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sábado, 25 de mayo de 2024

Cine y Pediatría (750) “La guerra de los Lulus”, una fábula durante la Primera Guerra Mundial

 

La infancia, las guerras y el séptimo arte han sobrevolado las dos últimas semanas de Cine y Pediatría, y ello alrededor del 21 Festival Internacional de Cine de Alicante. Hace una semana, en la inauguración del festival, publicamos el análisis de la reciente película española El maestro que prometió el mar null(Patricia Font, 2023) y con ello recordamos algunas películas míticas alrededor de la Guerra Civil Española y su postguerra. A mitad de semanas pudimos presentar el libro Cine y Pediatría 13, cuyo vídeo de presentación se centraba en las decenas de películas que hemos comentado ya en este proyecto alrededor de la infancias ultrajadas por los conflictos bélicos en la historia, y que os dejamos en este enlaceenlace para su visionado. Y hoy, día de la clausura del festival, publicamos el análisis de la reciente película francesa La guerra de los Lulus (Yann Samuell, 2023), una película ambientada alrededor de la Primera Guerra Mundial. 

Por desgracia, la historia de la humanidad no se puede entender sin las guerras, la forma de conflicto social y político más grave que puede haber entre dos o más comunidades humanas. Las guerras son la constatación del fracaso del ser humano, la victoria del egoísmo de unos pocos y la devastación de los valores más básicos de humanidad. En la historia moderna de la humanidad se conocen dos Guerras Mundiales. La Primera Guerra Mundial (1914-1918), también conocida como 'la Gran Guerra', donde la Triple Entente (Reino Unido, Francia, Imperio ruso) luchó contra la Triple Alianza (Alemania, Imperio otomano, Imperio austrohúngaro), cuyo hecho detonante fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y que se caracterizó por la guerra de trincheras y el uso de tecnología industrial (ametralladoras, tanques, aviones, gases tóxicos); el final del conflicto tuvo lugar con la firma del Tratado de Versalles tras la derrota de la Triple Alianza. Y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), donde los Aliados (Francia, Reino Unido, Unión Soviética, Estados Unidos) lucharon contra las Potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón), cuyo hecho detonante fue la invasión alemana de Polonia y que se caracterizó por el nazismo y el horror del holocausto, así como por los métodos extremos empleados por los ejércitos combatientes, como el bombardeo masivo y el uso de dos bombas atómicas, dando como resultado ser el conflicto bélico más destructivo de la historia; el final del conflicto tuvo lugar con la firma del Tratado de París y la ocupación aliada de Alemania, Austria y Japón. 

En Cine y Pediatría hemos podido recuperar decenas de películas alrededor de la Segunda Guerra Mundial y el holocausto nazi, desde la italiana  Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948) a la neozelandesa Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019), y con obras míticas como la francesa Juegos prohibidos (Réne Clément, 1952), la soviética La infancia de Iváni (Andrei Tarkovsky, 1962), la alemana El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), la japonesa La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1998), la británica El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008) o la estadounidense La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), entre otras. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la Primera Guerra Mundial, donde nuestra película de hoy, La guerra de los Lulus, sería nuestro primer ejemplo con la infancia como protagonista.        

Aunque sí cabe indicar que hay un buen número de filmes alrededor de la Primera Guerra Mundial, y sirvan como ejemplo títulos míticos como Los cuatro jinetes de la apocalipsis (Vicente Minnelli, 1962), El gran desfile (King Vidor, 1925), Alas (William A. Wellman, 1927), Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), El puente de Waterloo (James Whale, 1931), Adiós a las armas (Franz Borzage, 1932), La gran ilusión (Jean Renoir, 1937), Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), Doctor Zhivago (David Lean, 1965), Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), Gallipoli (Peter Weir, 1981), Rojos (Warren Beauty, 1981), En el amor y la guerra (Richard Attenborough, 1996), o 1917 (Sam Mendes, 2019), entre otras muchas. 

Y nuestra película de hoy, La guerra de los Lulus (Yann Samuell, 2023), es una adaptación de la serie de comics homónima de Régis Hautière y Hardoc (“La guerre des Lulus”, en español publicados como “La guerra de los huérfanos”), una sencilla y humanista historia antibelicista protagonizada por un grupo de niños franceses huérfanos atrapados detrás de la línea del frente enemiga cuando su internado educativo es evacuado durante los albores de la Primera Guerra Mundial. Nos encontramos en agosto de 1914 en un colegio orfanato de la abadía Valencourt, en la región francesa de Picardía, y allí se encuentran cuatro alumnos entre 10 y 15 años, por nombre con Lucien (el apuesto y sensato), Luigi (el comilón y bravucón), Ludwig (el intelectual y lector) y Lucas (el tierno benjamín del grupo). Y por la coincidencia de las dos letras iniciales de sus nombres, se hacen llamar “los Lulus”. 

Cuando avanza la guerra y el frente, los alumnos deben abandonar el colegio. Y en esa huida encuentra a la adolescente Luce, una joven separada de sus padres, y los cinco emprenden la aventura de sus vidas para llegar a Suiza, "el país no en guerra". Y ellos se animan con frases como “No estamos solos, estamos juntos”, pero también con dudas que preguntan: “¿Cuánto dura una guerra?”. A lo largo de su viaje, los niños se topan con numerosos personajes adultos (la granjera y curandera Louison, quien acaba de perder a su hijo en el frente; el soldado alemán Hans, quien deserta para volver con su mujer embarazada; el zapatero Gastón con su carromato, acompañado del refugiado Moussa; la doctora Berrault que ayuda a los heridos de todos los bandos) que les demuestran que las fronteras lo único que generan es odio, enemistades y prejuicios. Y esta fábula de amistad y pérdida transcurre bajo el leitmotiv musical del teclado del piano, y con los mensajes que oyen de los demás (“Tenéis suerte de ser huérfanos. No tenéis nada que perder”) y sus propias reflexiones (“Los adultos nos dan igual. Solo saben pegarse y abandonar a sus hijos”). 

Casi al final de su aventura, los Lulus llegan al Famillisterio de Guise, donde la utopía es posible y que en la Primera Guerra Mundial también fue hospital para los heridos de todos los bandos. La última parte de esta aventura tiene lugar en este edificio que bien vale una explicación, pues este complejo fue creado en el siglo XIX por el industrial Jean-Baptiste André Godin, inventor de la famosa estufa de hierro fundido. Constaba de varios edificios para alojar a los obreros de la fábrica y sus familias, y constituye un auténtico experimento social, donde su creador soñaba con una sociedad ideal en la que todo el mundo pudiese acceder a los “equivalentes de la riqueza” y por ello el personal de la fábrica podía disfrutar de palacio social, economatos, escuelas, teatro, lavandería, piscina o huertos. Declarado como Monumento Histórico, hoy parte de este familisterio se ha convertido en museo. 

Y volviendo a nuestro film, el reguero de la guerra persigue a los Lulus… y por ello el pequeño Lucas exclama: “Todo es nuestra culpa. ¡Todo! A Gastón y a todos a quienes queremos les pasa algo malo. No se nos puede querer. ¡Traemos mala suerte! Ni siquiera nuestras madres pudieron”. 

Es La guerra de los Lulus una película sencilla con niños (todos ellos jóvenes actores en su primer papel) con un mensaje más complejo de trasfondo, como no podía ser de otra forma cuando es la guerra es paisaje y el paisanaje. Y donde tres nombres que contribuyen a la misma ya forman parte de Cine y Pediatría: el director y dos actores. El director Yann Samuell ya había dirigido La guerre des boutons (2011), la que fuera una de las versiones en color de la novela de Louis Pergaud, y que fuera el clásico en blanco y negro La guerra de los botones (Yves Robert, 1962), con la particularidad que ahora tiene como telón de fondo la Guerra de Argelia. La actriz Isabelle Carré, quien ha sido ya intérprete en La pequeña Lola (Bertrand Tavernier, 2004), sobre la adopción, Una amistad inolvidable (Luc Jacquet, 2007), la historia de amistad entre un zorro y una niña, y La historia de Marie Heurtin (Jean-Pierre Améris, 2014), una historia real que viene a ser algo así como una versión francesa y en color de El milagro de Ana Sullivan (Arthur Penn, 1962). Y el actor François Damiens, a quien ya conocimos como el padre sordo de la entrañable La familia Bélier (Éric Lartigau, 2014).      

Cuatro niños y una niña que comparten las dos primeras letras de sus nombres nos hacen reflexionar sobre la violación de los derechos de la infancia en los conflictos bélicos, hoy con el trasfondo de la Primera Guerra Mundial. Quizás para ver en familia con nuestros hijos o nietos…

 

jueves, 18 de enero de 2024

Niños viviendo una guerra

 


Un niño se despierta con ruido de sirenas. -¡¡Vamos, todos coged una muda y mantas, nos bajamos al refugio¡¡

Según Save the Children,  uno de cada seis niños en el mundo vive en una zona de conflicto (Afganistán, Myanmar, Etiopía, Yemen, Ucrania entre otros muchos).  En 2021, vivían en una zona de conflicto 449 millones de niños. La mitad, unos 230 millones, lo hacían en las zonas de guerra más mortíferas. Cada año, mas de 100 millones de personas, de las cuales 40 millones son niños, se ven obligadas a desplazarse por conflictos, violencia, violaciones de derechos humanos y persecución.

En la actualidad la reciente guerra en Gaza, nos muestra el horror de miles de niños huyendo, heridos y muertos.

Para ayudar a los cuidadores de los niños en situaciones de guerra, el Colegio Oficial de Psicología de Madrid elaboró en el año 2022 un documento:  Menores viviendo una guerra. Guía para crear un paraguas de protección psicológica. El objetivo es ayudar a los niños que viven en un contexto de guerra o huyen de ella.

Aunque el dolor y miedo de millones de niños es inimaginable, este documento trata de ofrecer ayuda a las familias con menores que se enfrentan a este horror.

 Desde el mismo recuerdan:

“La experiencia de vivir la guerra o huir de ella tiene como resultado la angustia, el dolor, el sufrimiento. El desarraigo. Y la huida obligada de las raíces que sustentan tu vida. Y también la muerte. también la penuria, la escasez, la indigencia. Abandonar lo  tuyo, a los tuyos, el suelo que te ha visto nacer, en el que juegas, en el que creces, en el que vives. Dejar todo lo tuyo, de la noche a la mañana”.

Vivir en un contexto de guerra: Cómo ayudar a los niños que viven una guerra o huyen de ella 

Es importante adaptar el mensaje a la edad del niño y antes de hablar con ellos pensar lo que se les quiere transmitir.

En el caso de los más pequeños (0-3 años:

En esta etapa, los niños suelen tener miedo por la pérdida brusca, la separación de los cuidadores, los ruidos fuertes, las heridas, la oscuridad y los extraños.

Al hablar con ellos:

  • Intentar ser concretos en los mensajes, utilizando frases cortas y sencillas para  explicarles lo que esta pasando
  • Adaptar el lenguaje a su edad
  • Utilizar cuentos como medio para explicarles lo que está sucediendo
  • Permanecer a su lado, darles afecto y que sientan que estamos con ellos, que se sientan cuidados.
  • Mantener sus rutinas lo más controladas posible
  • No centrar la comunicación en el miedo, si no en lo que está sucediendo, en lo normal de su reacción y en estrategias para combatirlo

Los niños de 3 y 6 años

  • Preguntarles cómo se sienten
  • Contestar a sus dudas con mensajes concretos
  • Dar una explicación ajustada a su pensamiento mágico, sin generar miedo
  • Asegurarles que les vamos a cuidar en todo lo que necesiten
  • Darles instrucciones claras que permitan que se comporten de forma automatizada: bajar al refugio, coger su muñeco
  • Usar pequeñas distracciones
  • Generar emociones positivas:  cantar o jugar

Por ejemplo: “ahora vamos a coger tu chaqueta y el muñeco y nos vamos a ir al refugio, ya sabes que tenemos que ser muy rápidas, te ayudo”.

Los niños de 6 a 11 años

Son capaces de captar emociones propias y de los demás, y su pensamiento va siendo cada vez más lógico. Entre los 6 y 8 años, suelen sentir miedo al separarse de sus padres o cuidadores, miedo al daño físico, a la oscuridad, a las tormentas, al estar solos y a los seres imaginarios como fantasmas y brujas. Entre los 9 y 11 años ya suelen sentir miedo a la muerte.

  • Mantener conversaciones en las que se compartan sentimientos, (yo también tengo miedo cuando suenan las sirenas, ( “todos los tenemos, es normal, pero podemos ir a protegernos al refugio”)
  • Mantener conversaciones en las que se les informe de lo que está pasando y contestar a las preguntas que ellos tengan
  • Mostrarse disponible para contestar a sus dudas o preocupaciones
  • Evitar entrar en detalles innecesarios
  • Evitar centralizar toda la conversación en lo que está sucediendo en este momento

En los adolescentes (a partir de los 12 años)

  • Tratarles como iguales en los que confiamos plenamente
  • Ofrecerles información real sobre lo que sucede, respetando hasta donde quieran saber
  • Preguntarles por sus emociones y compartir las nuestras que sean similares
  • Preguntarles por sus dudas
  • Incluirles en la búsqueda de soluciones y preguntarles sobre su opinión para resolver problemas, valorando muy positivamente sus propuestas y llevándolas a cabo cuando sea posible.
  • Tratar de facilitarles espacios o momentos en los que puedan comunicarse con sus iguales 

En resumen el documento trata de ayudar a que, quienes más sufren,  puedan gestionar estos difíciles momentos por los que están pasando.

La guerra en las casas en imágenes y noticias

Otra parte importante que aborda el documento, es como hablar a los niños de la guerra desde las casas, cuando los niños ven imágenes y escuchan noticias.  Sirve de ayuda a los padres para explicarles que es una guerra y comunicarse con ellos adaptando los mensajes a la edad de cada niño.


sábado, 28 de octubre de 2023

Cine y Pediatría (720) “Nacido en Gaza”, la herida que no cicatriza en la infancia

 

Hernán Zin, nacido en Buenos Aires y afincado en Madrid, es un reportero de guerra, escritor, cineasta y productor ítalo-argentino, quien recorre el mundo dirigiendo documentales y escribiendo libros con especial interés en los derechos humanos, la pobreza, los conflictos armados y los problemas del medioambiente que asolan este mundo. Consta en su biografía que ha trabajado en más de 80 países de África, América Latina, Asia y Europa. Ha dirigido al menos 21 películas documentales (y ha colaborado en unas cuantas más como productor o director de fotografía), desde su ópera prima, Villa miserias (2009), sobre el chabolismo de las grandes ciudades, hasta Somos únicxs (2022), una radiografía del bullying a través del testimonio de varios deportistas. Y por ello ha recibido sendas nominaciones a los premios Emmy, Grammy y Goya y ha sido ganador de varios Premios Forqué. Conocí a Hernán Zin hace un par de años en la proyección en unos cines de Alicante de su película 2020 (2020), filmada ese mismo año y que fue un reflejo de cómo la pandemia COVID-19 golpeó a la ciudad de Madrid. 

Y hoy recuperamos su película Nacido en Gaza (2014), que debe prescribirse como de obligado visionado para tomar conciencia de lo que significa para la infancia el enésimo brote bélico del conflicto palestino-israelí, tan prolongado en el tiempo y con tantas aristas que nos resulta difícil entender bien. Una película documental de 78 minutos rodada durante el ataque israelí contra la franja de Gaza entre julio y agosto de 2014 y donde se sigue a diez niños y niñas que cuentan cómo es su vida diaria bajo las bombas y el embargo y cómo luchan para superar el horror de sus vivencias en la guerra. Y que comienza así: “Este documental se rodó durante la ofensiva de Israel en la Franja de Gaza en 2014. Ofensiva que dejó 507 niños muertos y 3.598 heridos. A ello está dedicado”. 

Estos son sus protagonistas, cuyas edades oscilan entre los 6 y los 14 años, con algunas de las reflexiones que nos dejan, incluyendo algunas notas que el director añade en el relato y que nos pone en situación. Una película que se ve con el corazón en un puño. 

- Mohamed es un adolescente que trabaja recogiendo plásticos en los basureros o en la lonja de pescado, pues es el único que puede traer algo de dinero a la familia: “La situación es muy complicada. Cada dos años tenemos una guerra. Y no podemos aguantarlo. Nos bloquean y nos cierran el mar”. “Nos da miedo movernos por nuestra tierra, porque hay misiles que no han explotado… Me gustaría ir al colegio sin tener que pasar miedo. Vivir como otros niños en el mundo”
Notas: “En las últimas dos décadas el desempleo se ha multiplicado por cuatro, alcanzado al 45% de la población”. “Entre el 7 de julio y el 26 de agosto de 2014, murieron 1.475 civiles palestinos. El 70% de los niños muertos tenía menos de 12 años”

- Udai es un niño que regresa a su casa bombardeada y rebusca por si quedara algo que se pueda aprovechar: “Tengo muchas pesadillas. No puedo dormir”

- Mahmud es un adolescente que recorre la granja e invernaderos de su padre, que han vuelto a ser asolados, lo que ya se ha repetido once veces en los últimos 13 años: “Cuando ellos entran, matan y destruyen. Lo destruyen todo… Ya no tenemos dónde vivir”
Nota: “24.000 familias que viven de la agricultura y la ganadería se han visto obligadas a abandonar sus tierras y propiedades. Unas 17.000 hectáreas de tierras de cultivo han sido afectadas durante el conflicto”

- Sondos es una niña que acude al Hospital Al Shifa de Ciudad de Gaza a que le curen las heridas que le dejó un bombardeo: “El misil me hirió en la barriga y se me salieron las tripas. El médico me dijo que mi corazón se paró dos veces…Tengo que estar agradecida. Hay niños que han muerto y otros que están mucho peor que yo”

- Rajaf es uno de los muchos hijos que añora a su padre asesinado: “Mi padre era buena gente, salvaba vidas como conductor de ambulancias. No entiendo por qué le han matado”
Nota; “Durante la ofensiva, seis conductores de ambulancia y 13 trabajadores sanitarios murieron mientras se dirigían a rescatar heridos. Otros 49 médicos, enfermeras y conductores de ambulancia; y 33 trabajadores humanitarios sufrieron heridas en los ataques”

- Malak es una preadolescente que asiste a una escuela regida por las Naciones Unidas, la Escuela para niñas de Yabalia: “Nos bombardearon estando en la escuela. Ni siquiera este lugar es seguro… Escuchamos el último misil, que alcanzó a mi primo y a mi hermano. Cayó entre los dos. Los dos murieron en el acto”. “Apenas duermo. Siempre estoy preocupada por el bombardeo”. “Ojalá no haya más guerras después de esta, pero presiento que sí la habrá, ya que cada uno o dos años acaba repitiéndose lo mismo”

- Hamada y Motasem son dos amigos que vivieron como otros cuatro primos fallecieron mientras un día jugaban al fútbol en la playa: “Los cuatro niños que murieron eran de la misma familia. Eran todos primos míos. Me han quitado mucha metralla…”. “Entonces, ¿qué harán con nosotros cuando seamos mayores?”. “Nosotros vivimos una vida de mierda. Tierra, mar, todo bloqueado… Me gustaría entrar en la resistencia y hacer justicia por mis primos”
Nota: “Los barcos de pesca palestinos solo puede salir a faenar a seis millas de la costa. 3.600 familias de pescadores se han visto afectadas por el conflicto”

- Bisan y Haia son dos niñas, pero la segunda es sobrina de la primera, que es la más joven: “Bisan estaba jugando cuando la bombardearon. Bisán está triste porque su papá y su mamá han muerto. Ahora vivimos juntas, como si fuéramos hermanas… Ella no habla con nosotros sobre lo que pasó”

Y tras la presentación de estos diez protagonistas, se hace un salto temporal de tres meses. Y es cuando nos confirman que nadie les ayuda de verdad y ellos mismos solicitan tratamiento psicológico. Motasem es el que peor lo está pasando y ha intentado suicidarse varias veces. Bisan sigue con las heridas en la cara y precisará cirugía plástica, pero debido al estrés postraumático cada día tiene más problemas de comunicarse. Malek tiene cáncer, pero ha perdido parte de su tratamiento por la guerra, pues no podía acudir al hospital. Udai sigue acudiendo a su casa, derruida como el primer día y sin ningún cambio, mientras su familia sigue en la calle y se acerca el invierno. Mohamed sigue aguantando en todos los trabajos, por duros que sean, pues es el único que trabaja en la familia y puede evitar que se mueran de hambre. La situación para cada uno de ellos está peor que tras el alto el fuego. Nota: “Más de 400.000 niños necesitan ayuda psicológica”

Es una sensación muy difícil de digerir lo que uno siente tras acabar de ver Nacido en Gaza, donde estos niños y sus familias nos abren las puertas de sus vidas. Pues han conseguido abrir una herida en la nuestra… en nuestra lejana y acomodada sociedad. Y que vemos tan lejos este conflicto, esta dura realidad que incomoda y que ahora revisamos desde una perspectiva infantil y relatada por ellos, que desde su nacimiento ya se encuentran en mundo sin razón, sin horizonte, donde la fragilidad que la vida se te escape es la realidad de cada día y no hay escapatoria. Un pueblo, el palestino, con un pasado milenario, pero sin presente y sin futuro. 

Y es que, como nos recuerda Amnistía Internacional, el caso de Israel encierra una triste paradoja. Por un lado, el Estado de Israel existe porque una resolución de Naciones Unidas le concede el derecho de existir, por lo que es el primer Estado moderno creado de esta manera. Por el otro, el Estado de Israel no deja de vulnerar sistemáticamente todas y cada una de las resoluciones de esa misma organización que le dio la vida y que le reconoció la legitimidad de su existencia. Y es que Israel representa a un pueblo que sufrió en sus carnes unos crímenes atroces. Y años después es responsable de vulneraciones constantes del derecho internacional y de un sometimiento, represión y opresión constitutivos de crímenes de guerra contra otro pueblo marginado y repudiado: el palestino. En este enlace de Amnistía Internacional se dibujan ocho claves para entender mejor el conflicto palestino-israelí -y con ello lo que trasciende en Nacido en Gaza -. 

 

sábado, 6 de mayo de 2023

Cine y Pediatría (695) “Bienvenidos” al cine de Elem Klimov, “Ven y mira”

 

Elem Klimov fue un director de cine soviético que nació en Stalingrado (hoy Volgogrado) en 1933 en una familia tan comunista que eligieron para su primer nombre un acrónimo derivado de los nombres de Engels, Lenin y Marx. Estudió en el prestigioso Instituto Pansoviético de Cinematografía (conocido por las siglas VGIK) y estuvo casado con la también directora de cine Larisa Shepitko. En su extensa carrera cinematográfica dirigió comedias oscuras, largometrajes históricos y películas para niños. Y a estas últimas vamos a desviar nuestra mirada para conocer algo mejor a este peculiar cineasta.

Comienza su carrera en el cine con varios largometrajes alrededor de la infancia: El novio (1960), donde una niña sufre por no poder resolver un examen de aritmética y un compañero de clase, comprensivo con ella, intenta ayudarla; Look, the Sky! (1962), donde unos estudiantes en sus vacaciones de verano y a escondidas de los adultos, construyen un cohete en un antiguo granero para que uno de ellos vuele al espacio; y Tous les enfants du monde (1964), cuatro historias sobre la infancia en Rusia, Francia, Japón y Marruecos, en el que Klimov comparte dirección con Mario Marret, Kenzô Kubokawa y André Michel. Pero especial importancia tiene su ópera prima en el largometraje, Bienvenidos, o prohibida la entrada a los extraños (1964) y la película por la que es principalmente conocido, Masacre. Ven y mira (1985). Y a ellos conviene dedicar un apartado especial. 

- Bienvenidos, o prohibida la entrada a los extraños (1964) 

El primer largometraje de Elem Klimov es una atrevida comedia juvenil en blanco y negro, una película problemática para la época y que pudo estrenarse gracias a la dimisión de Nkita Krushchev como líder del Partido Soviético, quien no veía la película con buenos ojos debido a su lectura irónica de la opresión soviética. Porque en ella se hace comedia satírica alrededor de las excesivas restricciones que sufren unos niños en sus vacaciones en un campamento de jóvenes pioneros subyugados por la ideología imperante. 

Comienza el film con sones militares y esta dedicatoria inicial: “Este fin está dedicado a los adultos que fueron niños y a los niños que un día serán adultos”. Luego, con cantos infantiles nos presentan el campamento donde transcurre nuestra historia, allí donde pasaran el verano 263 chicos y chicas. Y tras el baño en el mar notan que un niño se ha escapado a una zona prohibida de paso a una isla: es nuestro protagonista, Kostja Inockin (Viktor Kosykh), quien es expulsado por saltarse la disciplina. Pero en lugar de regresar a casa de la abuela, decide volver al campamento y esconderse, y sus compañeros le ayudan: “Así es como Kostja Inockin pasó a la ilegalidad”

Entrañable y simpática película con centenares de niños y niñas que hay que leer en clave de parodia a un modelo de sociedad que se empeña en controlarlo todo, pero que, pese a las órdenes y preceptos de carácter marcial, se impone la vitalidad de unos niños que la única regla que conocen es la de la felicidad. Y los adultos son la otra parte del espejo, allí donde aparece el recio director Dynin (Yevgeniy Yevstigneyev), obsesionado con la disciplina y con que todos ganen peso, la doctora (Lydia Smirnova) preocupada por los contagios, la joven supervisora Valentina, etc. Y entre los juegos de los niños y niñas se intentan propagar las enseñanzas de disciplina, como mensajes en el comedor del tipo “Cuando como, soy sordo y mudo”

Se acerca el Día de los Padres y también acudirá la abuela de Kostja. Para intentar que no se disguste cuando se entere de la expulsión de su nieto, intentan boicotear la celebración, pero no lo logran. Se acumulan las escenas divertidas, con especial hincapié en aquellas que son imaginadas por nuestro protagonista, como la de la transfusión de Kostja al director. Y a medida que transcurre la historia vamos entendiendo a los distintos pequeños protagonistas, incluido el que siempre pregunta a todos los demás: “¿Qué hacéis aquí?”

Finaliza la película con la escena de Kostja volando hacia la isla y luego lo hace su abuela, como ya nos mostrara Vittorio de Sica años antes en Milagro en Milán.  Y finaliza de forma muy simpática con ese niño que pregunta, y que nos mira a la cámara y nos dice: “Y vosotros, ¿qué hacéis aquí? La película se acabó”

- Masacre. Ven y mira (1985) 

Se considera ya una de las grandes películas bélicas de la historia, que fuera estrenada y premiada en el Festival de Venecia. Un proyecto que nació como un encargo para celebrar el 40 aniversario de la victoria aliada, pero que, gracias a la prodigiosa dirección de Elem Klimov, se ha convertido en todo un referente antibelicista que nos muestra la crudeza de la guerra en su faceta más brutal a través de los ojos de un joven partisano de la resistencia bielorrusa. El escritor Alés Admóvich, mentor de la ganadora del Nobel, Svetlana Alexievich, fue máximo responsable del guion, basado en sus propias experiencias de niño, cuando fue testigo de las barbaridades que perpetraron los nazis en las aldeas de Bielorrusia. 

Una historia que nos traslada al año 1943 en Bielorrusia. Y que bajo la hermosa música de Mozart nos va a hacer testigos del horror en mayúsculas. El horror en la cara de un niño, Flyora (Alekséi Krávchenko), quien tras las vivencias vividas acaba con la faz de un anciano lleno de ira y dolor. La historia comienza con dos niños que escarban en la arena de la playa entre los restos de la guerra; van vestidos con ropas militares y tienen un comportamiento extraño, hasta que uno de ellos, nuestro Flyora, logra rescatar un fusil. Con su fusil es reclutado para la guerra por los soldados, pese al rechazo de la madre y la angelical presencia de sus dos pequeñas hermanas gemelas. 

Cuando se reúne con los partisanos, se nos regala la foto de todos junto a una vaca. Y escuchamos las misivas del cabecilla: “No os voy a mentir, se avecinan tiempos difíciles. Los veteranos saben muy bien lo que es un asedio. Esta es la guerra total de Hitler. Su objetivo es exterminarnos a todos. Nuestra misión es defender hasta el final el territorio que la comandancia nos ha asignado. Pero la situación es complicada y cambiará por momentos. Por eso debemos estar atentos. Tenéis un fusil en la mano y la cabeza sobre los hombros… Ya os lo he dicho y no lo repito. El guerrillero no pregunta cuántos fascistas hay, sino dónde están. Y ahora están aquí, en nuestra tierra”. 

Flyora encuentra a la bella Glasha (Olga Mirónova) entre los partisanos, algo perturbada y quien le perturba. Ambos viven en primera persona la crudeza de la guerra, y nos enfrenta a difíciles escenas como la del pantano de fango, la recreación de una estatua de Hitler con una calavera, la escena de la vaca y, especialmente, la llegada de los alemanes a la aldea donde realizan una masacre descrita cinematográficamente con saña. Terror, horror, humillación, donde el fuego lo arrasa todo, hasta el alma del ser humano, donde un nazi expresa con esta inaudita afirmación: “No todas las razas tienen derecho a existir. Las razas inferiores extienden la infección del comunismo”. Y la matanza en la aldea se escucha así: “Nos han matado a todos, no han dejado a nadie. A mí me echaron gasolina y me prendieron fuego”. Y en esa muerte también estaban la madre y dos hermanas de Flyona. 

Una película difícil de ver, a diferencia de la ópera prima de Klimov: un drama frente a una comedia. En Masacre. Ven y mira, todo es bruma, fango, frío, lluvia, niebla, explosiones, guerra, dolor, muerte,… Y ese avión de guerra (un Focke-Wulf) que reiteradamente sobrevuela el cielo. Y si esta película nos provoca dolor como espectadores, qué no ocurrirá en la realidad, una realidad que siempre supera la ficción, tal como nos demuestran las imágenes en blanco y negro del final de esta película, tan dura como necesaria. Y por ello la cara de nuestro joven protagonista se ha convertido en la de un anciano lleno de dolor e ira. Y con cada tiro de Flyora intenta volver atrás la historia del nazismo, como si quisiera que nada de esa historia con Hitler a la cabeza hubiera pasado y, con ello, todo el inmenso dolor infligido. Dolor que se expresa en el dato final de la película: “628 aldeas bielorrusas fueron quemadas junto con todos sus habitantes”. El infierno en la tierra

El título de la película se extrajo del capítulo 6 del libro del Apocalipsis, en donde se expresa: “Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir como con voz de trueno: Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo blanco; y el que lo montaba tenía un arco; y le fue dada una corona, y salió venciendo para vencer”. Y bajo este dato bíblico, resulta muy difícil no relacionar esta película con otra obra de arte en blanco y negro, otro alegato antibelicista desde la Unión Soviética bajo la mirada de un niño: hablamos de La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962). Pero así como Andrei Tarkovsky es un director bien conocido, hoy cabe reivindicar a Elem Klimov. 

sábado, 17 de diciembre de 2022

Cine y Pediatría (675): “Sestrenka, Mi hermana pequeña” y los niños de la guerra


El cine de Rusia ha tenido distintas etapas, desde los orígenes importando los Zares la novedad desde Francia, pasando por el emblemático cine soviético y llegando al moderno cine de la actual Federación de Rusia. Un viaje a través de un siglo que va desde Serguéi Eisenstein hasta Andréi Zviáguintsev, con algunas películas emblemáticas: El acorazado Potemkin (Serguéi Eisenstein, 1925), Los cosacos de Kubán (Iván Piriev, 1949), Cuando pasan las cigüeñas (Mijaíl Kalatózov, 1957), Lluvias de julio (Marlén Jutsíev, 1967), Andréi Rubliov (Andréi Tarkovski, 1966), Guerra y paz (Serguéi Bordanchuk, 1966), Moscú no cree en las lágrimas (Vladimir Menshov, 1980), El síndrome asténico (Kira Muratova, 1989), Brat (Alexéi Balabánov. 1997), Sin amor/Loveless (Andrey Zvyagintsev, 2017). En Cine y Pediatría ya hemos hablado de dos películas de este país: La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), toda una elegía antibélica en la que se demuestra que la guerra es capaz de convertir el alma pura de un niño en el alma de un monstruo; y Children 404 (Askold Kurov, Pavel Loparev, 2014), una película documental denuncia frente a la ley que Putin implantó frente a los jóvenes de orientación LGTBI.   

Ni que decir tiene que una gran mayoría de las películas destacadas tienen a la guerra como tema de fondo. Y así es también nuestra película de hoy, Sestrenka (Mi hermana pequeña) (Aleksandr Galibin, 2019), que pudiera tener un cierto parecido con la película Anton, su amigo y la revolución rusa (Zaza Urushadze, 2019). Una desde Rusia, la otra desde Ucrania, en el mismo año, y con la guerra de fondo y su mirada desde los niños y niñas que lo viven. Poco tiempo después, en febrero de 2022, ya conocimos que comenzaba la invasión rusa de Ucrania, un conflicto político-militar que aún continúa. Y estas serán unas Navidades en guerra para ambos países y para ambas infancias.  

Sestrenka (Mi hermana pequeña) nos traslada al otoño de 1944. En la primera escena, soldados del Ejército Rojo comprueban la destrucción que los nazis han dejado en Ucrania. Y en una casa destruida, entre cadáveres, un soldado encuentra a una niña pequeña escondida y se la lleva con él, porque su madre acaba de ser asesinada. La nieve y el frío asolan el paisaje con una bella fotografía. A continuación se nos traslada a Sairanovo, una pobre y pequeña villa soviética situada en la república de Baskiria. Allí vive Kunbike Khaidarova (Ilgiza Gilmanova), una mujer joven que tiene un hijo de seis años, Yamil (Arslan Krymchurin). Son los años de la Segunda Guerra Mundial y el pequeño echa de menos a su padre, que marchó a la guerra para luchar contra los nazis. La madre se ausenta un tiempo en un viaje a la ciudad y suenan los consejos de la abuela. “Ten mucho cuidado y mira hacia adelante y hacia atrás. Ya sabes que en un viaje largo te alcanzan cuarenta desgracias”. A su regreso la madre viene acompañada de una niña ucraniana de ocho años, Oksana (en ese momento intuimos que es la niña que aparece en la primera escena) y con la orden de su marido de que sea acogida como un miembro más de su familia, como la hermana de Yamil. 

Yamil está encantado con su nueva hermana Oksana (Marta Kessler), aunque ésta no habla su mismo idioma y se mantiene callada. Y se asusta porque recuerda la guerra y apenas sale de casa. Mientras tanto, los chicos del pueblo juegan alrededor de la guerra, como cuando van a ver el tren que llega con prisioneros nazis y los atacan como venganza a sus padres, algunos muertos y otros desaparecidos por la guerra. Y llega una carta del padre de Yamil con este texto: “Querido hijo. Mientras yo estoy luchando contra el enemigo, tú eres el único hombre de la casa. Defiende y protege a tu madre, a la abuela y a Oksana. Sé que tu palabra es de fiar como ha de serlo la palabra de un verdadero guerrero. Te saluda desde el Ejército Rojo, Jaidarak Karim”… lo que implica imbuir al niño todo el peso y responsabilidad de una guerra, robándole sin querer su inocencia y su infancia. 

De nuevo, un emotivo drama de tono familiar ambientado en la retaguardia rusa durante la Segunda Guerra Mundial y narrado desde el punto de vista de un niño. Porque, desde que Yamil puede recordar, la guerra siempre ha estado ahí y está esperando su final, porque entonces su padre regresará a casa. Y es comprensible entonces la algarabía del pueblo cuando se anuncia el fin de la contienda: “Ya no habrá más tiros ni bombas. Ya no habrá más miedo”, le dice Oksana a su hermano. Y ambos estrenan sus zapatos rojos. 

Al final, regresan de la guerra tanto el padre de Oksana como el padre de Yamil, y estos dos hermanos de guerra se separan. Y la esperanza se refleja en ese arco iris final y en las propias palabras de Yamil: “No se va mamá, siempre estará con nosotros”. Porque el vínculo que se crea entre los dos niños trasgrede fronteras, bandos y diferencias entre pueblos. Un vínculo que acabaría con las guerras…Y es el mensaje que nos deja Sestrenka, Mi hermana pequeña, en la que supone la tercera película como director del actor ruso Aleksandr Galibin, que adapta una novela de Mustai Karim. Un relato felizmente optimista pese al tema de fondo, una vez más, la visión de la guerra a través de la infancia. 

Son muchas las películas que desde Cine y Pediatría han tratado el tema de la guerra bajo la mirada inocente de la infancia, y algunas están recogidas en dos entradas consecutivas: una referida al holocausto nazi y otra en relación con la Guerra Civil española y su postguerra. Con Sestrenka, Mi hermana pequeña la infancia se convierte, una vez más, en víctima inocente ante la sinrazón de los adultos. Los niños de la guerra, en este caso con un niño ruso y una niña ucraniana. Todo demasiado simbólico para estas fechas y estos tiempos.  

 

sábado, 14 de mayo de 2022

Cine y Pediatría (644) “Anton, su amigo y la revolución rusa”, Ucrania en el recuerdo

 

Desde el comienzo de la invasión rusa el pasado 24 de febrero de 2022, ha pasado poco más de dos mes y ya la salida de más de 6 millones de refugiados desde Ucrania ha desbordado a los países de acogida, la mayoría mujeres y niños. Un paciente menor de 15 años ucraniano se ha convertido en refugiado casi cada segundo desde el comienzo de esta guerra, en un periplo incierto y en un futuro aún más oscuro. Los países de acogida se han visto desbordados por esta crisis que no tiene precedentes en cuanto a velocidad y escala desde la Segunda Guerra Mundial. Y no ha hecho más que empezar. Y no se atisba una solución. 

Porque Ucrania, uno de los países más extensos de Europa, es una región del mundo donde los conflictos bélicos y la inestabilidad política han sido habituales. Y la filmografía de ese país (muy ajena en nuestros lares) se ha hecho eco de ello, y sirvan como ejemplo las películas Maidan (Sergei Loznitsa, 2014), Donbass (Sergei Loznitsa, 2018), Esta lluvia no cesará (Alina Gorlova, 2020), o Anton, su amigo y la revolución rusa (Zaza Urushadze, 2019). Y en esta última película vamos a centrar nuestra atención. 

Zaza Urushadze es un director de nacionalidad georgiana que trabaja en Ucrania. Conocido en España por su film Mandarinas y por el que fue nominado a los Óscar como mejor película de habla no inglesa, es un alegato antibelicista ambientado en la guerra civil georgiana de principio de los 90. Años después volvió a reflejar los temas bélicos con esta con el peculiar título de Anton, su amigo y la revolución rusa, inspirada en una conmovedora historia real alrededor de la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial. El director falleció de un problema cardíaco antes de ver estrenada esta su última película. 

Esta película adapta la novela de tintes autobiográficos de Dale Eisler, “Anton, a young boy, his friend and the Russian Revolution”, publicada en el año 2010. Está ambientada hace un siglo en un pequeño pueblo ucraniano cerca del Mar Negro, muchos de cuyos habitantes son de origen alemán. La película cuenta la inquebrantable amistad que se forja entre dos niños, uno cristiano – Anton (Nikita Shlanchak) - y el otro judío – Yasha (Mykyta Dziad) -, en un tiempo convulso en el que las diferencias étnicas y religiosas llevaban a menudo a actos de barbarie, incluso guerras. Estamos en el año 1919, recién terminada la Primera Guerra Mundial y con el reciente triunfo de la Revolución Soviética. La historia se hace eco de la presencia de fuerzas bolcheviques en Ucrania, en busca del codiciado grano que ahuyente el fantasma del hambre. Un trasfondo con la lucha por la independencia de Ucrania que acabaría zanjándose temporalmente con el ingreso de Ucrania como república socialista y soviética en la URSS. 

La película tiene el interés de ese contraste entre el mundo de los niños y el mundo de los adultos. Por un lado el mundo poético e inocente que ambos niños forjan en su entorno rural, mientras se hacen preguntas cuando miran las nubes del cielo acostados en las pajas de trigo: “No sabía que los judíos fueran al cielo”, pregunta Anton, y Yasha le contesta: “Pues claro, es que cada uno tenemos nuestro cielo especial”. Por otro lado, el mundo prosaico y enrevesado de los adultos, de las naciones, las etnias, las religiones y las ideologías, en un momento de la historia particularmente difícil en Europa y en Ucrania. Como ahora, solo que un siglo después. 

Aparece la ciudad de Odesa, aquella cuya famosa escalera fuera filmada para la historia del cine en la mítica película El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925). Y la conversación de esos niños, mientras regresan con la sal de la salina: “Dicen que ahí hay poco agua. Lo llaman el Mar Muerto, aunque no sé quién lo mató. Mamá murió antes de contármelo. El Mar Negro no es negro tampoco, es verde y azul. Lo vi en Odesa. Así que puede ser que el Mar Muerto no esté muerto”. Y en ese entorno, la llegada de los bolcheviques atemoriza a los habitantes, pues temen que se quede con sus cosechas. Y asesinan a sangre fría al padre de Anton de un disparo, sin más, por venganza. Y se organiza la resistencia. Y surgen las preguntas: “Yasha, ¿por qué odian a los judíos?”. Y las declaraciones de la más pura amistad, una amistad que tiene que sobrevivir a esa guerra de los adultos: “No me imagino un cielo sin amigos, sin ti”. Ahora Anton no tiene padre. Y Yasha no tiene madre, y es su padre judío el que les dice: “La vida es una injusticia tras otra, pero tenéis que aprender a vivirla porque solo tenemos una”

Pero la revolución bolchevique sigue adelante, pese a la resistencia de estos ucranianos de origen alemán que se enfrentan al mismo Trosky (Oleg Simonenko), aquel ucraniano que fuera el líder del movimiento internacional de izquierda, caracterizado por la idea de la revolución permanente y al que se considera verdadero organizador en la revolución comunista rusa de octubre de 1917, también creador del Ejército Rojo. Y así nos dice en la película el propio Trosky: “No es tiempo de emociones. Cada uno de nosotros ha de ocupar su lugar y empujar los engranajes de la historia. Son tiempos para el cambio”. Acabar con Trosky sería para la resistencia una gran ayuda para terminar con el infierno bolchevique, aquellos partidarios de la dictadura del proletariado y de la intransigencia izquierdista. 

Anton y Yasha labran una amistad más poderosa que sus diferencias religiosas o culturales, lo que les permite crear un mundo propio que los protege del miedo, la violencia y las divisiones que los rodean. Y a ellos les gusta esconderse en su cueva de heno, desde donde observan a los adultos y sus intrigas, y también les gusta mirar las nubes y buscar en las fotografías del cielo a las personas que querían. Y con una de esas fotos, ya en el encuentro en su senectud de los dos amigos, finaliza la película, en lo que es una conmovedora historia real sobre cómo la amistad infantil puede ser más fuerte que los prejuicios adultos. Porque esa amistad fue su escudo. 

El guion está escrito por el propio director, por Vadym Yermolenko y por Dale Eisler, escritor y periodista canadiense de origen ucraniano y autor del libro, un relato real inspirado en la historia de la familia de su madre y en sus investigaciones periodísticas sobre lo que les sucedió durante la Revolución Rusa a los alemanes que vivían en Ucrania. Y esta película nos debe hacer recordar esta particular presencia de alemanes en Rusia, concretamente alrededor de la zona de Odesa, pero también en otras regiones de la extensa Rusia: alemanes de Moscú, del Vístula, del Báltico, del Volga, del Mar Negro, de Crimea, del Cáucaso o de Volinia, 

Es Anton, su amigo y la revolución rusa un canto a la amistad y a la paz en el contexto de una invasión rusa a Ucrania en tiempos convulsos. Ha pasado un siglo y se repite la cruel historia, como si no hubiéramos aprendido nada. Y donde decenas de miles de niños – decenas de Anton y Yasha – han huido de su país, un país desbastado por la guerra y atemorizado por la invasión.

 

sábado, 24 de julio de 2021

Cine y Pediatría (602) “La guerra de papá“ es la guerra de todos

 

Es Miguel Delibes un vallisoletano universal, considerado como uno de los grandes escritores españoles del siglo XX, quien dedicó gran parte de su vida a una obra cimentada en la España de la posguerra para concienciar al mundo de las consecuencias del consumismo y la supresión de ciertos valores éticos universales. El pasado 17 de octubre de 2020 conmemoramos el primer centenario de su nacimiento y todos celebramos su gran fecundidad, tanto en hijos naturales como en hijos literarios. Porque su extensa obra literaria abarca relatos, libros de viaje, libros de caza, ensayos y artículos, pero sobre todo novelas, desde su brillante debut con “La sombra del ciprés es alargada” (1948, Premio Nadal) hasta “El hereje” (1998, Premio Nacional de Literatura). 

Un autor que ha sido muy versionado en la gran y pequeña pantalla. En la televisión se adaptó En una noche así (Cayetano Luca de Tena, 1968), La mortaja (Juan Antonio Páramo, 1974) y El camino (Josefina Molina, 1978); además, Delibes redactó el guión de dos documentales para Televisión Española: Tierras de Valladolid y Valladolid y Castilla. Pero es en el cine donde sus obras sirven como guión de nueve películas, por este orden: El camino (Ana Mariscal, 1963), basado en la obra homónima y que es como la fusión de la serie de televisión previa; Retrato de familia (Antonio Giménez-Rico, 1976), fundamentada en “Mi idolatrado hijo Sisí”; La guerra de papá (Antonio Mercero, 1977), según la obra “El príncipe destronado”; Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), de la obra literaria homónima y uno de sus mayores éxitos; El disputado voto del señor Cayo (Antonio Giménez-Rico, 1986), El tesoro (Antonio Mercero, 1988), La sombra del ciprés es alargada (Luis Alcoriza, 1990) y Las ratas (Antonio Giménez-Rico, 1997), todas ellas derivadas de sus novelas homónimas; y, finalmente, Una pareja perfecta (Rafael Bertriú, 1998), según la obra “Diario de un jubilado”. 

Y hoy llega a Cine y Pediatría La guerra de papá, dirigida por Antonio Mercero, quien tuviera en la televisión su mejor escaparate como director: para este medio nos impactó con la película La cabina (1972) y nos entusiasmo con sus series Crónicas de un pueblo (1971-74), Verano azul (1981-82) y Farmacia de guardia (1991-95), entre otras. Con Verano azul demostró su afinidad por dirigir niños, lo cual había sido precedido por el encuentro con ese pequeño actor de ojos azules y rizos rubios llamado Lolo García, protagonista de dos éxitos de taquilla como La guerra de papá (1977) y Tobi (1978), y más adelante con el encuentro con Juan José Ballesta en Planta 4ª (2003). 

Es La guerra de papá una película casi teatral (cuyo guión fue adaptado por Horacio Valcárcel, un habitual en la cinematografía de José Luis Garci, pero también de Antonio Mercero) que acaece en un día y prácticamente en el entorno de la casa de una familia numerosa de clase media-alta española de la década de los sesenta - cuando aún la democracia no había llegado a España -, una película aparentemente sencilla e infantil, pero con un mensaje profundo y contundente. Los títulos de créditos iniciales se nos presentan con dibujos infantiles. Y todo comienza en un día cualquier del año 1964, cuando el pequeño Quico (Lolo García), un angelical niño de 3 años, se despierta dando su grito de guerra matinal: “Ya me he despertaoooooooo!”. A partir de ahí conocemos a su entorno familiar, con dos asistentas internas, Vito (Verónica Forqué) y Domi (Rosario García Alonso), sus otros cinco hermanos (su papel de príncipe de la casa fue usurpado hace 8 meses tras el nacimiento de su hermana pequeña, motivo de su celotipia y vocabulario actual: “Mierda, cagao, culo”) y unos padres (Teresa Gimpera y Héctor Alterio) de cuya especial relación descubriremos la esencia del mensaje de esta obra. A su alrededor otros personajes interpretados por todo un elenco de nuestra cinematografía: María Isbert, Chus Lampreave, Queta Claver, Tito Valverde, Vicente Parra. 

La película nos devuelve la esencia de aquellos tiempos en que la infancia convivía entre Chupa Chups y Ducados, donde se fumaba en casa y en la consulta del médico, donde se recetaba Calcio 20 o inyecciones intramusculares a la infancia, habiendo sobrevivido a ello nuestro metabolismo y nuestro nervio ciático. Y todo ello bajo la música de Juanito Valderrama, Lucho Gatica o el twist de la época; y bajo la atenta mirada de Quico, quien en su tierna infancia su imaginación y sus dudas rondan alrededor del cielo y el infierno, la vida y la muerte, los ángeles y demonios; o también en cuestiones más banales como las que realiza a su padre: (“¿Tú tienes pito?”) o las que escucha de sus hermanos (“El fraile dice que comer con la izquierda es pecado”). 

Una película que tiene en la parte central una escena clave: la comida familiar, tras la llegada del padre del trabajo. Allí se genera una especial tensión cuando uno de los hijos dice: “Papá, cuéntanos cosas de la guerra”. Y el padre responde: “En la guerra solo hay dos preocupaciones: matar y que no te maten”, lo que nos introduce en lo que subyace de fondo. Ese choque entre la educación familiar de un padre machista y belicoso, situado en el bando de los que han ganado la Guerra Civil, y una madre subyugada y que quiere pasar página. Pero lo cierto es que sus hijos pequeños juegan en casa con armas de juguete (y alguna real que aún conserva el padre) y a la pregunta de Quico: “¿Es la conquista del Oeste?”, su hermano mayor le contesta: “No, es la guerra de papá… Y te tienes que morir. Tengo que matar más de cien malos como papá”

Y la guerra pasada (Guerra Civil) y la actual (Guerra de África) sobrevuela buena parte de de ese día de travesuras y ocurrencias de Quico en su familia. Porque La guerra de papá es en realidad la guerra de sus padres, de sus hermanos mayores y de la imaginación de los hermanos pequeños. Y al acabar el día y acostar a Quico, éste pregunta: “Mamá, ¿yo también iré a la guerra de papá?". Y ella le contesta: “No hijo, espero que no. Aquí hay muchos que quieren que esta guerra siga. En realidad terminó hace mucho. Ya no habrá más guerra de papá”. Curioso (y lastimoso) que esta frase emitida hace casi medio siglo aún pueda ser válida en nuestros días. 

Y con la escena final del sueño de Quico finaliza un día y una película que nos enseña tanto bajo la mirada azul de nuestro pequeño protagonista. Y fue tal el éxito de esta película, que Antonio Mercero contó de nuevo con Lolo García un año después para interpretar la película Tobi, la extraña historia de un niño al que le salían alas. Y el pequeño Lolo García, como le pasan a muchas jóvenes estrellas, apenas realizó algunas apariciones esporádicas en el cine más para retirarse de este medio en la adolescencia. 

Y considero que esta historia pueda tener un título más acertado en la película que en la novela. Porque La guerra de papá no solo nos habla del síndrome del príncipe destronado en la familia, sino que considero que su mensaje principal es una alegato a la conciencia de que cualquier guerra es la guerra de todos. Y todos tenemos alguna responsabilidad también de sus precuelas y  secuelas.

sábado, 30 de mayo de 2020

Cine y Pediatría (542). “La infancia de Iván”, elegía antibélica en el alma de un monstruo


El cine en blanco y negro en Cine y Pediatría tiene un apartado especial. Y lo tiene por una razón: porque estas películas argumentales elegidas son joyas de séptimo arte maceradas por la ciencia y la conciencia con dos aliados, el tiempo y la opinión de críticos y público (no siempre coincidentes). Y hoy viene a esta página una más, desde la Rusia en esta ocasión: La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962).

Andrei Tarkovsky es un director más de aquellos que odias o amas. Porque no todo el mundo aprecia sus películas visionarias, no fáciles de dirigir quizás por su largo metraje, quizás por el esfuerzo de reflexión al que nos somete. Pero es patente que fue un director de grandes directores: Ingmar Bergman, su mejor alumno, le consideraba el mejor director de todos los tiempos, y Akira Kurosawa y Roberto Rosellini le adoraban por encima de todas las cosas. Con los espectadores ya hay controversia y la valoración de sus obras oscila de fascinantes a insoportables. Y su legado fueron siete largometrajes, que comenzó con nuestra obra de hoy y continuó con Andrei Rublev (1966), Solaris (1972), El espejo (1975), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986).

Y hoy en Cine y Pediatría nos convoca el primer largometraje del joven Andréi Tarkovsky, que se había graduado en la escuela de cine con su cortometraje de tesis El violín y la apisonadora (1960), y que fue llamado por los estudios Mosfilm para continuar una película cuyo primer director, Eduard Abalov, había sido despedido. Trabajo de encargo, por lo tanto, pero que el joven director supo convertir en propia esta obra y donde ya dejó patente su particular talento, estilo y fuerza cinematográfica. La infancia de Iván fue todo un hito en su momento y fue alabada por otros directores y por la crítica: por el uso imposible de la cámara, por su esmerada fotografía rondando el expresionismo, por la poesía y lirismo de sus imágenes, por el tratamiento sonoro, con esa música omnipresente como tercer personaje dramático invisible. Con La infancia de Iván había nacido un director único y las pantallas del mundo se preparaban para esa llegada: de hecho, es la primera película en la historia del Festival de Venecia que, siendo una ópera prima, ha ganado el León de Oro (lo hizo ex-aqueo con Crónica familiar de Valerio Zurlini).

Basada en una novela corta de Vladimir Bogomolov, “Ivan, a story”, la película retrata la vida de un niño huérfano de 12 años, por nombre Iván (Nikolai Burlyayev, quien trabajara con Tarkosvski después en Andrei Rublev), durante los días de la Segunda Guerra Mundial tras perder a sus padres por la guerra y quien, para sobrevivir, trabaja para el ejército ruso espiando a los alemanes. "Y yo estoy solo. Usted lo sabe. No tengo a nadie… No tengo más amo que yo" se rebela Iván cuando le quieren internar en una escuela.

Porque hay centenares de películas centradas en esta contienda militar, pero aquí estamos ante una de esas películas de guerra donde los combates y maniobras militares quedan fuera de campo y en la que lo que importa es lo que sucede en el interior de los personajes. Y nos plantea una dualidad entre ese niño-adulto totalmente integrado en la guerra y el mundo de sus sueños, cuatro en concreto, donde desplegará todo el potencial poético de esta historia triste. Esa dualidad entre los sueños de Iván de una feliz infancia pasada alrededor de su idílica madre y la pesadilla de la cruda realidad. Una realidad plagada de frío, agua, barro, polvo, ruinas, trincheras, disparos y bombardeos. “Dios mío, ¿cuándo terminará todo esto?”, dice un abuelo perdido entre los escombros de lo que fue su hogar y al que solo le resta una gallina de compañía.

Se establece una dualidad que va a estar presente en todo el cine tarkovskyano: entre el mundo interior y el exterior, convirtiendo al mundo interior en el más auténtico, y el exterior en el más falso, o por lo menos el más alejado a quienes verdaderamente somos. Y en ese camino, Tarkovsky se empeña en buscar y encontrar los pequeños destellos de belleza sin renunciar a la crudeza de la Segunda Guerra Mundial: la icónica escena del romance en el bosque de abedules, Iván corriendo por encima del agua,... momentos en los que la realidad se entremezcla con lo onírico para, por un momento, olvidarse del conflicto bélico.

Porque La infancia de Iván es muchas cosas dentro del cine soviético de la época, y muchas cosas más dentro del cine europeo de los años sesenta, a pesar de lo reducido de su producción y de que no estamos ante una película gigantesca como sí lo será Andrei Rublev. Y lo es por su fortísima singularidad narrativa, que la sitúa muy por delante de su época y por representar el nacimiento de una mirada y un estilo muy personales, que seguiría evolucionando en sus siguientes películas. Pero en sí misma, su visionado es un inolvidable puñetazo en el estómago, un viaje por la locura y el horror de la guerra, aunque los combates estén en off. Pero basta un comentario de unos militares (“Hay que enviarle a la retaguardia. La guerra no es cosa de niños”) o una pintada en una pared (“Somos 8 jóvenes menores de 19 años. Dentro de una hora nos llevarán a matar. Venguenos”) para saber de qué se está hablando. 

Un poderoso debut que se erige en toda una demostración de talento, vigor y sensibilidad cinematográfica. Porque el género bélico nunca había encontrado formas tan líricas ni tan abstractas de filmar el alma de ese monstruo. Allí donde Iván se cruza con el teniente Galtsev, con el capitán Kholin, Gryaznov, Masha,… y donde Iván acaba siendo un monstruo destrozado por la guerra, un niño cuya infancia ha quedado irremediablemente perdida, devastada. Y ya no es un niño. Y menos a medida que la imágenes se hacen más crudas a medida que avanza la película – no más crudas que la realidad – y aparece la reflexión: “¿Será posible que esta no sea la última guerra en la Tierra?”.

En La infancia de Iván no existe glorificación de la actuación del ejército soviético ni calificación del enemigo nazi, que casi ni se menciona. En todo caso la película constituye una proclama en contra de la guerra y de los horrores que ella produce, especialmente por convertir el alma pura de un niño en el alma de un monstruo. Una hermosa elegía antibélica que finaliza con ese cuarto sueño onírico del juego del escondite final en la playa frente a un árbol seco… Y The End. Diríase Joaquín Soroya en blanco en negro. Pero estamos en el cine y hablamos de Andrei Tarkovsky.





sábado, 18 de enero de 2020

Cine y Pediatría (523). “La guerra de los botones”, la guerra contra la autoridad


En el año 1912 el francés Louis Pergaud retrata en una novela la encarnizada y divertida rivalidad entre los chicos de dos pueblos vecinos imaginarios de la Francia rural: Longeverne y Velrans. Un retrato inolvidable de la infancia a través de una historia de furiosa enemistad y compañerismo, llena de planes y contraplanes, en un combate librado con piedras y palos y con muchas palabrotas. El título de la obra ya intuimos que es “La guerra de los botones” y se ha convertido en un clásico de la literatura, hasta tal punto que ya ha inspirado cinco películas. 

Pero esta guerra que se hace con el botín de los botones (y también tirantes, cremalleras y cordones) solo es la mitad de la historia, quizás su mcguffin, pues la verdadera historia es la guerra que estos chicos entre 7 y 14 años libran contra la autoridad: contra los padres en primer lugar (la relación entre padres e hijos es una guerra en la que los padres tienen la fuerza y los hijos la picardía), pero también frente a los educadores (esa educación casi dictatorial de entonces, donde la violencia en las aulas no era ajena a la enseñanza). “La guerra de los botones” es un canto y una alegoría hacia la infancia, donde la curiosidad y la inocencia son los atributos más característicos que tienen los niños, y donde sus protagonistas juegan a la guerra siguiendo al pie de la letra todo su reglamento, con un mayor sentido de lealtad y de honor que el que se contempla en los verídicos conflictos bélicos. 

Louis Pergaud murió tres años después de publicar el libro, atrapado en una alambrada, bajo el fuego cruzado de dos pueblos vecinos y enemigos por herencia. Como en su novela, pero aquí era la Primera Guerra Mundial… y no le dispararon botones. Por fortuna, su memoria permanece en sus películas. Ninguna de las adaptaciones ha modificado la esencia de la historia, que trata el enfrentamiento que mantienen desde varias generaciones atrás los niños de dos aldeas francesas, cuyas disputas se acaban saldando con los botones de su ropa como precio de la derrota, para ser castigados por sus familias cuando lleguen a sus casas con las prendas deterioradas. 

La versión más importante se nos presenta en blanco y negro: La guerra de los botones (Yves Robert, 1962). En las vacaciones escolares de principios de esa década de los sesenta, los chicos de Longeverne liderados por Lebrac (André Treton) y los de Verlans dirigidos por L’Aztec (Michell Isella) se enfrentan y simulan una guerra con espadas de madera, tirachinas y palos. Los niños de ambos pueblos franceses mantienen una rivalidad eterna y, como cada verano, se enfrentan a juegos de guerra donde los botones son el precio de la derrota. 

Una película que casi seis décadas después nos aparece llena de escenas que hoy se verían como políticamente incorrectas, por ese maltrato sistemático a la infancia desde la autoridad que confería la familia o la escuela. Nos llaman la atención las escenas de maltrato físico: los violentos castigos, gritos e insultos que Lebranc recibe de su padre, actos que que se repiten ante la mirada impasible del pueblo y el maestro, aunque ese chico lo que más teme no son los golpes, sino que se le envíe a un internado; la borrachera del pequeño Gibus, provocada porque unos padres de familia le dan de beber aguardiente; niños que gritan continuamente y que llevan navajas, que dan caza y matan a un zorro u hostigan sin piedad a un burro, niños que beben vino y aguardiente en la cabaña que construyen. Porque ellos reproducen lo que ven en los adultos, y los niños fuman y beben como lo hacen en casa sus padres o en la escuela sus maestros. 

Una película que habla de igualdad y fraternidad, de república y monarquía, de pobres y ricos en el diálogo de esos niños en el patio del colegio. Pandillas que se organizan para ganar dinero recolectando setas, pescando o cazando zorros,…y componen su tesoro con los botones, tirantes, cremalleras y cordones que obtienen en las refriegas contra el bando enemigo. Una película donde la única niña que aparece, Marie Tintin (Marie Catherine Faburel), realiza tareas del hogar y de intendencia (coser botones, desgarrones, etc.) para evitar los reproches de las madres, un rol que hoy se consideraría políticamente incorrecto, pero que no es ajeno a una realidad no tan lejana. 

Una película que empieza con el dilema y conflicto de descubrir lo que significa el insulto “huevón” que le dicen a uno de ellos y que finaliza con un gran colofón: cuando Lebranc y L´Aztec se encuentran en el reformatorio al que han sido enviados por sus padres y su frase para enmarcar: “¡Y pensar que de mayores seremos tan tontos como ellos!”. 

Es La guerra de los botones una simpática distopía alrededor de que la guerra es intrínseca desde la infancia, y que nos redirige al recuerdo de otras obras donde el mal no es ajeno a esta temprana edad, como nos recordaron las películas El señor de las moscas (Peter Brook, 1963; Harry Hook, 1990) y Quién puede matar a un niño (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). Pero quizás también es una posible utopía alrededor de la infancia y las guerras, como fuera otro clásico del cine francés en blanco y negro: Juegos prohibidos (René Clément, 1952)

Antes de la película clásica de Yves Robert, Jacques Daroy dirigió en 1936 una versión, bajo el título de La guerre des gosses, en que las bandas de escolares de dos pueblos diferentes están enfrentadas y el conflicto llega a tal magnitud que los padres terminan involucrándose, Pero después aparecerían otras versiones, ya en color:
- En 1994, la versión británica dirigida por John Roberts donde la acción se traslada a las localidades de Ballydowse y Carrickdowse, en donde reza la leyenda: "La mayoría de las guerras duran años; ésta tiene que acabar antes de la cena".
- Y en el año 2011, dos versiones en un mismo año en la cartelera de Francia, algo inaudito: la dirigida por Yann Samuell y la dirigida por Christophe Barratier (cuyo nombre nos suena especialmente por su obra más conocida, del año 2004, Los chicos del coro), si bien esta última adquiere el título original de La nouvelle guerre des boutons y que tiene una localización temporal diferente al original, pues se ubica durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), donde otra contienda se libra en campo francés: dos bandas de chicos de dos aldeas próximas luchan por el dominio de su territorio, mientras en el mundo real reina una guerra con el pensamiento intransigente de los nazis en contra de los judíos. Es una historia que muestra lo peor y lo mejor de las personas, y que contó con actores tan acreditados como Laetitia Casta, Guillaume Kaned o Gerard Jugnot.

Aunque la novela (y las películas) pueda parecer una comedia para niños, junto a la sencillez e ingenuidad del relato, incluye referencias de interés general. Explica cómo se organizan los grupos sociales, los valores que los articulan (lealtad al grupo), concepciones que los inspiran (igualdad), normas obligadas de conducta (disciplina de grupo), distribución de cargas colectivas (aportaciones personales), infracciones sancionables (revelación de secretos) y castigos (azotes con vara). Los oponentes que caen prisioneros son objeto de escarmiento que afecta a lo que consideran el bien más preciado de una persona, el honor. Y la deshonra se inflige mediante el corte de botones, ojales, cintas, cordones y tirantes de las prendas de vestir, lo que provoca sentimientos de vergüenza ante los iguales y de indefensión ante la familia.  En sí, la obra constituye un documento sobre la vida en aldeas rurales a principios de los 60 en Francia. Ya hemos comentado que René Clément  hizo un ejercicio similar en 1951 con Juegos Prohibidos, también un notorio film de enorme contenido pedagógico. Y ambas cintas buscan lo mismo, y tienen en su haber un ambiguo mensaje antibelicista, pero Clément optó por una vertiente mucho más cruda y dramática, todo lo contrario que nos propone Yves Robert con esta magnánima obra.

La semana pasada hablamos de la novela "Mujercitas" y de sus varias versiones cinematográficas. Y esta semana lo hacemos con la novela "La guerra de los botones" y las películas que de esta historia han surgido. Una historia de hombrecitos... que realizan un guerra particular. Una guerra que puede parecer un juego, pero que bien pudiera ser la guerra contra la autoridad (mal entendida).

Y esta película va dedicada a Antonio Aragüez, un ilustrador amigo que nos la recordó hace poco en el grupo de Facebook, Cine solo Cine, y lo hizo con la sensibilidad del artista que es. Porque Antonio es el creador de la mascota de nuestro Servicio de Pediatría, Alacan, y se merecía esta dedicatoria "de cine". 

 

sábado, 2 de noviembre de 2019

Cine y Pediatría (512). “El viaje de Fanny” y el viaje a ninguna parte


El historiador inglés Lord Acton - famoso por haber acuñado el conocido aforismo «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente» - puso ya de manifiesto a finales del siglo XIX la naturaleza contradictoria del nacionalismo, pues así como apareció como una fuerza liberadora y democrática en aquella convulsa Europa, aún no habían aparecido sus desviaciones integristas, totalitarias, imperialistas y xenofóbicas. Y ya fue en el siglo XX cuando se pueden obtener dos grandes conclusiones: que el nacionalismo como tal continuó siendo una fuerza de transformación y cambio y que los nacionalismos (porque hay muy distintas tipologías: liberales y autoritarios, religiosos, étnicos y lingüísticos, abiertos y cerrados) serían causa de importantes y a menudo violentos conflictos, con consecuencias casi siempre decisivas y muchas veces – las dos Guerras Mundiales, por ejemplo – aciagas.

Tras la Segunda Guerra Mundial, en Europa occidental el desprestigio de las ideas nacionalistas y los nacionalismos generaría la aparición del proyecto territorial y político de la construcción de una Europa unida y supranacional, la construcción de la Unión Europea. Otra cosa bien distinta se asoció en lo que se llamaría “tercer mundo” (Asia, África) a movimientos de liberación nacional y/o anti-imperialistas y que estaría en la raíz de alguno de los espinosos problemas internacionales de la posguerra: procesos de decolonización o conflicto árabe-israelí.

El nacionalismo reaparecería en las últimas décadas del siglo XX en la desarrollada y próspera Unión Europea (con particular incidencia en Irlanda del Norte - con el recuerdo del IRA -, Bélgica y España - con el recuerdo de ETA -), pero también en la formación de nuevos estados en la Europa del este tras el colapso del comunismo en 1989 y la desintegración de la Unión Europea y de Yugoslavia (conflictos que han creado el término “balcanización”).

Las guerras nunca traen nada bueno. Los guerras por los nacionalismos tampoco. Y es paradigmático el importante número de películas que nos devuelven la mirada inocente de la infancia ante el nacionalsocialismo alemán, ya por siempre conocido por el terrible nombre de nazismo. Basten algunos ejemplos que ya forman parte de la familia de Cine y Pediatría: Juegos prohibidos (René Clément, 1952), El niño y el muro (Ismael Rodríguez, 1965), El diario de Ana Frank (George Stevens, 1959), El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1998), Hijos de un mismo Dios (Yurek Bogayevicz, 2001), Napola (Dennis Gansel, 2004), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), Rutka: un diario del Holocausto (Alexander Marengo , 2009), La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), La llave de Sarah (Gilles Paquet-Brenner, 2010), Lore (Cate Shortland, 2012), La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), La profesora de Historia (Marie-Castille Mention-Schaar, 2014), La infancia de un líder (Brady Corbet, 2015), entre otros.

Y hoy llega una película más sobre esta temática, y lo que la infancia perdió en aquella Segunda Guerra Mundial. Una película que comienza con estas palabras impresas, mientras la primera escena nos muestra a distintos niños y niñas que reciben cartas en los jardines de una institución: “Durante la Segunda Guerra Mundial, en Francia, los padres judíos confiaron sus hijos a diversas organizaciones que los acogieron y se encargaron de mantenerlos a salvo de las amenazas… Basado en el relato autobiográfico de Fanny Ben-Ami publicado por ediciones de Seuil”. Así comienza nuestra película de hoy, cuyo título es El viaje de Fanny (Lola Doillon, 2015).

Basada en el libro “Le voyage de Fanny”, la película cuenta la historia de Fanny (Léonie Souchaud), una niña de 12 años de origen judío que, tras la ocupación del territorio francés por parte del ejército alemán en 1943, es confiada por sus padres con sus dos hermanas pequeñas a una institución, al igual que muchos otros niños. En la película realizamos un viaje con ella, sus dos hermanas - Georgette y Erika - y otros cinco niños a través del país, con la intención de escapar de la persecución de los solados nazis y poder atravesar a una frontera sin peligro.

La temática no resulta novedosa y parece haber sido vista otras veces, con la crudeza que reviste el hecho de que sea niños los protagonistas del dolor que deja la guerra de los adultos. Por ello, es El viaje de Fanny un film sencillo y sincero que resalta el valor de la esperanza, pero no obvia el dolor de los totalitarismos nacionalistas. Y que en su temática esta película francesa nos recuerda la temática de la película alemana Lore, pues en ambas las hermanas mayores, Fanny y Lore, adquieren la cruda e impropia responsabilidad de salvar a sus hermanos en medio de la inmundicia del nazismo.

Y por ello en nuestra película de hoy no es de extrañar que los niños se pregunten: “¿Tú ya has visto al monstruo?”. Y mientras cambian de lugar y de residencia temporal, nuestra angelical (y fuerte) Fanny sigue mirando a través de sus prismáticos para recordar la realidad que le abrazaba (la de esos padres que no volverá a encontrar) y en búsqueda de un futuro que desea (ni más ni menos que el que nunca se debiera robar a la niñez)…

Y nuestros pequeños héroes consiguen llegar a su destino a la frontera Suiza, donde ellos salvaguardan la vida y donde los espectadores nos quedamos con el colofón final: “Fanny Ben-Amy vive actualmente en Israel. Las tres hermanas vivieron en Suiza hasta el fin de la guerra. En 1946 regresaron a Francia, pero nunca más volvieron a ver a sus padres. El personaje de la Sra. Forman está inspirado en la Sra. Lotte Schwart (Directora del Castillo de Chaumont) y en la Sra. Weil-Salon. Están entre las numerosas personas dispuestas a dar su vida por salvar a los niños. Desde 1938 a 1944, varios miles de niños fueron salvados de la deportación por la OSE (Ouvre de Secours aux Infants), que los sacó de los campos, los ocultó, los pasó por las fronteras de Italia, de Suiza y de España, desde donde los enviaron a Estados Unidos”.

Es El viaje de Fanny – como el resto de películas reseñadas – una lección de historia y una lección de vida. Más nos valdría aprender bien esta lección para no volver a suspender como sociedad. Porque hay demasiados viajes que no llevan a ninguna parte… o llevan inevitablemente a la confrontación y a la guerra entre civiles. Que los niños padezcan los errores de los adultos es doloroso, pero que los adultos pongan a la infancia en medio de sus objetivos políticos es intolerable, cruel y soez.

Y el que tenga oídos que oiga… una vez más. Y hasta que nos quedemos afónicos.