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sábado, 24 de agosto de 2024

Cine y Pediatría (764) “Llévame a casa” desde el cine surcoreano

 

Aunque el cine coreano es centenario, su desarrollo ha sido desde siempre irregular, marcado por la dependencia al régimen político que hubiera en cada momento y los avatares que, como la ocupación de Japón de 1910 a 1945 o la guerra de Corea de 1950 a 1953, fue un desastre para la industria cultural del país. Hay que esperar a la década de los 90 cuando comienza el auge del cine de Corea del Sur, con un mercado propio dispuesto para invertir en grandes producciones y con gran éxito de público. Si a ello le sumamos el reguero de premios y éxitos alrededor del mundo, tenemos un cine que, desde el comienzo del siglo XXI son muchas las voces que lo reivindican como uno de los más estimulantes y de mayor calidad del panorama internacional. Una fábrica de relatos apasionantes con un tratamiento narrativo único y una facilidad pasmosa para dejar al respetable clavado en la butaca con unos libretos imprevisibles. 

Porque el cine coreano merece ser estudiado con atención, o al menos revisar a sus directores y films más conocidos en el panorama internacional, con al menos cuatro nombres claves. Kim Ki-duk; Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (2003), Hierro 3 (2004), El arco (2005), Time (2006), Aliento (2007). Bong Joon-ho: Memories of Murder/Crónica de un asesino en serie (2003), Mother (2009), Rompenieves (2013), Okja (2017), Parásitos (2019). Kim Jee-woon: The Quiet Family (1998), A Bittersweet Life (2008), El bueno, el malo y el raro (2008), Encontré al diablo (2010), El imperio de las sombras (2016). Park Chan-wook: Oldboy (2003), Stoker (2012), La doncella (2016), Decisión to Leave (2022) y su trilogía de La venganza. Directores de nombre difícil de recordar, pero películas difíciles de olvidar. Pero son muchos más los nombres, y algunos ya forman parte de la familia de Cine y Pediatría, donde se encuentra Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), gran triunfadora de los Óscar de aquel año por méritos propios, pero también Sang Woo y su abuela (Jibeuro) (Lee Jeong-hyang, 2002), Princesa (Han Gong-Ju) (Lee Su-jin, 2013) y Un monstruo en mi puerta (July Jung, 2014) y quizás también Minari, Historia de mi familia (Lee Isaac Chung, 2020), pues aunque la película es estadounidense, el director y la historia es simbólicamente coreana. Porque si algo saber hacer el cine de Corea del Sur es abordar sin tapujos las miserias de su aparente opulenta sociedad.     

Y hoy enlazo con la tercera parte de esa mítica trilogía de la venganza de Park Chan-wook, Sympathy for Lady Vengeance (2005), porque su actriz protagonista, Lee Young-age, es la actriz principal de nuestra película de hoy, un drama con tintes de thriller de una madre en busca de su hijo desaparecido: Llévame a casa (Kim Seung-woo, 2019), ópera prima en la dirección de este actor habitual, quien logra mantener el interés de la historia por los giros de guion y por mostrar una realidad que no es ajena a uno de los países tecnológicamente más avanzados del mundo. 

Vamos descubriendo al inicio de la historia que unos padres buscan desde hace 6 años a su hijo desaparecido, Yoon-su. La madre, Jung-yeon (Lee Young-ae) es enfermera y el padre lleva tiempo sin trabajar, dedicado a una búsqueda incesante con las octavillas del menor desaparecido. Se relacionan con una asociación de niños desaparecidos y con familias que han pasado por similar trance, y a uno de estos niños reencontrado le llega a decir Jung-yeon: “Tengo un hijo igualito a ti, pero lo he perdido”. Los sentimientos de culpa emborronan sus vidas y se preguntan: “¿Volveremos a vivir como antes? Cuando al fin regrese, ¿podremos volver a la normalidad?”

Cuando el padre intenta retomar su vida laboral como profesor, un absurdo accidente de tráfico acaba con su vida. Jung-yeon no tiene muchos motivos para vivir y las posibilidades del suicido rondan su cabeza. Entonces recibe una llamada, con extorsión por medio, de que creen que han visto a su hijo en un puesto de pesca de la isla de Naebu, en un chico por nombre Min-su que parece tener algunos de los rasgos físicos descritos en las octavillas. Un niño que, junto con otro algo menor, Jin-ho, forman parte de una familia disfuncional que les propician todo tipo de maltrato físico y psicológico, incluido el abuso sexual, como reflejo de la corrupción social y policial que les rodea. Y en ese ambiente aparece la madre coraje que todas las madres llevan dentro y no se rinde por descubrir una verdad que le ocultan, incluso con la violencia: “Hijo, te prometo que te encontraré”. Pero antes de que el mar se lleve en el rompeolas a su supuesto hijo, Min-su/Yoon-su, tiene tiempo para decirle: “Perdóname, hijo. ¡Siento haber llegado tan tarde!”. 

Un final muy duro y oscuro, pero donde el detalle de esa uña partida del pie de carácter familiar abre la puerta a la esperanza. Y al final, dos años más tarde, se nos muestra en un día luminoso que Jung-yeon habla por teléfono con Jin-ho, que la llama mamá, y nos damos cuenta que siguen buscando a Yoon-su. De hecho, la madre acude a un orfanato y al ver a un niño con una marca en la oreja, sonríe. 

No es Llévame a casa quizás el mejor ejemplo de película coreana de renombre, pero si nos devuelve otra mirada de una lacra de carácter internacional como es la desaparición de menores, una crisis que ha afectado y sigue afectando al mundo, con organizaciones que estiman que unos 8 millones de menores desaparecen cada año. Un problema que afecta a todos los continentes, especialmente alarmante en Latinoamérica, pero del que no es ajeno Estados Unidos o Europa (en España se estiman unas 20.000 denuncias anuales) y donde los datos al respecto África y Asia quizás no sean tan concretos. 

Una tragedia que trasciende fronteras y afecta a todos los sectores de la sociedad, y que en Cine y Pediatría hemos revisado bajo el prisma de la filmografía principalmente estadounidense: En lo profundo del océano (Ulu Grosbard, 1999), El fuego de la venganza (Tony Scott, 2004), Adiós pequeña, adiós (Ben Affleck, 2007), El intercambio (Clint Eastwood, 2008), The Lovely Bones (Peter Jackson, 2009), La habitación (Lenny Abrahason, 2015), Searching (Aneesh Chaganty, 2017), Sonido de libertad (Alejandro Monteverde, 2023), o Amber: The Girl Behind The Alert (Elizabeth Fisher, 2023). Y menos desde otras filmografías, como Alemania (Silencio de hielo de Baran Bo Odar, 2010), Australia (Una chica perfecta de Simone North, 2009) o España (El caso Wanninkhof, una doble tragedia de Fernando Cámara y Pedro Costa, 2008; El secuestro de Anabel (Pedro Costa, 2010); La isla mínima de Alberto Rodríguez, 2014; o Cerdita de Carlota Pereda, 2023). Y hoy revisamos esta lacra que es la desaparición de menores desde Corea del Sur, desde una filmografía particular y en auge.              

 

sábado, 16 de marzo de 2024

Cine y Pediatría (740) “Sparta”, una escuela tan polémica como la “agogé”


La “agogé” (en griego significa “criar”) era el antiguo programa educativo espartano, que entrenaba a los jóvenes varones en el arte de la guerra, según un programa fue instituido por el legislador Licurgo en el siglo IX a.C. y que formó parte integral de la fuerza militar y el poder político de Esparta. Porque los niños varones eran criados principalmente por sus padres hasta la edad de siete años, cuando entraban en la “agogé” y eran conocidos como “paides” (niños), y se graduaban alrededor de los 30, momento en el que podían casarse y formar una familia. La participación de los niños y jóvenes espartanos en la “agogé” era obligatoria; pero a las niñas espartanas no se les permitía ingresar, y eran educadas en casa por sus madres o entrenadoras. 

El objetivo de la “agogé” era transformar a los niños en soldados espartanos cuya lealtad se dirigía al Estado y a sus hermanos de armas, no a sus familias. La alfabetización estaba incluida en el plan de estudios, pero no era tan importante como la formación militar y las técnicas de supervivencia. Como en otras ciudades-estado griegas, las relaciones homoeróticas entre candidatos mayores y jóvenes se consideraban un aspecto natural del crecimiento y la madurez pero, en Esparta, parece que se fomentaban para crear un vínculo más estrecho entre los hombres que terminarían sirviendo en las fuerzas armadas. Por tanto, las relaciones pedófilas estaban institucionalizadas y cabe considerar que el modelo de la “agogé” fue elogiada como la forma ideal de educación por los filósofos Platón y Aristóteles, así como por el escritor Jenofonte, aunque historiadores posteriores como Plutarco fueron más críticos con el programa. 

Sirva esta introducción para hablar hoy de una de las películas más polémicas recientes, y que ha tenido como protagonista a un provocador director austríaco, cuyo estilo esteta, cínico e irónico firma un desolador, crudo e inquietante retrato de la pedofilia: Sparta (Ulrich Seidl, 2022). Película que se considera la segunda parte, y final, de la obra que diera comienzo con Rimini (2022), donde se nos mostraba el oscuro sótano donde habitaba el singular Richie Bravo (Michael Thomas), un antaño carismático cantante de pop austríaco, y la relación con su padre y su hermano Ewald (Georg Friedrich). Si en Rimini la historia nos transportaba a una ciudad bucólica bañada por el mar Mediterráneo, Sparta navega desembarcando en otra mítica ciudad, igualmente mediterránea, de la antigua Grecia, aunque lo hace de forma figurada, ya que la acción lo hace en un pequeño pueblo del entorno rural de Rumanía. Y en Sparta el protagonista exclusivo es Ewald. 

Comienza Sparta en una residencia de ancianos, como un guiño a Rimini, donde Ewald visita a su padre. Ewald trabaja en una fábrica y tiene una pareja más joven, pero no es feliz en ese lugar frío y triste de Transilvania donde vive. Nos sorprende cuando se acerca a un parque infantil e intenta comportarse como un niño. Entrado ya en los 40, deja a su novia y se muda a otro lugar del interior de país, donde acabará instalándose en una escuela abandonada. Y como un flautista de Hamelin consigue atraer a los niños de la zona, quienes le ayudan a limpiar la escuela abandona, mientras él les compra refrescos y golosinas. Y se le ve feliz por primera vez. A partir de aquí alterna su tiempo entre las visitas al padre demenciado en el asilo y los juegos con los niños en la escuela en ruinas, escuela que acaba siendo su fortaleza. Allí donde Ewald no le quedará otra opción que enfrentarse a una verdad que ha mantenido oculta durante mucho tiempo. 

En la escuela enseña judo a los niños, con kimono y tatami, y aunque habla poco el rumano, se hace entender. Les quita la camiseta y realiza fotos de los menores haciendo poses, que ve en la soledad. Luego llegan las caricias. Se hace pasar profesor de judo antes los padres, que comienzan a preguntar quién es. Van aumentando el número de niños que llegan y se encariña de uno, Octavian, quien muestra marcas de malos tratos y Ewald le protege, prometiendo ir a la policía. Con el tiempo les viste de guerreros espartanos y a cada uno les da un nombre: Fides, Hércules, Apolo, Odiseo, Neptuno, Spartaco,… Y rodea de vallas de madera la escuela y sobre la puerta el nombre de Sparta, el título de nuestra película y de ese guiño a aquellos “agogé”. Les entrena en la lucha grecorromana, cada vez con menos ropa. Y se ducha con ellos al acabar la lucha, ya desnudos. Con el tiempo los niños no regresan a sus casas y se quedan a dormir en Sparta, pues es posible que algunos crean sentirse más seguros. 

Está claro que Sparta no es ni una academia ni un parque de juegos, sino un centro de operaciones creado por Ewald para sucumbir a su filia, que se alimenta de la vulnerabilidad y la inocencia infantil. A pesar de la atmósfera incómoda, los chicos no son conscientes de lo que está pasando a su alrededor. Pero finalmente los padres detectan la situación: “Todo el pueblo habla de ti, Octavian”, le dice al niño su padre maltratador. Y acuden a Sparta para linchar a Ewald. 

Es fácil entender que Sparta es una película incómoda. Muy incómoda. Tan incómoda que asfixia sean las escenas en el asilo o las de la escuela. Seidl marca los tempos con muchísima habilidad, manteniendo los planos y alargando ciertas escenas, y cuanto más vamos conociendo a su protagonista, más aumenta la tensión. Y la polémica no procede de lo que enseña, porque no enseña nada físico, sino que lo terrible de la película de Ulrich Seidl es lo que no enseña: y no mostrar el hecho consumado no hace a la película menos escalofriante ni a su protagonista más exonerable. 

Cabe recordar que la proyección de la película austriaca fue prohibida en el Festival de Venecia después de que Ulrich Seidl fuera acusado de explotar a menores rumanos durante el rodaje y no explicar correctamente a los padres de qué iba la película. Y es que la película versa sobre la pedofilia. Un problema que afecta a los menores desde la Grecia clásica (y antes) hasta nuestros días.

 

sábado, 2 de diciembre de 2023

Cine y Pediatría (725) “The Quiet Girl”, la emoción de ser querida


La escritora irlandesa Claire Keegan publicó en el año 2010 la novela corta “Foster” y, 12 años después, el director irlandés Colm Bairéad se estrena en el largo con la adaptación de esta obra, bajo el título de The Quiet Girl (2022), una obra llena de sentido y sensibilidad con un buen recorrido por festivales de cine y que en su año fue nominada al premio Óscar a Mejor película internacional, premio que fue a parar ese año a la película alemana Sin novedad en el frente (Edward Berger, 2022). 

Porque el primer largometraje de ficción del documentalista Colm Bairéad nos muestra la numerosa y disfuncional familia de Cáit, esa niña de 9 años de ojos azules y serena belleza (maravillosa interpretación de Catherin Clinch en su primer papel), en la Irlanda rural de principio de la década de los 80, donde sobrevive junto a un mujeriego y borracho padre, una madre dejada y engañada y tres hermanas mayores, un hogar donde apenas nadie se preocupa de ella. Un hogar donde los padres se olvidan de prepararle la comida cuando acude a clase, lugar donde también la consideran un bicho raro. Con ese ambiente de familia disfuncional y la poca integración escolar no extraña que tenga problemas de aprendizaje, sufra enuresis nocturna, sea una niña callada y quiera pasar desapercibida. 

Cuando la madre queda nuevamente embarazada, deciden enviarla a casa de unos familiares lejanos, unos primos de la madre, allí donde descubre el cariño y protección que no ha tenido hasta entonces. Los familiares son un matrimonio de mediana edad que viven solos en una casa de campo. La mujer, Eihblín (Carrie Crowyley), trata a Cáit con sumo cariño y respeto desde el principio y le regala enseguida este mensaje: “Una casa en la que hay secretos es una casa avergonzada. Y aquí la vergüenza no tiene cabida”. Pero también piensa sobre la propia niña: “Que Dios se apiade de ti. Si fueras mi hija, jamás te abandonaría en casas de unos desconocidos”. El marido, Seán (Andrew Bennett), se muestra algo más distante al principio, pero enseguida cambia su actitud, y al cabo de un tiempo piensa: “Tienes mejor aspecto. Solo hacía falta que te cuidaran un poco”

Y la historia se desarrolla como un poema de amor fundamentado en la sencillez. Cuando Cáit mira el papel pintado de trenes de su nueva habitación, cuando corre entre la fila de árboles para recoger el correo, cuando ayuda a cocinar y limpiar, cuando busca agua en el pozo, cuando le compran ropa nueva en la ciudad, incluso cuando asiste a un entierro. Sin otros niños alrededor. Solo ellos tres en la casa de la campiña irlandesa, rodeados de la naturaleza. Y sentimos cómo crece el cariño entre ellos, cariño sin afecto físico, pero que no se desmorona cuando una vecina descubre a Cáit uno esos secretos de los que también había en ese hogar, una dolorosa verdad. 

Cáit lo vive todo con pocas palabras y sentimos cómo va arreglando una pequeña parte de lo que tiene roto, aunque también somos conscientes de que jamás podrá curar de todo el trauma de una infancia infeliz. Y Seán la defiende ante los que le dicen que es una niña de pocas palabras: “Porque solo usa las palabras que necesita. Ojalá hubiera más personas como ella”; y sus consejos suenan sabios: “No estás obligada a hablar. Recuérdalo siempre. A menudo la gente desaprovecha la oportunidad de callarse y luego sufre por ello”. 

Es fascinante ver durante la hora y media de metraje esta conmovedora reflexión sobre la familia encontrada. Y a buen seguro que la fotografía de Kate McCullough y la música de Stephen Rennicks contribuye a este estado de búsqueda del cariño y respeto que ha encontrado y que sabe que existe, aunque no será permanente. Porque un día tiene que volver….cuando ya la madre ha dado a luz a su quinto hijo. En el hola con sus padres y el adiós con Eihblín y Seán no hay muestras de cariño. Pero entonces llega esa maravillosa escena final, cuando la carrera de Cáit nos dirige al primer abrazo, tan profundo como desgarrador. 

Es The Quiet Girl un ejemplo de que menos es más y que nos interroga a los espectadores con esta pregunta: ¿qué ocurre cuando a una niña criada en una familia disfuncional le dejas vislumbrar lo que podría ser el amor familiar, aunque con fecha de caducidad? Hace poco comentamos la película Broker, allí donde el cine de Hirokazu Koreeda nos volvía a enfrentar a su peculiar reflexión sobre la familia encontrada, aquella que va más allá de la consanguinidad. Y The Quiet Girl nos devuelve esa reflexión, ahora desde Irlanda y rodada en gaélico. Una película con alma, mucho corazón y vida. Una película que emociona al sentir la emoción de Cáit al ser querida. Un cariño y cuidados que debieran recibir todos los niños y niñas de este mundo, pero que sabemos que, desgraciadamente, no es así en muchas ocasiones… 

 

sábado, 11 de noviembre de 2023

Cine y Pediatría (722) “Sonido de libertad”, los niños de Dios no están en venta

 

Alejandro Monteverde es un director de cine mexicano que ya en su ópera prima, Bella (2006), se unió al actor mexicano, pero también productor y activista político conservador, Eduardo Verástegui para dejar esta película pro vida que abordó el aborto y la adopción, en lo que pretendió ser un poema de amistad y amor a una mujer y un canto a la vida y a la generosidad como forma de encontrar la paz con uno mismo. Años después, Monteverde abordó en su segundo largometraje, Little Boy (2015), un drama bélico repleto de sentimiento y valores, apología de la familia en esa historia de superación donde la fe y el amor permiten luchar siempre hasta el final. De nuevo Eduardo Verástegui estuvo a su lado como productor y actor. Y esa unión entre ambos se vuelve a dar en la tercera película de Monteverde, la recién estrenada Sonido de libertad (2023), una obra que ha tenido un gran sonido (más bien estruendo) a su alrededor.  

Porque Sonido de libertad ha sufrido una agresiva campaña mediática, boicoteada por las grandes plataformas digitales del mundo y los “majors” de Hollywood, donde la política y los discursos de odio se han apoderado de la conversación dejando al cine y a la propia película de lado, quizás porque molesta que se muestre esta historia basada en hechos reales y donde se expone que la infancia de muchos países sufre el secuestro y explotación sexual de niños y niñas. Una película que no deja indiferente y cuya polémica solo ha servido para convertirla en una de las más taquilleras del año, donde el boca a boca ha llevado a las salas de cine a los espectadores, pese a ser denunciada por los progresistas como una película conspiranoica y ensalzada por los conservadores como necesaria denuncia. 

Pero el caso es que la historia y el personaje, por nombre Tim Ballard (interpretado por Jim Caviezel), son reales. Un agente que renunció a su trabajo en el Departamento de Seguridad Nacional para localizar a un niño desaparecido que había sido secuestrado por traficantes sexuales. Su misión lo llevó a Colombia, donde, con la ayuda de la policía, salvó a numerosos niños de una red de tráfico, como se muestra en la película. Y en 2013, Tim Ballard fundó Operation Underground Railroad (OUR), una organización sin ánimo de lucro con sede en Estados Unidos que trabaja para acabar con el tráfico sexual infantil y, según el sitio web de la asociación OUR, ya ha salvado de la trata a más de 7.000 personas, ha estado involucrada en más de 6.500 detenciones en todo el mundo y ha llevado a cabo más de 4.000 operaciones. Pero tras el lanzamiento de Sonido de libertad y la campaña generada a su alrededor, la historia de Ballard se ha visto salpicada por varias polémicas: es acusado de haber falsificado la cantidad de niños que ha salvado, de tener unas prácticas poco éticas y al margen de la ley, así como que la mayor parte de la historia de Ballard es una invención; pero la polémica más reciente es que han acusado al propio Ballard de acoso sexual por parte de trabajadoras de OUR a las que pudo utilizar en su labor de rescatar a víctimas del tráfico sexual. Lo cierto es que cada vez se vuelven más confusas las verdades y mentiras sobre su persona y su trabajo, y es fácil reconocer que todo esto no es para facilitarle el camino. Pero la realidad es otra, y una película que costó 15 millones dólares lleva ya recaudados más de 250 (y subiendo), situándose muy por delante de la última de Harrison Ford, Indiana Jones y el dial del destino (James Mangold, 2023) y de la última de Tom Cruise, Misión imposible: Sentencia mortal-parte 1 (Christopher McQuarrie, 2023). 

Pero centrémonos en la película y dejemos por ahora la polémica de lado. Una película sobre el sórdido submundo del tráfico sexual en Latinoamérica, cuya historia nos pasea por Tegucigalpa (Honduras), Calexico (California, USA), San Diego (California, USA), Cartagena de Indias (Colombia), Tijuana (México), Bogotá (Colombia) y la provincia colombiana de Nariño. Las imágenes iniciales de grabaciones reales de vídeo robando niños y niñas en la calle nos introducen en el tema. Y la historia se centra en los hermanos Aguilar, Rocío de 11 años y Miguel, de 7, quienes son engañados con una audición fotográfica para ser secuestrados. En breve conocemos a Tim Ballard y su compañero Paul (Eduardo Verástegui), agentes policiales en busca de pederastas y la conversación entre ellos no deja duda: “Es un mundo jodido. He visto muchos escenarios del crimen. Pero esta mierda es muy diferente”, “Nuestro trabajo es capturar pedófilos… pero el problema es encontrar a los niños”. 

Tras conocer el caso de estos hermanos desaparecidos, Tim pide a sus superiores un tiempo para poder infiltrarse en la red de pederastia, y es apoyado por su esposa (y 7 hijos). La pregunta que le hace el padre de Rocío y Miguel no le deja indiferente: “¿Podrías dormir sabiendo que una cama de tus hijos está vacía?”… Y Tim acaba renunciando a su trabajo por seguir con esta misión que se ha propuesto, y a la pregunta de sus superiores de por qué lo hace, él responde: “Porque los niños de Dios no están en venta”. En ese momento pide ayuda a Paul y a un personaje conocido como Vampiro (Bill Camp), quien ha cambiado en su vida y ahora se rige por otros patrones: “Cuando Dios te dicta qué debes hacer, no debes vacilar”. 

Y esta película de cine independiente estadounidense funciona como un thriller, quizás con más defectos que virtudes, pero lo que ha llamado la atención no es el cómo (la técnica cinematográfica) sino el qué (se cuenta y denuncia). Y es así como logran rescatar de este secuestro a un buen número de niños y niñas, quienes en un momento juegan a tocar las palmas y entonces Tim comenta: “Oyes eso. Es el sonido de la libertad”. Y al finalizar suena la canción “Pienso en ti” de Shakira, mientras los espectadores podrán seguir pensando en esta historia, tan cruel como la vida misma. 

Terminada la película, un cartel conmina a los espectadores a permanecer en sus butacas durante los títulos de créditos. En ese momento, el propio actor Jim Caviezel se dirige a la audiencia con un mensaje muy directo, sin tapujos, describiendo cómo esta película ha tardado cinco años en poder se emitida dadas las dificultades puestas a su estreno y en la que nos invita a recomendar la película y hacer que Sonido de libertad se convierta en similar a lo que fue la novela “La cabaña del tío Tom” frente a la esclavitud (y en este caso también frente a la pederastia). Y con el eslogan "Los chicos de Dios no están en venta" suena la canción “Sound of Freedom” de Justin Jesso. 

El nombre de tres católicos practicantes, el director Alejandro Monteverde, el actor y productor Eduardo Verástegui, y el actor Jim Caviezel (que a nadie dejó indiferente a partir de interpretar a Jesucristo en La pasión de Cristo de Mel Gibson, y ahora por su supuesta cercanía a las teorías QAnon, que denuncian la existencia de una red pedófila formada por famosos y políticos a lo largo y ancho del globo) se unen en esta película y esta historia que ha provocado un estruendo. Pero ya saben el dicho: ¡ladran, luego cabalgamos!. 

Y, sí, el tema de abusos a menores es incómodo, pero no hablar de ello no es la solución, pues se trata del segundo negocio criminal más lucrativo, solo por detrás del tráfico de drogas. Porque de los 40 millones de personas que son víctimas de la trata, el 25%, es decir, 10 millones, son menores de edad, quienes padecen desde matrimonios forzados a trabajos forzados, participación en grupos armados, vinculación a la pornografía, turismo sexual y abuso sexual, etc. Unos datos de UNICEF que tienen poco de conspiranoicos…

 

sábado, 11 de diciembre de 2021

Cine y Pediatría (622) “Ángeles del sol” y la noche de la prostitución infantil

 

La semana pasada llegó a Cine y Pediatría la primera película portuguesa, puro cine de crítica social, con Listen (Ana Rocha, 2020).  Y hoy seguimos también con la crítica social de la cinematografía en portugués, si bien de un país como Brasil que ya está presente en nuestro proyecto con películas tan potentes como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002),  El año que mis padres se fueron de vacaciones (Cao Hamburger, 2006), Mi planta de naranja lima (Marcos Bernstein, 2012) y  El mundo y el niño (Alê Abreu, 2013).  Todas ellas películas con una interesante reflexión alrededor de las infancias desde varias ópticas. Al igual que la película que hoy nos convoca: Ángeles del sol (Rudi Lagemann, 2006), una dura visión de la prostitución infantil fundamentada en una serie de relatos de prensa y que aquí se centra en la historia de María (Fernanda Carvalho), una niña de 12 años que, después ser vendida por sus padres, se ve envuelta en una red de prostitución infantil en un periplo que va de la selva amazónica a la gran urbe. 

Todo comienza bajo los acordes de una hermosa música clásica de cuerda, mientras un extraño hombre, por nombre Sr. Tadeau, llega a la isla donde María, esa niña de pelo corto, es vendida por sus padres, como antes lo fuera otra hermana. Los padres las venden para que consigan un futuro mejor, pero la realidad es muy otra…y quizás no sean ajeno a ello. Porque escondidas en un camión, María llega con otras adolescentes a la casa de Madame Nazaré: “Estoy aquí para ayudaros”. Tras un baño y nueva ropa, son subastadas a los hombres que acuden a esa casa. Y María e Inés son compradas por el Sr. Lourenzo, quien, tras violarlas, las envían a un club en medio de la selva amazónica. Las primeras lágrimas de María aparecen cuando vislumbra cuál va a ser en realidad su futuro. 

En la pequeña población amazónica de Socorro y en el club de alterne Casa Roja les recibe el encargado, Sr. Saraiva, quien arenga a estas dos chicas: “A partir de hoy tendréis una nueva vida. Tendréis cada una vuestro cuarto. Y más: os alimentaré, os vestiré, os daré medicinas y perfumes. Y todo lo que necesito es que os acostéis con mis clientes. ¿Fácil, verdad?.. Ah, y no tengáis ninguna idea de intentar huir”. Saraiva anuncia por megafonía a la población la llegada de nuevo material, tras lo cual se santigua ante una imagen de la virgen. Y él es el primero en probar ese “material”. Y la posterior escena del pasillo pasando clientes, nos hace sentir sin ver. “Me duele mucho y me siento sucia”, nos dice María entre lágrimas; y deciden huir, pero acaban capturadas tras ser perseguidas con perros de presa, y recibir un brutal castigo que acaba con la vida de Inés y con la inocencia de María. 

Sin otro remedio, María se acopla a la vida en la Casa Roja, donde el proxeneta Saraiva les engatusa con la compra de una televisión para ver fotonovelas o el propio Campeonato de Fútbol (posiblemente el del año de 2002 celebrado en Corea del Sur y Japón, y que ganara Brasil en la final contra Alemania). Y nos parece tan paradójica esa escena donde chicas y clientes cantan ensimismados el himno nacional, ajenos a toda la vergüenza que les rodea. Apenas una sonrisa esboza María en toda la película, pero esta dura poco cuando se entera que una compañera no está enferma de malaria, sino de sida, y la hacen desaparecer. Y está claro que, en este negocio fraudulento y vil, la compra de preservativos no forma parte del propósito su dueño. 

Con la llegada del Sr. Lourenzo al club, el primer comprador y violador de María, nuestra protagonista decide huir de nuevo con la ayuda de su compañera Celeste, con la que comparte uno de los escasos momentos de ternura. Y logra llegar a Río de Janeiro y encontrarse con la Sra. Vera, amiga de Celeste. Pero en realidad es otra madame de la prostitución - quien le dice: “Bienvenida a la Ciudad Maravillosa” – y le cambia el nombre (ahora se llamará Isabella Ferreira do Santos, nombre de una joven fallecida cuyo nombre se encuentran en la lápida del cementerio) y también de look, incluida peluca que tape su pelo corto que a tantos sorprende. Y es así como cambia la selva amazónica por la selva de la gran ciudad, el megáfono del club por las citas de internet de la gran urbe. Por ello, vuelve a huir… 

Y su huida es con destino es a ninguna parte. Y por ello, cuando el camionero que la recoge le pregunta por su nombre, ella responde: “Isabela”. Y aquí, en los créditos finales, aparece este mensaje:Esta película está basada en hechos reales descritos en artículos periodísticos en la prensa brasileña y por organizaciones no gubernamentales. Reportaje publicado por la Secretaría Especial de Derechos Humanos en enero de 2005, denunciando la explotación sexual comercial de niñas y adolescentes de 937 municipios brasileños. Se calcula que 100.00 niñas y adolescentes son actualmente explotadas sexualmente en Brasil”. 

Y por ello, Ángeles del sol es una película que va más allá de la simple crítica cinematográfica y que atesora su valor en el poder de denuncia a la explotación sexual de niñas en Brasil (pero cuyo problema se extiende en toda Latinoamérica). Esta película brasileña quizás no llegue a la contundencia del magnífico obra sueca Lilja 4-ever (Lukas Moodysson, 2002), pero si es superior a muchas otras que se han acercado a este peligros abismo, y en ambos casos sus protagonistas femeninas tienen mucho que ver con ese brillo: Oksana Akinshina en la obra sueca, Fernanda Carvalho en la actual. Porque Ángeles del sol nos sumerge en la terrible noche de la prostitución infantil, un mal que acaece en los cinco continentes y que hace que más de tres millones de menores caigan en redes de prostitución, lacra íntimamente asociada a la pobreza y la orfandad. 

 

sábado, 5 de septiembre de 2020

Cine y Pediatría (556). “Los niños de Windermere”, luz para la supervivencia

 

Hoy hablamos de una película que de nuevo es memoria histórica. Una memoria que no debemos olvidar sobre como los errores de los adultos (en formato de guerras) afectan a la infancia. Este es un tema habitual en Cine y Pediatría y lo ha sido en el contexto español principalmente en relación con la Guerra Civil Española y lo ha sido en el contexto europeo principalmente en relación con la Segunda Guerra Mundial. Y lo ha sido en muchos otros contextos bélicos con la infancia de testigo. 

Una película que comienza con las declaraciones de los personajes reales que vivieron esta historia, la historia de una infancia ultrajada: “Me arrancaron de los brazos de mi padre y me llevaron con ellos. Nunca olvidaré este momento…”, “Nos bajaron del tren, ponían a los chicos y a los hombres en una cola, a las mujeres y a los niños en otra cola…”, “Tenía 10 meses cuando llegué a Theresienstadt…”, “Por las noches veíamos el resplandor de los hornos….”, “Había cadáveres esparcidos…”, “Espero que mañana no me toque a mí…”, “Siempre muertos de hambre. Solo pensábamos en comer…”, “En teoría tenían que eliminarnos…”, “Cogieron a los 10.000 niños, los llevaron a Chelmo, los metieron en las cámaras de gas y los enterraron en fosas comunes…”, “No me creí que la guerra había terminado hasta que no vi a los rusos capturar a los soldados alemanes…”, “Nos dijeron que íbamos a Inglaterra. Yo no sabía nada de Inglaterra, ni tampoco de inglés. Solo sabía unas pocas palabras como OK…”, “No llevaba nada conmigo, porque no tenía ropa…”, “No sabíamos a dónde íbamos ni qué íbamos a hacer…”. Y tras ello, una aclaración histórica: “En agosto de 1945, el gobierno británico aceptó acoger a mil niños supervivientes de los campos de concentración nazis. Llevaron 300 al complejo Calgarth, junto al lago Windermere. Allí habían reunido a un grupo de psicólogos y voluntarios con la esperanza de rehabilitarlos. Este largometraje está basado en hechos y personas reales”. 

Y así comienza la película Los niños de Windermere (Michael Samuels, 2020), una coproducción entre el Reino Unido y Alemania que narra los hechos reales ocurridos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando Oscar Friedmann, un psicólogo judío, buscó la forma de ayudar a los niños supervivientes de los campos de exterminio nazis. 

Y es tanto el dolor que estos chicos y niños han sufrido en los campos de concentración y en sus vivencias previas, que no se fían de nada. Ni incluso de la buena voluntad de los que les acogen en otro país. Es tal el trauma que cualquier cola les resulta premonitoria de un nuevo fin, que el cambio de ropa les lleva a pensar en lo peor, o que cuando les preguntan por el nombre solo se les ocurre enseñar su número identificativo tatuado en la piel. Porque algunos de estos jóvenes vienen de vivir las traumáticas experiencias de hasta cuatro campos de concentración. Chicos y chicas que llegan con problemas de salud, de malnutrición, de mala higiene dental, de problemas psicológicos y mentales graves. Por fortuna, no tardan en darse cuenta que el lugar donde se encuentran no tiene focos de vigilancia, ni vallas electrificadas, ni crematorios,… 

Es Los niños de Windermere una película donde la crítica proporciona una puntuación regular por sus cualidades cinematográficas. Yo le doy una calificación muy alta por su valor histórico y emocional. Vale la pena entender lo que digo con varias escenas: 
- Cuando tienen que poner a los niños pequeños a dormir en habitaciones separadas de niños y niñas, y la cuidadora inglesa dice “Me pregunto cómo les habrá afectado todo eso” y la cuidadora alemana le responde, “Vuélvase”… Y ve lo que ve. Porque son supervivientes a cualquier precio, el precio con el que les ha castigado la guerra de los adultos. 
- Cuando uno de los jóvenes huye del centro de acogida y al verse libre entre el bosque y el río, sonríe y ríe de alegría por sentir algo así como la libertad. 
- Cuando en el primer desayuno salen corriendo del comedor a esconder el pan que estaba en las cestas, porque mantienen ese instinto puro de supervivencia que le ha llevado a seguir vivos. 
- Cuando el rabino les enseña inglés o cuando en la escuela dibujan en un papel en blanco sus experiencias. Dibujos que asustan a la profesora, pues son incapaces de retener recuerdos felices de su vida. 

Porque cómo olvidar las vivencias de una realidad rodeada de crueldad en la que crecieron estos chicos y chicas polacos judíos, llena de hambre, palizas, tiros, la horca, la cámara de gas, el abandono, la muerte de sus familias,… Difícil educarles en el “olvídalo y céntrate en el futuro”, difícil hacer desaparecer las pesadillas de sus sueños. Y aún así lo que más les preocupaba era saber si podrían recuperar a sus familias. 

Y en el final de la película, como es habitual en este tipo de obras, aparecen los protagonistas reales, ya ancianos, explicando qué significó Windermere para ellos. Y allí se nos muestran las declaraciones de Arek Hersh, Chaim “Harry” Olmes, Sir Ben Helfgott, Schumel “Sam” Laskier, Ice “Ike” Alterman, Sala Feiermann y Salek Falinower, alguno de aquellos centenares de niños. Y el colofón final: “En total fueron acogidos 732 niños supervivientes del holocausto en Windermere y otras localidades del Reino Unido. Cada años, ellos y sus familias se reúnen para celebrar su supervivencia”. 

Y esta es la película de hoy, la sencilla (y cruel) historia de un grupo de niños judíos supervivientes de los campos de exterminio que son acogidos en otro pasión, en una mansión cerca del lago Windermere, con el fin de ayudarlos a superar su traumática experiencia y a reinsertarlos en la sociedad. Una película en la que los propios supervivientes se involucraron en su realización, para hacernos partícipes de esta historia tan poco conocida y sin caer en el sentimentalismo fácil, dejarnos el mensaje de que siempre hay luz para la supervivencia. 

Recomendable película para ver en familia con nuestros hijos, como un primer acercamiento a una de las grandes tragedias de la historia de la humanidad. Como siempre, pero en esta película más, ver en versión original: pues aquí cabe diferenciar bien los tres idiomas que se mezclan constantemente: inglés, alemán y jidis.

 

sábado, 9 de mayo de 2020

Cine y Pediatría (539). “Heli” sobrevive al infierno del narcotráfico


Justo en esta semana hubiera regresado de México, un año más y con motivo de actividades congresuales y académicas relacionadas con este país tan querido. Pero un virus con corona nos destronó a todos y paró el mundo. Y ese viaje ya programado a los estados de Guanajuato y Veracruz tendrá que esperar para otra ocasión. Pero eso no obvia que nuestra relación se mantenga, así como la conexión profesional. Y como motivo de ella, la Dra. Maricruz Ruiz Jaramillo me remitió hace unos días un enlace sobre 18 películas grabadas en el estado de Guanajuato. Y sobre una de ellas versa este post de hoy. 

Porque hoy hablamos de Amat Escalante, barcelonés de nacimiento y mexicano de elección, quien ha tomado a Guanajuato como estandarte en distintas películas. Y hoy hablamos de su película Heli con la que obtuvo el premio al Mejor director en Festival de Cannes 2013, el mismo año que la Palma de Oro fue a recaer en una película tan contundente como La vida de Adèle y usurpando ese galardón al director de ésta, Abdellatif Kechiche. Y es que si dura es La vida de Adèle, por la carnalidad del amor homosexual de sus protagonistas, dura es Heli, por la extraordinaria falta de épica con la que nos muestra el tema del narcotráfico en México. 

El problema de la droga y el narcotráfico está muy extendido en el mundo, y en algunos países, como México, es una lacra. El origen del narcotráfico en México viene desde principios del siglo XX en el estado de Sinaloa; sin embargo, el detonante que contribuyó a su expansión y a la escalada de violencia que vive el país se atribuye a un arreglo implícito que existía, desde inicios de los años 80, entre traficantes de drogas y los gobiernos locales y estatales, así como a la posterior terminación de este arreglo con la guerra que el estado mexicano le declaró a los carteles desde mediados de los años 2000. Este arreglo del Gobierno con el narcotráfico consistía en permitir el libre paso de cargamentos de droga desde Sudamérica a Estados Unidos por rutas fronterizas definidas en una parte del territorio mexicano transportando estos cargamentos a cambio de grandes cantidades de dinero como soborno para las autoridades y gobernantes mexicanos. También se tenían repartidos entre los carteles, a nivel local, territorios o plazas ya definidos, los cuales se respetaron entre sí en un comienzo. Además, se toleraba la producción de cultivos ilegales en México de marihuana y amapola, cultivadas principalmente en los estados de Sinaloa, Durango, Chihuahua, Guerrero, Chiapas y Veracruz, a cambio de sobornos que variaban según el cargo de la autoridad a sobornar.

Antes de la llegada de López Obrador a la presidencia de México, los servicios de inteligencia comunicaron que operan en el país seis carteles de la droga y alrededor de 80 células criminales. Tras la captura, extradición y condena en 2018 a Joaquín “El Chapo” Guzmán, fundador del Cartel de Sinaloa, el mapa del narcotráfico en México dio un vuelco violento por la disputa de territorios: en el año 2019 se contabilizaron hasta 27.000 homicidios dolosos por este tema. Actualmente el Cartel de Jalisco Nueva Generación, dirigido por Nemesio Oseguera, “El Mencho”, es el grupo criminal con mayor presencia en territorio nacional. El Cartel del Pacífico de Sinaloa es la segunda organización criminal con más poder en México, que quedó bajo el mando de Ismael Zambada, “El Mayo” y de Aureliano Guzmán, “El Guano”, entre otros.

Y esta contextualización de un tema tan doloroso para México nos sirve para entender mejor la dura cotidianidad de la película Heli. Porque si El Bosco o Dante definieron el infierno como un rincón de padecimientos en la pintura o en la literatura, allí donde los pecadores expían su culpa, Escalante utiliza el cine para hablarnos de otro infierno mucho más terrible, por cotidiano y por su falta de ética y estética. El argumento es así de sencillo y terrible: una adolescente de 13 años, enamorada de un joven aspirante a policía, cae sin querer en un juego de traficantes y con ello se introduce en una guerra que no es la suya, y que arrastra como si lo fuera a toda su familia. Y vemos que sí, que la violencia es el infierno. Una violencia ciega y sin sentido que impresionó al jurado de Canes y que nos sigue impresionando a los espectadores. Y ello porque, además, la realidad es peor que la ficción.

Y el valor de Heli es que no es una película más sobre el régimen del terror de los narcos y su guerra contra la policía y el ejército mexicano, no cuenta historias de mafiosos, cocaína esnifada, mujeres guapas que rodean a los jefes de los carteles, coches lujosos o guerra de mafias. Heli solo es una historia de niños y jóvenes que sufren el error y el horror de que las mafias que les rodean, de sobrevivir más que vivir, de huidas hacia delante o hacia ninguna parte, de chabolas, de terror y silencio. Y el mérito de Escalante es lograr desde el primer momento hacernos prisioneros, intencionadamente, de las impactantes imágenes de su film. Y en la primera escena vemos como a primera hora de la mañana, por una carretera poco transitada, una camioneta trasporta dos cuerpos inertes y heridos escoltados por siniestros matones. El vehículo se detiene debajo de una pasarela de peatones que cruza la carretera. Los sicarios descienden rápidamente con uno de los cuerpos y lo cuelgan del puente para escarmiento y advertencia pública. Y luego entenderemos qué historia nos cuentan.

Porque tras ese prolegómeno sin medias tintas,  conocemos a Heli Alberto Silva Menéndez (Armando Espitia) a través de una entrevista del catastro en la puerta de su chabola, un joven recién casado que trabaja en la cadena de una fábrica de automoción y que tiene un hijo lactante, que vive también con su padre jubilado y su hermana menor, Estela (Andrea Vergara). Estela se enamora de Beto (Eduardo Palacios), un cadete de la policía que le propone escapar para poder casarse y para ello se le ocurre sustraer dos paquetes de cocaína decomisada.

A partir de ahí, aparece una espiral de violencia que no es fácil ver: “Para que veas y cuentes lo que se hace a los ratones”, le dicen los torturadores. Y por algo así, Beto y el padre de Heli pierden la vida, Heli regresa maltrecho tras las torturas y Estela es encontrada tiempo después del secuestro con un embarazo no deseado (que el estado le prohíbe abortar) y sin emitir ningún sonido, en un estado de mutismo emocional por lo vivido y sufrido. Porque Heli era un chico noble que comenzaba a labrarse una vida, hasta que la violencia y el horror del narcotráfico golpeó su vida y la de los suyos.

Con ésta, su tercera película, Amat Escalante se ha ganado a pulso un lugar de honor en el nuevo y estimulante cine mexicano, un retrato lapidario desde un pequeño pueblo de Guanajuato (cuya población depende de la industria automovilística o de los carteles de la droga de la región), lleno de desiertos naturales y humanos en la historia, una película de vocación social que no debe pasar solo por una concatenación de planos desagradables (que los hay), sino por lo que supone una desgraciada e inevitable espiral de infelicidad y violencia.

Todo lo que contiene Heli resulta duro y de no fácil digestión, desde las insoportables torturas contempladas por niños que juegan a la videoconsola al lapidario plano final, pasando por las cabezas cortadas del telediario y que abre la película a un precipicio cíclico, donde la desdicha crea más desgracia. Y Escalante, gracias a la rotundidad de su historia y al notable estilo con el que filma la suciedad de sus fotogramas, ha conseguido sin duda una nueva victoria para el cine mexicano, pero de una realidad que la sociedad repudia y cuesta tanto solucionar. Una película, obviamente, basada en hechos reales…porque la realidad supera la ficción en este entorno. Una película que bebe de Carlos Reygadas, uno de los productores de la película.

La corrupción, la pobreza, el tráfico de drogas y especialmente la violencia que impera - no solo en México, sino en otros lugares del continente sudamericano - tiene antecedentes y culpables. Escalante no entra en ello sino que de forma aséptica nos enseña con crudeza una muestra y lo hace con una cotidianidad espantosa. La película pretende ser un reflejo del problema actual del pueblo mexicano ante los traficantes, verdadera autoridad del país. Por ello, sin ningún tipo de artificio o emoción, la película transcurre de forma extremadamente realista rechazando cualquier tipo de identificación con los personajes por parte del público que simplemente observa lo que pasa.

Y tras el desgarrador y poético final, esta película se convierte en una denuncia a esta catástrofe social y política que es la lacra del narcotráfico, y que afecta a todos, también a la infancia y la adolescencia. Y esas etapas son edades sagradas que hay que cuidar, como lo hacen cada día los miles de pediatras de México a quienes va dedicada esta película, en la figura de la Dra. Ruiz Jaramillo, quien me abrió el camino a su visionado. Vosotros, colegas, sois partes de un mundo mejor…

sábado, 14 de septiembre de 2019

Cine y Pediatría (505): “Cafarnaúm”, la negación de la niñez


Es Nadine Labaki una directora y actriz libanesa que se forma en Beirut, lugar que transforma en epicentro de su escasa filmografía. Porque comenzó dirigiendo anuncios de televisión y videoclips para importantes intérpretes de Oriente Medio, pero es en el año 2007 cuando da el salto a la gran pantalla con Caramel, que a la postre se convirtió en la película libanesa más aclamada internacionalmente hasta la fecha: la historia de cinco mujeres libanesas que afrontan temas como el amor prohibido, las ataduras de las tradiciones, la represión sexual, la lucha por aceptar el proceso natural de envejecimiento con la edad y el enfrentamiento entre el deber y el deseo. Y es en el año 2018 cuando da un giro radical a su carrera y estrena una fábula contemporánea que es el resultado de más de tres años de investigación por los barrios marginales, un largo casting de actores no profesionales, seis meses de rodaje y 500 horas de material. La película lleva por título Cafarnaum (con el subtítulo de La ciudad olvidada) y nos relata el viaje vital de Zain, un inteligente y valiente niño de 12 años que sobrevive a los peligros de las calles de Beirut y sobrevive a sus padres, a los que demanda a través de la justicia por el crimen de haberle dado la vida. 

Y mientras en Caramel nos muestra un Beirut cálido y acogedor en el que las personas se enfrentan a problemas universales, en Cafarnaum nos presenta una ciudad arrasada por la guerra donde las duras imágenes nos enfrentan a una ciudad tan muerta como la propia mirada de Zain, una ciudad con tan poca ilusión como nuestro protagonista. Y con esta película ha conseguido el Premio del Jurado en el Festival de Cannes, para la que sin duda es una de las películas más emocionantes del año 2018 que, además, fue nominada al Oscar a Mejor película de habla no inglesa, premio que fue a parar a Roma (Alfonso Cuarón, 2018).

Cafarnaúm (en hebreo, "pueblo de Nahum") era un antiguo poblado pesquero ubicado en la antigua Galilea, en lo que hoy sería Israel, a orillas del mar de Galilea. Es conocida por los cristianos como "la ciudad de Jesús", nombrada en el Nuevo Testamento y que fuera uno de los lugares elegidos por Jesús de Nazareth para transmitir su mensaje y realizar algunos de sus milagros. Pero “cafarnaúm” es también una palabra francesa que significa leonera, desorden… y algo así es la vida y circunstancias de nuestro protagonista. Porque Nadine Labaki cree firmemente en el poder del cine como agitador de conciencias y despertador de morales dormidas, insensibles ya ante tantas miserias y tragedias que nos asaltan en los noticiarios. Y por ello nos abofetea con este horror, con este “cafarnaúm”, con este desorden y leonera que es la vida que rodea a Zain (Zain Al Rafeea, un milagro de actor no profesional).

“Quiero denunciar a mis padres… por haberme traído al mundo”. Es lo que dice Zain en el juicio que inicia la película. Porque este film utiliza una premisa a priori inverosímil como punto de partida: Zain, encarcelado por apuñalar a “un hijo de puta”, decide denunciar a sus padres por darle la vida, por traerle a un mundo sin poder ofrecerle ni siquiera una identidad (son tan pobres que no pudieron pagar su registro, por lo que Zain no existe). Su ira se equilibra con la elocuencia de su abogada (la propia Labaki en la película) y la historia es un largo flashback que narra la realidad que ha padecido Zain hasta llegar ahí.

Y somos espectadores de cómo ocho hermanos que viven y sobreviven en las calles de una ciudad que también es un esqueleto. Niños que sus padres no envían al colegio y sí a las calles a vender y a someterse a todos los peligros de una gran urbe. Zain trabaja como repartidor en las barriadas de Beirut, pero huye del hogar con ira cuando no puede evitar que sus padres vendan en matrimonio a su hermana adolescente, Sahar. Muy dura las escenas de la salida de casa de Sahar, y la agresión física de los padres hacia ella y su hermano que la defiende para que no lo hagan, y con un padre que les dice: “Me cago en vosotros. ¡Basta con este infierno! ¡Una palabra más y te arranco la lengua!”.

Y a partir de ahí, la hégira de nuestro protagonista, con diversos personajes en el camino. Entre ellos el antológico Hombre Cucaracha (el “primo” de Spiderman, según le explica) y, sobre todo, su encuentro con Tigest, la etíope ilegal que esconde a su bebé de un año, Yonas. Y cuando la madre es detenida, Zain se queda al cargo del lactante, allí donde comienza un conjunto de escenas terribles sobre lo que es la infancia robada. Y cuándo le preguntan a Zain “¿Lo has robado o lo usas para pedir?“, él contesta, para decir que es su hermano: “Todos nacimos negros como él y después clareamos con el tiempo”. Y también el encuentro con la niña refugiada iraní, que sueña con viajar a Suecia, porque “nadie se mete contigo, tendré mi propia habitación,…y allí los niños solo mueren por causas naturales”. Y en este periplo ya no podremos olvidar la imagen icónica de Zain arrastrando el monopatín con las ollas y Yonas dentro.

Y cuando Zain regresa al hogar en busca de papeles que le identifiquen para salir del país, el padre le dice: “Somos insectos, amigo mío, ¿no lo entiendes? Somos parásitos. O aceptas la vida sin papeles o bien podrías tirarte por la ventana…¡Lárgate de aquí antes de que te mate!...¡Vuelve al sitio del que hayas venido, animal! Malditos seáis tú, tu madre y quien te haya traído a este mundo”. Y es en esos momentos cuando Zain se entera de que a su hermana Sahar le ha pasado algo,… y se precipita el final…

Y cuando regresamos al juicio, la madre se defiende así: “¿Cómo se atreven a juzgarme? ¿Han estado alguna vez en mi lugar? ¿Han vivido mi vida? Nunca lo han hecho ni lo harán. Ni en su peor pesadilla. Si lo hicieran, se ahorcarían. Imaginen tener que alimentar a sus hijos con agua y azúcar porque no tienen nada que darles. Estoy dispuesta a cometer cien crímenes por mantener a mis hijos con vida. Son míos, el tesoro de mi vida. Nadie tiene derecho a juzgarme, soy mi propia juez. Son carne de mi carne, ¿lo entienden?”. Pero ello no es òbice para que Zain repudie a su madre, sobre todo cuando ésta le dice que está embarazada por enésima vez y que si es una niña la volverá a poner Sahar.

Y desde la cárcel, Zain logra colar una llamada de SOS en un programa de televisión: “Quiero denunciar a mis padres. Quiero que los adultos oigan lo que tengo que decir. Estoy harto de los que no saben cuidar de sus hijos. De todos los insultos, todos los golpes, todas las palizas. La cadena, la manguera o el cinturón. Lo más bonito que oigo es “¡Qué te den, hijo de puta!”, “¡Lárgate, cabrón!”. La vida es una mierda de perro. Más asquerosa que mis zapatos. Vivo en el infierno. Me están asando como al pollo que me encantaría comer. La vida es muy cabrona. Esperaba ser un buen hombre, respetado y querido por todos. Pero Dios no lo quiere. Quiere que seamos felpudos y que nos pisen”.

Y en el juicio Zaín pide una cosa a sus padres: que dejen de tener hijos. Aunque al final quizás todo vale la pena si se reencuentra el abrazo de una madre con el pequeño Yonas, o si Zain consigue sonreír… Y todo en un tramo final acompañado por los rasgados de violín que acompañan a todos los sentimientos que se nos acumulan.

Es cierto que desde hace unos años se habla de una corriente de cine deshumanizado que se ha denominado "cine de la crueldad". Y en este entorno recordamos desde Cine y Pediatría películas de Michael Haneke (Funny Games, 1997 y su propio remake americano diez años después), de los hermanos Dardenne (Rosetta, 1999), de Fernando Meirelles (Ciudad de Dios, 2002), de Ken Loach (Felices dieciséis, 2002), de Shane Meadows (This is England, 2006), de Andrea Arnold (Fish Tank, 2009), de Yorgos Lanthimos (Canino, 2009), de Peter Mullan (Neds, 2010), de Kim Chapiron (Dog Pound/La perrera, 2010), de Lynne Ramsay (Tenemos que hablar de Kevin, 2011) o de Emmanuelle Bercot (La cabeza alta, 2015). Puro cine social y sociológico en los que destaca la extrema deshumanización y brutalidad de sus personajes y situaciones. Y ahora llega Cafarnaum, una desoladora historia de infancia ultrajada, apelando a veces a un exceso de sentimentalismo, pero capturando en toda su crudeza las vivencias mostradas. Y en la que será difícil olvidar la mirada y expresividad de Zain, una mirada que nos araña el alma – y más en las escenas que comparte con el pequeño Yonas -.

Cierto es que esta dura película es motivo de controversia entre crítica y público: a la mayoría es posible que la crudeza de la historia y sus imágenes le provoque emoción y conmoción, empatía y sensibilidad; pero también hay quien la señala como pornomiseria, esa cínica palabra que nos llena superioridad moral para protegernos en la idea de que, en realidad, ninguno podríamos hacer nada por Zain, este niño con mirada de adulto que ha vivido demasiado y nada al mismo tiempo.

Es Cafarnaum una película políticamente incorrecta, aunque nos muestre lo que aún es una realidad en muchos países y circunstancias, por los maltratos físicos, psicológicos e insultos que los padres propinan a sus hijos, sin amparo de la sociedad que les rodea. Porque hay lugares donde la infancia no tiene casi valor, donde se niega la niñez - ese maravilloso tiempo que se antoja de inocencia y felicidad -. Y Cafarnaum es un paradigma de la negación de le niñez.

 

sábado, 23 de febrero de 2019

Cine y Pediatría (476). “Los olvidados”… no se pueden olvidar


Los tambores de Calanda vieron nacer en los comienzos del siglo XX a una de las tres B del cine español (los otros dos fueron Berlanga y Barden): Luis Buñuel, y allí fue allí donde su educación jesuítica le marcaría en su devenir personal y artístico. Se trasladó a Madrid en 1917 para iniciar la carrera de Ingeniería Agrónomo (aunque finalmente se licenciaría en Filosofía y Letras), instalándose en la Residencia de Estudiantes en donde entabló amistad con Salvador Dalí y Federico García Lorca. Allí fue la visión de la película Las Tres Luces (Fritz Lang, 1921) el detonante para que comenzara a dedicarse al séptimo arte. 

España, Hollywood y, sobre todo, Francia y México fueron sus grandes platós de cine. Fue en 1928 cuando realizó junto a Dalí el famoso corto experimental Un Perro Andaluz, título que se convirtió inmediatamente en pieza clave en la historia del cine por su inmersión en el estilo surrealista, de extraordinaria fuerza visual que sirvió para provocar ansiedad en el espectador, la autocapacidad creativa y para subvertir la realidad cotidiana. Dos años después grabaría otra obra tan significativa como La Edad de Oro. Con Viridiana (1961) ganó La Palma de Oro de Cannes, con polémica vaticana incluida. Con Belle de jour (1967) ganó el León de Oro de Berlín. Con Tristana (1970) fue candidata al Oscar de Hollywood, que ganaría dos años después con El discreto encanto de la burguesía (1972). Cuando le fue concedido este Oscar, George Cukor organizó una cena homenaje a Buñuel a la que asistieron personajes tan importantes del mundo del cine como Alfred Hitchcock, George Stevens, John Ford, William Wyler, Robert Mulligan, Robert Wise, Billy Wilder o Rouben Mamoulian. 

Y hoy recordamos a este icono español del cine. Y rememoramos especialmente su etapa mexicana, quizás la más fructífera: 20 películas en 16 años, tanto que Buñuel murió en Ciudad de México con nacionalidad mexicana (aunque sus cenizas fueron esparcidas en el monte Tolocha, situado en su pueblo natal, Calanda… donde todo empezó). Todo comenzó en 1947 con la película Gran Casino, que resultó un fracaso (pese a contar con el conocido cantante mexicano Jorge Negrete y la primera figura argentina Libertad Lamarque), y se prolongó hasta 1962, con El ángel exterminador. En este intervalo otras 18 películas más: Los olvidados (1950), Susana (Carne y demonio) (1951), La hija del engaño (1951), Una mujer sin amor / Cuando los hijos nos juzgan (1952), Subida al cielo (1952), El bruto (1953), Él (1953), La ilusión viaja en tranvía (1954), Abismos de pasión (1954), Robinson Crusoe (1954), Ensayo de un crimen / La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (1955), El río y la muerte (1955), Así es la aurora (1956), La muerte en el jardín (1956), Nazarín (1958-1959), Los ambiciosos (1959), La joven (1960) y Viridiana (1961). 

Y hoy hablamos concretamente de Los olvidados, película con fuertes vínculos con Las Hurdes, tierra sin pan (1932), y que en un primer momento no gustó a los mexicanos ultranacionalistas (Jorge Negrete el primero), ya que retrataba la realidad de pobreza y miseria suburbana que la cultura dominante no quería reconocer. No obstante, el premio al mejor director que le otorgó el Festival de Cannes supuso el reconocimiento internacional de la película, y el redescubrimiento de Luis Buñuel, y la rehabilitación del cineasta por parte de la sociedad mexicana. Actualmente, Los olvidados es una de las tres únicas películas reconocidas por la Unesco como Memoria del Mundo (las otras son Metrópolis – Firtz Lang, 1927 – y El mago de Oz – Víctor Fleming, 1939 -). 

La historia, coescrita con el extremeño Luis Alcoriza, uno de los mejores guionistas con los que contó, es una descarnada denuncia sobre la desigualdad, sobre esos “olvidados” cada vez más numerosos que da a luz el desarrollismo de la opulencia. Los olvidados es puro realismo con toques surrealistas, con la omnipresencia de su particular bestiario "buñueliano". Y comienza así: “Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos”. Porque su mirada se dirige hacia la juventud, hacia ese futuro aplazado que sobrevive en un mundo cruel (donde la delincuencia es la única respuesta) sin más respuestas por parte del Estado que las represoras. 

Y por ello, tras los títulos de crédito sigue con esta voz en off: “Las grandes ciudades modernas, Nueva York, Parías, Londres, esconden, tras sus magnífico edificios, lugares de miseria que albergan niños malnutridos, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes. La sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus esfuerzos es muy limitado. Solo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los Derechos del Niño y Adolescente para que san útiles a la sociedad. México, la gran ciudad moderna, no es la excepción a esta regla universal. Por eso esta película, basada en hechos de la vida real, no es optimista y dejará la solución del problema a las fuerzas progresivas de la sociedad”. 

Los olvidados es una obra maestra en blanco y negro – en el que contribuye la fotografía de Gabriel Figueroa, quien da un estilo expresionista muy marcado durante toda la película – que gira en torno a dos muchachos principalmente. El primero es el cruel y violento Jaibo (Roberto Cobo), el líder sin escrúpulos del grupo de chicos del barrio, un delincuente juvenil que se ha escapado del correccional en el que permanecía ingresado y regresa a su barrio, ubicado en los suburbios. El segundo es más joven, Pedro (Alfonso Mejía), un buen chico falto de cariño materno, que se verá envuelto en problemas, un personaje difícil de olvidar pues se involucra en diferentes altercados que le mantendrán unido a un grupo de pertenencia que le sirva de referencia a modo de "hogar". Pedro vive sin padre y la madre no le quiere, incluso no le da de comer cuando regresa de sus correrías; y él llega a decirle: “Pero no se quede así, ¡ pégueme ! Me gustaría portarme bien, pero no puedo”. Finalmente lo internan en una granja escuela, donde el director le dice: “Según tu expediente no sabes leer ni escribir. Y te acusan de un robo”, pero gracias a sus dotes pedagógicas es capaz de manejar la rebeldía e ira inicial de Pedro, convenciéndole de que no es una cárcel.

Y en el grupo de niños “olvidados”, también encontramos a Ojitos (Mario Ramírez Herrera), un ser absolutamente inocente y bondadoso abandonado por sus progenitores y abocado a ser devorado por las hienas que le rodean, un niño casi salvaje que se alimenta directamente de la ubre de las cabras. Y entre ellos, un personaje peculiar, Don Carmelo (Miguel Inclán), al que atacan cruelmente, quien en el atroz final de la película llega a exclamar: “Uno menos, uno menos. Así irán cayendo todos. ¡ Ojalá los mataran a todos antes de nacer !”. Porque este personaje es como una metáfora, pues viene a representar las ideas gubernamentales, donde su irreversible ceguera es la misma que la del gobierno, las instituciones o la iglesia metafóricamente hablando. 

Buñuel nos presenta una visión sin esperanza en Los olvidados, donde la crueldad de los niños duele (crueldad contra los hombres, contra los animales,…), con hogares que son pequeños espacios donde las familias numerosas duermen hacinadas, y donde la falta de cultura es caldo de cultivo para la superstición (“Para la salud no hay como la leche de burras”, dice el ciego) y la delincuencia. Por ello la película sufrió muchas críticas en México. De ellas se defendió afirmando que lo que se presenta si existe (y para ello estuvo meses visitando esos barrios, consultando casos en los archivos del Tribunal de Menores y empapándose de los suburbios) y, para una visión más realista, utilizó actores profesionales y no profesionales (campesinos, niños de suburbios, personajes sacados de una granja-escuela, etc.). Y trató una importante problemática social (reclamando soluciones desde la base) mostrándola, según sus palabras, sin juzgar a los personajes. 

Es curioso compararla con otra película de la misma década que se acerca también a la juventud (en aquel momento un tema menor dentro del cine): Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). Pero mientras en ésta los conflictos que se desarrollan en el film están enraizados en el interior de los personajes y son conflictos emocionales, en Los olvidados, Buñuel nos muestra las causas estructurales de la violencia y somos partícipes de ellas, y hasta se dice que nos las hace compartir como espectadores (y siempre se recuerda el magnífico plano de Pedro, lanzando un huevo contra la cámara, pero que, en realidad, es un huevo lanzado al mundo, un mundo cegado y egoísta, el cual es capaz de observar y no actuar). Un Buñuel que no dejó de introducir sus toques "buñuelianos" a lo que casi fue un seudodocumental: la abundancia de gallos y gallinas (una obsesión irracional como el director reconocía), el fetichismo (las mujeres lavándose los pies y las piernas, la leche que cae entre las piernas), el ciego aficionado a las niñas, el fantasmagórico sueño, el perro como visión que trae la muerte,… y muchos otros que quisiera haber introducido. 

Por todo ello, y más, Los olvidados se consagra como una obra eterna, en la que violencia y miseria se constituyen en sus principales ingredientes. Y su final cruel, despiadado, brusco y seco, es una puñalada en el corazón de los espectadores (aunque Buñuel llegó a filmar un final alternativo, previendo la censura). Y todo ello para decirnos que la infancia olvidada no se puede olvidar. Y por muy surrealista que sean las historias de maltrato a la infancia, la realidad siempre supera a la ficción. 

Los olvidados se convierte en una película inolvidable…