“Esta película está basada en experiencias familiares, entrevistas, documentos de tribunales y reportajes de periódicos y revistas”. A continuación un baile callejero al son de la canción “Small Town” de John Mellecamp y distintas imágenes nos sitúan en un pequeño pueblo del estado de Indiana, Kokomo. Así comienza una película que es una historia real, la historia de un niño que cambió la mirada sobre la pandemia del sida: Juicio a un menor (John Herzfeld, 1989), telefilm cuyo título original “The Ryan White Story” nos retrotrae a aquella historia de la década de los 80 que no dejó indiferente al mundo, en aquellos inicios en que se sabía poco de la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) y se temía mucho.
Tras esa introducción conocemos al adolescente Ryan White (Lukas Haas, protagonista tras participar cuatro años antes en la exitosa película Único testigo, dirigida por Peter Weir e interpretada por Harrison Ford), cuya tos hemoptoica antes de acompañar a su hermana Andrea (Nikki Cox) al concurso de patinaje, nos pone sobre aviso y nos marca la fecha, diciembre de 1984. Tras llegar del evento, le dice a su madre Jeanne (Judith Light): “He estado todo el día muy cansado. No me encuentro bien…”. Tras la consulta en el hospital, el informe del doctor: “Ryan tiene un tipo de infección que los niños normales no padecen. Se llama Pneumocystis. Puesto que sabemos que la tiene y sabemos también que le han estado administrando productos sanguíneos desde hace mucho tiempo para tratar su hemofilia, nuestra conclusión es que un virus ha dañado gravemente su sistema inmunológico. Sra. White, Ryan tiene sida”. A la pregunta de la madre de cuánto le queda de vida, la respuesta nos indica lo que en aquellos momentos eso significaba: “Nadie sabe lo suficiente sobre el sida para que yo pueda decirle cuánto tiempo le queda. Pero saldrá de la neumonía porque sabemos tratarla. Necesitamos más información, pero no se morirá de esta neumonía, de eso estoy seguro”. Una información muy dura ofrecida por el médico con adecuada forma y asertividad. A continuación, una reacción de la madre muy dura, mientras se abraza a su hija: “Si Ryan se muere, moriremos todos juntos. Quemaré nuestra casa. Meteremos el coche en el garaje, cerraremos la puerta y dejaremos el coche en marcha hasta que nos quedemos dormidos”. Ya hemos ido conociendo que Jeanne está separada y el padre no se preocupa por sus dos hijos.
Con la llegada de los abuelos se nos muestra la busca de un culpable en el duelo. La abuela comenta en alto, “¡Los homosexuales empezaron esto!”, y la madre replica: “¡Nadie sabe quién lo empezó! No culpes a nadie, si quieres un culpable, cúlpame a mí, yo soy quien porta los genes deformados que le produjeron la hemofilia, soy yo quien le hace las transfusiones para la hemofilia, así es como ha entrado en contacto con el plasma sanguíneo infectado que le ha contagiado el sida. Así que si quieres echarle la culpa a alguien, échamela a mí”. Pasado unos días, informan a Ryan de su enfermedad, con la madre, el cura, el médico y la enfermera presentes, una escena especialmente extraña y que da para un debate sobre cómo se planteó. Porque a la pregunta de Ryan si va a morirse, su madre le contesta que “todos moriremos algún día, pero no sabemos cuándo”.
Pasa el tiempo y las fases del duelo. Llega la aceptación y se vislumbra cuando Andrea y su madre están a solas, y ésta le dice que olvide lo que le comentó sobre encerrarse en el garaje, apoyándose en que sus vidas son muy valiosas y que seguirán adelante. Durante la conversación, Jeanne lee folletos sobre información del VIH y de qué forma se transmite: “¡Estos folletos no te cuentan nada, en unos te cuentan una cosa y en otros, otra, pero hay algo en lo que están todos de acuerdo: no puede contagiarse el sida viviendo todos en la misma casa, bebiendo del mismo vaso o besando!”.
Nos trasladamos a abril de 1985 y Ryan corretea ya con la bici por el barrio. Desea regresar al colegio, pero su madre le da una noticia que no esperaba: “Ryan, ellos no quieren que vuelvas, por tu enfermedad… He estado en el colegio y no quieren escucharme, dicen que es una enfermedad contagiosa”. Es entonces cuando Jeanne decide acudir a un abogado (George C. Scott) para exponer la situación actual de su hijo y la negativa del colegio a que acuda a recibir clases, decidiendo hacerse cargo del caso. Pero los padres y madres del colegio se oponen firmemente a la readmisión de Ryan, por miedo al sida y desconocimiento a los medios de contagio, y lanzan una campaña de recogida de firmas. Y de nada sirven los consejos del doctor: “No se puede garantizar la ausencia de contagio. Lo único que sabemos sobre el virus del sida es que vive en la sangre y se transmite a través de las membranas mucosas, los ojos, la boca, la región intestinal y los órganos sexuales. Se puede contagiar a través de un corte en la piel, pero no tocando los mismos objetos o estando en la misma habitación”. Pero todos los miembros de la familia sufren también la exclusión: la madre lo recibe de compañeros de su fábrica, su hermana debe afrontar comentarios crueles de sus compañeros del colegio: “Mi madre dice que tu hermano es marica”. Cruel, todo muy cruel… pero fue la realidad del miedo que nos asoló (y no creo que sea tan lejano, pues con la covid hemos vivido situaciones similares, dado que aprendemos poco el ser humano).
Persiste el sentimiento de culpabilidad de la madre, al ser ella la trasmisora de la hemofilia de su hijo (es conocido que la hemofilia A que presenta Ryan tiene patrón de herencia recesivo ligado al cromosoma X, de forma que la madre es portadora y la enfermedad se manifiesta principalmente en hijos varones). Y llegan los medios de comunicación, deseando entrevistarle, tras haberse convertido en noticia mediática su batalla legal por regresar al colegio, y cuando le preguntan qué es lo que más le molesta de su situación, Ryan responde: “Las cosas que murmura la gente, como que escupo en las verduras del supermercado y, sobre todo, cuando dicen cómo lo he cogido. Piensan que soy un gay, son las únicas personas que lo cogen”. Incluso cuando Ryan queda a hacer los deberes con la chica que le gusta de su colegio, ella le dice con pesadumbre: “Mi madre cree que es mejor que no estemos juntos”. La enfermedad avanza y debe reingresar al hospital: “Me voy a morir si no ocurre un milagro… Tengo miedo”, le confiesa a su madre. Allí conoce a Chad, un chico de su misma edad que se encuentra en la misma situación que él y comparten reflexiones: “Nadie sabe lo que se siente estando tan sólo”, le comenta Chad, palabras con gran valor, pues quien da vida a este personaje es el protagonista en la vida real, Ryan White.
En el juicio el abogado realiza la estrategia de que le consideren “minusválido” para que le permitan volver al colegio, pero aún así el camino no es fácil. Finalmente, el juez da la razón a Ryan y es readmitido de nuevo en clase. Al regresar a las aulas es recibido con frialdad y así le explica a su mejor amigo Tomy las condiciones que le ha impuesto el centro y que debe aceptar: “Tengo mi propia toalla en la cartera, y es la única que puedo utilizar. Para comer tengo servilletas, platos de papel, cuchillos y tenedores de plástico. Después de utilizarlos tengo que tirarlo todo, y no puedo beber en ninguna fuente”.
Finalmente la madre decide trasladarse con sus hijos a otra localidad, Cicero, para ofrecer un lugar libre de ambientes hostiles que pudieran seguir empeorando la salud de sus hijos y la suya propia. Y allí Ryan acude a un nuevo colegio, donde profesores y alumnos le reciben con respeto y cariño. Y mientras se escucha la canción “I´m Still Standing” (“Sigo en pie”) de Elton John se muestra un fotograma de Andrea, Ryan y Jeanne, primero como los protagonistas del filme y luego se superpone con los tres protagonistas de esta historia en la vida real.
Ryan White murió en abril de 1990, cuando tenía 18 años, pocos meses después del estreno de esta película. Un estreno a finales de la década de los 80, cuando la pandemia del sida llevaba unos años convirtiéndose en un problema sanitario global contra el cual no existían tratamientos médicos eficaces, y dejando una ola de prejuicios y falsas creencias que llevó al rechazo social, la discriminación, la marginación y en muchos casos la criminalización de las personas infectadas por el VIH, causante de la enfermedad. Recordamos que a esta enfermedad se le llegó a denominar en aquellos inicios como "enfermedad de las cuatro H", en donde se identificaron cuatro grupos de riesgo: homosexuales, hemofílicos, adictos a drogas intravenosas (heroína en particular) y haitianos. El estigma no tardó en cuajar, especialmente frente a homosexuales y heroinómanos. Los prejuicios podían más que la información y las “fake news” corrían como por un reguero de pólvora. Los pacientes eran convertidos en parias: perdían sus trabajos, la escolaridad, las relaciones sociales y, a veces, hasta sus familias. Incluso había médicos y enfermeras que se negaban a atenderlos. Se llegó a hablar de un castigo de Dios.
En ese contexto, hubo historias personales que ayudaron a cambiar esos puntos de vista y poner al sida en su real dimensión: los casos del actor Rod Hudson o del deportista Magic Johnson son bien conocidas. Otras lo son menos en la distancia, y el cine nos los recuerda, como fue la historia de Ryan White, quien se convirtió en un símbolo nacional en la lucha contra el estigma y la discriminación del VIH/SIDA. Tanto es así que cuando murió, el ex presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, lo despidió así: “Debemos a Ryan haber eliminado el miedo y la ignorancia que le había perseguido desde su casa al colegio. Debemos a Ryan haber abierto nuestros corazones y nuestras mentes a las personas con sida. Debemos a Ryan el ser compasivos, comprensivos y tolerantes con las personas con sida, sus familias y amigos. Es la enfermedad lo que da miedo, no las personas que la tienen”. Y en su homenaje, un año después, el Congreso estadounidense promulgó la ley Ryan White Comprehensive AIDS Resources Emergency (RWCARE), un programa federal que proporcionó ayuda financiera de emergencia a las comunidades afectadas por la epidemia del sida, que dotó de fondos a programas para mejorar la disponibilidad de asistencia a personas con bajos recursos, sin cobertura sanitaria o con una cobertura sanitaria deficiente al enfermo, incluyendo a sus familias.
Su repercusión continuó. Elton John se interesó por Ryan, se hicieron amigos y ayudó a su familia en la adquisición de su nueva casa en Cicero; puso música al final de esta película con la canción referida y poco después creó la fundación Elton John contra el SIDA. Asimismo, Michael Jackson le dedicó una canción de su disco “Dangerous”, titulada “Gone too soon”.
Por ello, valores cinematográficos aparte, cabe prescribir Juicio a un menor como un juicio al estigma frente al sida (y, por extensión, ante cualquier enfermedad infecciosa) y también para que las generaciones más jóvenes de sanitarios conozcan aquella realidad inicial del sida, que nada tiene que ver con la que actualmente conocemos.
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