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sábado, 27 de agosto de 2022

Cine y Pediatría (659) “La princesa de la fila” y su unicornio imposible

 

“Algunas personas, cuando me ven, piensa que mi vida es un asco. Pero yo siempre he creído que mi vida era un cuento de hadas, de las que tienen princesas y amigos mágicos. El problema de la gente es que ven lo que quieren ver y creen conocerme. Pero lo cierto es que no…”. Con estas palabras en off de nuestra protagonista comienza este drama de cine independiente que incide en el poder de los vínculos familiares y el amor incondicional de una hija hacia su padre. La película del año 2019 lleva por título La princesa de la fila y es la ópera prima de su director, Max Carlson, con la que ha conseguido un buen número de premios en certámenes cinematográficos. 

Y en su sueño inicial esta niña es una princesa que cuida de su unicornio, pero la realidad nos devuelve que ella es una niña de color de 12 años, Alicia Willis (Tayler Buck), y de quien realmente cuida es de su padre Bo (Edi Gathegi), un vagabundo de extraño comportamiento con el que vive en el conflictivo barrio Skid Row de Los Ángeles. Y si bien el unicornio representa la pureza y el poder, además de ser un animal de buena suerte y símbolo de la justicia - donde su cuerno simboliza una flecha espiritual relacionada con la espada de Dios -, lo cierto es que su padre vemos que no parece atesorar ninguno de esos dones, o quizás solo para su hija. Porque vamos descubriendo que Bo ha perdido la memoria tras un traumatismo craneoencefálico cuando estuvo destinado a la Guerra de Irak, asociado a un estrés postraumático, y solo su hija y los servicios sociales le vigilan desde su tienda de campaña en medio de esa lacra de barrio en la opulenta ciudad. 

Alicia lucha contra todo y contra todos (centros de acogida, asistentes sociales, familias de acogida) para estar junto a su enajenado padre y cuidarle. Su plan es sacar a su padre de la ciudad para que se recupere, encuentre un trabajo y puedan vivir juntos. Y lo que más quiere en el mundo es estar con él y que no les molesten. Y es entonces cuando la historia adquiere el tono de una pequeña “road movie” al ritmo de una banda sonora que incluye canciones como “Walk With Me” de Jessica Childress, “The Mountains” de Katie Kim o “That´s How I Feel About You” de Mr Day. Y ello con todos los avatares y riesgos de la calle, con sus noches y sus días, de motel en motel. Y Alicia recuerda su relación de niña con su padre, cuando la vida era normal para ellos: “Mi padre me llamaba princesa”

Un dúo interpretativo de gran nivel de hija y padre, de Tayler Buck y Edi Gathegi, para este viaje sin destino concreto lleno de contratiempos y donde la locura de la guerra regresa al alma del padre y la violencia no le es ajena. No es de extrañar que la asistenta social defina así, y con cariño, a Alicia: “Princesa, fuerte, resiliente, cariñosa, cabezota, creativa. Tú eres todas esas cosas”. Todo ello y un alma de escritora al que regresará algún día ese mundo mágico de princesas y unicornios. Y por ello el final es tan abierto como emotivo; donde Alicia se despide de su padre para ir a la familia de acogida: “Siempre voy a ser tu hija. Y nada va a cambiar eso. Adiós, papá”. Y al partir Alicia, el habitual silencio del padre se transforma en una lágrima y estas palabras que nadie escucha: “Adiós, princesa”

Si la semana pasada la película Cerca de ti (Uberto Pasolini, 2020) nos acercaba a ese amor incondicional y es inquebrantable vínculo de un padre a su hijo, ahora es el de una hija a su padre. Un hecho que no nuevo, pues ya se ha visto reflejado esta vinculación padre-hija en algunas películas ya comentadas como Luna de papel (Peter Bogdanovich, 1973) con Ryan O'Neal y Tatum O'Neal, inolvidable pareja en blanco y negro de padre e hija en la ficción y en la vida real;  Yo soy Sam (Jessie Nelson, 2001) con Sean Penn y Dakota Fanning;  Todo está perdonado (Mia Hansen-Løve, 2007) con Paul Blain y Constance Rousseau;  Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) con dos parejas de padre e hija, la que forman Luis Bermejo y Lucía Pollán, y José Sacristán y Bárabara Lennie;  Mañana empieza todo (Hugo Gélin, 2016) con Omar Sy y Gloria Colston;  Milagro en la celda 7 (Mehmet Ada Öztekin, 2019) con Aras Bulut Lynemli y Nisa Sofiya Aksongur; o De padres a hijas (Gabriele Muccino, 2020) con Russell Crowe y Amanda Seyfried. Curiosamente, en varias de estas películas la especial relación del padre y su hija se fundamenta en los problemas de salud mental del progenitor. 

Porque en muchas ocasiones las princesas tienen a su alrededor unicornios imposibles. Y la vida de muchas hijas no es un cuento de hadas.

 

sábado, 31 de agosto de 2019

Cine y Pediatría (503). “La flor del mal”, como el mal del amor de madre mal entendido


La flor de la adelfa puede llegar a ser venenosa... como el amor de una madre. Con una expresión así podríamos expresar y exprimir el contenido de esta película de hoy y de la novela de la que emana. Todo comenzó con el aclamado best-seller de Janet Fitch del año 1999, “White Oleander”, que narra la inolvidable historia de la adolescente Astrid, cuyo paso por innumerables casas de acogida - cada una un universo con sus propias leyes, peligros y lecciones que aprender - acaba convirtiéndose en un viaje iniciático que llevarán a la protagonista a perder su inocencia, pero también a descubrir la esencia de la vida y la verdadera independencia. Una madre biológica que acaba en la cárcel y tres familias de acogida con tres madres muy diferentes parecía un guión apetecible para que en el año 2003 se realizara una película de título original homónimo, pero traducida en España como La flor del mal

Su director, Peter Kosminsky, más avezado en películas de televisión que de gran formato, salió muy airoso del reto y nos devuelve una película que se sigue con agrado, probablemente por contar con un guión bien trabado y un buen elenco de actrices para dar vida a esas cuatro madres y a nuestra Astrid. Flores blancas metidas en leche, actrices rubias y pálidas, decorados claros…adelfas blancas que nos introducen en este drama que pivota alrededor de tres madres de acogida y cuyo nexo de unión es la peculiar relación madre-hija. Cinco mujeres que conviene conocer para aprender de esta historia. 

- Ingrid Magnussen (Michelle Pfeiffer), es una madre bella, orgullosa y peligrosa, artista de la fotografía reconduce su vida y la de su hija, que no conoció a su padre. Ama con la misma pasión que no perdona y eso le lleva a asesinar a su nuevo novio cuando éste la intenta abandonar. Desde la cárcel hace todo lo posible para no romper el vínculo entre madre e hija, a pesar, de que llega a perjudicar a la menor. Su constante presencia en la mente de su hija y sus consejos, le dificultarán bastante la existencia: “No llores. Nosotras no hacemos eso. Somos vikingas, ¿recuerdas?”. Una madre no fácil de entender, cuya opinión de las personas es duro, pero no se aleja de la realidad, y la convierte en un enigma algo inmune a las debilidades humanas. Y por ello le sigue recordando a Astrid, cuando esta parece enamorada de un compañero del centro de acogida: “No lo hagas otra vez. Atarte a alguien que te hace caso porque te sientes sola. La soledad es lo natural. Nadie llenará ese hueco. Lo mejor que puedes hacer es conocerte, saber lo que quieres y no dejar que la gente se interponga”. A lo que Astrid le responde: “Es como si no quisieras ser feliz”

- Astrid Magnussen (Alison Lohman, sorprendente en su papel), es la bella y frágil adolescente que, estando muy unida a su madre, tiene que pasar a Protección de Menores y de allí se siente vulnerable pero dócil a aclimatarse a cada nueva familia de acogida, tres en tres años. Y realmente se transforma en lo que cada madre adoptiva espera de ella, como hizo con su madre verdadera, mientras intenta no disolver su personalidad completamente. Sorprende su resistencia a la autocompasión y su fuerza para salir adelante. Y ello pese a resistir los mensajes por carta que su madre le escribe desde la cárcel: “Las dos estamos presas, tú y yo. Castigadas para ser fuertes e independientes. No olvides quién eres. Lo mejor de ti está oculto. Debes hacer lo mismo. Recuérdalo todo, cada insulto, cada lágrima”. 

- Starr Tomas (Robin Wright), es la primera madre adoptiva de Astrid, una exbailarina de striptease, amante del alcohol y la mala vida, reconvertida en fanática cristiana. Sus dos motivaciones para convertirse en madre adoptiva (de Astrid y de otros dos hijos adoptivos) son las ventajas económicas (su única fuente de ingresos) y también el que pueda lograr el camino a su redención. Desde su perspectiva religiosa, cree que su filantrópico estilo de vida compensará su pasado y por ello le dice a Astrid: “El pecado es un virus, dice el reverendo. Es como la gonorrea. Ahora hay una que no se cura… ¿Has aceptado a Jesús como salvador?”. Y por ello es bautizada en la nueva familia, pero cuando Ingrid aprecia el cambio en su hija le recrimina: “No quiero redimirme. No me arrepiento de nada. Está bien que intentes identificar el mal. Pero el mal es astuto. Cuando crees saber qué es, cambia de forma. Aprender eso lleva toda una vida. No pienso perderte. No por ellos. Esa gente es el enemigo, Astrid... Soy la única que puede mantenerte honesta”. Y no se equivoca mucho, pues Starr no soporta hacerse mayor y que su novio se pueda fijar en Astrid, por lo que regresa a la bebida y en un ataque de celos la ataca con una pistola. 

- Claire Richards (Renée Zellweger), el único ángel que pasa por la vida de Astrid, una actriz fracasada que sobrevive a la depresión en la soledad de su hogar, pues su marido está siempre de viaje y ante las quejas de ella se defiende si piedad: “Qué mala artista eres. Casi lo había olvidado”. Pero Claire y Astrid se quieren y se necesitan, pues ambas encuentran en la otra el cariño que les falta. Y por ello a la pregunta de Claire, “¿Cuál ha sido el mejor día de tu vida?”, Astrid no tiene duda en responder “Hoy”. Pero el hoy es muy corto tras el suicidio de Claire. 

- Rena Gruchenko (Svletana Efremova), la esporádica tercera madre de acogía, apodada “la rusa” y que acoge a chicas adolescentes para trabajar con ella en un rastrillo de ropa. Y con ella se mimetiza en la moda grunge, y en la visita a la cárcel Astrid le dice a su madre: “Me miras y no te gusta lo que ves. Este es el precio madre, el precio de pertenecerte”

Y en cada fracaso con una nueva familia, Astrid regresa a la residencia de acogida, donde tiene que defenderse del acoso de otras internas, y solo el dibujo y un compañero con dotes de ilustrador son su única tabla de salvación. Y desde allí continúan las cartas de su madre: “Parece que te sorprenda que aquí siga siendo guapa. Nuestra belleza es nuestro poder, nuestra fuerza. No permitiremos que nos cambien o nos debiliten. Yo nunca les daré esa satisfacción. No se los des tú”. Y ante tales consejos a Astrid le cuesta admitir la amistar o el amor: “Se vive más fácil sin amigos”

Y Astrid intenta entender lo que ha ocurrido con su padre y con su vida, por lo que le hace un trato: “Tú me dices la verdad y yo miento por ti”. Y cuando le cuenta la verdad, no puede por menos que decirle: “Siempre has pensado en ti, no en mi”. Y así es como durante el lapso de tres años que marca la transición entre niña y adulta, Astrid debe aprender el valor de la independencia y la determinación, la furia y el perdón, el amor y la supervivencia, para librarse de su oscuro pasado. Porque algo así es el mal que provoca el amor de madre mal entendido… 

Y al final Astrid cierra cuatro maletas con recuerdos de sus cuatro familias. Con esas maletas ha viajado (y viajamos cada uno de nosotros) y resta su reflexión final en off. “Por mucho daño que me hayas hecho, por muchos defectos que tenga, sé que mi madre me quiere”

Y un drama así se acompaña de lentas melodías de Thomas Newman, el mismo que pusiera música a otro drama con una flor como leitmotiv, American Beauty (Sam Mendes, 1999). Un drama que nos recuerda el sufrimiento de otros adolescentes que intentan sobrevivir a su familia entre centros de menores y familias de acogida, y nos viene a la memoria Precious (Lee Daniels, 2009) o La cabeza alta (Emmanuelle Bercot, 2015). Solo un detalle, no confundir esta película con la francesa La flor del mal (Claude Chabrol, 2003), lo cual nunca ocurriría si respetáramos los títulos originales de las películas y su versión original.