estructura narrativa fragmentada (donde se combina grabación profesional e imágenes de video casero de nuestros protagonistas, lo que la hace más real) y un trabajo actoral conmovedor, la directora construye una historia que resuena de manera íntima con quienes alguna vez han intentado reconstruir momentos del pasado.
A la costa del mar Egeo, en la ciudad turca de Ayvalik, y a un complejo turístico de poco lujo, llegan la adolescente escocesa de 11 años, Sophie (Francesca Corio, seleccionada tras un casting de más de 800 jóvenes), y su padre, Calum (Paul Mescal, en una interpretación que fue muy premiada, incluyendo la nominación a mejor actor en los Premios Óscar). Y ese recuerdo de hace dos décadas lo rememora una Sophie adulta (Celia Rowlson-Hall) que nos aparece de forma recurrente bailando en lo que parece ser una discoteca. Sophie, que vive separado de su padre, le dice: “Me gusta que compartamos el mismo cielo”. A través de una serie de videos caseros, Sophie rememora los tiernos recuerdos de las vacaciones junto a su idealista padre, lo que le permite ir conformando las memorias (reales o imaginarios) de aquel mundo a su alrededor: tiempo de piscina, de juegos de billar, de visita a tiendas de alfombras, de mar, de ajedrez, de excursiones contratadas, de karaoke, de crema antisolar,… Y es que el guion, de la propia Charlotte Wells, está compuesto de su propia infancia y el ajuste de cuentas pendientes con su padre.
La película es un retrato sensible y conmovedor de la relación entre un padre y una hija en el que las imágenes hablan por sí solas. Y ello con ángulos de cámara imposibles, desenfocados a veces, y esas tomas debajo del agua, aderezados con canciones de aquel verano que transitan entre el inevitable “Macarena” de Los del Río al “Losing My Religion” de R.E.M., concluyendo con esa última noche en el resort al ritmo de “Under Pressure” de David Bowie y Queen. Y en esos días de verano vacacional aparecen las confesiones del padre: “Tengo la sensación de que cuando te vas del lugar donde creciste, ya no formas parte de este sitio. No del todo. Y Edimburgo nunca sentí que era de allí realmente”. Y los consejos a su hija: “Puedes vivir donde quieras. Ser quien quieras. Tienes tiempo”. Y aquella nota guardada: “Sophie, te quiero mucho. Lo olvides nunca. Papá”.
En Aftersum es clave la naturalidad en la interpretación de Paul Mescal y Francesca Corio. Se cuenta que pasaron dos semanas juntos en un hotel resort antes de comenzar el rodaje, permitiéndoles construir un vínculo auténtico que se refleja en pantalla. Y también destaca la excelente dirección de fotografía de Gregory Oke, que captura la calidez de los recuerdos con una luz tenue y texturas de video que evocan la sensación de mirar un fragmento del pasado atrapado en el tiempo. Con una sensibilidad casi etérea, no es solo una historia de un padre y una hija, sino un retrato de la memoria en su forma más elusiva y narrada de forma fragmentada, lo que nos aproxima a ese recuerdo desdibujado por el paso del tiempo.
Una relación padre-hija en el séptimo arte con la sensibilidad de lo “indie”, y que se suma a otras películas con esta misma temática bajo distintos primas del caleidoscopio emocional - por cierto, algunas también óperas primas de sus directores -: Luna de papel (Peter Bogdanovich, 1973), Todo está perdonado (Mia Hansen-Löve, 2007), Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) o La princesa de la fila (Max Carlson, 2019).
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