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sábado, 18 de febrero de 2023

Cine y Pediatría (684) “Princesa”… la soledad de la víctima


Aunque el cine coreano es centenario, su desarrollo ha sido desde siempre irregular, marcado por la dependencia al régimen político que hubiera en cada momento y los avatares que, como la ocupación de Japón de 1910 a 1945 o la guerra de Corea de 1950 a 1953, fue un desastre para la industria cultural del país. Hay grandes películas coreanas de todos los períodos, pero cuesta encontrar copias de grandes clásicos anteriores a esas conflictivas fechas, y es a mediados de los 50 cuando se reaviva el séptimo arte y surge una década marcada por un ascenso brutal en la producción y una época dorada en la temática. Pero no duraría mucho, pues la Ley del cine de 1963, con la censura de contenidos, y la aparición de la televisión no favorecieron a la industria del cine. Hay que espera a la década de los 90 cuando comienza el auge del cine de Corea del Sur, con un mercado propio dispuesto para invertir en grandes producciones y con gran éxito de público. Si a ello le sumamos el reguero de premios y éxitos alrededor del mundo, tenemos un cine que, desde el comienzo del siglo XXI son muchas las voces que lo reivindican como uno de los más estimulantes y de mayor calidad del panorama internacional. Una fábrica de relatos apasionantes con un tratamiento narrativo único y una facilidad pasmosa para dejar al respetable clavado en la butaca con unos libretos imprevisibles. Y con la película Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), gran triunfadora de los Óscar de aquel año, se nos representa un hito insólito que parece solo la punta de un iceberg que está aún por llegar. 

Porque el cine coreano merece ser estudiado con atención, o al menos revisar a sus directores más conocidos en el panorama internacional, con al menos cinco nombres claves que comienza con Kim Ki-duk, (Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, 2003; Hierro 3, 2004; El arco, 2005; Time, 2006; Aliento, 2007) y continúa con Park Chan-wook (Oldboy, 2003; Stoker, 2012; La doncella, 2016; Decisión to Leave, 2022; y su trilogía de la venganza), Bong Joon-ho (Memories of Murder/Crónica de un asesino en serie, 2003; Mother, 2009; Rompenieves, 2013; Okja, 2017; Parásitos, 2019) y Kim Jee-woon (The Quiet Family, 1998; A Bittersweet Life, 2008; El bueno, el malo y el raro, 2008; Encontré al diablo, 2010; El imperio de las sombras, 2016). Pero que continúa con Na Hong-jin (The Chaser, 2008; El extraño, 2016), Kim Seong-hun (A Hard Day, 2014; The Tunnel, 2016), Lee Chang-dong (Oasis, 2002), Lee Jeong-hyang (Sang Woo y su abuela, 2002), John H. Lee (A Moment to Remember, 2004), Lee Hey-jun (Castaway on the Moon, 2009), Jang Cheol-soo (Endemoniada, 2010), Lee Jeong-beom (El hombre sin pasado, 2010), Hwang Dong-hyuk (Silenced, 2011), Lee Joon-ik (Hope, 2013), Shim Sung-bo (Niebla, 2014), July Jung (Un monstruo en mi puerta, 2014), Yeon Sang-ho (Tren a Busan, 2016), Hong Sang-soo (Delante de ti, 2021), Yim Soon-rye (Little Forest, 2018), entre otros. Directores de nombre difícil de recordar, pero películas difíciles de olvidar.  

Y a estos nombres hoy sumamos un debut en la dirección con la película Princesa (Han Gong-Ju) (Lee Su-jin, 2013), el drama de una estudiante adolescente, Han Gong-ju (Chun Woo-hee, también en su debut como protagonista), quien es obligada a abandonar la escuela tras un misterioso incidente del que todo el mundo calla y al que todo el mundo la señala como culpable. Con sus padres ilocalizables, es llevada a otra ciudad, donde cambiará de vida y de escuela, también de hogar. Poco a poco irá acostumbrándose a su nueva vida y haciendo nuevas amigas, pero el pasado que ha dejado atrás siempre la acosa y regresa para atormentarla. Y la pregunta permanece en el aire hasta el final, ¿qué ha pasado para tener que esconderse? 

Una historia contada con destreza hacia adelante y hacia atrás. Previamente vivía con un padre bebedor y pendenciero que apenas cuidó a su hija, y una madre que se casó con otro hombre y no puede (o quiere) ayudarla. Ahora un nuevo lugar para vivir (en la casa de la madre de un antiguo profesor), un nuevo colegio, una infección genital, un hecho por esclarecer. Han Gong-ju quiere aprender a nadar - al menos cruzar una piscina de 25 metros - y declara: "Estoy harta de llorar". Tiene un don musical, y mientras toca la guitarra y canta, le dice una compañera de clase: "Cantar así solo es posible si te ha pasado algo gordo". Intentan difundir su música, pero ella no quiere que le graben: "No quiero que nadie mire mi cara"

Aparece una declaración, “Los han declarado culpables... Olvídalo, ya ha acabado todo", nos abre las puertas a ir descubriendo qué pasó para que ahora nuestra protagonista tenga un comportamiento tan complicado. Y cuando una compañera de clase le pregunta si ha besado a alguien, ella contesta que a 43, pero no eran humanos, sino gorilas. Y conocemos como ella y otra compañera fueron violadas por docenas de adolescentes. La otra joven se suicidó y ella, además de ser mancillada, tuvo que escapar. Y a la pregunta “Gong-ju, ¿por qué nadas con tanta fuerza?”, su respuesta lo aclara todo: “Por si quiero empezar de nuevo, por si pudiera cambiar de opinión". Y ello nos aboca a un gran final… 

Una película con un buen número de escenas a destacar, todas ellas bastante desgarradoras y con el trasfondo de la violencia machista y la esperanza de las segundas oportunidades, allí donde nuestra víctima no solo sufrió el horrible ultraje sino que soporta la insolidaridad de la sociedad. Y ella se cobija en la música (destacar el solo de guitarra de la canción “Give me a Smile”) y nos confiesa “por un instante olvido la soledad, la tristeza y el miedo; el sonido de la respiración, de los pasos, el sonido del viento, hasta el sonido del rasgueo del metal me ayuda mucho, pero en el mundo real”. Porque esta princesa, que no es tal, es un reflejo de la soledad de las víctimas quienes, además, pueden sufrir una injusta criminalización. Y por ello, solo quiere ser invisible. 

Es Princesa una película de matices a la que hay que dar un cierto margen en el desarrollo de la historia para adentrarnos en ella. El comienzo puede ser algo confuso, pero el final bien vale la pena. Y entre medias se va tejiendo el pasado y el presente. Nuestro personaje no es sencillo, porque tampoco ha sido lo que le ha tocado vivir. Porque Han Gung-jo es cualquier cosa menos lo que entendemos por una  princesa.

sábado, 22 de mayo de 2021

Cine y Pediatría (593). La infancia y adolescencia a juicio en “Monstruo” y "Un niño culpable"

 

Las películas judiciales constituyen un subgénero en el séptimo arte, considerando como tal aquellos dramas que tienen como escenario un tribunal, con declaraciones de los testigos, interrogatorios exhaustivos, protestas aceptadas o denegadas, y jurados atentos para luego deliberar con fundamento. Algunas permanecen en nuestra memoria: Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957), Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), El juicio de Nuremberg (Stanley Kramer, 1961), En bandeja de plata (Billy Wilder, 1966), Veredicto final (Sidney Lumet, 1982), La caja de música (Constantin Costa-Gravas, 1989), Presunto inocente (Alan J. Pakula, 1990), El misterio Von Bülow (Barbet Schroeder, 1990), Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992), Philadelphia (Jonathan Demme, 1993), La tapadera (Sydney Pollack, 1993), En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993), El cliente (Joel Schumacher, 1994), Pactar con el diablo (Taylor Hackford, 1997), Legítima defensa (Francis Ford Coppola, 1997), Acción civil (Steven Zaillian, 1998), La caja de música (Constantin Costa-Gavras, 1999), Erin Brockovich (Steven Soderbergh, 2000), El jurado (Gary Fleder, 2003), El secreto de Vera Drake (Mike Leigh, 2004), Fracture (Gregory Hoblit, 2007), Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007), Aguas oscuras (Todd Haynes, 2019), El juicio de los 7 de Chicago (Aaron Sorkin, 2020), entre otros. Algunos de estos clásicos títulos ya forman parte de la familia de Cine y Pediatría como Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979), Yo soy Sam (Jessie Nelson, 2001), Custodia compartida (Xavier Legrand, 2017) o El veredicto (La ley del menor) (Richard Eyre, 2017). 

Menos habituales son las películas judiciales cuando el acusado de homicidio es un adolescente o un niño. En esas circunstancias todo cambia, y es como si la propia sociedad se sometiera a juicio. Y de ello versan dos recientes películas, una estadounidense para el cine, Monstruo (Anthony Mandler, 2018), y otra británica para la televisión, Un niño culpable (Nick Holt, 2019). Y hoy vienen de la mano, pues merecen una reflexión común. 

- Monstruo (Anthony Mandler, 2018) se fundamenta en la novela “Monster” de Walter Dean Myers, especializado en literatura para jóvenes adultos. Tras más de dos décadas como director de comerciales y videoclips para destacadas figuras de la música (como Beyoncé, Rihanna, Jay-Z, Shakira, Nicki Minaj, Justin Bieber, Muse, Lana del Rey, Taylor Swift, Lenny Kravitz, The Weeknd o Jonas Brothers), Mandler debuta en el largo con esta obra que viene avalada por su etiqueta de cine independiente desde Sundance. 

Narra la historia de Steve Harmon (Kelvin Harrison Jr.), un joven de raza negra de 17 años que ha crecido en el barrio de Harlem en Nueva York, estudiante brillante, aficionado al cine y buen hijo, pero sobre el que cae la losa de un asesinato en el que asegura no haber participado, pero donde pesan más los prejuicios que las pruebas. Y nos él mismo nos narra esta historia en primera persona: "A plena luz del día parecía una película. Esta es esa película. Mi historia. Escrita, dirigida y protagonizada por Steve Harmon". Y mediante el montaje paralelo de dos líneas temporales tratadas con una fotografía diferencial, iremos alternando entre la evolución del juicio y la vida de Steve Harmon, llegando al clímax con la resolución del jurado popular y terminando de encajar las piezas del puzle del crimen. El juicio, los abogados, el jurado popular, el veredicto… y su reflexión: "Niño, hombre, humano o monstruo. Es genial poder serlo. ¿Y tú qué ves cuando me miras?". 

Un drama intimista y reflexivo sobre la delgada línea que separa la inocencia de la culpabilidad en el sistema judicial. Y sirva la metáfora que nos deja su profesor de cine cuando proyecta en clase la película Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) para establecer un paralelismo entre el punto de vista de un cineasta ante su obra con la propia manera en qué afrontamos la vida real. Y surge nuestra pregunta: ¿hay una única verdad? Y surge la pregunta de nuestro protagonista: “¿Debería definir mi vida por un solo instante?”

- Un niño culpable (Nick Holt, 2019) se constituye en un drama judicial inspirado en un caso real donde un niño de 12 años fue acusado de asesinato. Y así comienza: “Con arreglo a la Ley de Infancia y Juventud de 1963, los niños de apenas 10 años pueden ser juzgados por asesinato. Basada en una historia real”. Ese mensaje continúa con la imagen de Rafael McCullin, Ray (increíble Billy Barrat), ese niño de 12 años angelical – apenas entrando en la adolescencia – y sometido a un juicio por sospecha de asesinato. Y como en la película anterior, también se fundamenta en ese montaje paralelo que alterna entre la evolución del juicio y la vida de Ray, llegando al clímax con la resolución del jurado popular. Y de nuevo un tribunal, abogados, una familia disfuncional, un psicólogo, un juez y un jurado público. “Rafael McCullin, no se imagina la tristeza que me produce verle aquí acusado de matar a un hombre. Y brutalmente” le dice el juez. Y el psicólogo determina que, tras recordar lo ocurrido Rafael, presenta un desorden por estrés postraumático, pero no es un psicópata, que muestra empatía y sensibilidad, es inteligente, reservado y comedido. 

La historia nos descubre que Ray huye de casa porque no puede seguir viviendo con su padre y se va a la casa de la madre. Esta vive ahora con otra pareja que no le quiere allí, un violento padrastro que ataca también a su hermano mayor, Nathan, con una pequeña hacha. Y aunque es detenido por la policía bajo el cargo de intento de asesinato, regresa al hogar donde su violencia se extiende a su esposa y a los atemorizados hijastros. 

Vamos reconociendo que Ray es un buen alumno, buen hijo con su madre y buen hermano, tanto con Nathan como con sus dos pequeñas hermanastras. Por ello suena desconcertante la descripción del homicidio del padrastro, perpetrado por los dos hermanos mientras aquél dormía: “Cincuenta y siete puñaladas en la espalda a distintas profundidades, 12 más largas en la parte derecha del pecho… Intento prolongado de decapitación y un solo fragmento de piel conectado al cuerpo”. Finalmente el jurado declara culpable a los dos hermanos. Ray explica a su madre que lo hizo para protegerla a ella y a su hermano, pero ella le dice: “¿De qué ha servido si no estamos juntos?”. 

Y este colofón: “La edad mínima de responsabilidad legal en Inglaterra y Gales es de 10 años. En 1995, el Comité de los Derechos del Niño de la ONU estableció que esto era incompatible con las obligaciones del Reino Unido respecto a los derechos de los niños. Desde entonces han sido juzgados 7057 niños de edades comprendidas entre 10 y 14 años”. 

Dos películas, Monstruo y Un niño culpable, para ver el cine judicial bajo otro prisma. El prisma de la infancia y adolescencia, y en ella preguntarse cuestiones de difícil respuesta: ¿puede un niño cometer el crimen de un adulto?, ¿cuáles son los límites de edad para la ley y la pena aplicada?

 

sábado, 23 de noviembre de 2019

Cine y Pediatría (515). “Madre”, la pérdida, la culpa y el perdón


Según su duración, las películas se clasifican en largometrajes y cortometrajes (cortos), con un pequeño lugar para los mediometrajes (como el que comentamos la semana pasada, la mítica película de Jean Vigo del año 1933, Cero en conducta).  Y, en ocasiones, un largometraje para la gran pantalla surge de un corto. Sirvan algunos ejemplos: Electronic Labyrinth THX 1138 4EB (George Lucas, 1967) es un cortometraje estudiantil de ciencia ficción que sirvió como base para el primer largometraje de este afamado director, THX 1138, estrenado en el año 1971; Dirk Diggler Story (Paul Thomas Anderson, 1988) es un corto de juventud basado en la vida de la estrella porno John Holmes y que fue el origen en 1997 a Boogie Nights, película nominada a los Oscar; Saw (James Wan, 2003) es un cortometraje australiano que fue el germen de la película homónima en el año 2004 e inicio de la conocida saga de terror de la que ya se han estrenado 9 películas y algún videojuego; The Customer Is Always Right (Robert Rodríguez, 2004) fue un corto autofinanciado y tuvo el objeto de adaptar en tres minutos la historia homónima de la novela gráfica de Frank Miller con la intención de que éste le dejase filmar la película, lo que ocurrió un año después con el título de Sin City, y en el que Rodríguez comparte dirección con Frank Miller y con Quentin Tarantino; Gowanus, Brooklyn (Ryan Fleck, 2004) tuvo gran acogida en Sundance y sirvió como origen a la película Half Nelson estrenada en el año 2006; Mama (Andrés Muschetti, 2008), corto que tuvo la suerte de ser apadrinado por una criatura mítica como Guillermo Del Toro y que le ayudó a estrenar el largo con el mismo título en el año 2013; Whiplash (Damien Chazelle, 2013) siguió un camino similar y le permitió grabar la película homónima un año después, y que fue el prolegómeno de su mayor éxito, con la muy oscarizada La La Land en el año 2016. 

Y en estos momentos se ha estrenado en España una película que sigue una trayectoria similar: curiosamente no se titula Mama, pero se titula Madre. Porque Madre es la última película, recién estrenada este año 2019, de Rodrigo Sorogoyen, un director madrileño con una corta y fructífera carrera en el largo, tras haberse fraguado en capítulos de telefilmes: su puesta de largo fue con 8 citas (2008), y en esta década nos ha dejado las muy reconocidas por crítica y público Stockholm (2013) y Que Dios nos perdone (2016), y, sobre todo, El Reino (2018), la gran triunfadora de los Goya de ese año. Y en ese camino, un corto de 18 minutos que ha hecho historia: la cotidiana conversación entre Elena y su madre se convierte en una trágica situación contrarreloj cuando reciben una llamada de Iván, su hijo de seis años desde una playa francesa perdido sin su padre, con el que se había ido de excursión. Porque este corto, Madre (2017), protagonizado por una excelsa Marta Nieto, se alzó con el Goya a Mejor Cortometraje de Ficción y fue nominado a los Óscar en la categoría de mejor cortometraje, habiendo recibido en el camino múltiples premios. Y uno de esos múltiples premios (más de un centenar) fue el que recibió en el XIV Festival Internacional de Cine de Alicante, allí donde conocí al director y a la actriz, dos nombres para no olvidar. 

En el corto Madre aparecen dos personajes, un único espacio y una llamada de teléfono que lo cambia todo, en una escena sin cortes, ni principio ni final. Pues bien, tras 18 intensos minutos de conversación telefónica y tensión que nos deja sin aliento, todo finaliza cuando Elena, la madre, sale del apartamento y termina con  una breve toma de una playa desierta. Un final así intenta ahora explicarse con la película homónima, en un largometraje de 129 minutos: porque se reproduce al inicio el mismo corto, y el resto es lo que ocurre 10 años después, donde regresamos a una inmensa playa del Atlántico francés, donde Elena (Marta Nieto) posiblemente perdió a su hijo Iván, y ahora ella trabaja (como encargada de un restaurante) y vive allí, intentando salir de ese oscuro túnel donde ha permanecido anclada todo este tiempo. El reto no era fácil y quizás esta transición del corto a largo sea un ejemplo de que no siempre más es mejor, aunque Sorogoyen intenta explicarnos el camino de la oscuridad a la luz de una madre que pierde a un hijo sin saber su paradero. Aunque hay historias que quizás es mejor dejarlas en la penumbra. 

La cámara de Álex de Pablo sigue a la protagonista como quien va tras los pasos de un fantasma, con planos que unen la majestuosidad del paisaje costero con la intimidad de una mujer herida, y mientras ruge el mar acabaremos reconociendo a Elena, que a sus 39 años los lugareños conocen como “la loca de la playa” (quien sabe si como “La loca del muelle de San Blas” del grupo Maná, mezclando la pérdida, el mar y la esperanza). Y su vida se agita de nuevo cuando conoce casualmente a Jean (Jules Porier), un adolescente francés de 16 años que le recuerda a su hijo, y al que sigue: “Tú sabes dónde vivo. Te vi seguirme”, le dice el joven que se acaba enamorando de ella. Entre ellos surge una fuerte conexión que acabará sembrando el caos y la desconfianza a su alrededor, mezclando sentimientos a los protagonistas y al mismo espectador, también a Joseba (Alex Brendemühl), su novio, y a los padres de Jean. Aunque en ningún caso el espectador desconfía de esta madre que intenta recobrar el aliento y recobrar al hijo a quien no pudo cuidar y acariciar. 

Y así es como el paso del corto al largo para Sorogoyen (y para los espectadores) es un salto sin red. Un punto y aparte en su filmografía, marcada por el thriller y los personajes extremos, y donde por vez primera afronta el drama intimista, un reto arriesgado: y por ello su autor nos dice que a la película Madre hay que acercarse con el corazón y no con el cerebro. Y cuando Joseba le dice a Elena: “Es un niño y no es tu hijo”, Elena acaba diciéndole a Jean: “Tu nunca vas a estar solo”

Porque Elena sigue buscando a su hijo cada día. Y lo que en el corto era una pequeño thriller en el largometraje se convierte en un drama psicológico que funciona como un tratado sobre la pérdida, la culpa y el perdón. Y ella sigue en las playas de las Landas, allí donde su hijo desapareció o murió, una madre de viaje a su dolor interior, el dolor por la inexplicable pérdida de un hijo. Un arriesgado viaje que se salva por la soberbia interpretación de Marta Nieto. 

Cabe no confundir esta película con otro film español de igual título, la película Madre (Mabel Lozano, 2007), verdadera reivindicación del hecho diferencial de la maternidad a través de la mirada de cinco embarazos diferentes y diferenciales.

 

sábado, 19 de julio de 2014

Cine y Pediatría (236). El extraordinario viaje a la mente de un niño prodigio


“The Selected Works of T.S. Spivet” es la primera novela del estadounidense Reif Larsen, publicada en 2009, un bonito libro repleto de ilustraciones, mapas y gráficos. Narra el viaje de Tecumseh Sparrow Spivet (T.S. Spivet), un niño prodigio de 12 años, desde el rancho de su familia en Montana hasta el Instituto Smithsoniano en Washington D. C. (un centro de educación e investigación que posee además un complejo de museos asociado, financiado por el gobierno de los Estados Unidos y en donde la mayoría de sus instalaciones están localizadas en Washington, D.C., pero otros situados en Nueva York, Virginia o Panamá). Porque T.S. publica, sin el conocimiento de sus padres, varios trabajos en revistas científicas. Y un día recibe una llamada del Instituto Smithsoniano, que cree que es un adulto, comunicándole que le conceden un premio por su trabajo y lo invitan a que lo recoja durante una ceremonia en dicha institución. Así pues, T.S. se escapa de su casa e inicia ese extraordinario road movie transformado en un viaje en tren a través de Estados Unidos, un viaje que lo es también a varios destinos personales y a la mente de un niño prodigio. 

Esta novela ha sido llevado a la pantalla en el año 2013 bajo el título de El extraordinario viaje de T.S. Spivet por alguien que es propietario de una imaginación prodigiosa, capaz de configurar un mundo visual enteramente propio en un empeño de hacer tangible en imágenes un intangible como es la imaginación y la capacidad de soñar: hablamos del francés Jean-Pierre Jeunet y de su ideario visual, con ese excéntrico mundo interior y exterior de sus personajes. Él nos ha dejado su sello personal en películas de la talla de Delicatessen (1991), La ciudad de los niños perdidos (1995), Alien resurrección (1997) y, principalmente, su obra maestra Amélie (Premio BAFTA, César y Goya a la mejor Película Europea en 2002, además de 5 nominaciones a los Oscar), gracias a su peculiar estilo narrativo y visual donde recrean su particular universo onírico y fantástico. 

T.S. Spivet (Kyle Catlett), es un genio precoz, amante de la cartografía y con varios trabajos ya publicados en revistas especializadas y que recibe un premio por su invento de una máquina de movimiento perpetuo. Reside en una granja de Montana, en donde vive con un padre ranchero de carácter distante (Callum Keith Rennie), una madre entomóloga (Helena Bonham Carter), sumergida en su trabajo, principalmente la clasificación de escarabajos, y su hermana mayor Grace (Niamh Wilson), una adolescente obsesionada con su imagen y que aspira llegar a ser Miss América. Y también vive con el recuerdo de sus hermano gemelo Layton (Jakob Davies), quien falleció de un accidente por el disparo de un fusil. Y esa tragedia marca a toda la familia, pero especialmente a T.S., quien cree que es responsable de lo ocurrido y con el que tenía una relación muy especial: “Mi gemelo dicigótico... Él se llevó la altura y yo me llevé las neuronas” (el sentimiento de culpa flotando en segundo plano). Elenco de autores al que hay que añadir el nombre de Dominique Pinon , presente en casi toda la filmografía de Jeunet. 

Película rodada en 3 D, cabe destacar la fotografía (acreedora del César a la Mejor Fotografía en 2013), la banda sonora y el colorido diseño de producción, todo lo anterior especialmente sorprendente en el primer tercio de la película. Porque este viaje físico y emocional de un niño prodigio empieza bien, pero es posible que no logre que el final sea un final que nos lleve al buen destino que deseamos y esperábamos de un obra que quisiera tener puntos en común con Amélie. Pero he aquí su presentación: “La familia Spivet todos somos peculiares a nuestra manera. Mi padre tiene el alma y la mentalidad de un vaquero. Y mi madre se tiene por una gran naturalista. Cómo se enamoraron es un misterio, son como el día y la noche. Yo, T.S., soy un niño prodigio de espíritu científico. Mañana me voy a Washington D.C…” 

T.S. es un niño brillante, superdotado, talentoso, de alto rendimiento, de altas capacidades,… un niño prodigio: pero la reflexión que cabe considerar es si eso puede ser una suerte o un inconveniente, tanto para la familia como, sobre todo, para el individuo. La Sociedad Española para el Estudio de la Superdotación dispone de unos cuestionarios para ayudar al diagnóstico según la edad del niño a distintas edades. Las características comunes de estos niños prodigio son: tienen un alto nivel de expresión y comprensión verbal; emplean un amplio vocabulario muy rico en terminología; tienen facilidad para relacionar conceptos y seguir instrucciones complejas; aprenden a leer de forma precoz y, en muchos casos, sin ayuda; sorprenden por su capacidad para resolver problemas por caminos diferentes a los habituales; son creativos e imaginativos y les divierten los juegos complicados; son muy observadores y perceptivos y se orientan con mucha facilidad; son muy perfeccionistas y críticos consigo mismos y con los demás; tienen una gran capacidad de concentración y son muy perseverantes cuando realizan algo; son muy sensibles y necesitan apoyo emocional; se caracterizan por su gran sentido del humor; se interesan por temas y cuestiones que hacen referencia al sentido de la vida y la muerte, el bien y el mal, la justicia y la injusticia; prefieren la compañía de personas mayores; son enérgicos y activos y se muestran impacientes con la lentitud; cuando no alcanzan las metas u objetivos que se han propuesto, suelen frustrarse y sentir gran desasosiego y ello puede conducirles a rehusar o abandonar la tarea antes que a rebajar el objetivo que se han impuesto.

Viajar a la mente y a las emociones de un niño brillante, superdotado, talentoso, de alto rendimiento, de altas capacidades,… un niño prodigio… es un viaje extraordinario, que no debemos dejar de recorrer para ayudarles. Hoy lo hacemos con T.S. Spivet.