sábado, 20 de julio de 2019

Cine y Pediatría (497). "Ladrón de bicicletas", ladrón de infancias


Durante la posguerra italiana, un hombre que ha conseguido con dificultad un trabajo ve cómo, al serle robada su bicicleta, su futuro y el de su familia está en peligro. ¿Cómo es posible con este sencillo argumento crear una obra de arte? Preguntemos al Neorrealismo italiano

El Neorrealismo italiano apareció a mitad del siglo XX como consecuencia de la postguerra y de la necesidad: al estar los estudios Cinecittà destruidos por los bombardeos, los directores de cine sacaron las cámaras a las calles destruidas rodando lo que veían y utilizando frecuentemente actores no profesionales, con lo que cambió radicalmente la forma de hacer cine. Se inició en 1945 con Roma, ciudad abierta, una obra maestra de Roberto Rosellini y cuenta con otras grande películas como El limpiabotas (Vittorio de Sica, 1946), La terra trema (Luchino Visconti, 1948), Juventud perdida (Pietro Germi, 1948), Vivir en paz (Luigi Zampa, 1948), Arroz amargo (Giuseppe de Santis, 1949), La Strada (Federico Felini, 1954) o El empleo (Ermanno Olmi, 1961). En estas películas quedó reflejado, como un auténtico documento histórico, la Italia triste y hambrienta de la postguerra, cine denuncia de las condiciones de vida miserables y en el que desaparecen los finales felices.

Ya en Cine y Pediatría hemos compartido una película de este movimiento, Alemania, año cero (Roberto Rosellini, 1948), película que subtitulamos como el deterioro moral de la infancia.  Pues del mismo año, y quizás con un subtítulo que podría ser similar, aparece otra joya de este movimiento, la película que hoy nos convoca: Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), película que supuso el lanzamiento al estrellato de su apenas conocido director, Vittorio De Sica y, más importante aún, la definitiva consagración del Neorrealismo italiano en el contexto cinematográfico internacional. Y una joya testimonial, cuya narración es perfectamente clásica y cíclica: nuestro protagonista sale de la multitud anónima en la primera secuencia y vuelve a ella al final, todo ello fotografiado en un crudo blanco y negro - como la realidad que describe -, casi en tono documental, en un escenario de la posguerra lleno de personajes que, perdidos en su anonimato, impregnan sus carencias por las pobladas y vívidas calles romanas. Película escrita por Cesare Zavattini y De Sica, con un grupo de colaboradores, se basa en la novela de 1946, “Ladri di biciclette” de Luigi Bartolini. Junto con “El limpiabotas” (1946), “Milagro en Milán” (1950) y Humberto D” (1952), el film compone la tetralogía que De Sica y Zavattini dedican a la realidad italiana (por extensión europea) de la posguerra.

La acción tiene lugar en Roma en 1948, a lo largo de unos pocos días, si bien hay escenas que transcurren casi en tiempo real. Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani), en paro desde hace más de dos años, consigue a través de la oficina de empleo de su barriada, Città Valmelaina, un empleo municipal de fijador de carteles. Pero para ello se le exige que debe disponer de bicicleta, la cual había empeñado hace poco para poder dar de comer a su familia. Antonio vive con su mujer María (Lianella Carell) y con su hijo de 6 años, Bruno (Enzo Staiola). Y a partir de ahí la bicicleta se convierte en santo y seña de la historia, verdadero elemento nuclear para adentrarnos en esta familia y en esta sociedad de postguerra italiana.

En la primera jornada de trabajo padre e hijo se levantan de madrugada y salen juntos de casa. El padre a su labor, pero el hijo también acude a trabajar como recadero a una estación de gasolina. Poco después de iniciar su primera jornada laboral, roban al descuido la bicicleta de Antonio. Y a partir de ahí la película se convierte en una desesperada búsqueda de padre e hijo por la Roma de postguerra, de Piazza Vittorio a Porta Portese, de centros de acogida a casas de videntes, entre prostíbulos y barrios del hampa, porque esa bicicleta es mucho más que un medio de locomoción, es el medio que les permite mantener un trabajo y salir adelante como familia: “Era una Fides. Modelo ligero 1935”, dice Bruno. Y el amigo que les ayuda en la búsqueda por el mercado les dice: “Mejor, así dividimos el trabajo, porque aquí se desmonta todo… Vosotros dos ocupaos de las ruedas. Tú, de los cuadros, y el chaval de los bombines y de los timbres… Buscaremos pieza por pieza, y después las juntaremos todas”. Y en su angustiosa búsqueda compartimos su angustia. Y en su recorrido, ellos viven (y nosotros somos espectadores) de una cruda realidad social…

Una cruda realidad social en la que los niños trabajaban, sin acudir a la escuela. En la que los padres levantaban la mano a sus hijos: “¿Por qué me has pegado?”, dice Bruno. “Porque te lo merecías”, contesta el padre. Una visión de malos tratos sistemáticos contra la infancia, que incluye los castigos y las amenazas, en un contexto de unión de padre e hijo, como la que tienen Antonio y Bruno: “No pareces un padre… Se lo diré a mamá en casa”, a lo que el progenitor contesta, “En casa haremos las cuentas”. Y que incluye ejemplos no propios de su edad, producto de una filosofía de la vida muy diferente a la actual: “Estamos martirizándonos cuando vamos a morir de cualquier forma”, dice el padre cuando invita a su hambriento hijo a una pizza. “Vamos a olvidarlo todo. Vamos a emborracharnos… Todo tiene remedio, menos la muerte”, le dice sin conciencia, espero, en esa escena del restaurante, donde Bruno no sabe utilizar el cuchillo y tenedor y se fija en el niño de buena clase de al lado, y es cuando Antonio le explica: “Para comer como aquellos de allí, tendríamos que ganar al menos un millón al mes… Come, come, no lo pienses”.

Porque, utilizando como excusa una sencilla historia, la película nos presenta un detallado retrato de la Roma de 1948, cuando habían transcurridos tres años desde la finalización de la II Guerra Mundial. Y vamos transitando por esos barrios derruidos entre las colas del paro y la desesperanza de los parados, entre la presencia en las calles de mendigos y descuideros, entre vendedores furtivos y casas de empeños, entre las colas para tomar el trolebús y las colas de los comedores de caridad, entre prostitutas de verdad y videntes de medio pelo, entre carteles del Giro de Italia y espectadores de fútbol, etc. La narración está hecha con ánimo más documental y testimonial que reivindicativo, pero las imágenes, directas y sinceras, dan testimonio de un país arruinado por la guerra, azotado por la miseria y paralizado por la incapacidad de las instituciones públicas. Y dan testimonio de los hijos de la guerra. Las malditas guerras y su pobreza…, ladrones de infancias.

La autenticidad y realismo que animan esta película son posiblemente las causas por las que éste conserva su frescura y su fuerza, más de 70 años después de su estreno. Una historia es sencilla, simple, casi minimalista, pero directa, conmovedora e intensa; intérpretes no profesionales y creíbles; la fotografía en crudo blanco y negro de Carlo Montuori; una melancólica banda sonora de Alessandro Cicognini, a través de la cuerda y viento, con melodía a cargo del clarinete. Y la dirección de actores de Vittorio de Sica, con ese dueto inolvidable, Lamberto Maggiorani y Enzo Staiola, padre e hijo. 

Y este padre e hijo nos regalan escenas épicas en su búsqueda, como las carreras entre la lluvia y los mercados, la consulta a la vidente, la persecución del ladronzuelo afecto de epilepsia tipo gran mal,… pero sobre todo las escenas finales. Ese padre e hijo sentados en la acera, abatidos y con la reconocible divagación del padre cuando no hay salida. Y todo se precipita ante los ojos atónitos y doloridos de su hijo: esos hijos que sufren todo el mal de los adultos y de la sociedad que les toca vivir… y su grito “¡Papá!, ¡papá!” resuena en nuestro corazón… “Menudo ejemplo para tu hijo, ¡qué vergüenza!”, oyen entre el tumulto que se abalanza. Y ese increíble final con lágrimas en los ojos y las manos de padre e hijo, juntas. Algo así como la simplicidad de las obras de arte. Tan amarga como hermosa. Porque la pobreza es un gran ladrón de infancias.

Ladrón de bicicletas es un hito del cine mundial, uno de los máximos exponentes del denominado neorrealismo italiano y una joya testimonial. El Neorrealismo italiano es importante para el nuevo curso del cine europeo, que a partir de esos momentos volverá su mirada hacia la realidad con nuevos ojos. Las influencias no se hacen esperar en este continente ni en otros directores, pues su sombra e influencia es muy alargada; así, películas como El camino a casa (Zhang Yimou, 1999) y Niños del cielo (Majid Majidi, 1998) se convierten en pequeñas obras maestras con tendencias neorrealistas, donde historias minimalistas sirven para describir la realidad de un contexto. Historias simples, relatos muy humanos donde el tema del amor se hace balsa de salvación ante la adversidad para la infancia.

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