sábado, 27 de julio de 2019

Cine y Pediatría (498): “Tideland” y nuestra Alicia en el País de los Horrores


Hay directores inclasificables y hay cine maldito. Y, rizando el rizo, hay directores inclasificables especializados en cine maldito. Un ejemplo paradigmático es Terry Gilliam. El nombre de este director y actor de cine británico nacido en Estados Unidos, viene asociado en sus inicios al icónico grupo británico humorístico Monty Python del que formó parte en la década de los 60 y 70, junto con otros cinco compañeros (Graham Chapman, John Cleese, Eric Idle, Terry Jones y Michael Palin). 

A Terry Gilliam le gusta sentirse un extraño en tierra extraña, y también hace sentir extraños a los espectadores. Su cine puede resultar incomprensible, indigesto, tanto por la forma (por su excesiva orfebrería visual) como por el fondo (su cine transita entre el pesimismo antropológico y el optimismo vital, no fácil de encajar). No es de extrañar que su cine sea calificado de maldito, con más detractores que seguidores. Y así lo demuestra su filmografía, que oscila entre sus obras de culto (Brasil, Las aventuras del barón Münchausen, El rey pescador o Doce monos) o productos inclasificables, entre lo encantador y lo grotesco (Miedo y asco en Las Vegas, Los hermanos Grimm, Tideland o The Imaginarium of Doctor Parnassus). 

Y hoy recordamos su cine a través de su película del año 2005, Tideland, adaptación cinematográfica del libro de Mitch Cullin con título homónimo y en el que se hace una revisión postmoderna del clásico de Lewis Carroll, "Alicia en el país de las Maravillas". Pero aquí la protagonista es una niña de 9 años, por nombre Jeliza-Rose, hija de drogodependientes, y quien sobrevive a la muerte por sobredosis de ambos progenitores con una mezcla de cruda realidad y alucinante imaginación. Sueño y fantasía de nuestra Jeliza-Rose en el País de los Horrores bajo el prisma de Terry Gilliam. Abróchense los cinturones…a una película inclasificable, pero con una carga de dureza extrema. Pero no es para menos, pues así de cruda y dura es la vida de esta hija que es criada alrededor de la droga y sus consecuencias

Porque Jeliza-Rose (increíble Jodelle Ferland, sobre quien gira toda la película) nos da un paseo por la vida de una familia totalmente peculiar, para demostrarnos la cruda y dura realidad del mundo de las drogas, los excesos sobre los afectados y el abandono – cuando no la falta de amor - hacia el entorno familiar y sus hijos. Y ella nos hace protagonistas de su cuento, en el que crea un mundo paralelo al de la realidad, que la permite vivir al margen de las continuas desgracias con las que convive y que la desvinculan de sus labores hogareñas, entre ellas la de preparar la inyección de heroína que todos los días le reclama su propio padre, ex guitarrista de rockabilly. Y por ello la madre yonki le dice al inicio: “No puedo arreglármela sin ti”. Y cuando la madre fallece ante sus ojos, el padre le comenta,: “La metadona acabó con ella. Debió seguir con el caballo”. Y cuando esto ocurre, padre (Jeff Bridges) e hija huyen de Los Ángeles al campo tejano, a la casa abandonada de la abuela, fallecida hace años. 

Y allí Jeliza-Rose vivirá en una casa en ruinas (como la vida que sus padres le dejan) situada en un campo yermo con árboles secos, creando su mundo aparte con sus cuatro cabezas de muñecas (por nombre Mustique, Sateen Lips, Baby Blonde y Glitter Gal) en busca de un mundo imaginario tan sórdido como su propia existencia, en busca de hadas, fantasmas y monstruos. Y cuando su padre fallece por una sobredosis en el sillón, ella le cuida y le habla, mientras conoce a sus dos extraños vecinos, dos hermanos adultos: ella es Dell (Janet McTeer), una extraña mujer que viste de negro como una bruja y teme a las avispas, porque la dejaron tuerta, y que tiene por afición la taxidermia; él es Dickens (Brendan Fletcher), un chico con retraso mental secundario a un traumatismo craneal por un accidente y al que le gusta bucear con su traje de neopreno en medio de la pradera y que está obsesionado por el gran tiburón, que resulta ser un tren de largo recorrido que cruza la soledad del lugar donde viven, al que quiere destruir con dinamita. 

Una película de desagradable visión (los dos cuerpos taxidermizados, el del padre y la abuela, son un ejemplo), pero que permite varias lecturas. Al menos dos visiones: una infantil, la onírica que intenta devolvernos los ojos de la niña, y otra adulta, la cruda realidad que rodea a los personajes, atrapados en su pasado y presente. Porque no es nuevo usar historias infantiles como pretexto para realizar reflexiones ulteriores sobre los protagonistas, la realidad, y el ideal perdido que se encarna con la inocencia infantil: una tradición iniciada por Lewis Carroll (Alicia en el País de las Maravillas) y años más tarde por John Barrie (Peter Pan y su País de Nunca Jamás). Y ahora con la vuelta de tuerca de Terry Gilliam. Porque las historias de Jeliza–Rose son cuentos con hadas, príncipes y monstruos, como la mayoría de juegos infantiles, pero teñidos de ese dramatismo extra por la situación vital de la protagonista. Porque lo más cruel es que los errores de los adultos roben a sus hijos la inocencia del paraíso perdido, y de ahí el contraste con el que Gilliam nos golpea: esa doble visión, la de la imaginación de Jeliza-Rose y la de la hostil realidad que rodea a la niña. Y lo podremos contar así o de otra forma, pero cuando los hijos crecen en familias drogodependientes, la hostil realidad puede llegar a superar la ficción. Incluso la que nos propone Terry Gilliam en Tireland.

Porque todo en Tireland se sitúa en el límite entre ficción y realidad. Todo en Tireland es incómodo, tanto la realidad como la ficción. Porque hasta la amistad de Jeliza-Rose y Dickens se tiñe de aspectos no deseados, donde la niña imita comportamiento de adultos: “Si me enseñas tu secreto, te amaré para siempre”.

Y, finalmente, descarrila el tren a su paso por la pradera. Y como espectadores nos quedamos tan desconcertados como los viajeros del tren. Y resuena, una vez más, la voz en off de Jeliza-Rose: “Si cierro mis ojos quizás despierte dentro de tu sueño a un mundo sin límites”. Pero no es así, porque el mundo si tiene límites y normas. Y los hijos son a menudo las víctimas silenciosas de los abusos de drogas de sus padres.

La drogadicción de los padres provocan consecuencias múltiples, graves y frecuentes en el embarazo y parto, sobre el recién nacido y sobre la evolución de estos niños en edades posteriores, como causa de morbilidad y mortalidad perinatal, neonatal e infantil, por no hablar de las repercusiones psicosociales. Y es causa muy justificada para perder la custodia de los hijos, por muchas razones pero especialmente por maltrato infantil por negligencia. Algo que ningún espectador hubiera dudado desde las primeras escenas de Tideland… para evitar ese viaje al País de los Horrores de nuestra protagonista.

 

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