El cine desde Suecia tiene un director universal indiscutible, Ingmar Bergman, quien ha marcado el cine del siglo XX de una manera absoluta y apasionante. Le precedieron en el cine mudo otros como Victor Sjöström y Mauritz Stiller y, en la transición al sonoro, directores como Alf Sjöberg y Hasse Ekman. Tras él y con la reforma cinematográfica del país en la década de los sesenta surgió una nueva generación de cineastas originales que alcanzaron éxito, tales como Jan Troell, Bo Widerberg, Vilgot Sjöman, Kjell Grede, Roy Andersson y otros. Eso hizo que, con sus fríos paisajes y peculiar cinematografía, el cine de Suecia se consolidara como el más importante de todos los países escandinavos. Ya entrada la década de los ochenta, directores como Lasse Åberg, Bille August y Lasse Hallström comandaron la vanguardia del cine sueco. Y con el inicio del silgo XXI aparecieron nombres como Lukas Moodysson, Tomas Alfredson, Amanda Kernell y nuestro protagonista de hoy, Ruben Östlund.
Algunas películas suecas ya forman parte de Cine y Pediatría como Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982), Mi vida como un perro (Lasse Hallström, 1985), Fucking Amal (Lukas Moodysson, 1998), Antes de la tormenta (Reza Parsa, 2000), Lilja 4-Ever (Lukas Moodysson, 2002), Evil (Mikael Håfström, 2003), Déjame entrar (Tomas Alfredsson, 2008), Mamut (Lukas Moodysson, 2009) y Conociendo a Astrid (Pernille Fischer Christensen, 2018). Y hoy incorporamos alguna más.
Porque hoy el director de moda sueco se llama Ruben Östlund, uno de los pocos directores con dos Palmas de Oro en el Festival de Cannes gracias a sus dos últimas películas: The Square (2017), alrededor del responsable de una nueva exposición en un museo de arte contemporáneo, y El triángulo de la tristeza (2022), anatomía social que pasa de un crucero de lujo a la supervivencia en una isla perdida. Películas que ponen a pruebas los límites de la ficción y el documental, siempre con el distinguido sello de su autor, uno de los más estimulantes que nos ha dejado Suecia estos últimos años. Y estimulante no significa que guste a todos, con sus planos secuencias prolongados, sus fundidos que nos cambian el paso de la historia o sus finales tan abiertos como difíciles de encuadrar.
Entusiasta del esquí, Östlund comenzó dirigiendo tres cortos y mediometrajes acerca de este deporte en las que ya muestra su interés por los planos secuencia prolongados. A partir de ahí, y en seis largometrajes hasta la fecha, es reconocido por su incisiva mirada sobre el comportamiento social de los seres humanos, sobre esa infancia, juventud, familia y sociedad sueca actual. O la que él nos dibuja. Y es que aparte de las dos premiadas y más actuales obras, hoy queremos recordar sus primeros cuatro largometrajes, que nos van a dejar pensando sobre el devenir de las nuevas generaciones y ello a través de un desagradable realismo. Por ello algunos lo han asemejado al austriaco Michael Haneke, pero sin apuntar a matar.
- The Guitar Mongoloid (2004)
Fue su largometraje de debut, un retrato caleidoscópico y gamberro de la Suecia actual, cuya potencial traducción al español sería "El mongólico de la guitarra", ya un título políticamente incorrecto como para no traducirse como tal. La película se concibe con gran número de planos fijos en los que diversos personajes protagonizan pequeñas historias autónomas que en ocasiones, aunque no siempre, terminarán por confluir. El protagonista nuclear es un niño de 12 años que no solo canta y toca mal la guitarra por las calles, sino que tiene un comportamiento impropio de su edad (malhablado, fumador, violento y con una extraña convivencia con otro músico adulto), un sociópata en ciernes. Pero donde aparecen otros ciudadanos: una mujer paranoica que cierra y abre continuamente una puerta mientras pronuncia sin parar “Esta es la última vez” y luego pasea por la ciudad con dos bolsas de la compra buscando la bicicleta que le han robado; dos motoristas violentos que usan pistolas y con ellas simulan un juego de la ruleta rusa; dos jóvenes que beben para emborracharse, mientras se golpean la cabeza con una botella; otro grupo de chavales que se dedican a tirar bicicletas al mar y proclaman “Prendámosle fuego a todo”, y que luego matan el tiempo bebiendo y esnifando el helio de los globos; un grupo de niños que juegan en el patio del colegio a hacer una especie de saludo fascista… Secuencias de plano fijo breves que van alternando a lo largo del día las acciones de estos personajes, secuencias con el sello Östlund, algunas fuera de campo y otras encuadrando parte del cuerpo sin visibilizar las caras. Y al final una especia de colchoneta gigante negra volando como un globo por lo alto de la ciudad… Sin más.
- Involuntario (2008)
Su segunda película ya tiene asentada su insobornable mirada a la sociedad sueca, de nuevo con una película coral y episódica que gira en torno al tema del poder del grupo sobre el individuo y a través de cinco episodios que constituye un retrato sin igual de la sociedad sueca. Fue seleccionada por Suecia como candidata al Óscar en la categoría de película de habla no inglesa.
Un film con la marca de su estética, en la que privilegia el uso de largos planos secuencia y encuadres poco convencionales, así como historias inconexas que se entremezclan entre fundidos en negro. Dos chicas adolescentes seducidas por el alcohol juegan a hacerse fotos subiditas de tono y salir de juerga, y que se relacionan con expresiones provocadoras: “Posa con esa zorra. Seamos modelos”. Una fiesta con fuegos artificiales, donde uno de los adultos se hiere en el ojo antes de la cena y luego tiene que ser derivado al hospital. El conductor de ese autobús que lleva a una excursión y su guía, pero que se niega a arrancar el motor hasta que no se pronuncie el pasajero que ha roto una barra de la cortina del baño. Un grupo de jóvenes que también se juntan alrededor del alcohol y donde aparece algún juego de insinuación homosexual. Una profesora que observa como un compañero sujeta a un alumno y reprende a este profesor por el maltrato a ese alumno, aunque se justifica que lo hizo por ser un alborotador: “No fue un castigo. Fue una reprimenda por no seguir las órdenes”.
Y cada una de estas cinco historias avanza en su dirección. Y lo hace tras los fundidos y con las elipsis en los planos secuencia fijos y el fuera de campo, con esas conversaciones externas a la imagen que se proyecta. Y, sí, quizás fuera involuntario abandonar a la amiga borracha, dañarse el ojo en los fuegos artificiales, romper la barra del baño, realizar una felación al amigo, o castigar al alumno con más dureza de la debida. O quizás no. Pero no va ser Ruben Östlund quien nos dé la respuesta. Cada espectador que saque la suya.
- Play (2011)
Con su tercera película, basado en hechos reales ocurrido en Gotemburgo, suscitó debates sobre el abuso de poder, la pobreza, el miedo, la segregación y el odio. Y es que con su definido estilo de dirección nos cuenta la historia de unos niños negros de entre 12 y 14 años, hijos de inmigrantes, que robaban a otros muchachos con intimidación, utilizando a su favor el racismo y los prejuicios sociales.
Esta película ya la comentamos hace años en Cine y Pediatría, por lo que referimos al lector a ese post. Y ya entonces destacamos como, en un fundido en negro final, nos deja unas cuantas reflexiones para llevarnos a casa. Y en ese momento es cuando dejamos de "jugar", porque los prejuicios residen en la mirada del telespectador y Ruben Östlund nos da la libertad de elegir el momento en el que pulsamos stop o play.
- Fuerza mayor (2014)
En su cuarta película comenzó a posicionarse, y antes de ganar los dos Palmas de Oro con sus dos últimas obras, ya en esta fue nominado al Globo de Oro y recibió el Premio del Jurado “Un certain regard” en el Festival de Cannes. Y ello por ser uno de los mejores retratos sobre crisis de pareja vistos en mucho tiempo, que nada tiene que envidiar a Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979) o a Historia de un matrimonio (Noah Baumbahc, 2019). La historia de esta pareja formada por Ebba (Lisa Loven Kongsli) y Thomas (Johannes Bah Kuhnke) junto a sus dos hijos escolares en esas breves vacaciones de invierno en una estación de esquí de los Alpes. Y donde todo se precipita con una avalancha de nieve, cuando el padre huye para salvar la vida y se desentiende de sus hijos.
La historia se narra en cada uno de los cinco días, cada episodio separado por un fondo musical, puro leitmotiv, y los ruidos nocturnos preparatorios desde la estación de esquí: el primer día, con la llegada y toma de contacto con la estación de esquí; el segundo, con el momento crítico de la avalancha y la reacción del padre que ni su esposa ni los hijos pueden entender; el tercer día, cuando intentan volver a esquiar como si nada hubiera pasado, pero ante otra pareja se desenmascara el conflicto: “Mi instinto me empuja a proteger a mis hijos porque son demasiado pequeños para valerse por sí mismos. El instinto de Thomas hace que se vaya”; el cuarto día, cuando el silencio entre la pareja y el no hablar de lo que ocurrió van agrietando la relación de pareja, hasta que Thomás explota en llanto; y el quinto día, cuando regresan en autobús a sus hogares, pero ante el miedo que les provoca la forma de conducir, deciden abandonar el vehículo y bajar andando por la carretera de alta montaña. Porque entre la paz de la montaña nevada y su suave deslizar del esquí, surge la crisis de pareja. Y el grito del hijo menor: ”¡No quiero que os divorciéis!”.
En nuestra entrada previa revisábamos la obra de Hirokazu Koreeda y su particular visión de las estructuras familiares en su Japón natal. Algo similar ocurre ahora con el sueco Ruben Östlund, quien desgrana con un estilo muy particular la infancia, familia y sociedad de su país.
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