sábado, 12 de julio de 2025

Cine y Pediatría (809) “Perros de presa”, el señor de las SS

 

Las filmografías poco conocidas siempre son un descubrimiento en Cine y Pediatría. Y es curioso que tras superar las 800 entradas (y, posiblemente, más de mil películas) en Cine y Pediatría, solo una película tenga la nacionalidad polaca: Playground (Patio de recreo) (Bartosz M. Kowalski, 2016), una película basada en hechos reales que nos saca de nuestra zona de confort alrededor del último día de colegio de tres preadolescentes de 12 años y ese lado oscuro de la infancia.  Es cierto que otras dos películas estadounidenses en Cine y Pediatría cuentan con directores polacos: La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) e Hijos de un mismo Dios (Yuran Bogayevicz, 2001). La última película en relación con las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en la infancia, una de las grandes secuelas de este país. Y también este es el tema de nuestra película de hoy, la segunda de nacionalidad polaca en nuestro proyecto, y donde también se nos muestra un lado nada luminoso de sus protagonistas infantiles: Perros de presa (Adrian Panek, 2018). Porque en ese universo trillado del cine de nazis que prácticamente ocupa un espacio propio dentro del género bélico y dramático, empiezan a hacer falta nuevas visiones, que adapten la historias a terrenos más imaginativos, que alejen en parte ese fantasma de lo repetitivo. Buenos ejemplos ya revisados son Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948), La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), o Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019), entre otras muchas.       

La trama de Perros de presa comienza en febrero de 1945 en el campo de concentración de Gross-Rosen, conocido por el tratamiento brutal de los presos, y que llegó a tener en su apogeo hasta 60 subcampos, situados en el este de Alemania y en la Polonia ocupada. Aquí nos sitúa en el subcampo de Wolfsberg y apreciamos cómo maltratan a los prisioneros antes de abandonarlos y que entren las tropas del Ejército Rojo para liberarlos. Entre estos presos se encuentran ocho niños y niñas judíos de diferentes edades, quienes terminan refugiados en una enorme mansión, un orfanato abandonado en mitad del bosque sin agua ni luz, y que será básicamente el único escenario. Un nuevo retrato sobre esos menores víctimas del nazismo, algo que ya es un género en sí mismo (La vida es bella, El niño del pijama de rayas), en el que convergen los mecanismos de disputa por el poder y el liderazgo de El señor de las moscas (Peter Brook, 1963) con la fantasía alegórica de Cujo (Lewis Teague, 1983) película basada en la novela de Stephen King sobre un San Bernardo rabioso que aterroriza sistemáticamente a todo un vecindario, o Cuerdas (José Luis Montesinos, 2019), película española alrededor de una niña tetrapléjica y su perro pastor belga. El trauma sociohistórico se encierra en un microcosmos y se carga sobre los hombros de unos menores inocentes que tienen tanta hambre como las fieras que les acechan, curiosamente perros y no lobos, perros entrenados por las SS para cazar prisioneros. “Comeremos con cubiertos, como las personas normales”, instruye Hanka, la mayor entre un grupo de niños de aspecto famélico.  

Toda una fábula de terror con tintes de thriller de supervivencia y coming of age sobre los efectos de la crueldad en la psique humana. Niños y adolescentes con demasiadas cicatrices físicas y psíquicas tras lo vivido, como esa niña pequeña que dejó de hablar o ese adolescente obsesionado con el hallazgo de un cadáver. La cuidadora del orfanato nos dice: “Si los chicos pasan hambre, se matarán entre ellos”. Porque este grupo de jóvenes ha sido liberado de uno de estos campos nazis gracias a la intervención de los soldados soviéticos, y tienen que buscarse la vida en medio del bosque, donde encontraran un viejo orfanato abandonado y allí tendrán que salir a delante. Muchos de los adolescentes entraron en los campos de concentración cuando eran niños, después de separarlos de sus familias y allí lo único que han conocido ha sido la violencia y el horror. Todavía se encuentran en estado de shock e incluso ninguno de ellos se ha quitado la ropa que llevaban cuando estaban presos. El verdadero problema llega cuando se encuentren con un grupo de perros salvajes abandonados por los nazis poco antes de que terminara la guerra y contra los que tendrán que luchar. “¿Los oficiales de las SS se han convertido en lobos?”, pregunta uno de los pequeños. Y los chicos gritan “¡Arriba! ¡Abajo!”, expresiones que antes los nazis les gritaban a ellos y ahora son ellos los que ordenan a los perros a los que acaban de tener a su lado… en lo que para muchos es una alegoría del nazismo. Porque, lo que comienza como un proceso de recuperación de la infancia arrebatada, se transforma en un delirio terrorífico en el que el Holocausto vuelve a llamar a las puertas de estos niños y niñas, reconvertido ahora en una jauría de perros rabiosos que dibujan con su hambre insaciable la más violenta metáfora sobre las heridas de la Segunda Guerra Mundial. 

Perros de presa es una acusación implícita sobre cómo la barbarie del mundo adulto (la guerra, los campos de concentración) es la que ha "creado" a estos niños y niñas, allí donde se nos subraya cómo la iniquidad humana se proyecta y deja cicatrices profundas en las generaciones futuras, convirtiéndolos en víctimas y, en cierta medida, en reflejos distorsionados de la crueldad que sufrieron. Y cómo están sometidos a un doble peligro, el externo representado por los perros símbolo implacable de la crueldad de la guerra que los persigue, y el interno, esa brutalidad que se ha infiltrado en los propios menores, la pérdida de su inocencia y la facilidad con la que pueden ceder a sus instintos más primarios. Es una advertencia sobre cómo el mal externo puede corromper el interior, y por ello Perros de presa viene a ser el señor de las SS. 

Decir que para llevar a cabo esta película, su director, Adrian Panek incumplió las dos reglas que decía Hitchcock sobre nunca trabajar con animales o niños.

 

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