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lunes, 29 de agosto de 2016

Los "niños soldado" del Estado Islámico: una atrocidad más del yihadismo


Yihad, palabra de origen árabe que puede traducirse como esfuerzo o lucha, ha dado lugar al Yihadismo, una corriente dentro del islamismo que propugna la lucha para extender el islam y la ley de Dios. Bajo el paraguas de la yihad se han cobijado diversos grupos, destacando Al Qaeda y todas sus ramificaciones de inspiración wahabita en todo el mundo y Estado Islámico, particularmente el último año en Iraq y Siria. También cabe destacar Boko Haram en Nigeria y Al Chabab en Somalia. 

Ideológicamente, el yihadismo como doctrina política es un ideario teocrático totalitario de corte antiliberal y antidemocrático que, según sus críticos, «desprecia sistemáticamente la vida humana». Por esa razón está considerado por muchos como una de las amenazas más graves a las que se enfrentan las democracias liberales, particularmente en Occidente. Y esto es así, sin paliativos y sin concesiones... porque en la vida más vale una vez colorado que ciento amarillo. 

Y lo del desprecio sistemático a la vida humana tiene dos focos sangrantes: la mujer y la infancia. Y no es solo el que desde el 11 de septiembre de 2001 (con los 2973 muertos en las Torres Gemelas de N.Y.) a día de hoy hayan reivindicado 40 atentados terroristas por parte de las distintas facciones del terrorismo en el mundo, sino el ataque sistemático al menor sentido de la libertad y de la ética... y en nombre de "su Dios", manipulando una vez más la religión de forma terriblemente sesgada y equivocada. 

Y esta reflexión acude tras las repetidas noticias de las últimas semanas en relación con "los niños bomba" del Estado Islámico. Los niños que crecen en los territorios bajo control del Estado Islámico no ven dibujos animados en la televisión, no juegan con la pelota en las calles ni trazan dibujos de familias felices en la escuela. Al contrario, muchos de ellos son obligados a presenciar ejecuciones, patear las cabezas de los decapitados o aprender a recargar fusiles automáticos mientras recitan la shahada o profesión de fe musulmana: “No hay otra divinidad que Dios, y Mahoma es su profeta”. 

La organización dirigida por Abu Bakr al Bagdadi es probablemente el primer grupo yihadistas con un claro proyecto estatal desde el triunfo de los talibanes afganos, y ello implica pensar más allá de las victorias militares, es decir, en la continuidad que pueden aportar las nuevas generaciones. Para ellos los niños son vehículo para asegurarse lealtad a largo término, la adherencia a su ideología y ser combatientes devotos que verán la violencia como un modo de vida. Fuentes fidedignas estiman que hay unos 800 menores en campos de entrenamiento del Estado Islámico y cada mes se incorporan entre 250 y 300 chicos para sustituir a los niños-soldado que mueren en el frente. Pero el Estado Islámico utiliza a entre 200.000 y 300.000 niños, no solo en labores militares (como soldados o suicidas) sino también en todo tipo de "trabajos de apoyo" (por ejemplo mensajeros, vigilantes de edificios, guardaespaldas o incluso torturadores - incluyendo la decapitación de prisioneros -) y con edades inferiores a los 10 años y hasta los 18 años. 

Se confirma la existencia de campos de entrenamiento de menores en diversos puntos del territorio controlado por el Estado Islámico como Raqqa, Alepo y Yarabulus, en Siria, o Mosul, en Irak. Y hay dos formas de captarlo: una es pagando, pues los yihadistas pagan 100 dólares mensuales por cada menor (lo que convence a muchas familias que viven en la pobreza y "ceden" a sus hijos) y otra es cuando los menores son secuestrados o llevados a la fuerza a los campos de entrenamiento bajo la amenaza de encarcelar a las familias que no cooperen. Igualmente, los yihadistas se aprovechan de los “huérfanos” y de los “menores separados de sus familias, que se encuentran en campos de refugiados y buscan venganza”. 

Y los procesos de captación comienzan en las mezquitas y en los centros educativos, que han adoptado un currículo totalmente filtrado por la demente interpretación del islam. Y así, la educación está siendo empleada como una herramienta de adoctrinamiento, diseñada para promover una nueva generación de seguidores, de forma que, en muchas zonas, el currículum escolar ha sido modificado para reflejar estas prioridades ideológicas e incluir el entrenamiento en uso de armas y de la violencia. 

Por ello, ante el Estado islámico vinculado al yihadismo solo cabe una respuesta: un NO rotundo y una denuncia continua. Y esto desde el punto de vista de un pediatra, pero sobre todo desde el punto de vista de cualquier mínimo respeto al ser humano (y a los Derechos Humanos) y a la infancia (y a los Derechos de la Infancia).

sábado, 28 de febrero de 2015

Cine y Pediatría (268). “Timbuktu”, allí donde los niños lloran por tanta sinrazón


En el cine (en la obras de teatro, en las novelas, en la comunicación científica, en la vida,…) siempre hay tres partes destacadas en la comunicación: el inicio (el llamado “tiempo de oro”, aquel que nos engancha al argumento que ha de venir), el nudo (la trama o desarrollo de la historia) y el desenlace (el llamado “tiempo de platino”, el colofón brillante que sintetiza y deja el buen sabor de boca y la reflexión). Hoy hablamos de una película muy especial en que estas partes se destacan en escenas memorables. 
Hablamos de Timbuktu (2014), cuarto largometraje del cineasta mauritano Abderrahmane Sissako y primero que llega a las salas comerciales españolas, gracias sin duda a la repercusión internacional que le han procurado su candidatura al Oscar como mejor película en habla no inglesa (que finalmente fue a parar a otra obra maestra, la película polaca Ida de Pawel Pawlikowski), a sus dos premios en Cannes y a arrasar en los Premios César (con 7 trofeos). Cabe destacar que el director de esta película (uno de los pocos directores africanos de reconocimiento internacional) es musulmán, mauritano de nacimiento, maliense de adopción (y que, actualmente, vive en Francia), particularidades que le confieren plena autoridad para ilustrarnos sobre lo que está ocurriendo en los países del Magreb y el Sahara Occidental. Hasta tal punto, que algunos exhibidores cinematográficos han tenido miedo que Timbuktu pudiera desencadenar la ira de radicales islamistas. Pero pasemos a esas escenas memorables

- El inicio. Un grito y un primer plano de una gacela que huye asustada con grandes saltos entre las arenas del desierto, mientras evita las balas que, desde un todoterreno, le lanza un grupo de yihadistas (una de las más violentas y radicales ramas del islam político). Con esta metáfora visual tan brutal comienza esta película de la sinrazón del fanatismo religioso sobre la libertad del hombre, de la mujer y de la infancia. 
- El nudo. Repleto de escenas de enorme belleza, aunque son escenas que esconden gran dolor. Pero el director no se engola con la desgracia, sino que la contrasta entre los colores del desierto. Cómo olvidar las tranquilas escenas de Kidane y su pequeña familia (su mujer Sátima y su hija Toya, más el niño pastor, Issan) en esa jaima aislada entre las dunas; o el sorprendente partido de fútbol de esos niños y adolescentes (un partido sin pelota, porque les está prohibido jugar al fútbol…aunque hablen de quien es mejor, si Messi o Zidane); o la increíble puesta de sol sobre el lago, un plano estático interminable y lejano donde se intuye un homicidio involuntario; o la declaración de amor del padre hacia su hija, cuando sabe casi con seguridad que será condenado a muerte, pero busca en el corazón de los yihadistas algún atisbo de piedad que no llega; o la escalofriante escena de lapidamiento de dos enamorados fuera de la ley; o muchas otras. 
- El desenlace. Uno de los finales para la historia del cine. Con esa hija corriendo en el desierto y repitiendo con una voz que es un llanto una, dos, tres… diez y muchas más veces las palabras “papá, mamá” y esos nombres y esos llantos nos dejan helados, en uno de los finales más crudos que el séptimo arte haya podido engendrar. Un final que el día de la proyección impidió durante varios minutos que nadie se atreviera a moverse de los asientos en la sala…, por respeto al visto y a lo vivido. 

Porque Timbuktu es una película basada en hechos reales en la ciudad maliense de Tombuctú (pero aquí no es la alegre parodia de Luis García Berlanga, París-Tombuctú), allí donde, en 2012, una joven pareja fue brutalmente lapidada a mano de los islamistas en la ciudad de Aguelhok, situada al norte de Malí, por un grave crimen para ellos: no estar casados y, a los ojos de sus verdugos, estar cometiendo un grave delito contra la ley divina. La pareja fue apedreada hasta la muerte en presencia de centenares de espectadores impávidos. Este suceso despertó la atención de los medios de comunicación de todo el mundo y tuvo una gran repercusión, tal es así que el director y productor mauritano se decidió a llevarla a la gran pantalla. 
Pero este hecho es solo un detalle en Timbuktu, donde la esencia es mostrarnos sin estridencias la sinrazón (una vez más en la historia) de la religión fanática, uno de los motivos que más muertes y más injusticias tiene en su haber en este peculiar mundo en que vivimos. Los integristas islámicos se han adueñado de la región de Tombuctú, en el norte de Malí y ha instalado el miedo entre sus humildes pobladores de estas dunas desérticas donde ahora reír, fumar, escuchar música, bailar, jugar al fútbol o enseñar las manos las mujeres son actividades consideradas pecaminosas por la sharia, la ley islámica que ha impuesto el grupo yihadista Ansar Dine y tropas tuaregs del Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad. Y se nos destapa esa incoherencia arrogante y perversa que acaba delatando siempre a los guardianes de la moral, pertenezcan al credo que sea, y que hace de sus víctimas meros animales de presa a merced de los peores instintos del cazador, como subraya Sissako en los planos iniciales y finales de su película. 

Y es así como Abderrahmane Sissako nos muestra una belleza trascendente (donde el director de fotografía, Sofian El Fani, es gran responsable, como ya lo hiciera en La vida de Adèle) a partir de esa denuncia a la agenda ideológica, y con ello logra despertar nuestra indignación emocional y moral. Y consigue con Timbuktu crear una película de denuncia renunciando al maniqueísmo, al tremendismo, al discurso basado en tópicos y a la manipulación emocional del espectador. Porque detrás de estas imágenes y de esas escena no hay panfleto, no hay discurso (anti) político ni (anti) religioso, hay hechos que ocurren y nos lo presenta con imágenes de una fuerza poética sobrecogedora, dignas de perdurar en la memoria y en el corazón.

Nos quedamos con el desgarrador final, con ese grito y esa mirada de Toya frente a las cámaras, así como la melodía de esa canción prohibida que en la película nos declara: “… Aquí los niños lloran por tanta tristeza”. Timbuktu nos impregna ríos de dolor y algunas gotas de esperanza, porque es un canto a la libertad y a la resistencia.