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sábado, 1 de octubre de 2022

Cine y Pediatría (664) Los excesos en la adolescencia y juventud y el precio a pagar

 

La adolescencia es una maravillosa etapa de transición y viaje desde la infancia previa al horizonte de una joven vida adulta, viaje que en el cine se suele conocer bajo al anglicismo de coming of age. En esta etapa el individuo se encuentra en la búsqueda de su propia identidad y tiende a revelarse contra las figuras de autoridad: contra los padres, los profesores y autoridades varias. Y es por naturaleza esta etapa el momento de probar cosas nuevas y donde la problemática se origina en que algunas de estas cosas nuevas son el inicio del consumo de alcohol, tabaco, drogas ilegales (marihuana, cocaína y drogas de diseño), redes sociales, sexo y otros excesos. Excesos que las estadísticas señalan que acaecen cada vez a más temprana en edad y que se buscan como un medio de evitación, de escape, de refugio o de aceptación social principalmente ante sus amigos y grupo de pares. Y ello lleva a los adolescentes a realizar distintas conductas en las que desconoce la real dimensión o consecuencia para su persona, para su familia y para la propia comunidad en general. 

El cine ha mostrado con frecuencia estas facetas, y hoy lo mostramos con tres ejemplos más, relativamente recientes y quizás no muy conocidos. Tres películas que se fundamentan en hechos reales, por lo que sí es posible que la realidad supere en ocasiones a la ficción. 

Bang Gang: una historia de amor moderna (Eva Husson, 2015) Francia 

Un título provocador que hace referencia al juego sexual en el que se involucran los adolescentes de 16 a 17 años de esta película y que está basado en una historia real que ocurrió en Atlanta, donde participaron 250 jóvenes. El título de Bang Gang puede tener una doble explicación: bien como juego de palabras de gang bang (orgía en la que alguien mantiene relaciones sexuales con tres o más personas del sexo opuesto o del mismo sexo, bien sea por turnos o al mismo tiempo, y que puede llegar a incluir un número indefinido de participantes) o bien, como nos define una de las protagonistas, porque lo que viven es como una explosión, como el Big Bang, y en donde participa su pandilla (“gang”, término en inglés). 

La película pretende mostrar los problemas de los adolescentes de una forma moderna, pero se enfoca principalmente en los excesos sexuales y las consecuencias que esto puede traer (incluida las enfermedades de transmisión sexual, ETS), aunque sin llegar a la calidad de películas bien conocidas como Kids (Larry Clark, 1995), Soñadores (Bernardo Bertolucci, 2003) o La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013).    

Nos cuenta la historia de un grupo de cinco amigos adolescentes, dos chicas, George (Marilyn Lima), y Laetitia (Daisy Broom), y tres chicos, Alex (Finnegan Oldfield), Nikita (Fred Hotier) y Gabriel (Lorenzo Lefèbvre). Ellos acuden al instituto (allí donde curiosamente utilizan El Quijote para sus clases de español) y fuera de él inician un juego colectivo en el que hace partícipes pronto al resto de compañeros para descubrir, probar y estirar los límites de su sexualidad, en una experiencia que nadie pudo volver a olvidar: “¿Echamos un gang bang? Ahora o nunca”, es la llamada por Whaasapp. Fiestas con música, tabaco, alcohol, otras drogas y sexo para llegar al éxtasis: “Tenemos superpoderes. Te irradiaré placer”. Alguno de ellos comenta: “Hay vídeos y fotos en línea. Estarán en línea toda la vida”. Y el padre inválido de Gabriel le dice a su hijo: “¿Esta es la libertad para vosotros? Algunos chicos luchan por una revolución. Vosotros lucháis para acostarse con cualquier cosa que se mueve”

Una exploración de la vida sexual de los millennials que comienza con este pensamiento del ensayista y médico Carl Gustav Jung: “La claridad no aparece cuando imaginamos lo claro, sino cuando tomamos consciencia de lo oscuro”. Porque errar no es el problema, quizás lo sea que sea un grave error. Un chancro les devuelve a la realidad, porque el sexo sin protección ha extendido la sífilis y gonorrea, que solo ahora se informan a través de internet: “Por lo visto, muchos artistas del siglo XIX murieron de eso: Baudelaire, Nietzsche y Van Gogh”. Y la reflexión final de Laetia: ”No volví a ver a Alex, ni a Gabriel ni a George. Toda esta parte de mi vida es como un paréntesis distante tan exagerado, intenso y violento que a veces me pregunto si fue real. Un pinchazo de penicilina y se acabó la sífilis. Una pastilla y nada de bebés. Un cuento de hadas moderno”. 

Noches de verano (Elijah Bynum, 2015) Estados Unidos 

“Esta historia es (en su mayor parte) real”, comienza así esta ópera prima de su director. Donde nos presenta a Daniel (Timothée Chalamet), un adolescente apático, asmático y cabreado tras perder a su padre. Por ello, su madre le envía aquel verano de 1991, uno de los más calurosos que se recuerdan, a pasarlo con una tía en Massachusetts, otro de esos veranos inolvidables de nuestra adolescencia, como hemos recordado recientemente.  

Y en ese pueblo costero solo había dos tipos de personas, las aves de verano (ricos que venían a veranear) y los lugareños, pero Daniel no era ni lo uno ni lo otro. Y allí conoce a Hunter (Alex Roe), un joven lugareño de regular reputación que vende marihuana a las aves de verano, al que se une en la empresa. Pero las cosas empeoran cuando se enamora de la hermana de éste, la muy deseada McKayla (Maika Monroe), y también cuando intenta seguir avanzando por ese tortuoso camino de las drogas, ahora a través de la cocaína. El caldo de cultivo ideal para la tormenta perfecta, como aquel famoso huracán Bob que asoló la región durante los días 18 y 19 de agosto de 1991. 

Entre las bazas de esta película cabe destacar su simpática y abrumadora B.S.O. de 23 canciones que hace que la película se vea con gusto, y que incluye temas como “Hospital” de The Moderns Lovers, “This Will Be Our Year” de The Zombies, “Your Love” de The Outfield, “I Don´t Wanto To Cry" de Chuck Jackson o el recurrente “Space Odity” de David Bowie, entre otros; y otra baza ha sido contar con el actor de moda, Timothée Chalamet, ya visto en Cine y Pediatría en Call Me By Your Name (Luca Guadagnino, 2017), Beautiful Boy (Felix Van Groeningen, 2018) y la última versión de Mujercitas (Greta Gerwig, 2019).    

Clímax (Gaspar Noé, 2018) Francia 

Esta es una película que ya al inicio se declara "orgullosamente francesa" y que se basa en unos hechos reales del año 1996, donde Gaspar Noé, ese director polémico y polemista que no lo es para todos los públicos, no hace sentir (y sufrir) en vena. Una película que nos abrasa, excesiva en muchos momentos, gratuita en otras, quizás pretenciosa y de difícil revisitación, diferente. Como su director, quien ya nos tiene acostumbrados a la polémica, y si no recordemos su más sonada obra, Irreversible (2002), bajo la actuación del matrimonio formado en aquel entonces por Mónica Belluci y Vicent Cassel, y con esas dos escenas tan duras (la de la violación en el túnel y la masacre facial en la pelea) que no se olvidan en décadas. 

Y en Clímax, película que consiguió el Premio de mejor película en el Festival de Sitges y que fue la ganadora de la Quincena de realizadores de Cannes, nos devuelve una película lisérgica e incómoda, que algún crítico ha definido como un cruce alucinado entre la musical Fama (Alan Parker, 1980) y las películas de terror Suspiria (Dario Argento, 1977) y Cabin Fever (Eli Roth, 2002). Allí donde una veintena de jóvenes bailarines son entrevistados, hacen su última coreografía alucinante (casi un plano secuencia de 13 minutos), y que al final declaran: “Dios está con nosotros”. Y, a continuación, celebran una fiesta alrededor de una gran fuente de sangría que alguien ha mezclado con LSD y hace que su exultante ensayo se convierta en una pesadilla cuando, uno a uno, sienten las consecuencias de una crisis psicodélica colectiva. Y se cruzan las conversaciones y los pensamientos, con el sexo como epicentro: “Este ambiente no es bueno para un niño”, “Tienes que convertir tus errores en triunfos”, “No me dan buenas vibraciones este grupo”,… 

Y Clímax se nos convierte en un vaivén visual con una banda sonora hipnotizante y coreografías expresivas iniciales, mezclado con entrevistas a cada uno de los bailarines, lo que nos adentra un poco en su vida, ideales y filosofía personal. A partir de aquí, la alegría inicial del grupo deriva en una serie de situaciones que comienzan a salirse de control, verdadera sumisión química consentida entre gays, lesbianas y heterosexuales, para ir trasladándose a una situación de terror, angustia y nerviosismo que sigue la incomodidad propia del cine de Gaspar Noé. Pura psicodelia, incluyendo los títulos de crédito y titulares que aparecen (divida en varias partes la película, los psicodélicos títulos de crédito aparecen a mitad de metraje, todo muy rompedor) y con una atrevida fotografía que hace uso de una paleta de colores que va del rojo, al amarillo, el verde, el morado y los azules con la finalidad de resaltar los estados de ánimo, así como los ángulos imposibles de cámara y las imágenes al revés. Y ello en una obra que improvisa en su elemento actoral ya que el rodaje corrió a cargo únicamente de bailarines, contando únicamente con una actriz profesional. 

Sin duda, se trata de un filme que definitivamente no es para todo el público (como el cine de Gaspar Noé), pero que nos pone en el abismo sobre los abusos de las drogas en la adolescencia y juventud. “Nacer es una oportunidad única”, “Vivir es una imposibilidad colectiva”, “Morir es una experiencia extraordinaria” son frases que acompañan al filme; nacer, vivir y morir, un recorrido que hacemos con el cuerpo como vehículo y que los bailarines drogados de Noé exploran de una manera tan única como lo son sus movimientos, tan rebelde como lo  es Francia. 

Tres películas recientes como ejemplo de los excesos en la adolescencia y juventud y el precio a pagar.


sábado, 12 de marzo de 2022

Cine y Pediatría (635) De “Yo, Cristina F” a “Beautiful Boy”, un camino de politoxicomanías

 

Se dice que el consumo de estupefacientes forma parte de la historia de la humanidad. Y desde tiempos inmemoriales ya chamanes y sacerdotes dominaban el uso (y disfrute) de según qué tipos de estimulantes y sustancias psicotrópicas. Es indudable su uso como tratamiento médico, y bien conocido el problema del abuso entre sus consumidores. Y, por ello, no es de extrañar que las politoxicomanías formen parte de las historias del cine

He aquí algunas películas de interés en este tema, desde diferentes países. Algunas ya han sido tratadas en algún momento en nuestro proyecto Cine y Pediatría, como El pico (Eloy de la Iglesia, 1983), 27 horas (1986), Kids (Larry Clark, 1995), Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000), Robinú (Michele Santoro, 2016), Déjame caer (Baldvin Zophoníasson, 2018) y 4 días (Rodrigo García, 2020), esta última que abordamos en nuestra último post.  Pero donde es posible destacar otras películas: Yo, Cristina F (Uli Edel, 1981), El precio del poder (Brian De Palma, 1983), La historia de Jim Carroll (Dir. Scott Kalvert. 1995), Trainspointing (Danny Boyle, 1996), Miedo y asco en Las Vegas (Terry Gilliam, 1998), Traffic (Steven Soderbergh, 2000), Blow (Ted Demme, 2021), Cookers, peligrosa adicción (Dan Mintz, 2001), Spun (Jonas Åkerlund, 2002), Sin límites (Neil Burger, 2011), Krisha (Trey Edward Shults, 2015), Gaspar Noé (Gaspar Noé, 2018), Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo (Felix Van Groeningen, 2018), etc. Y hoy revisaremos la primera y la última de este listado cronológico. 

- Desde Alemania, Yo, Cristina F (Uli Edel, 1981) 
Duro relato sobre el efecto de las drogas en la juventud, sin concesiones ni adornos, casi documental. Basada en hechos reales, su crudeza no evitó que tuviera un considerable éxito de taquilla en Europa. Inspirada en la historia real de Christiane Vera Felscherinow, estas es una las películas más perturbadoras y descarnadas que han abordado la drogadicción en el cine, sobre todo si partimos de la base que aquello que nos cuenta está basado en el libro “Wir Kinder vom Bahnhof Zoo”, novela autobiográfica de la propia Christiane, quien narra su terrible adicción a la heroína a mediados de los años 70 en Berlín. 

Somos partícipes de cómo Cristina (Natja Brunckhorst), una adolescente de 14 años que vive con su madre y una hermana pequeña en un piso colmena en Berlín, desea escapar de esa realidad e ir al Sound, la discoteca más moderna de Berlín. Allí conoce a Detlev (Thomas Haustein), de quien se enamora, y con su pandilla de amigos entra a formar parte del trapicheo con drogas y su consumo, y quienes le dicen: “Dormirás todo lo que quieras cuando palmes”. Para integrarse en el grupo, finalmente Cristina prueba la heroína y, aún siendo consciente de su peligro, queda enganchada y comienza su espiral de degradación que le impulsará a prostituirse para poder pagarse los chutes. Y vivimos buena parte de esta historia alrededor de la estación del metro Zoologischer Garten, junto a sus pasos subterráneos y callejones traseros, la cual era la cuna de la mala muerte, el sexo y la drogadicción en la ciudad alemana en aquella época. Y todo ello con una fotografía granulada y un ambiente gris y opresivo, como las vivencias de nuestra protagonista. 

Son diversas las anécdotas alrededor de esta película. Uno es comentar que la verdadera Christiane Vera Felscherinow sigue siendo adicta a sus 59 años y ha recaído de varios intentos de rehabilitación, por lo que hay quienes se atreven a etiquetarla como la yonki más famosa de la historia. Otra es que Natja Brunckhorst, quien encarnó a la protagonista, tenía la misma edad que su personaje y, debido a la dureza de las situaciones que tenía que rodar, tuvo que disponer del visto bueno de sus padres. Porque realmente es una película y una historia en la que los propios espectadores también podemos sufrir un síndrome de abstinencia (con especial crudeza en esas imágenes de aplicación de tatuajes y venopunciones, y la progresiva degradación de una adolescente). 

Destacar la B.S.O. de la película, que es todo un homenaje a la música de David Bowie, icónica en aquella década de los 70 y quien hace un legendario cameo en la película. Sobresale su canción “Heroes”, canción nuclear, como lo fue después también de otra película de la que ya hemos hablado en Cine y Pediatría: Las ventajas de ser un marginado (Stephen Chbosky, 2012).  

- Desde Estados Unidos, Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo (Felix Van Groeningen, 2018) 
Es la crónica sobre la adicción a la metanfetamina del adolescente Nic (Timothée Chalamet), y sus diversos intentos por superarlo, todo ello revisado a través de la amorosa (y dolorosa) vivencia de su padre David (Steve Carell), quien acaba observando impotente a su hijo mientras lucha contra la enfermedad de la drogodependencia. Y todo ello bajo la dirección y guion del belga Felix Van Groeningen, quien ya nos tiene acostumbrados a narrar con los sentimientos a flor de piel, y en Cine y Pediatría ya recordamos su Alabama Monroe (2012), otra historia donde, como en ésta, la música tiene también gran protagonismo.  

Basada también en una historia real, y en las memorias tanto del padre (“Beautiful Boy: A Father's Journey Through His Son's Addiction” de David Sheff) como del hijo (“Tweak: Growing Up on Methamphetamines” de Nic Sheff). La historia en la pantalla avanza hacia adelante y atrás para mostrarnos retazos de la infancia, adolescencia y juventud de Nic, y descubrimos que es el único y amado hijo del primer matrimonio de David, ahora ya padre de otros dos chicos con su segunda pareja. La historia nos cuenta una manera de caer en la adicción a pesar de contar con un respaldo familiar, económico y emocional, bien diferente a la que tuvo Cristina F. 

Por tanto, el director nos lanza la interesante apuesta de cómo una adicción se puede ir desarrollando en cámara lenta dentro una familia estable. Y vemos como comienza a tomar algunas caladas de porro con el padre, y hablan relajadamente de ello. Pero todo sigue avanzando y llega la confesión de Nic: “Creo que siempre me ha gustado. Todo. La marihuana, el alcohol, el éxtasis, la cocaína, el LSD, Y la metanfetamina solo unos meses… Cuando la probé me sentí mejor que nunca, así que seguí haciéndolo”. Con 18 años, David reintenta, una vez más, incorporarle a una clínica para terapia de deshabituación, donde el doctor le informa que el porcentaje de éxito oscila del 25 al 80% y le expresa “La recaídas son parte de la recuperación”, frase que deberá repetir demasiadas veces a partir de entonces. 

Nic sigue siendo el niño hermoso de su padre, pero las discusiones, robos y huidas continuas hacen flaquear la relación. Cuando David revisa el libro de dibujos y pensamientos, descubre lo que su hijo ha escrito: “Cuando descubrí las drogas, mi mundo cambió, de blanco y negro a tecnicolor”, “Cuanto más consumo, más cosas hago de las que me avergüenzo, así que sigo consumiendo para no tener que afrontarlo”, “Lo único que puedo es seguir adelante y no mirar hacia atrás”. Entonces, en lugar de luchar contra su hijo, se enfrenta a entender el problema de la adicción, y lo busca en expertos y consumidores, intentando asimilar las descripciones fisiológicas y médicas de los daños de la anfetamina sobre el cerebro y la personalidad. No faltan las terapias de rehabilitación y las charlas de Nic cuando intenta superarlo. “Quiero que mis padres se sientan orgullosos de mi”. Así como la vivencia de esos padres que llevan de luto mucho tiempo antes de que ocurra lo peor en esos hijos drogadictos en caída (y recaída) libre, y la desalentadora frase del padre: “No pienso que se pueda salvar a la gente…”

Destacar la B.S.O. de la película con música que va de Nirvana a David Bowie (de nuevo presente), de Massive Attack a Sigur Rós, de Neil Young a John Coltrane, de Perry Coma a la Londo Sinfonietta, y aquí como tema nuclear el “Beautiful Boy” de John Lennon, que da título a la película. Música muy presente, en ocasiones lisérgica para acompañar las vivencias de nuestros protagonistas, ese maravilloso dúo y sintonía actoral entre padre e hijo, entre Steve Carell (irreconocible entre sus habituales papeles cómicos) y un excelso Timothée Chalamet.

Y el colofón de esta película bien podría servir para llevarse una reflexión a casa: "La sobredosis de drogas es la principal causa de muerte de estadounidenses menores de 50 años. Mediante extraordinario esfuerzo y apoyo, Nic se ha mantenido sobrio durante 8 años, paso a paso. Aunque los Centros de Rehabilitación carecen tremendamente de suficiente financiación y regulación, hay algunos que están trabajando incansablemente en todas las comunidades para evitar esta epidemia. Existe ayuda para los que están luchando contra la enfermedad, para sus seres queridos y para los que están de luto".

Dos películas tan duras como necesarias, para "prescribir" en institutos y en la familia. 

 

sábado, 5 de marzo de 2022

Cine y Pediatría (634) “4 días” para superar la adicción a las drogas

 

El director colombiano Rodrigo García no ha sido un autor precoz en el séptimo arte. Antes de dedicarse al cine, estudió Historia Medieval en la Universidad de Harvard y luego fue fotógrafo. Con el comienzo del siglo XXI empezó a dirigir películas, y las primeras fueron Cosas que diría con sólo mirarla (2000), Diez pequeñas historias de amor (2001) y Nueve vidas (2005), tres historias cruzadas de mujeres al más puro estilo de Robert Altman. Y con paso firme se ha ido haciendo un lugar en esta profesión, sin necesidad ya de que argumentemos que es el hijo mayor del novel de literatura Gabriel García Márquez. Y que de raza la viene al galgo lo de contar historias. Ya hablamos de Rodrigo García en Cine y Pediatría por otra película alrededor de mujeres y con un título tan significativo como Madres e hijas (2010), y que nos hablaba de esos lazos familiares inquebrantables. 

Pues con esta introducción regresa Rodrigo García con su última película, 4 días (2020), otra historia de mujeres, otra historia de madre e hija, la madre Deb (Glenn Close, quizás la actriz fetiche de este director) y la hija Molly (Mila Kunis). Un drama familiar entorno a la drogadicción y cuyo guion se basa en el artículo de Eli Saslow "How’s Amanda? A Story Of Truth, Lies And An American Addiction", publicado en 2016 por el Washington Post. Una historia basada en hechos reales sobre el amor incondicional, la superación personal y las segundas oportunidades. 

Deb es un mujer de ideas férreas, agotada de las caídas, recaídas y mentiras de su hija drogadicta Molly, cuya joven vida va a la ruina tras una década de consumo de opioides. Esta regresa de nuevo a casa después de un año sin saber de ella, pero con la puerta entreabierta se establece una tensa y dura conversación, donde la madre le dice: “¿Lo has dejado o se te han acabado las drogas?…Te veré cuando estés limpia”. 

Y una vez más acuden a Clear Horizons, una clínica de desintoxicación. Lo ha intentado ya quince veces. Y ahora entendemos la dureza de la madre con su hija politoxicómana (con un catálogo farmacéutico en vena, desde heroína a anfetaminas, pasando por la metadona y el crack) que acude buscando ayuda para esta hija con tal grado de deterioro físico (delgada, pálida, y ya casi sin dientes) y moral. Y Deb comparte con su segundo marido sus divagaciones: “Está pasando por un infierno ahora mismo” o “No quiero amarla mucho más. Me da mucho miedo”. Y Molly le confiesa al doctor: “Tengo 31 años y en la vida no he hecho más que hundirme”. Y éste le aconseja que una nueva medicina podría ayudarle, y para ello debe ser capaz de mantenerse limpia durante cuatro días y pasar ese tiempo de abstinencia fuera de la clínica, lo que no le deja otro remedio que compartir esos días con su madre. Es entonces cuando el amor que ambas se profesan (pero olvidaron) se verá puesto a prueba como nunca antes en sus vidas. 

Cuatro días de intensa convivencia. Y vemos esas puertas de su casa en las que suena la alarma cada vez que se abren y que le recuerdan que se pusieron por ella, en un barrio muy seguro, pero por ella, pues robaba en casa para comprar la droga. Y en esos días se reencuentra con su ex marido y dos hijos de los que perdió la custodia. Y vale la pena recordar la charla que da a los estudiantes de un instituto: “Imagino que habéis oído hablar de la epidemia de la heroína. Vale. Pues yo era una estudiante de sobresaliente y no acabé el instituto. Ahora vivo en casa de mi madre, pero la semana pasada estaba durmiendo en la calle. No tengo trabajo, ni ninguna cualificación, ni un solo dólar a mi nombre,…y algunos de mis dientes ni siquiera son míos. ¿Veis a esa señora de ahí detrás? Es mi madre. Me ha traído aquí porque me retiraron el carnet por conducir colocada. Pero aunque yo tuviese el carnet, ella no me dejaría conducir su coche porque le he robado muchas veces. Dinero, joyas, tarjetas de crédito. Y me he degradado por drogas en formas que es mejor que no sepáis. Lo único que me importa es drogarme, porque drogarme me hace olvidar cómo me he destrozado la vida drogándome…” 

Y en la tensión entre madre e hija comienza el acercamiento: “¿Crees que es culpa mía que seas una adicta?”, le pregunta la madre. Y se descubren confesiones duras: cuando la madre le pregunta si se ha prostituido alguna vez, Molly reconoce que ha tenido sexo a cambio de drogas, y que llegó a estar embarazada y quiso abortar, aunque en realidad ofreció el niño en adopción. Y después de esos intensos cuatros días, cuatro meses después ya las puertas de la casa están sin alarma y madre e hija se disponen a recomponer juntas el gran puzle. Y el fundido en negro nos devuelve la canción “Somehow You Do”, con la voz de una de las mayores exponentes femeninas de la música country, Reba McEntire; y entre su letra nos dice “When you think it's the end of the road / It's just 'cause you don't know where the road's leading to / When you think that the mountain's too high / And the ocean's too wide / And you'll never get through / Oh, some way, somehow, somehow you do…” 

Y nuestro director vuelve a plasmar en este complejo tema sus señas de identidad: una profunda sensibilidad por los relatos íntimos, las relaciones personales y el universo femenino. Y ello para este drama sensible, físico y, sobre todo, contemporáneo. Porque la crisis de opioides recorre Estados Unidos y muchos países, afectando en especial a los jóvenes, y para ello Glenn Close y Mila Kunis, nos regalan unas emotivas interpretaciones. Y Deb viene a representar a todas esas madres que, a pesar de haber sido desvalijadas y defraudadas una y otra vez, al final acompañan y apoyan a sus hijas porque "esta no eres tú, es la enfermedad"

Porque para superar la adicción a las drogas de un hijo o hija hacen falta mucho más que 4 días…. Pero lo que Rodrigo García nos demuestra con este “face to face” de esta madre y esta hija en estos 4 días nos aproxima a esta cruda realidad que persigue a nuestra juventud desde hace muchos décadas.

 

sábado, 30 de octubre de 2021

Cine y Pediatría (616): “Déjame caer”, el réquiem por el sueño islandés

 

Me encuentro ahora enganchado a la serie televisiva islandesa Atrapados, en donde su director principal, Baltasar Kormákur, nos atrapa con su guion y con ese particular personaje que es la naturaleza del “país del hielo”, Islandia. Esta serie es un ejemplo más del cine noir nórdico que ha puesto de moda en películas y series que llegan de Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia e Islandia. Películas como Aurora boreal (Leif Lindblom, 2007), La isla de los olvidados (Marius Holst, 2010), Headhunters (Morten Tyldum, 2011), Misericordia-Los casos del Departamento Q (Mikkel Nørgaard, 2013), o la trilogía Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (Niels Arden Oplev, 2009), La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Daniel Alfredson, 2009) y La reina en el palacio de las corrientes de aire (Daniel Alfredson, 2009). Y series como Forbrydelsen, El puente-Bron o Borgen

En Cine y Pediatría ya pudimos revisar un par de películas que nos dejó helados, difíciles de olvidar, como la sueca Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008) o la danesa La caza (Thomas Vinterberg, 2012). Bienvenida sea esta moda para conocer las filmografías de estos países septentrionales tan diferentes socialmente a nuestra cultura mediterránea. Un ejemplo muy apreciado es Islandia, ese país insular tan peculiar. En Cine y Pediatría ya hemos podido compartir dos películas: Sparrows-Gorriones (Rúnar Rúnarsson, 2015) y Heartstone, corazones de piedra (Guðmundur Arnar Guðmundsson. 2016).   Y hoy llega una película que se han convertido en uno de los éxitos más taquilleros de la historia del cine islandés: Déjame caer (Baldvin Zophoníasson, 2018), una cruda película sobre el terrible viaje hacia el infierno de las drogas de una adolescente de clase media-baja en un país como Islandia, considerado como el paraíso del bienestar social. Un conmovedor drama sobre la generación oculta de adolescentes toxicómanos en la Reikiavik actual en una película áspera, no fácil de mirar y que pone contra las cuerdas al espectador: adolescencia, adicción, sexo, realismo sucio, autodestrucción, vileza, soledad. Una película, pese a su crudeza, tan real que debería proyectarse en institutos, porque son muchas las emociones, reflexiones y enseñanzas que se derivan, pese a que sea un cine que nos sigue dejando helados. 

“Dedicado a la memoria de Sissu y Krístin Gerdar”. Comienza con estas palabras (porque está basada en una historia real) y con una velada escena muy dura durante los títulos de crédito, que ya nos pone en la pista de qué tipo de película vamos a ver, de nuevo frente al gélido cine islandés. Porque nunca es fácil cuando se trata de la adicción a estupefacientes de jóvenes, un tema que las filmografías han dado enfoques diferentes como en Drugstore Cowboy (Gus Van Sant, 1989), Trainspotting (Danny Boyle, 1995) o Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo (Feliz Van Groeningen, 2018). Pero cuyo culmen cabe encontrarlo en Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000), película que nos traslada a la desazón del mundo de las adicciones con esa comunión de imagen y sonido, donde el británico Clint Mansell nos regala una música de culto de enorme carga dramática, puro “leitmotiv”.  

Magnea, de 15 años, vive entre las nuevas familias de unos padres divorciados y comprensivos. La compañía y atracción por Stella la separa de su familia y de su instituto, sumergida en una oscura red de anuncios de sexo para pederastas a los que luego atracan y con cuyo dinero se abastecen de estupefacientes. Trafican inicialmente con Ritalin (metilfenidato) y en ella todo comienza con una primera aplicación en vena cubital. A partir de aquí comienza una espiral cuya salida es un tobogán de infelicidad propia y ajena. Porque es conocido que las vivencias de la adolescencia pueden conllevar dos delicadas premisas: intento experimentar todo y no tengo ningún riesgo. 

Y para contar esta historia, Déjame caer nos regala una estructura narrativa interesante, con continuos flashbacks y flashforwards para mostrarnos la vida de Magnea y Stella en su adolescencia y vida adulta, que se van intercalando y que nos sumerge en la historia. Y ello gracias a las muy notables interpretaciones de las actrices que interpretan a Magnea (Elín Sif Halldórsdóttir de adolescente, Kristín Þóra Haraldsdóttir de adulta) y a Stella (Eyrún Björk Jakobsdóttir de adolescente, Lára Jóhanna Jónsdóttir de adulta). 

El nuevo rumbo por el que transita Magnea en sus años de adolescencia hace que ambos padres (y sus nuevas familias) intenten ayudarla, con esa asertividad tan peculiar de los países nórdicos, tan distinta de los países latinos: “He estado hablando con tu madre y queremos enviarte de nuevo a rehabilitación”. Pero todos los esfuerzos no cambian el rumbo de una vida sin un momento de paz, felicidad o respiro. Hasta devolvernos a una Magnea adulta ingresada con grave deterioro físico y psíquico, una yonqui en caída libre, rodeada de maltratos físicos y psicológicos, en una espiral sin fondo, con las drogas y los abusos sexuales en el epicentro desde sus tempranos 18 años hasta hoy. Y la frase de su madre al final: “Ya no puedo más, ¿lo entiendes? No puedo soportarlo más”. Sin embargo, Stella logro desintoxicarse y ahora trabaja en un centro de apoyo para mujeres. Y cuando se reencuentra con su amiga de adolescencia aprecia que la angelical adolescente se ha convertido en una caricatura grotesca de ser humano. 

Y en el desenlace final de esta historia real (y tan similar a tantas otras) nos quedan algunas respuestas pero muchas preguntas por responder, mientras suena la canción “Ain´t Gonna Rain Anymore” de la cantante austriaca Zöe, una adaptación de la canción original de Nick Cave And The Bad Seeds. Una canción tan misteriosa como la banda y la misma película. Una pequeña joya de arte de 136 minutos que resulta ser un continuo puñetazo a nuestras entrañas y nuestro cerebro. Una película que viene a ser el réquiem por un sueño islandés

Y es que Islandia es un ejemplo de cómo atajar este problema universal. Porque aunque Islandia es uno de los países de las llamadas “blue zones” (por su ecosistema único y un estilo de vida relajado), sufrió a finales del siglo XX un grave problema de abuso del alcohol y drogas entre los jóvenes, incluso menores de 14 años. Un problema que estaba afectando a todos los niveles de la sociedad y donde toda la sociedad se implicó en la solución: el milagro islandés

Uno de los primeros proyectos fue el Proyecto Self-Discovery hacia principios de la década de los 90, y que ofrecía a los adolescentes alternativas naturales a las drogas y el crimen. Obtuvieron referencias de maestros, enfermeras escolares y consejeros, que acogieron a niños de 14 años que no se veían a sí mismos como necesitados de tratamiento pero que tenían problemas con las drogas o algunos delitos menores. No se les propuso ningún tratamiento a sus problemas, sino que se les ofreció todo lo que quisieran aprender: música, danza, hip hop, arte o artes marciales. La idea era que estas clases diferentes podrían proporcionar una variedad de alteraciones en la química del cerebro de los niños y darles lo que necesitaban para lidiar mejor con la vida: experiencias que podría ayudar a reducir la ansiedad. Y para ellos se prodigaron las salas dedicadas al bádminton y al ping pong, las pistas de atletismo, las piscinas climatizadas geotérmicamente, el fútbol en campos artificiales, así como los clubes de música, arte y danza. Y el resultado fue patente: el porcentaje de jóvenes de 15 y 16 años que habían estado borrachos en el mes anterior se desplomó del 42 % en 1998 al 5 % en 2016, el porcentaje que alguna vez ha usado cannabis bajó del 17 % al 7% y los fumadores de cigarrillos diarios cayeron del 23 % a solo el 3 %. Y ahora Islandia encabeza la tasa europea de los adolescentes más limpios. Pero lo anterior no bastó, y se construyó un plan nacional donde era ilegal comprar tabaco en menores de 18 años y alcohol en menores de 20 años, se prohibió la publicidad de tabaco y alcohol; además se creó una ley que prohíbe que los niños de entre 13 y 16 años estén fuera de casa después de las 10 de la noche en invierno y a la medianoche en verano que aún hoy está vigente; pero también se fortalecieron los vínculos entre los padres y la escuela con consejos escolares muy activos, y ha habido una formación global para los padres de que no basta con tiempo “de calidad" ocasional con sus hijos, sino que hace falta mucho tiempo junto a ellos. 

Por tanto, para conseguir el milagro islandés ha hecho falta mucha gestión nacional y mucho compromiso familiar. Y con ello evitarán dejar caer a muchos adolescentes. Como les pasó a Magnea y Stella.

 

sábado, 21 de agosto de 2021

Cine y Pediatría (606). Cine quinqui (y III): Otros directores, otras películas

 

En las dos semanas anteriores hemos revisado las películas clave de los dos directores más icónicos del cine quinqui, ese subgénero tan típicamente español: José Antonio de la Loma, quien lo inició, y Eloy de la Iglesia, quien lo consolidó. Pero cabe considerar otros directores y otras filmografías, que podemos clasificar en dos momentos: a) películas de la época típica del cine quinqui (década de los 70 y 80); b) películas de la época neoquinqui (a partir de la década de los 90). Son muchas las películas que podrían tener esta consideración, pero recordaremos las más relevantes. 

a) Películas en la década de los 70 y 80 
- ¿Y ahora qué, señor fiscal? (León Klimovsky, 1977). Este director argentino emigrado a España nos dejó esta complicada relación de José (Valentín Trujillo), un joven que vive en un barrio obrero, y Paloma (Leticia Perdigón), una chica de buena familia, todo aderezado por un embarazo no deseado y un robo complicado. 

- Juventud drogada (José Truchado, 1977). Un actor devenido en director nos deja la historia de una banda de delincuentes que se dedican al robo y al tráfico de heroína y cocaína. 

- Los violadores del amanecer (Ignacio F. Iquino, 1978). Este prolífico e irregular director de la Transición también incurrió en este género, con la provocadora filmación de esta banda de delincuentes formada por cuatro chicos y una embarazada que se dedican a secuestrar jovencitas para después violarlas. 

- Chocolate (Gil Carretero, 1980). Destacada película del cine quinqui en esta historia de “bajarse al moro” que tantas veces fue retratada en el cine español de los ochenta, aquí con la historia de "El Muertes" (Ángel Alcázar), "El Jato" (Manuel de Benito) y su novia, Magda (Paloma Gil). 

- La patria del Rata (Francisco Lara Polop, 1980). José Moya Merino, alias “El Rata” (Danilo Mattei) , condenado a veinte años de cárcel por un atentado terrorista en el que murieron dos policías, sale de Carabanchel gracias a una amnistía. El desempleo y la falta de apoyos arrastran de nuevo al mundo de los atracos y del crimen a “El Rata”. 

- Maravillas (Manuel Gutiérrez Aragón, 1980) se ha clasificado en este subgénero, pero esta historia de iniciación de nuestra protagonista es mucho más, aunque es cierto que dos de los personajes que se cruzan en la vida de la adolescente Maravillas (Cristina Marcos) son dos pequeños delincuentes interpretados por actores típicos del cine quinqui, como son Quique San Francisco y “El Pirri”.  

- Deprisa, deprisa (Carlos Saura, 1981). Un viaje lisérgico al extrarradio de Madrid de los años 80 y a la delincuencia juvenil de aquella época de la Transición alrededor de una banda que buscan salida en el dinero fácil y en las drogas. La historia de dos novios, Ángela (Berta Socuéllamos) y Pablo (José Antonio Valdelomar), y dos amigos, “El Sebas” (José Antonio Hervás) y “El Meca” (Jesús Arias), cuatro actores para los cuales fue su primer y única película, y en el que el destino real no les deparó mejor final que el destino cinematográfico de esta historia. Una historia de robos de coches para realizar atracos (coches que son quemados ante la cara de éxtasis de “El Meca”), de una juventud enganchada a los porros y la heroína cuando los Seat campeaban por España y los billetes de 1000 pesetas nos mostraban la cara de Hernán Cortés y los de 5000 pesetas la cara de Cristóbal Colón. Esta película peculiar en la filmografía del gran Carlos Saura contó con una destacada B.S.O., con canciones muy propias de este género, como “Caramba, carambita” de Los Marismeños, “Un cuento para mi niño” de Lole y Manuel o “Ay que dolor” o “Me quedo contigo” de Los Chunguitos (la primera en los créditos iniciales, la segunda en el trágico final). 

- De tripas corazón (Julio Sánchez Valdés, 1984). La particular relación entre Jaime (Juan Diego), abogado de oficio, que consigue la libertad del joven delincuente "El Chirlo" (José Luis Fernández Eguía, “El Pirri”) y Rocío (Patricia Adriani), una modelo de 25 años. 

- La reina del mate (Fermin Cabal, 1985). La vida de Rafa (Antonio Resines), un joven cartero de barrio obrero, cambia radicalmente cuando conoce a la fascinante Cristina, La Reina del Mate (Amparo Muñoz), y ésta le sumerge en un mundo drogas y dinero fácil. 

- 27 horas (Montxo Armendáriz, 1986). Un director por antonomasia de Cine y Pediatría como es Montxo Armendáriz realizó también una incursión en la crónica más negra de la juventud de los años 80, con la heroína y la desesperación como temas centrales, en esta cuenta atrás en la capital donostiarra.  

- El Lute: camina o revienta (Vicente Aranda, 1987) y El Lute II: mañana seré libre (Vicente Aranda, 1988). La historia del salmantino Eleuterio Sánchez, “El Lute” (Imanol Arias), nacido en una familia merchera, se convirtió en un famoso delincuente de la época franquista y formó parte de nuestro manipulado temor social. Sus culpas fueron robar unas gallinas acuciado por el hambre (con seis meses de cárcel) y robar una joyería (condenado a pena de muerte y luego conmutada a cadena perpetua), por lo que sus fugas y persecuciones formaron parte de su leyenda. Hoy es un apreciado abogado y escritor español. 

- Matar al Nani (Roberto Bodegas, 1988). Película con carácter histórico, cuyo protagonista es Santiago Corella Ruiz, alias “El Nani”, conocido delincuente español de la década de los 80 que adquirió cierta fama a partir de su desaparición, en lo que todo parece indicar que fue una historia de corrupción policial con el interrogante de si sigue vivo o muerto. Porque al final del gobierno de la UCD, algunos policías al mando del comisario Manuel Soto y con la colaboración del joyero Molero, montan un grupo de atracadores de joyerías, entre los que se encuentra “El Nani”. Tras el triunfo del PSOE en 1982, el nuevo Ministro del Interior se opone a que se sigan cometiendo más robos y “El Nani” (interpretado por el francés Frédéric Deban,) y uno de sus compañeros cargan con las responsabilidades y al parecer mueren durante el interrogatorio en la Dirección General de Seguridad de Puerta del Sol, hecho nunca admitido por las autoridades. Lola, la mujer de “El Nani” y su hijo pequeño, nunca recibieron una explicación de su muerte o desaparición. Este caso en plena época quinqui sirvió para destapar una mafia policial que campaba a sus anchas en los primeros años de la democracia y que acabaría en el banquillo y condenada. 

b) Películas en la década de los 90 
- Historias del Kronen (Montxo Armendariz, 1995). Regresa el director vasco para adentrarse en esa generación X en el Madrid de la segunda mitad de los 90, con retazos de una juventud desobediente hacia cualquier figura de autoridad, y que asociaba consumo desaforado de drogas, promiscuidad sexual y afición a los actos delictivos. Allí donde Carlos (Juan Diego Botto), Roberto (Jordi Molla), Pedro (Aitor Merino), Manolo (Armando del Río) y Amalia (Nuria Prims) forman una pandilla que vive de noche y duerme de día.  

- Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998). Es difícil clasificar esta película como cine quinqui, pero es difícil olvidarse de ella y no recordar este prodigio de guion y dirección, en el peculiar verano en un barrio de Madrid de los quinceañeros Manu (Eloi Yebra), Rai (Críspulo Cabezas) y Javi (Timy). Según Fernando León de Aranoa, los tres protagonistas representan las tres almas de Platón: Manu la racional, Rai la instintiva y Javi la emocional. 

- Báilame el agua (Josecho San Mateo, 2000). Marginal película romántica entre David (Unax Ugalde), un joven sin hogar, y María (Pilar López de Ayala), y la caída en una espiral de drogas, prostitución, mafia y marginación. 

- 7 vírgenes (Alberto Rodríguez, 2005). Las vivencias de Tano (Juan José Ballesta) y Richi (Jesús Carroza), dos “perros callejeros” adolescentes en la periferia marginal de Sevilla, esa frágiles vidas rotas de las que hay a cientos en las ciudades y que no deberían pasarnos desapercibidas.  

- Volando voy (Miguel Albaladejo, 2006). Narra la historia de finales de los 70 donde Juan Carlos Delgado, alias "El Pera" (Borja Navas), es un niño de Getafe, localidad del sur de Madrid, quien con solo 7 años ya sabía conducir y robar coches y con 10 ya era todo un delincuente, quien con su banda de amigos son portada de todos los periódicos y conmocionan a la sociedad. Una de las pocas historias quinqui con final feliz, pues en la actualidad nuestro protagonista se ha convertido en periodista de motor, probador oficial de nuevos modelos de coches y monitor de conducción de riesgo de la Guardia Civil. 

- El idioma imposible (Rodrigo Rodero, 2010). Regreso a una Barcelona canalla y sombría que poco tiene que ver con la ciudad postolímpica soñada. La relación en el Barrio Chino de Barcelona entre Fernando (Andrés Gertrudix), quien se busca la vida traficando con anfetaminas, y la dulce adolescente Elsa (Irene Escolar), que se convertirá en su mayor adicción. 

- Ärtico (Gabriel Velázquez, 2014). La historia de cuatro jóvenes salmantinos, Simón (Juanlu Sevillano), Lucía (Lucía Martínez), Debi (Deborah Borges) y Jota (Victor García), veinteañeros sin futuro en la España profunda de la crisis que nos acerca a la adolescencia, la soledad y la familia. Una película que parte de la admiración de su director por el cine quinqui y que se traduce en un largometraje poderoso que no esquiva la actualidad (embarazos no deseados, el paro juvenil, la violencia contra las mujeres, las drogas). 

- Barcelona 92 (Ferrán Ureña, 2015). Una pelea en el barrio barcelonés de Gracia termina con diversos heridos por arma blanca. Tras una aparente normalidad, ese suceso hace que diversas vidas se entrecrucen en el verano e invierno de 1992, el año de las Olimpiadas. Retrato del movimiento contracultural que se vivió a finales de los 80 y principios de los 90 en Barcelona, donde se narran hechos históricos y las situaciones de violencia entre Boixos Nois y Brigadas Blanquiazules. 

- Criando ratas (Carlos Salado, 2016). La película neoquinqui más reciente se ha grabado gracias al micromecenazgo y cuenta con la música de El Coleta, rapero de Moratalaz. Narra las andanzas del delincuente juvenil “El Cristo” (Ramón Guerrero) y sus sucesivos errores, mientras se nos muestra de forma paralela el comienzo de la carrera delictiva de tres chavales. Todos ellos sufrirán las consecuencias del estilo de vida elegido y comprenderán cuál es el precio a pagar. 

Y con esta revisión del cine quinqui y neoquinqui más allá de sus dos directores fetiche (José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia) finalizamos estas tres entradas de Cine y Pediatría dedicadas a un género y un tiempo muy particular de aquella España de mi juventud… y de la de muchos.

 

sábado, 14 de agosto de 2021

Cine y Pediatría (605). Cine quinqui (II): Eloy de la Iglesia

 

En nuestro post previo hablamos del director que inició el cine quinqui, el barcelonés José Antonio de la Loma. Y hoy centramos nuestra atención en el director que consolidó este género: el director guipuzcoano Eloy de la Iglesia, quien para algunos ha sido definido como “el Pasolini” español, y ello por su estilo naturalista, directo y tendente a mostrar realidades sociales y temas incómodos, así como por su tendencia comunista y homosexual, lo que le provocó amplias disputas con la censura cinematográfica de la época. 

Y dentro de su filmografía, que abarca un total de 22 películas dirigidas durante casi cuatro décadas, tuvo un lugar especial sus películas alrededor del cine quinqui, donde destacamos cinco obras (con su habitual guionista, Gonzalo Goicoechea): Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983), El pico 2 (1984) y La estanquera de Vallecas (1987). Y a estas películas dedicamos nuestro capítulo de hoy, así como a sus actores fetiche que se fueron repitiendo en su filmografía: destaca José Luis Manzano, “El Jaro”, pero también José Luis Fernández Eguía, “El Pirri”, o Quique San Francisco. 

Navajeros (1980) comienza con una advertencia (“Esta historia está basada en hechos reales, aunque son imaginarios todos los personajes que en ella aparecen”) y una frase del pensador chino del siglo V a.C., Ten-Si: “Los hombres no se hacen criminales porque lo quieran, sino que se ven conducidos hacia el delito por la miseria y la necesidad”. A continuación, una vista exterior e interior de la famosa cárcel de Carabanchel en Madrid y esta voz en off: “Ante de que José Manuel Gómez Perales, alias “El Jaro”, cumpliera los 16 años, figuraban en su ficha policial los siguientes hechos delictivos: 500 tirones, 400 asaltos a garajes, 50 robos a comercios y más de 80 atracos a transeúntes. Se fugó 29 veces del reformatorio y fue herido en tres ocasiones por enfrentamientos con las fuerzas del Orden Público”. Allí donde un periodista interpretado por José Sacristán desea realizar un reportaje de la delincuencia juvenil, especialmente establecida en los barrios marginales de las grandes ciudades. Ese submundo de delincuencia, drogas y chaperos, adolescentes con 15 o menos años que se escapan continuamente de los reformatorios, mientras les espera la cárcel o un peor final. Una vida que transcurre demasiado rápido para ellos entre policías, jueces, guardias civiles, jueces, asistentes sociales y psicólogos, entre caballos, prostitutas y proxenetas. Y alrededor de “El Jaro” y su banda aparecen tres personajes clave: la maternal prostituta de origen mexicano (Isela Vega), el periodista (José Sacristán) y la adolescente drogadicta (Verónica Castro). Pero ninguno de los tres consigue cambiar su triste destino. Y finaliza la película con el llanto de un recién nacido bajo los efectos de una reanimación neonatal superficial. Y así Navajeros aparece como la historia real sobre el mundo de la delincuencia juvenil, las drogas, la prostitución y la marginalidad, un retrato buñuelesco que nos remite a Los olvidados (Luis Buñuel, 1950).  

Colegas (1982) comienza con un videojuego arcaico que nos transporta a un barrio periférico del Madrid de los años 80. Cabe poner atención al trío de protagonistas, los hermanos Antonio y Rosario (interpretados por los hermanos Flores), y el novio de Rosario, interpretado de nuevo por José Luis Manzano, en esta historia que plantea el tema del tráfico de bebés con escenas de un costumbrismo tan feroz que llegan a asustar: baste recordar la escena de la habitación donde duermen los tres hermanos de José. Y ello con una estética de la época que incluye el papel pintando, los posters de Bruce Lee, el hule en la mesa de la cocina, los cigarrillos Winston o la llegada del Predictor. Una estética que se conjuga para mostrar la imagen descarnada del paro y drogadicción juvenil (incluso bajando al Moro), de la homosexualidad y delincuencia, del aborto y tráfico de bebés. Y finaliza con la canción del propio Antonio Flores: “Me levanté esta mañana con muchas ganas de salir de aquí…”. 

El Pico (1983), la relación entre Paco (José Luis Manzano), hijo de un comandante de la Guardia Civil destinado en Bilbao, y Urko (Javier García), hijo de uno de los líderes abertzales independentistas, amigos que se acaban de enganchar a la heroína, esa droga que en aquella década de los 80 causó estragos entre los jóvenes españoles y provocó un inusitado aumento de la criminalidad. Y así se expresan al hablar de la heroína o “caballo”: “Como esto no hay nada, tío, ni el chocolate, ni las anfetas ni los tripis, nada… Te da la paz. Sí, la paz, fíjate que chorrada, esa paz de la que tanto hablan la encuentras de repente así, esnifando un poco de polvo. Y te sientes tranquilo, tranquilo”. Y se suceden escenas muy duras, como el de esa madre embarazada que no puede desengancharse y su recién nacido con síndrome de abstinencia al que la madre calma untando el chupete con “caballo”, como el de ese hijo que roba a su madre moribunda los opiáceos que utiliza como analgésicos, como ese padre que encubre a su hijo del asesinato de un matrimonio de traficantes, o como el de ese amigo Urko que fallece por sobredosis. 

El Pico 2 (1984) funciona como una secuela de la anterior, donde ahora se trasladan a Madrid, con la madre de Paco fallecida unos meses antes, y se van a vivir a casa de la abuela (Rafaela Aparicio) y su criada (Gracita Morales), dos actrices clásicas de aquel cine español. Y ahora su padre Guardia Civil cambia de actor (José Manuel Cervino en la primera parte, Fernando Guillén en ésta), un padre que sigue encubriendo a su hijo y le ayuda a pasar la deshabituación a la heroína. 

La estanquera de Vallecas (1987), que funciona como la explicación del síndrome de Estocolmo a la española, a ritmo de chotis y pasodoble, una comedia negra dentro del cine quinqui. Comienza la película con la canción homónima de Patxi Andión y su “… eso es Vallecas”. Y nos narra el peculiar atraco a un estanco de este barrio madrileño de Leandro (José Luis Gómez), un albañil en paro, y su amigo Tocho (José Luis Manzano, de nuevo), allí donde la señora Justa (Emma Penella) y su sobrina (Maribel Verdú) no se lo van a poner fácil. La explicación de los atracadores es muy simbólica: “Si no somos profesionales, pero robamos porque hay que papear. Dos años ya sin el paro y con el curro que hay, ¿tú cómo lo ves? Y, además, que la vida está muy mal repartida”. O la conversación entre atracadores y atracados: “Es que España es muy bonita” y la respuesta, “Según se mire… Seguro que si hubiera dos, nos iríamos a la otra”

Estos son las cinco películas características del cine quinqui en la filmografía de Eloy de la Iglesia, como ejemplo de compromiso con la realidad inmediata frente al conformista panorama de la mayoría del cine de su tiempo.

 

sábado, 7 de agosto de 2021

Cine y Pediatría (604). Cine quinqui (I): José Antonio de la Loma

 

En la década de los 60 y 70 en España se produjo una amplia emigración del campo a la ciudad y, como consecuencia, se crearon muchos barrios periféricos que fueron núcleos de pobreza y marginalidad. Junto con el paro juvenil y la llegada de la heroína se creó un caldo de cultivo perfecto para el auge de la delincuencia, incluyendo aquí a niños y adolescentes. Una generación maldita que pasaría a la historia en aquella época de emigración, miseria y posterior transición. Y alrededor de este contexto histórico de nuestro país nació el cine quinqui, ese subgénero cinematográfico que narra las vivencias y las aventuras de jóvenes delincuentes de estrato social muy bajo y que han alcanzado la fama por los delitos cometidos. Decir que el término quinqui deriva de la palabra quincallería, que significa trabajar con metales baratos. 

El cine quinqui se hizo muy popular en España a finales de la década de 1970 y tuvo una década de recorrido, cuando alcanzó su máximo esplendor debido a la gran inseguridad ciudadana que vivía el país en aquella época, por lo que se rodaron numerosas películas y sagas, una gran mayoría a cargo de dos directores: José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia. Y de ambos hablaremos en Cine y Pediatría. Y hoy dedicamos este post a José Antonio de la Loma, quien se considera el padre del cine quinqui con su película Perros callejeros (1977), y donde introduce elementos de denuncia social dirigiendo los dardos a las instancias oficiales, a las leyes y a los pocos recursos económicos invertidos en la protección de menores y ayudar a su reinserción. Películas donde es difícil separar a los actores de sus protagonistas en la vida real, como fueron "El Torete", "El Vaquilla" o "El Jaro", y cuyo recorrido en la vida no fue mejor que el de sus personajes en la ficción: Ángel Fernández Francos ("El Torete") murió a los 31 años por el sida, Juan José Moreno Cuenca ("El Vaquilla") murió a los 42 años víctima de cirrosis, José Luis Manzano ("El Jaro)" falleció a los 29 años por una sobredosis de heroína y otras drogas. Estos directores fueron criticados por recurrir a estos actores no profesionales (los dos primeros unidos a José Antonio de la Loma, el tercero a Eloy de la Iglesia) con un cierto sentido de reinserción social (lo cual no consiguieron), pero al menos es justo decir que daban un punto de veracidad. 

Perros callejeros comienza con esta simbólica voz en off, mientras se nos muestra Barcelona: “Esto es lo que suele llamarse una gran ciudad. Tiene sus anchas avenidas, sus casas señoriales, sus míticos monumentos y sus problemas. Uno de esos problemas es el de la delincuencia juvenil y, dentro de ella, un reducido grupo de menores – entre los 12 y 16 años – lanzados a una vertiginosa carrera de delitos hasta hace poco exclusivos de los malhechores más veteranos. Miles de coches robados y estrellados, asaltos a tiendas, robos de armas, atracos a parkings, gasolineras, incluso a bancos”. Nos cuenta la historia de Ángel Fernández Franco, un joven delincuente del barrio de La Mina de Barcelona, que en realidad respondía al seudónimo de "El trompetilla", pero que fue rebautizado como "El Torete" para la película. Aunque lo cierto es que interpretaba el personaje de otro delincuente, Juan José Moreno Cuenca, "El Vaquilla", que en aquel momento estaba en la cárcel. 

El éxito de esta película implicó la filmación de Perros callejeros II: Busca y captura (1979), donde se mantienen las persecuciones de "El Torete" por Barcelona y alrededores, con la estética setentera, su particular música y formas de vestir, las discotecas y coches de la época, las escenas de destape (valientes para la época, quizás por razones de guión), algunas desagradables escenas violentas y la cárcel Modelo de Barcelona. “Es que si no roba, no es feliz”, llegan a decir de un quinqui. La saga finalizaría con Perros callejeros III: Los últimos golpes de El Torete (1980), una parte fallida y prescindible, pues en realidad "El Torete" tuvo que resucitar para ello, pues éste ya había fallecido en la segunda parte. Y tal fue la moda, que también hubo una versión femenina con Perras callejeras (1985), cuya protagonista, Sonia Martínez, quien fuera una presentadora de programas infantiles, pero quien no siguió mejor estela que sus compañeros actores del cine quinqui, pues falleció a los 30 años por los problemas derivados del sida. 

La otra película relevante de la filmografía de José Antonio de la Loma fue Yo, El Vaquilla (1985), que narra la historia de Juan José Moreno Cuenca - que finalmente pudo interpretarse a sí mismo -, quien con 23 años se encuentra preso en el penal Ocaña 1 de Toledo. Y así comienza la película: “Soy Juan José Moreno Cuenca, aunque todos me llaman Vaca o Vaquilla. Ya lo ven, nací a este otro lado de la sociedad y nunca pude, o nunca supe, pasar al otro. Ahora me he propuesto hacerlo y sé que no será fácil. Mi mayor enemigo fue esa fama que me fue envolviendo desde niño hasta atarme de pies y manos. Hoy me piden que cuente mi vida. De acuerdo, puede ser una oportunidad. Para mí, quizás acaba por conocerme; para ustedes, tal vez empiecen a comprender quién diablos es ese sujeto del que tanto hablan sin saber por qué”. No era justo que "El Vaquilla" se hiciera tan famoso en el cine interpretado por otra persona, por lo que José Antonio de la Loma quiso contar con él para que interpretara su propia vida. Efectivamente sus dotes interpretativas dejaban mucho que desear y la película no tuvo el mismo tirón que Perros Callejeros. De hecho, su papel en la historia lo interpretó Raúl García Losada y, además, contaron en la película con Ángel Fernández Franco, "El Torete", que en su día hizo de "El Vaquilla". Un lío de personajes, vamos. 

Finalizó nuestro director su recorrido por el cine quinqui con la película Tres días de libertad (1995), donde se nos narra ese permiso de tres días de un conocido delincuente, Juan “El Gato”, con una larga condena por cumplir. 

Y esta es la filmografía esencial de José Antonio de la Loma, el director barcelonés con el que se inició este peculiar subgénero de cine genuinamente español, conocido como cine quinqui. Porque “lo quinqui” se puso hasta de moda y también se convertiría en casi un subgénero musical, con canciones de grupos como Los Chichos o Los Chunguitos, de forma que algunas canciones formarían parte (y leitmotiv) de bandas sonoras de estas películas.

 

sábado, 27 de julio de 2019

Cine y Pediatría (498): “Tideland” y nuestra Alicia en el País de los Horrores


Hay directores inclasificables y hay cine maldito. Y, rizando el rizo, hay directores inclasificables especializados en cine maldito. Un ejemplo paradigmático es Terry Gilliam. El nombre de este director y actor de cine británico nacido en Estados Unidos, viene asociado en sus inicios al icónico grupo británico humorístico Monty Python del que formó parte en la década de los 60 y 70, junto con otros cinco compañeros (Graham Chapman, John Cleese, Eric Idle, Terry Jones y Michael Palin). 

A Terry Gilliam le gusta sentirse un extraño en tierra extraña, y también hace sentir extraños a los espectadores. Su cine puede resultar incomprensible, indigesto, tanto por la forma (por su excesiva orfebrería visual) como por el fondo (su cine transita entre el pesimismo antropológico y el optimismo vital, no fácil de encajar). No es de extrañar que su cine sea calificado de maldito, con más detractores que seguidores. Y así lo demuestra su filmografía, que oscila entre sus obras de culto (Brasil, Las aventuras del barón Münchausen, El rey pescador o Doce monos) o productos inclasificables, entre lo encantador y lo grotesco (Miedo y asco en Las Vegas, Los hermanos Grimm, Tideland o The Imaginarium of Doctor Parnassus). 

Y hoy recordamos su cine a través de su película del año 2005, Tideland, adaptación cinematográfica del libro de Mitch Cullin con título homónimo y en el que se hace una revisión postmoderna del clásico de Lewis Carroll, "Alicia en el país de las Maravillas". Pero aquí la protagonista es una niña de 9 años, por nombre Jeliza-Rose, hija de drogodependientes, y quien sobrevive a la muerte por sobredosis de ambos progenitores con una mezcla de cruda realidad y alucinante imaginación. Sueño y fantasía de nuestra Jeliza-Rose en el País de los Horrores bajo el prisma de Terry Gilliam. Abróchense los cinturones…a una película inclasificable, pero con una carga de dureza extrema. Pero no es para menos, pues así de cruda y dura es la vida de esta hija que es criada alrededor de la droga y sus consecuencias

Porque Jeliza-Rose (increíble Jodelle Ferland, sobre quien gira toda la película) nos da un paseo por la vida de una familia totalmente peculiar, para demostrarnos la cruda y dura realidad del mundo de las drogas, los excesos sobre los afectados y el abandono – cuando no la falta de amor - hacia el entorno familiar y sus hijos. Y ella nos hace protagonistas de su cuento, en el que crea un mundo paralelo al de la realidad, que la permite vivir al margen de las continuas desgracias con las que convive y que la desvinculan de sus labores hogareñas, entre ellas la de preparar la inyección de heroína que todos los días le reclama su propio padre, ex guitarrista de rockabilly. Y por ello la madre yonki le dice al inicio: “No puedo arreglármela sin ti”. Y cuando la madre fallece ante sus ojos, el padre le comenta,: “La metadona acabó con ella. Debió seguir con el caballo”. Y cuando esto ocurre, padre (Jeff Bridges) e hija huyen de Los Ángeles al campo tejano, a la casa abandonada de la abuela, fallecida hace años. 

Y allí Jeliza-Rose vivirá en una casa en ruinas (como la vida que sus padres le dejan) situada en un campo yermo con árboles secos, creando su mundo aparte con sus cuatro cabezas de muñecas (por nombre Mustique, Sateen Lips, Baby Blonde y Glitter Gal) en busca de un mundo imaginario tan sórdido como su propia existencia, en busca de hadas, fantasmas y monstruos. Y cuando su padre fallece por una sobredosis en el sillón, ella le cuida y le habla, mientras conoce a sus dos extraños vecinos, dos hermanos adultos: ella es Dell (Janet McTeer), una extraña mujer que viste de negro como una bruja y teme a las avispas, porque la dejaron tuerta, y que tiene por afición la taxidermia; él es Dickens (Brendan Fletcher), un chico con retraso mental secundario a un traumatismo craneal por un accidente y al que le gusta bucear con su traje de neopreno en medio de la pradera y que está obsesionado por el gran tiburón, que resulta ser un tren de largo recorrido que cruza la soledad del lugar donde viven, al que quiere destruir con dinamita. 

Una película de desagradable visión (los dos cuerpos taxidermizados, el del padre y la abuela, son un ejemplo), pero que permite varias lecturas. Al menos dos visiones: una infantil, la onírica que intenta devolvernos los ojos de la niña, y otra adulta, la cruda realidad que rodea a los personajes, atrapados en su pasado y presente. Porque no es nuevo usar historias infantiles como pretexto para realizar reflexiones ulteriores sobre los protagonistas, la realidad, y el ideal perdido que se encarna con la inocencia infantil: una tradición iniciada por Lewis Carroll (Alicia en el País de las Maravillas) y años más tarde por John Barrie (Peter Pan y su País de Nunca Jamás). Y ahora con la vuelta de tuerca de Terry Gilliam. Porque las historias de Jeliza–Rose son cuentos con hadas, príncipes y monstruos, como la mayoría de juegos infantiles, pero teñidos de ese dramatismo extra por la situación vital de la protagonista. Porque lo más cruel es que los errores de los adultos roben a sus hijos la inocencia del paraíso perdido, y de ahí el contraste con el que Gilliam nos golpea: esa doble visión, la de la imaginación de Jeliza-Rose y la de la hostil realidad que rodea a la niña. Y lo podremos contar así o de otra forma, pero cuando los hijos crecen en familias drogodependientes, la hostil realidad puede llegar a superar la ficción. Incluso la que nos propone Terry Gilliam en Tireland.

Porque todo en Tireland se sitúa en el límite entre ficción y realidad. Todo en Tireland es incómodo, tanto la realidad como la ficción. Porque hasta la amistad de Jeliza-Rose y Dickens se tiñe de aspectos no deseados, donde la niña imita comportamiento de adultos: “Si me enseñas tu secreto, te amaré para siempre”.

Y, finalmente, descarrila el tren a su paso por la pradera. Y como espectadores nos quedamos tan desconcertados como los viajeros del tren. Y resuena, una vez más, la voz en off de Jeliza-Rose: “Si cierro mis ojos quizás despierte dentro de tu sueño a un mundo sin límites”. Pero no es así, porque el mundo si tiene límites y normas. Y los hijos son a menudo las víctimas silenciosas de los abusos de drogas de sus padres.

La drogadicción de los padres provocan consecuencias múltiples, graves y frecuentes en el embarazo y parto, sobre el recién nacido y sobre la evolución de estos niños en edades posteriores, como causa de morbilidad y mortalidad perinatal, neonatal e infantil, por no hablar de las repercusiones psicosociales. Y es causa muy justificada para perder la custodia de los hijos, por muchas razones pero especialmente por maltrato infantil por negligencia. Algo que ningún espectador hubiera dudado desde las primeras escenas de Tideland… para evitar ese viaje al País de los Horrores de nuestra protagonista.

 

sábado, 4 de agosto de 2018

Cine y Pediatría (447). “Sparrows”, esos gorriones entre el fuego y el hielo


Después de nuestro viaje iniciático por Islandia, estaba claro que la siguiente película de Cine y Pediatría debía proceder de ese país. Una cinematografía, la islandesa, que se desconoce y que no llega a las salas de cine de España y muchos otros países. Y de la tierra del fuego y del hielo compartimos hoy la vivencia de una película que es fuego y hielo, una “coming of age” auténtica y transgresora que se hizo con la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián del año 2015, año de su estreno: hablamos de Sparrows (Gorriones) del guionista y director de Reikiavic, Rúna Rúnarsson. 

Se entiende por “coming of age” a un género literario y cinematográfico que se centra en el crecimiento psicológico y moral del protagonista, a menudo desde la juventud hasta la vida adulta. Y hay muchas películas alrededor de esa reivindicación que desde Cine y Pediatría hacemos de la adolescencia como género cinematográfico, pero en concreto Sparrows se le ha llegado a definir como el Submarine rural e islandés. Ya tuvimos oportunidad de definir a la británica Submarine (Richard Ayoade, 2010) como la metamorfosis de todo adolescente, el cual se despierta un día convertido en un “bicho raro” en esa tierra de nadie que nos lleva de la tierna irresponsabilidad de la infancia a la dura responsabilidad de ser adulto: y como un submarino los adolescentes navegan entre la ingenuidad infantil, la efervescencia hormonal de la adolescencia y la supuesta sensatez de la madurez. 

Pues bien, hoy Sparrows (Gorriones) nos sitúa en una tierra de nadie que ya es de todos (o al menos un poco mía): Islandia. Y es un placer sentir como todo en esta película me es próximo y cercano: el idioma (porque toda película debería verse en su versión original subtitulada), el perfil de Reikiavic y sus poco habitados pueblos, las montañas y costas (con ese inmenso y bello paisaje, casi lunar en ocasiones), los cielos, las iglesias luteranas, las piscinas de agua termal, los eternos días de verano… 

Y todo comienza con un mensaje subliminal en Sparrows. Porque el film se inicia con los arcos de una bóveda de una iglesia luterana para ir descendiendo hasta situarse en la cabeza de nuestro protagonista, Ari (Atli Oskar Fjalarsson), un adolescente de 16 años, que canta en el coro de la iglesia con su aún voz angelical. Con ese principio, en apariencia tan sencillo, se condensa gran parte de la carga simbólica que estructura el relato: la convivencia de cierta idea de lo espiritual con lo humano. Techos blancos, Ari vestido de un blanco inmaculado junto con el resto de niños cantores del coro: todos blancos, todo blanco, como la nieve y el hielo de Islandia. Una secuencia onírica para los títulos de crédito… que tras 100 minutos de metraje nos transportarán a un final tan duro como poético. 

Y todo arranca cuando la madre de Ari se marcha con su novio a África y como no puede llevarse a su hijo consigo le pide que vaya a vivir con su padre, Gunnar (Ingvar E. Sigurdsson), con el que no tiene relación desde hace seis años y que vive en la zona rural de Westfords. La evidente distancia que siente respecto a su padre la compensa con su abuela, que le da el único apoyo emocional que ninguno de sus progenitores le da en ese trance que tiene que vivir, ya sea desde la ausencia (la madre) o desde la incapacidad (el padre). Una compleja adolescencia en la que tiene que lidiar con la difícil relación con su padre (“No creo que él me entienda más que yo a él” dice el padre a la pregunta de la abuela de qué tal se entienden) y el reencuentro con sus viejos amigos de la infancia en lo que es un retorno forzado a su pueblo natal, en ese momento en que se celebra la Fiesta de Solsticio de Verano y siempre es de día. Un verano en Islandia en el que tendrá que combinar el alcoholismo y descontrol de vida de su padre y la aparición del primer amor y el primer contacto con el sexo, todo lo cual le llevará a un inevitable vértigo emocional. 

“Supera ya esa autocompasión que te atormenta desde el divorcio. Afronta el hecho de que apenas has visto a tu hijo en años. Deberías ser un ejemplo para él. Tienes una segunda oportunidad” le dice la abuela a su hijo Gunnar, claramente un mal ejemplo para Ari, su nieto. Y vamos intuyendo que el alcoholismo debió ser uno de los problemas de la separación de su mujer, separación que no ha superado, y que le hace regresar al alcohol y a las fiestas descontroladas con los amigos. Y todo esto acaba por hacer explotar a Ari: “Nunca te acordaste de mi cumpleaños. Siento vergüenza de ser tu hijo, ¿me oyes? ¡ Eres un puto perdedor !”

Al problema familiar se suma el hecho de que el alcohol, la marihuana, la ketamina y otras drogas ronden a los jóvenes, en lo que sin duda parece que fue un gran problema en Islandia (y que se ha logrado combatir). Y todo ello nos lleva a un final demoledor que viven Ari y su amiga Lára (y conviene no realizar spoiler), pero basta decir que es una de las secuencias en silencio más sorprendentes que haya visto. Y con la frase final de ella:”¿Lo he hecho bien? Me alegro de que haya sido contigo”… 

Todo lo anterior se entiende cuando se ve la película… Al igual que ese abrazo final que el hijo busca del padre dormido… Porque todos somos gorriones y necesitamos ese abrazo protector de los padres (y también de los amigos). 

Y este argumento es el que nos regala Sparrows (Gorriones) en donde, como es habitual en la cinematografía de Islandia, la naturaleza resulta omnipresente y hegemónica en el diseño de los espacios físicos que se filman, como un personaje más. Abundan los planos generales en amplia panorámica, como en los westerns con ampulosa épica, donde hay una focalización absoluta de las montañas, filmadas como entes superiores, magnánimos e imponentes, un paisaje superior en la isla que es tierra de fuego y de hielo, como la propia película. 

Tierra y fuego en  Sparrows (Gorriones) gracias a su sentido dominio del tempo en busca del clímax al que nos lleva desde ese inicio angelical a un dudoso purgatorio. Y por ello, no es otra típica película adolescente: ni estúpida, ni comedia ni made in USA, sino realizada en Islandia. Y, por tanto, como no podía ser de otra forma, es un retrato íntimo de esta volcánica etapa de tránsito, un viaje iniciático filmado con implacable, austero y en ocasiones helado temple. La arrebatada fotografía de Sophia Olsson y la celestial banda sonora de Kjartan Sveinsson (miembro de la banda Sigur Rós), son los sustentos del discurso de Rúnarsson, atonal en apariencia hasta que rompe, con mínimo artificio y máxima efectividad, en un tercer acto que nos llena de sentido y sensibilidad. Un momento en el que Ari, nuestro hierático protagonista deja escapar una lágrima por la infancia que se va, y la incertidumbre que domina, como las brumas islandesas, la vida adulta. 

Y es así como Sparrows (Gorriones) se constituye en una película que siempre busca una melodía en medio del caos, un aliento de lo trascendente entre el desconcierto existencial. Una joya de cine hecha desde el corazón y realizada en el corazón de Islandia. Una película que dedico a Bergþóra y Stephan, nuestros nuevos amigos islandeses, nuestros cicerones entre volcanes, glaciares y cataratas.

 

sábado, 16 de junio de 2018

Cine y Pediatría (440). “The Florida Project” y ese otro Disneyland


En el año 2009, el británico Danny Boyle nos regaló la película Slumdog Millionaire, en lo que fue un pequeño milagro, pues pocas películas han sido capaces de contar tantas desgracias alrededor de la infancia (pobreza, marginación, delincuencia y prostitución juvenil, maltrato y mafias de niños, etc.) y simular un cuento de hadas en las calles de Mumbai, con un final feliz que despierta una sonrisa y energía positiva. Y en el año 2017, el estadounidense Sean Baker nos sorprende con la película The Florida Project, una nueva joya del indie americano, una obra visualmente única y sencilla, un retrato irónico sobre un barrio chabolista, la residencia de protección oficial The Magic Castle, colindante con el mayor imperio vacacional de Estados Unidos: Disneyland. La pequeña historia veraniega de tres niños que viven rodeados de pobreza, malnutrición, drogas y prostitución – por obra y gracias de sus progenitores -, pero que el director pinta de color toda esta miseria para amortiguar el golpe en el espectador y transmitir algo de alegría de esa infancia maltratada, aunque ellos no lo saben. 

En la primera escena dos niños y una niña de entre 6 y 7 años se dedican a escupir en un coche y a insultar a los adultos en lo que parece un motel barato lleno de colores a las afueras de Orlando (Florida)… Edificios con colores vivos, pero nada habituales: morado, rosa, naranja, amarillo, verde… El lugar recibe el nombre de Magic Castle Hotel y enseguida comprobamos que no es un castillo y tiene poca magia las familias que allí viven. 

Los tres niños son Moonee (espontánea Brooklynn Prince) y Scooty, quienes le hacen un tour guiado por el motel donde viven a su nueva vecina Jancey: "Nadie coge el ascensor porque huele a pis. Aquí vive una que se cree que está casada con Jesús. A este hombre le viene a buscar la policía todo el rato". Y todo ocurre en esos días de verano repleto de juegos, helados y travesuras. Porque cualquier cosa sirve para la travesura, alguna de ellas subida de tono (como quemar unos viejos apartamentos), en estos chicos que viven con poco control familiar en sus familias unifamiliares: en el caso de Moonee vive con una joven y bella madre tatuada, Hally (Bria Vinaite, a quien el director encontró a través de las redes sociales), sin trabajo y que alterna la prostitución ocasional con intentar vender a los turistas perfumes baratos comprados en un supermercado o simplemente con pedirles dinero; en el caso de Scooty su madre trabaja de camarera y Jancey fue acogida por su abuela cuando su madre dio a luz a los 15 años y se quiso deshacer de ella. Mujeres sin demasiada educación, familias sin orden ni concierto, donde no es difícil entender que a sus hijos les acompañe un lenguaje soez y su falta de normas y límites. Todas estas mujeres luchan ante la adversidad mientras crían a sus hijos solas. 

Y así avanza el verano. Y alrededor de sus juegos se intuye en los adultos que les rodean la prostitución, se intuye la pederastia, se intuye algo que no es bueno alrededor de la infancia. Y se intuye de forma sutil, pero agonizante, hasta que llegan a actuar los Servicios Sociales. Porque vemos como Moonee se alimenta de "fast food", golosinas y comida basura, como su madre, convive con el humo de su tabaco y sus porros, y se cuela para desayunar en los hoteles de la zona. Porque Moonee sueña con ir a Disneylandia, pero lo más cerca que ha estado es en este motel barato de colores, y porque lo más parecido que Moonee tiene a un padre es Bobby (contenido Willem Dafoe, nominado al Oscar a Mejor Actor Secundario), el gerente-conserje del motel, un hombre cauto y diligente que está en todo y para todos dentro de un vecindario muy peculiar, tan peculiar como el color de las paredes de sus viviendas. 

Prometía ser un verano inolvidable, donde los niños ríen, se entretienen con lo poco que tienen y dicen tacos más grandes que sus diminutos cuerpos. Son maleducados, deslenguados y adorables granujas que sacan de quicio y revitalizan con su energía a cada inquilino del motel. Porque The Florida Project no es una película coral pese a los muchos personajes que intervienen, sino un relato con dos puntos de vista: el de Moonee, sus travesuras y la relación con su madre, y el de Bobby, el ángel guardián de tan peculiar lugar. 

Y al final, las palabras de Moonee a los agentes de los Servicios Sociales: “¿Por qué dice que me voy con otra familia?... ¿Esos polis se van a llevar a mi mamá?”. Y por ello se escapa en busca de Jancey, a quien dice: “Eres mi mejor amiga y esta puede ser la última vez que te vea”. Y al final las dos niñas, cogidas de la mano, y en un largo travelling que las sigue de espaldas, llegan a Disneyland y cuando vemos el castillo de Cenicienta llega el fundido en negro… y el final. Como si estas niñas huyeran hacia una infancia diferente… 

Sencillamente porque muchas infancias no son como Disneyland. Quizás porque no siempre sus familias son una bella atracción.