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sábado, 28 de febrero de 2015

Cine y Pediatría (268). “Timbuktu”, allí donde los niños lloran por tanta sinrazón


En el cine (en la obras de teatro, en las novelas, en la comunicación científica, en la vida,…) siempre hay tres partes destacadas en la comunicación: el inicio (el llamado “tiempo de oro”, aquel que nos engancha al argumento que ha de venir), el nudo (la trama o desarrollo de la historia) y el desenlace (el llamado “tiempo de platino”, el colofón brillante que sintetiza y deja el buen sabor de boca y la reflexión). Hoy hablamos de una película muy especial en que estas partes se destacan en escenas memorables. 
Hablamos de Timbuktu (2014), cuarto largometraje del cineasta mauritano Abderrahmane Sissako y primero que llega a las salas comerciales españolas, gracias sin duda a la repercusión internacional que le han procurado su candidatura al Oscar como mejor película en habla no inglesa (que finalmente fue a parar a otra obra maestra, la película polaca Ida de Pawel Pawlikowski), a sus dos premios en Cannes y a arrasar en los Premios César (con 7 trofeos). Cabe destacar que el director de esta película (uno de los pocos directores africanos de reconocimiento internacional) es musulmán, mauritano de nacimiento, maliense de adopción (y que, actualmente, vive en Francia), particularidades que le confieren plena autoridad para ilustrarnos sobre lo que está ocurriendo en los países del Magreb y el Sahara Occidental. Hasta tal punto, que algunos exhibidores cinematográficos han tenido miedo que Timbuktu pudiera desencadenar la ira de radicales islamistas. Pero pasemos a esas escenas memorables

- El inicio. Un grito y un primer plano de una gacela que huye asustada con grandes saltos entre las arenas del desierto, mientras evita las balas que, desde un todoterreno, le lanza un grupo de yihadistas (una de las más violentas y radicales ramas del islam político). Con esta metáfora visual tan brutal comienza esta película de la sinrazón del fanatismo religioso sobre la libertad del hombre, de la mujer y de la infancia. 
- El nudo. Repleto de escenas de enorme belleza, aunque son escenas que esconden gran dolor. Pero el director no se engola con la desgracia, sino que la contrasta entre los colores del desierto. Cómo olvidar las tranquilas escenas de Kidane y su pequeña familia (su mujer Sátima y su hija Toya, más el niño pastor, Issan) en esa jaima aislada entre las dunas; o el sorprendente partido de fútbol de esos niños y adolescentes (un partido sin pelota, porque les está prohibido jugar al fútbol…aunque hablen de quien es mejor, si Messi o Zidane); o la increíble puesta de sol sobre el lago, un plano estático interminable y lejano donde se intuye un homicidio involuntario; o la declaración de amor del padre hacia su hija, cuando sabe casi con seguridad que será condenado a muerte, pero busca en el corazón de los yihadistas algún atisbo de piedad que no llega; o la escalofriante escena de lapidamiento de dos enamorados fuera de la ley; o muchas otras. 
- El desenlace. Uno de los finales para la historia del cine. Con esa hija corriendo en el desierto y repitiendo con una voz que es un llanto una, dos, tres… diez y muchas más veces las palabras “papá, mamá” y esos nombres y esos llantos nos dejan helados, en uno de los finales más crudos que el séptimo arte haya podido engendrar. Un final que el día de la proyección impidió durante varios minutos que nadie se atreviera a moverse de los asientos en la sala…, por respeto al visto y a lo vivido. 

Porque Timbuktu es una película basada en hechos reales en la ciudad maliense de Tombuctú (pero aquí no es la alegre parodia de Luis García Berlanga, París-Tombuctú), allí donde, en 2012, una joven pareja fue brutalmente lapidada a mano de los islamistas en la ciudad de Aguelhok, situada al norte de Malí, por un grave crimen para ellos: no estar casados y, a los ojos de sus verdugos, estar cometiendo un grave delito contra la ley divina. La pareja fue apedreada hasta la muerte en presencia de centenares de espectadores impávidos. Este suceso despertó la atención de los medios de comunicación de todo el mundo y tuvo una gran repercusión, tal es así que el director y productor mauritano se decidió a llevarla a la gran pantalla. 
Pero este hecho es solo un detalle en Timbuktu, donde la esencia es mostrarnos sin estridencias la sinrazón (una vez más en la historia) de la religión fanática, uno de los motivos que más muertes y más injusticias tiene en su haber en este peculiar mundo en que vivimos. Los integristas islámicos se han adueñado de la región de Tombuctú, en el norte de Malí y ha instalado el miedo entre sus humildes pobladores de estas dunas desérticas donde ahora reír, fumar, escuchar música, bailar, jugar al fútbol o enseñar las manos las mujeres son actividades consideradas pecaminosas por la sharia, la ley islámica que ha impuesto el grupo yihadista Ansar Dine y tropas tuaregs del Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad. Y se nos destapa esa incoherencia arrogante y perversa que acaba delatando siempre a los guardianes de la moral, pertenezcan al credo que sea, y que hace de sus víctimas meros animales de presa a merced de los peores instintos del cazador, como subraya Sissako en los planos iniciales y finales de su película. 

Y es así como Abderrahmane Sissako nos muestra una belleza trascendente (donde el director de fotografía, Sofian El Fani, es gran responsable, como ya lo hiciera en La vida de Adèle) a partir de esa denuncia a la agenda ideológica, y con ello logra despertar nuestra indignación emocional y moral. Y consigue con Timbuktu crear una película de denuncia renunciando al maniqueísmo, al tremendismo, al discurso basado en tópicos y a la manipulación emocional del espectador. Porque detrás de estas imágenes y de esas escena no hay panfleto, no hay discurso (anti) político ni (anti) religioso, hay hechos que ocurren y nos lo presenta con imágenes de una fuerza poética sobrecogedora, dignas de perdurar en la memoria y en el corazón.

Nos quedamos con el desgarrador final, con ese grito y esa mirada de Toya frente a las cámaras, así como la melodía de esa canción prohibida que en la película nos declara: “… Aquí los niños lloran por tanta tristeza”. Timbuktu nos impregna ríos de dolor y algunas gotas de esperanza, porque es un canto a la libertad y a la resistencia. 

sábado, 6 de diciembre de 2014

Cine y Pediatría (256). “Trash”, la basura de la corrupción y la pobreza infantil


Ya conocemos y reconocemos que el británico Stephen Daldry tiene afinidad de rodar con niños y alrededor de historias de la infancia. Lo hizo en lo que fue su debut como director, Billy Elliot (2000), un gran éxito mundial, y también con El lector (2008) o con Tan fuerte, tan cerca (2011). Por eso, por derecho propio, este director ya forma parte de la nómina de los “grandes” en Cine y Pediatría: y así, con Billy Elliot fuimos testigos de un alegato contra los prejuicios y tópicos al ritmo de los deseos por el baile clásico y con Tan fuerte, tan cerca rememoramos la tragedia del 11-S a través de los ojos de un niño, un niño con las capacidades especiales de una persona con trastorno del espectro autista. Y ahora, en el año 2014, nos conmueve con Trash, ladrones de esperanza, al narrarnos una historia sobre la corrupción y la pobreza de los niños en Brasil. 

Y al ver Trash uno no puede por menos que recordar dos fábulas sobre infancias desfavorecidas, verdaderos regalos que nos ha dejado el séptimo arte: Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2009) y Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). Slumdog Millionaire es un pequeño milagro, pues pocas películas han sido capaces de contar tantas desgracias alrededor de la infancia (pobreza, marginación, delincuencia y prostitución juvenil, maltrato y mafias de niños, etc.) y simular un cuento de hadas en las calles de Mumbai, con un final feliz que despierta una sonrisa y energía positiva. Y Ciudad de Dios, que se ha convertido ya en un título clave del realismo del tercer mundo, un grito de protesta sobre la situación de los niños en las favelas. Trash anexiona elementos de ambas, pero no llega a entusiasmarnos como cada una de las anteriores… y eso que nuestro director contó con el asesoramiento del propio Fernando Meirelles, el cineasta más famoso de Brasil, quien mejor conoce la infancia de su país y la vida en las favelas. 

Como en las dos historias anteriores, también aquí los protagonistas son un trío de adolescentes: Raphael, Gardo y Rat, quienes sobreviven gracias a que escarban cada día en un gran basurero, donde tienen la esperanza de encontrar algunos residuos que les sean útiles, pero que azares del destino les lleva a alzarse contra la corrupción estatal. La fórmula de Daldry, director teatral de prestigio, es conocida: se parte de una novela premiada (o al menos best seller) y un buen guión adaptado, niños y alguna estrella en el reparto, y el objetivo de pisar la alfombra roja de los Oscar como horizonte. Así funcionó con Las horas (basada en la novela de “The Hours” de Michael Cunningham, ganadora del Pulitzer), con El lector (adaptación de ”Der Vorleser” de Bernhard Schlink) y con Tan fuerte, tan cerca (basada en la obra de “Extremely Loud and Incredibly Close” de Jonattan Safran Foe). Y repite la fórmula con Trash, basada en la novela “Trash” que Andy Mulligan escribió en 2010, pero que no transcurre en un país específico, dado que este autor dio clases en Brasil, India, Filipinas y Malasia, por lo que la historia podría desarrollarse en cualquiera de esos países, aunque los productores terminaron inclinándose por Río de Janeiro. Una de las razones de esa elección es que es una ciudad que cuenta con técnicos experimentados y con un gran apoyo al cine por parte del gobierno. 

Dos niños de las favelas de Río, Rafael (Rickson Tevez) Gardo (Luis Eduardo), encuentran una cartera en el basurero donde buscan a diario, pero no se imaginan que este descubrimiento cambiará sus vidas para siempre. Cuando la policía local aparece para ofrecerles una generosa recompensa por la cartera, comprenden que han encontrado algo importante. Deciden recurrir a su amigo Rato (Gabriel Weinstein), y los tres se lanzan a una extraordinaria aventura para intentar quedarse con la cartera y descubrir el secreto que esconde. En el camino, deberán distinguir entre amigos y enemigos, juntar las piezas del rompecabezas para entender la historia, una historia en la que se cruzan dos misioneros estadounidenses que trabajan en la favela, el decepcionado padre Julliard (Martin Sheen) y su joven asistente Olivia (Rooney Mara). 

Y, una vez más, Stephen Daldry consigue con Trash la armonía en el reparto, especialmente por el trío de niños protagonistas, cuyo casting no fue nada sencillo, pues se prolongó durante un año entre miles de niños. Con respecto a Martin Sheen y Rooney Mara, ambos conocen y tiene experiencia con personas como las de la película: el primero lleva casi diez años trabajando con los recogedores de vertederos de Smokey Mountain en Manila y la segunda ha hecho lo mismo en Nairobi. Y es así como el basurero se convierte en el escenario natural (si bien, ante el riesgo potencial, los productores prefirieron construir un basurero propio después de recolectar 2000 metros cúbicos de basura segura a base de plásticos, envases, cartones y papel). 

Y es así como Trash pone la llaga en la basura de la corrupción política y de la lacra de la pobreza infantil en Brasil, uno de los más orgullosos miembros de los BRICS, ese grupo de países erigidos en alumnos aventajados de una globalización, un país que alaba sus supuestos milagros económicos mientras queda tanto por hacer.  Porque en economía internacional se emplea la sigla BRICS para referirse conjuntamente a Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, naciones que tienen en común una gran población, un enorme territorio y una gigantesca cantidad de recursos naturales y, lo más importante, las enormes cifras que han presentado de crecimiento de su producto interno bruto y de participación en el comercio mundial en los últimos años, lo que los hace atractivos como destino de inversiones. 

La película Trash. Ladrones de esperanza juega con tres elementos que siempre funcionan en la pantalla: la lucha de clases, el sentido de honestidad de aquellos personajes que no tienen nada y la opulencia codiciosa, que suele ser inseparable de la corrupción económica (y del alma) de quien teniéndolo todo, todavía quiere más. Porque la película, aunque en tono de aventura, parte de una premisa básica: el triunfo del bien sobre el mal. Y queda el mensaje clave: "a pesar de todo, siguieron adelante porque era lo correcto"