sábado, 2 de marzo de 2013

Cine y Pediatría (164). El miedo y la violencia que atenaza las infancias se refleja en “Los colores de la montaña”


El cine de Colombia es, junto con el cine de Argentina e Irán, una filmografía con una particular visión de la infancia. Desgraciadamente, esta visión de la infancia en su cine no es la que el pueblo colombiano quisiera transmitir, pero sí al menos tiene la valentía de la denuncia.
Puro cine social y valiente cine denuncia el que nos dejaron películas como Rodrigo "D" No futuro (Victor Gabiria, 1990), La vendedora de rosas (Victor Gabiria, 1998), La virgen de los sicarios (Barbet Schoeder, 2000), Las mujeres de verdad tienen curvas (Patricia Cardoso, 2002), María llena eres de gracia (Joshua Marston, 2004?), Rosario Tijeras (Emilio Maillé, 2005) y Nacer-Diario de Maternidad (Jorge Carballo, 2012), entre otras (ver Cine y Pediatría 26, 27, 28 y 153).

Hoy, y gracias a los consejos de Edward Díaz, residente de pediatría de Cali (al que conocí en el pasado Congreso de ALAPE 2012) comparto otra película destacada: Los Colores de La Montaña (Carlos César Arbeláez, 2011), recientemente galardonada en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Con ella, el director consigue una película minoritaria, pero muy necesaria. Y lo consigue a través de los ojos de los niños, con sentido humanista y una mirada humanitaria y no fatalista del problema de un pueblo. Un problema que no es exclusivo de Colombia: el miedo que los conflictos armados de los insensatos adultos provocan, irreparablemente, en la infancia.

Los colores de la montaña nos relata la sencilla vida de un niño de 9 años, Manuel, una vida que transcurre en una zona rural montañosa de Colombia y transcurre entre el colegio, su familia y un mural de miedo y violencia que sobrevuela el ambiente. Porque los guerrilleros, los paramilitares y el ejército se hace presentes en su día a día, bajo amenazas o violencia.
Manuel sueña con ser un gran portero de fútbol (hoy en día soñaría con ser un gran delantero como Falcao) y ese sueño parece un poco más cerca cuando su padre le regala un balón nuevo. Juega todos los días con sus amigos (Julián y “Pocaluz”, un niño albino con problemas visuales por su enfermedad); pero, un día y por un despiste, el balón cae en un campo minado. Aunque conocen los peligros que eso supone, deciden recuperar el balón. Y, en medio de su día a día y de los juegos infantiles, los signos de un conflicto armado empiezan a aparecer en la vida de los habitantes de esta zona rural y, de alguna también, se hace patente en la vida de Manuel y de los demás niños.

Varias imágenes y escenas nos aproximan, indirectamente, a ese mural de miedo y violencia. Porque el miedo se hace presente en todo momento en la vida de Manuel, un miedo en off, pero siempre presente:
- Las conversaciones de los padres en la habitación contigua, mientras Manuel intenta no escuchar.
- Las distintas escenas de los niños intentado coger el balón que ha caído en el campo de minas.
- El escrito sobre la pared de la escuela: “Escuela Rural La Pradera”. Y debajo, una pintada con “El pueblo con las armas. Vencer o morir”.
 - Los niños encalando la pared de la escuela para que desaparezca la pintada realizada por la contra: “Guerrillero ponte el camuflado o muere de civil”… Porque “la escuela merece respeto”, dice la maestra (en contra de la opinión y el miedo del pueblo). Y donde había una frase incendiaria, pintan un paisaje… y los colores de la montaña... y la frase “Escuela, territorio de paz”.

Los colores de la montaña es la historia de un mural humano dibujado en tonos oscuros, pero en donde una valiente maestra de la escuela rural trata de enseñar a sus alumnos a pintar con colores (rojos, amarillos, verdes y azules) una sociedad luminosa, y quiere transmitirles unos valores y lo plasma en un mural lleno de color y vida. El título hace referencia a los colores que Manuel pinta a las montañas donde vive, con esos lápices de colores que le ha regalado su maestra.
Un panorama difícil por reflejar la situación de violencia y desesperanza de la gente sencilla y humilde que trata de evitar la complicidad con las armas. Pero, desde el bosque, llegan disparos de muerte y amenazas de miedo, así como campos de minas que les impiden soñar con la felicidad y que les obligan a abandonar su tierra.  Sin embargo, a pesar del tono realista y documental de la cinta, Arbeláez evita los excesos dramáticos y sentimentales.
Poca presencia de unas fuerzas paramilitares casi siempre sin rostro, aunque dejan su huella (basta el miedo a que una nueva mina explote o un plano de la pintada en el muro de la escuela, para retratarlos en toda su crueldad). No hay estridencias ni afectación en las interpretaciones, con apenas tres actores profesionales y niños que aportan toda la frescura y autenticidad que la historia requiere. Y niños que siempre llevan botas de agua, porque Colombia es uno de los países de mundo donde más llueve...

Una excelente película que habla de la realidad de millones de colombianos que han sufrido un conflicto interno desde 1948, dando como resultado ser uno de los países en el mundo con mayor tasa de desplazamientos forzados. La cámara de Carlos César Arbeláez se acerca a la Colombia de la guerrilla a través de la inocente mirada de Manuel, quien descubre que "los caminos de la vida son difíciles y no como los había imaginado", como dice la canción con que se cierra la película. 

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