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sábado, 13 de septiembre de 2025

Cine y Pediatría (818) “They” y el género fluido



El género fluido (genderfluid) describe a personas cuya identidad de género no es fija, sino que cambia y fluctúa con el tiempo, entre dos o más géneros, o de maneras más complejas, pudiendo ser hombre, mujer, ambos a la vez, o ninguna de las dos, sin un patrón predecible o definido. Esta identidad está dentro del paraguas no binario, se distingue de la orientación sexual, y representa la idea de que el género no tiene por qué ser estático ni limitado a dos opciones. El término "fluido" se usa para hacer una analogía con las características de los fluidos, que están en constante movimiento y no tienen una forma fija, al igual que la identidad de género de una persona genderfluid y sus características: la fluctuación de identidad (a diferencia de algunas identidades no binarias más estáticas), el espectro de género y su expresión (cómo la persona se viste, se comporta, etc.) que también puede cambiar según el momento, lo cual es diferente a la orientación sexual (que es la atracción emocional y sexual hacia otras personas). 

En el amplio espectro de las sigkas LGTBIQ+, son muchas las películas que abordan la homosexualidad (masculina o femenina) y la transexualidad, pero escasas aquellas en las que se debate sobre el género fluido. Se pueden rescatar la reciente película documental canadiense La verdad sobre el género fluido (Michelle Mama, 2024), y quizás se acerque algo la película Tomboy (Céline Sciamma, 2011), una historia alrededor de Laure, niña de 10 años que, al mudarse de domicilio, se presenta como Michael, explorando la fluidez de género desde la infancia. Pero la que sin duda mira de frente al género fluido de frente es la película They (Anahita Ghazvinizadeh, 2018), puro cine independiente y ópera prima de su directora, film coproducido entre Catar y Estados Unidos y que ha tenido el madrinazgo de Jane Campion, la directora y guionista neozelandesa que no deja indiferente con obras como Un ángel en mi mesa (1990), El piano (1993) o El poder del perro (2021).  

They lleva el subtítulo de “historia íntima de cómo llegar a casa” y continúa la estela ya iniciada por esta directora iraní, Anahita Ghazvinizadeh, en el cortometraje Needle (2013), donde tuvo como mentor a Abbas Kiarostami, y ya mostraba su interés por cuestiones de identidad de género desde la perspectiva de los más jóvenes. Porque They nace de la voluntad de seguir explorando esta misma temática sirviéndose de la historia de J (Rhys Fehrenbacher), joven protagonista de 14 años que se encuentra inmerso en una constante lucha interna por ubicarse a sí mismo dentro de un género y al que todos se refieren en plural; así, en lugar de definirlo como “he” o “she”, en inglés, se refieren a J –nombre sin género - usando el pronombre “they”. Cabe recordar que en el momento de la producción, Rhys Fehrenbacher, que interpreta a J, estaba en proceso de transición como hombre trans; y la directora le conoció en Chicago mientras investigaba sobre la población transgénero en esa ciudad. 

En They todo ocurre en un fin de semana y se nos exponen retazos de la historia de J de forma intimista, con una clara intencionalidad de dejar ver al espectador sin aleccionarlo, sin evidenciar sentimientos ni situaciones mediante un juego constante con planos fijos de los que el personaje escapa, o situándonos en la posición de un observador distante. Y vamos descubriendo que J es un adolescente de género fluido que lleva tratamientos hormonales para retrasar la pubertad y que, tras dos años de seguimiento médico y terapéutico, debe decidir su identidad futura. Cuando sus padres se marchan un fin de semana, su hermana mayor Lauren y su novio iraní Araz acuden para cuidar de J durante esos días que podrían cambiar su vida. 

Conocemos a Lauren, con vocación de artista y actriz, y Araz, fotógrafo de profesión y que convive en esos días con su dolor de muelas. Vemos como J pasa tiempo en el invernadero cuidando sus plantas y flores. Y cómo en algún paseo con su hermana le explica parte de su camino y los consejos de algún profesional: “Dijo que debía coger una hoja de papel y escribir cada mañana al levantarme como: chica, chica, chico, chico, chica. O escribir O de chico y A de chica, o vació si no lo sabía. Y luego lo cuentas a final de mes”, y de alguna forma acabamos por entender ese papel que vemos varias veces con recuadros y cruces con O, A y algunas casillas sin completar. Aún así, está confuso y preocupado: “Ojalá me pudiera quedar en chico. No sé si quiero crecer y convertirme…”. 

Una parte sustancial de la trama se circunda en la fiesta de la familia iraní de Araz, donde el farsi y las costumbres del país se reflejan con cierto asombro en las caras de Lauren y J, un ambiente que la directora conoce bien. Araz prepara su boda para poder obtener los documentos de residentes en Estados Unidos. Es una parte de la película que pueda llegar a desconcertar, pues parece alejarse del núcleo narrativo y de nuestro adolescente, para mezclarnos temas como la interacción entre culturas y las leyes de extranjería de Estados Unidos o el acceso a la sanidad. De hecho, posteriormente pasamos a la consulta que J tiene en el hospital y las palabras del doctor: “Creo que ahora es el momento de pensar en el siguiente paso, Asegurarnos de que tomamos la decisión correcta, y debes estar tú y tus padres para tomas esa decisión. Creo que el proceso ha ido bien. Has tenido tiempo para pensar, trabajar las decisiones que enfrentar. Pero los resultados de la densidad ósea son bajos. No es preocupante, pero vemos que están más bajos de lo que me gustaría. Hay que pensar en el siguiente paso. Cuando añadimos más hormonas, podemos reducir la dosis de bloqueador. Pero creo que debemos pensar qué dirección tomar desde aquí”. 

Regresan los padres. Y reaparece la voz en off de nuestro protagonista con esa poesías de fondo y la frase recurrente: “Dime cuántos años tengo…”. Un final distante, evanescente, delicado, diferente… como J. 

Por cierto, cabe indicar la sorpresa que una directora iraní y una película coproducida desde Catar, dada la intransigencia religiosa que define a ambos países, aborde este tema. Aunque se puede apuntar que la transexualidad está más aceptada y extendida en Irán que en muchos países occidentales, situación realmente paradójica, pues mientras la transexualidad cuenta con cierto reconocimiento legal, la homosexualidad es severamente castigada. Esta decisión se basa en Irán en base a la idea de que la transexualidad es una condición médica, una especie de "desorden de nacimiento", no una orientación sexual, mientras que la homosexualidad la consideran una perversión. Como resultado, Irán se ha convertido en uno de los países donde se realizan más cirugías de reasignación de sexo, junto con Tailandia. El gobierno incluso puede ofrecer asistencia financiera para estos procedimientos. Pero, a pesar del reconocimiento legal, las personas transgénero se siguen enfrentando en esos países a una gran discriminación social y falta de protección de los derechos humanos… Mucho que caminar aún. Mucho que fluir por la vida…

 

sábado, 6 de septiembre de 2025

Cine y Pediatría (817) “Gabi, de los 8 a los 13 años”, años de transición hacia la aceptación

 

Seguimos con películas alrededor de la transexualidad. Hace dos semanas hablamos de la película documental francesa Una niña (Sébastien Lifshitz, 2020) y hoy lo hacemos con la película documental sueca Gabi, de los 8 a los 13 años (Engeli Broberg, 2021) y que está disponible en dos versiones distintas: una de 50 minutos, especialmente recomendada para la infancia, y otra de 77 minutos, donde se amplía la historia de Gabi. Y en esta última nos centramos. 

Comienza con un adolescente enterrando una caja metálica (curiosamente con el logo del Real Madrid) y su voz en off: “Hola, Gabi del futuro. Ahora tengo 13 años y acabo de hacer sexto. Tengo un par de consejos para ti. Nunca dejes de jugar al fútbol, por mucho que te cueste, y deja de preocuparte por lo que los demás piensen de ti. Espero que sigas teniendo el valor de seguir siendo tú, aunque seas diferente a los demás. Gabi, 13 años”. Y a partir de aquí retrocedemos cinco años y se nos presenta a Gabriela (Gabriela Fletcher) con 8 años, vive en Estocolmo con su madre Tracy, que es inglesa y profesora de inglés, y su pareja sueca, Thomas; nos dice que su padre biológico es italiano, pero nunca lo ha conocido. 

Gabriela Jude Fletcher simplemente quiere ser Gabi. Un deseo que parece sencillo, pero que no lo es. Gabi se siente diferente. En sus 8 años de vida, decir las cosas claras nunca le ha supuesto ningún problema. Pronto se tienen que trasladar a Dalarna, una pequeña población del centro del país. Y crece con su pelo corto y con pañuelo a la cabeza, su amor al fútbol, su chándal y camisetas de distintos equipos de fútbol, y su elección por la compañía de chicos, lo que nos confirma su comportamiento como una chica tomboy. Le agrada que le digan que se parece a un niño e indaga en internet como cortarse el pelo, buscando como modelo a Cristiano Ronaldo o Gareth Bale. 

Pero cuando la familia se traslada a ese pequeño pueblo y llega a la pubertad, las cosas empiezan a cambiar. Porque Gabi teme que va ser una de las próximas víctimas de la menarquía, según nos dice: “Hay gente de mi clase que se acerca a la pubertad, pero a mí no me apetece nada, porque te crecen estas de aquí. Empiezan a crecer a los 11 o los 12 años. Yo ya tengo 11 años…”. Finalmente Tracy y Thomas se casan, aunque en el camino de la convivencia ya le han dado dos hermanos. Sigue queriendo conocer a su padre: “Le escribí una carta. Pero no se la envié nunca”. 

A través de Youtube se informa Gabi de la transexualidad y los métodos existentes para detener la pubertad, así como cuándo es posible en Suecia solicitar la cirugía de reasignación de sexo. Y así reflexiona en sus devaneos: “En el colegio ya me comporto como un niño. Llevo ropa de niño y siempre juego con los niños. Además, pongo la voz más grave…¿Eso significa que soy una niña? Si te operas para ser un niño y dejas de ser niña, ¿qué vestidos tienes que vestir?"

Y en ese camino llega la fiesta de su 13 cumpleaños. Y poco después llega la menarquía. Y comienza a escribir en su “Carta al amigo del futuro” sus dudas de no saber si es heterosexual, lesbiana o bisexual, sobre los pensamientos acerca de su padre de verdad… y aquel mensaje que iniciaba esta historia con el “Tengo un par de consejos para ti…”. Y tras enterrar aquella caja finaliza esta historia, dejando al protagonista (y también a los espectadores) con el futuro de Gabi por escribir. 

Porque la película Gabi, de los 8 a los 13 años es un retrato íntimo y profundo de la infancia y la preadolescencia, centrado en la lucha por la identidad de género, y ello a través de un seguimiento de nuestro protagonista y su familia durante cinco años. Un niño que se enfrenta a los estereotipos de la sociedad y a la búsqueda de su propio lugar en el mundo, y que en el camino nos deja una serie de mensajes clave. El primero es la lucha por ser uno mismo en un mundo binario, donde no encaja en las normas de género preestablecidas; porque Gabi desde su infancia se siente "diferente" y se niega a ser encasillado como una niña, presión que aumenta al mudarse a una localidad más pequeña y ante el acecho de la pubertad. El segundo es la importancia del apoyo familiar, que aquí se nos muestra como un entorno familiar que, aunque con sus propias dudas y aprendizajes, apoya incondicionalmente a Gabi. El tercer mensaje es reflexionar sobre la fluidez de la identidad en la infancia, pues a lo largo de los cinco años, vemos a Gabi pasar por diferentes etapas, probando distintas formas de vestirse, de comportarse y de relacionarse con sus amigos, en ese discurrir que va de comportarse como tomboy a sentirse como transexual, y todo ello enfrentado a la diatriba entre la presión social y el deseo de pertenencia. Y finalmente, y quizás en última instancia, entender que el viaje de Gabi, en última estancia, es un viaje hacia la auto-aceptación, desde un niño extrovertido y seguro de sí mismo hasta un adolescente más introvertido y cauteloso, para finalmente encontrar una nueva confianza al reafirmar su identidad. De ahí ese mensaje que se envía a sí mismo y entierra en la caja. 

Una película más que nos invita a la reflexión y que nos recuerda la importancia de escuchar y respetar a los más jóvenes en su camino de autodescubrimiento.

 

sábado, 30 de agosto de 2025

Cine y Pediatría (816) “Katmandú, un espejo en el cielo”… de Verónica Echegui

 

La madrileña Icíar Bollaín se introdujo en el cine a través de la actuación, y debutó con tan solo 15 años para ser la Estrella adolescente de esa obra de luz y poesía fílmica que nos regaló Víctor Erice con El Sur (1983). Pero pronto, con 28 años, debutó como directora para abordar el problema de la soledad en la sociedad moderna con Hola, ¿estás sola? (1995). Y ahí se mantiene, con esa sensibilidad especial a la hora de escoger proyectos, todos de hondo calado social y alrededor de mujeres: la inmigración en Flores de otro mundo (1999), el maltrato a la mujer en Te doy mis ojos (2003), la difícil conciliación para la mujer de su vida profesional y personal en Mataharis (2003), la raíces familiares de una joven con su abuelo en El olivo (2016), la emancipación de la mujer en La boda de Rosa (2020), la reconciliación tras el terrorismo de ETA en Maixabel (2021), o el acoso sexual laboral en Soy Nevenka (2024). Estas dos últimas proceden de historias basadas en hechos reales, al igual que nuestra película de hoy, Katmandú, un espejo en el cielo (2011), una historia de superación a través de un proyecto educativo en Nepal.  

Películas todas ellas donde brillan sus actrices: Silke, Candela Peña, Lissete Mejía, Laia Marull, Najwa Nimri, Anna Castillo, Blanca Portillo, Mireaia Oriol,... Y en Katmandú, un espejo en el cielo brilló Verónica Echegui, en lo que hoy queremos que sea un homenaje a esta gran actriz que ha fallecido hace unos días a la edad de 42 años por un cáncer de ovario. Porque todos recordamos su debut en el largometraje como esa adolescente de extrarradio en Yo soy la Juani (Bigas Luna, 2006), lo que le valió su nominación como actriz revelación en los Goya. Su siguiente nominación, pero ya como actriz principal, llegó con su papel de Isa, esa particular atracadora en El patio de mi cárcel (Belén Macías, 2008), y repitió nominación con el papel de Laia, la joven maestra que se traslada de Barcelona a Nepal en Katmandú, un espejo en el cielo. Finalmente consiguió su ansiado Goya como directora en el cortometraje Tótem loba (2021), donde se revisan las tradiciones populares y la normalización de la violencia contra las mujeres. Una gran carrera truncada demasiado joven. Y al revisar nuestra película de hoy confirmamos su potencial para emocionarnos como actriz. 

Katmandú, un espejo en el cielo tiene el protagonismo de tres mujeres, las dos citadas y una más: Icíar Bollaín como directora y guionista con sus señas de identidad; Verónica Echegui en su papel protagonista en todas y cada una de las escenas de esta historia llena de valores; y Victoria Subirana, pedagoga y cooperante catalana nacida en Ripoll en el año 1959, más conocida con el nombre de Vicki Xerpa. Su historia merece un receso, pues es el fundamento de nuestra película: Victoria viajó a los 30 años a Nepal y allí decidió iniciar un proyecto educativo basado en los principios de enseñanza de María Montessori; fue en el año 1993 cuando puso en marcha la Escola Daleki con el objetivo de facilitar las necesidades sociales, intelectuales y psicopedagógicas de los más desfavorecidos de la comunidad; en el año 1998 crea Family Project para la sostenibilidad de los proyectos y mejorar las condiciones de vida de las familias sin recursos; en el año 2000 crea el segundo centro escolar en Katmandú y, en el año 2002, la asociación Amigos de Vicki Xerpa se transforma en la Fundació EduQual (Educació de Qualitat per tothom), una ONG encargada de financiar los proyectos en Nepal. Y ese año 2002 también publica el libro autobiográfico "Vicki Xerpa, una mestra a Katmandú" donde narra sus experiencias, lo que sirve de base para el film que hoy nos convoca. 

Pero aquí nuestra protagonista no se llama Vicki, sino Laia (Verónica Echegui), su alter ego en la película, esta joven maestra catalana que desde el inicio de la historia vemos como voluntaria en una escuela local de Katmandú, esa ciudad de un millón de habitantes fascinante y caótica ubicada en el valle del mismo nombre y rodeada de montañas, una mezcla cultural vibrante de budismo e hinduismo y que funciona como la capital de Nepal, situada en el centro del país y una de las puertas del entrada a la cordillera del Himalaya. Aquí pronto descubrirá la pobreza que le rodea y un panorama educativo desolador que además deja fuera a los más necesitados (los llamados “intocables”), y donde la corrupción no es ajena. Pero ella ha viajado desde Barcelona porque quiere ser aquí maestra por encima de todas las dificultades que se le presenten, y para ello cuenta con el apoyo de la joven maestra local, Sharmila, quien acabará siendo también su mejor amiga. En el primer tercio de la película abundan los flashbacks a su infancia y juventud en Barcelona, con vivencias en el hogar y en la escuela que no son idílicas tampoco. 

Para no ser expulsada del país, tiene que arreglar un matrimonio de conveniencia para legalizar su situación, y lo hace con un Tsering, un joven desconocido, reservado y respetuoso, cuya familia vive en las recónditas alturas del Himalaya, quien acaba siendo su gran soporte y del que acaba por enamorarse. Y, en ese espectacular paisaje, Tsering le comparte un pensamiento de su abuelo: “Mi puñado de tierra, mi espejo en el cielo”. Shamila y Tsering se convierte en sus dos baluartes para que Laia consiga su espejo en el cielo y logren abrir una escuela. Pero no es fácil, pues apenas acuden niños y niñas, pues están trabajando para traer dinero y que sus familias pueda comer: “Laia, es la pescadilla que se muerde la cola”, le recuerda Shamila sobre las difíciles condiciones sociales. Finalmente logran que acudan al colegio con el acuerdo de que allí se les dará de comer. Y más adelante consigue que también acudan las madres a aprender a leer y escribir. En esa experiencia vivirá historias duras con algunas alumnas, como es el caso de Kushila y Bimala, pero que solo harán que reforzar su voluntad de seguir adelante. 

Así es como Laia se embarca en un ambicioso y personal proyecto pedagógico en los barrios de chabolas de Katmandú. Regresa a Barcelona para conseguir apoyos y desde allí escribe a Tsaring: “Mi espejo en el cielo está en Nepal con los niños, con Shamila, contigo…”. Y en su regresó retoma ese viaje que la llevará hasta el fondo de la sociedad nepalí y también hasta el fondo de sí misma, aunque llegará un momento en que tendrá que continuar sola, pues Tsering y Shamila ya no estarán con ella por motivos que el espectador descubrirá en el tramo final de la película. Y recordamos las palabras de Laia: “Necesito hacer esto. Nunca había hecho algo con tanto sentido”. Y también recodamos la banda sonora de Pascal Gaigne, un buen complemento a las imágenes y los mensajes.
 
Recomiendo ver esta película en versión original (la versión doblada ha originado críticas duras, pero es que siempre un film debería verse sin doblar). Aunque la historia no tenga un guion tan conseguido como la primeras obras de Icíar Bollaín, lo cierto es que es todo un viaje emocional que nos invita a la reflexión, mostrando un choque cultural y una búsqueda personal en un entorno complejo. Y donde cabe revisar tres temas: el dilema del "salvador blanco", pues a todo cooperante occidental cabe recordarle que la verdadera ayuda no es paternalista, sino colaborativa; la educación como motor de cambio, subrayando de nuevo el poder transformador de la educación como mejor herramienta para romper el círculo de la pobreza y la discriminación; y ese “espejo en el cielo" (que forma parte del título de la película) que transforma a la ciudad de Katmandú en el lugar donde Laia encuentra su espejo interior, lo que le permite confrontar sus propios prejuicios y descubrir su verdadera vocación y fuerza interior. 

Y ese espejo en el cielo que deseamos a Verónica Echegui. Sea nuestro homenaje desde Cine y Pediatría, con la recomendación de que vale la pena prescribir esta película para formarse en valores. Un regalo de tres mujeres: Icíar, Verónica y Victoria.

 

sábado, 23 de agosto de 2025

Cine y Pediatría (815) “Una niña” contra la transfobia

 

La semana pasada tratamos una película sobre la transexualidad procedente de Bélgica, todo un icono ya en la historia del cine: Mi vida en rosa (Alain Berliner, 1997). Y hablamos de la especial sensibilidad del cine en francés. Y buena muestra es nuestra obra de hoy, procedente de Francia, la película documental Una niña (Sébastien Lifshitz, 2020), que con un cuarto siglo de diferencia aborda el mismo tema. Aquella lo hacía desde la ficción y nos presentaba a Ludovic, Ludo, y su familia; esta lo hace desde la realidad y nos presenta a Sasha y su familia. Ambas son dos niñas trans de 7 años que han nacido en un sexo con el que no están cómodas, ambas viven en un familia estructurada con varios hermanos, ambas se parecen físicamente y en sus anhelos. 

Conocimos en Cine y Pediatría al director Sébastien Lifshitz con otra película documental y que denominé como el “boyhood” de los “coming-of-age”: Adolescente (2019), donde se embarca en la aventura cinematográfica de acompañar durante 5 años a las amigas Emma y Anaïs, desde los 13 años hasta que cumplen 18 y en los tres entornos habituales (familia, centro escolar y amigos). Y es que su cine se caracteriza por una profunda sensibilidad y un enfoque humanista, explorando principalmente temas relacionados con la identidad, la sexualidad y la resiliencia humana, alternando tanto en el género de la ficción como en el documental, pero donde la comunidad LGTQ+ no le es ajena.  

Shasa es una niña en el cuerpo de un niño. Y así lo confiesa su madre, Karine, a un médico: “Sasha odia su colita. Sasha odia no poder tener un bebé algún día”. Y cuando tenía 4 años ya comentaba: “Mamá, cuando sea grande seré una niña”. Esto es algo con lo que Sasha lleva soñando desde su niñez. Ahora nos refleja el transcurrir de los hechos a sus 7 años de edad, con la lucha de su familia para que su identidad de género sea reconocida y aceptada. Una batalla incansable de su madre (también del padre y la implicación de sus otros tres hermanos) contra las instituciones, especialmente la escuela en una pequeña comunidad rural de Francia, que se niegan a tratar a Sasha como una niña. Karine aprecia ese rechazo entre sus compañeros, pero también  en algunos profesores y muchos padres de sus compañeros: “Es agotador tener que ir al colegio a luchar con ellos. Hay niños que la aceptan sin problemas. Me gustaría que los adultos hicieran lo mismo”. 

A través de un seguimiento íntimo, el documental muestra los momentos más tiernos y vulnerables de Sasha en su hogar, donde es plenamente aceptada, así como la frustración y la pena que experimenta cuando se enfrenta al rechazo en el mundo exterior. La cámara de Lifshitz documenta las visitas de la familia a una psiquiatra especializada, quien explica la disforia de género (hoy preferimos hablar de incongruencia de género, por dos motivos: porque despatologiza la identidad de género y porque se enfoca en la persona, no en el sufrimiento) y el proceso que Sasha necesita para florecer. Estas escenas son arrolladoras por la realidad que emanan y el buen proceder de la psiquiatra en la formación e información que proporciona: toda una lección. Destacar la buena explicación de los pasos que supone la transición a tan corta edad. 

Y en cada escena esa preciosidad de niña llamada Sasha llena la pantalla de buenos sentimientos pese a tanto sufrimiento. Una lección de resiliencia a tan temprana edad, a veces superior a la de sus padres que caen con frecuencia ante el dolor de ver que a su hija se le está pasando la infancia sin poder hacer o tener lo que desea. Escenas que nos rompen el corazón, lágrimas de Sasha que nos empapan el alma. Porque le encantan vestirse con trajes de niña y espera poder llevarlos algún día al colegio o a la actividad extraescolar de ballet. La psiquiatra y la madre convocan a una reunión para hablar de la incongruencia de género, pero no acude casi nadie, ni padres ni profesores del colegio. Más adelante visitan a la endocrinóloga, otra reunión médico-paciente espectacular al explicar cuándo y cómo detener la pubertad. Y ante tanta información, la pregunta de los padres por todo lo que se les viene encima: “¿Cómo hago que sufra lo menos posible?”. 

Pasa el tiempo y el verano, y Sasha coge más confianza. Ya ha cambiado el vestuario de su armario y ha decidido con qué ropas quedarse. Ya se ha atrevido a enseñar su habitación a su mejor amiga. La madre sigue a su lado, sabe que es la lucha de su vida, aunque es consciente de que no haga el caso que demandan el resto de hermanos. 

Tras el inicio del nuevo curso, vuelta a la ropa de chico. Hasta que, en una reunión del consejo escolar, aceptan que acuda vestida como una niña, como lo que siente. A partir de ahí, la emoción se nos desborda a todos, a los personajes y a los espectadores. Y esta reflexión final de la madre: “Estoy convencida de que todos tenemos un papel en la vida. Y creo que Sasha ha venido para cambiar la mentalidad de la gente. Y yo estoy aquí para ayudarle”. 

Porque Una niña es un retrato del amor incondicional de una familia que lucha por la felicidad de su hija. Y ello a través de un enfoque humanista y cercano, siguiendo la línea de su filmografía, en lo que es una llamada a la visibilidad y comprensión de la incongruencia de género. La película nos destaca la claridad de Sasha sobre su propia identidad frente a la incomprensión de muchos adultos: mientras ella simplemente quiere ser y vestir como se siente, los adultos complican la situación con normas y burocracia. Este contraste subraya la inocencia de la niñez y la dureza del mundo exterior, resaltando que el apoyo familiar es crucial para alcanzar la felicidad en ese camino de transición.

 

sábado, 16 de agosto de 2025

Cine y Pediatría (814) “Mi vida en rosa”, el póker de los cromosomas X e Y

 

El cine en francés casi nunca deja indiferente al tratar los temas de la infancia, adolescencia y familia, que son la base de nuestro proyecto Cine y Pediatría. Y, dentro del cine en francés, el que procede de Bélgica es especialmente contundente. Basta revisar algunos de los títulos ya vistos, comenzando por aquellos directores belgas de especial calado, como el cine sociológico de los hermanos Dardenne (Rosetta, 1999; El hijo, 2002; El niño, 2005; El niño de la bicicleta, 2011; El joven Ahmed, 2019; Tori y Lokita, 2022) y el peculiar cine de Jaco Van Dormael (Totó el héroe, 1991; El octavo día, 1996; El nuevo Nuevo Testamento, 2015). A estos nombres se han sumado otros, con temas siempre candentes: Ben X (Nic Balthazar, 2007) sobre el trastorno del espectro autista; Blue Bird (Gust Van Berghe, 2011), travesía visual alrededor del realismo mágico infantil en África; Color de piel: miel (Laurent Boileau, Jung Henin, 2012) sobre la adopción infantil; Melody (Bernard Bellefroid, 201$) sobre la maternidad subrogada y los vientres de alquiler; 9 meses (Keeper) (Guillaume Senez, 2015), alrededor de la maternidad y paternidad en adolescentes; Aves de paso (Olivier Ringe, 2015) sobre la discapacidad infantil y la amistad; Una oportunidad para ellos (Thierry Michel, Pascal Colson, 2017) y Pequeña escuela (Lydie Wisshaypt-Claudel, 2022), ambas sobre la educación infantil; Instinto maternal (Olivier Masset-Depasse, 2018) alrededor de la pérdida de un hijo; Un pequeño mundo (Laura Wandel, 2021) sobre el acoso escolar; Dalva (Emmanuelle Nicot, 2022) sobre la pederastia; o Close (Lukas Dhont, 2022), alrededor de las aristas de la amistad infantil.                   

Curiosamente Lukas Dhont es otro joven director al que hay que tener en cuenta y que en el año 2018 nos dejó la película Girl, basada en la historia real de Nora Monsecour, quien quería ser bailarina y se enfrentaba al problema de haber nacido en un cuerpo masculino. Al año siguiente el tema de la transexualidad también estuvo presente en Lola (Laurent Mitcheli, 2019), esa especial road movie de un padre y su hija trans por los caminos belgas (franceses y flamencos) hacia la reasignación de sexo de nuestra protagonista. Pues bien, un tema tan delicado como la transexualidad ya se fue abordado por el cine belga hace tres décadas y lo hizo con el sentido y la sensibilidad de la película que hoy nos convoca: Mi vida en rosa (Alain Berliner, 1997), un película multipremiada en su momento, incluyendo el Globo de Oro a mejor película extranjera.  

Conocemos a la familia Fabre, quienes se acaban de mudar a una nueva urbanización y han preparado una fiesta para sus vecinos. El padre, Pierre (Jean-Philippe Écoffey), la madre, Hanna (Michéle Laroque, a quien ya conocimos en su espectacular papel de repartidora de pizzas en la onírica y necesaria película Cartas a Dios, escrita y dirigida en el año 2009 por Éric-Emmanuel Schmitt) y sus cuatro hijos preparan las mejores galas de bienvenida. Y allí conocemos a nuestro personaje, el tercer hijo, por nombre Ludovic (George Du Fresne), quien aparece vestido con ropas de mujer para sorpresa de todos, propios y extraños, entre los que se encuentra el jefe de Pierre y su familia. “Tienes 7 años, Ludo. A los 7 años ya no se viste de niña aunque te parezca muy divertido”, le dice amorosamente la madre.  

Se nos muestra que el sueño de Ludovic es ser una niña (por ello lleva el pelo largo y no quiere que se lo corten), parecerse a la muñeca Pam y poder casarse con el muñeco Ben, en este caso su vecino y compañero de clase Jérôme, a la postre el hijo del jefe de su padre. Y así se lo espeta a su madre: “Nos vamos a casar cuando ya no sea un varón”. Las alertas se van disparando en la familia y, ante la insistencia, Hanna le reprende: “¡Eres un varón y serás un varón toda la vida!”. Finalmente desde el colegio le recomiendan que consulte a un psicólogo, pues su actitud está incomodando a muchos. Ludovic hace lo que puede para comportarse (torpemente) como un chico y le pregunta a su hermana mayor: “¿Qué soy, niño o niña?”; y ella le explica, como puede y con un libro: “En Biología aprendimos por qué eres un niño o una niña. XY, eres niño. XX, eres niña. Es como jugar al póker, ¿entiendes o no?”. A partir de ahí se devienen escenas divertidas para llegar a su propio conclusión de que “es un niño-niña” y que Dios le enviará pronto una X y se podrá casar con Jérôme. 

La fiesta de teatro escolar lo empeora todo, al suplantar el papel de Blancanieves, por lo que llega al director del colegio la petición de los demás padres de la clase: “Lo siento mucho, pero la conducta y los gestos de Ludovic son demasiado excéntricos para esta escuela”. Tiene que cambiar de colegio, pero las cosas no van mucho mejor, pues ahora sufre acoso escolar. Como los padres no saben cómo actuar, al final deciden que quizás permitiendo lo prohibido, esto pierda interés, por lo que le dejan acudir con faldas a la fiesta de una vecina, lo que desencadena la repulsión de los demás: el padre es despedido del trabajo, les acosan con pintadas “¡Fuera los maricas!” y la madre le acusa de ser el culpable de todo lo que está ocurriendo. Al final la madre le corta el pelo, mientras sendas lágrimas recorren la mejilla de madre e hijo. Finalmente Ludovic decide irse a vivir con la abuela materna, la única que le comprende. 

Cuando el padre consigue otro trabajo, deciden trasladarse a otra ciudad. “Esta mejor desde que nos hemos mudado. Tal vez se le haya pasado”, piensa ingenuamente Pierre. En su nueva ubicación conoce a la niña tomboy Christine, y en una fiesta y por decisión de la niña, cambiarán de disfraces: ella se pone el traje de mosquetero y él tiene que vestirse con el de princesa… A partir de ahí deviene una experiencia onírica que reconcilia a madre e hijo, dejándonos el guiño de la muñeca Pam. 

Es Mi vida en rosa una película valiente, vista ahora cuando fue estrenada, pues aborda el tema de la transexualidad con tino, sin subrayados y con dosis de inteligente humor, pues, en muchas ocasiones, los temas serios es mejor abordarlos así. Y baste recordar las palabras que la profesora de Ludovic pronuncia a su clase: “Bien, niños, escúchenme un minuto. Me gustaría hablarles de algo. Entre sus compañeros hay algunos que son diferentes a ustedes. De todos modos, todos son diferentes. Deben aprender a aceptar a todos tal y como son y a respetar a sus compañeros. A su edad todos están buscando todavía su identidad y les pido que hagan un esfuerzo”

Y todos debemos seguir haciendo un esfuerzo para entender la incongruencia de género. Porque la vida puede ser en rosa, en azul o en muchos colores del espectro de la luz. Una luz que va mucho más allá del póker de los cromosomas X e Y. Porque la vida no va de cromosomas, ya lo hemos dicho muchas veces, va de respeto, de amor, de compresión, de apoyo, de felicidad,…

 

sábado, 9 de agosto de 2025

Cine y Pediatría (813) “Yesterday”, el ayer y hoy de las infancias huérfanas por el sida en África

 

Nos encanta descubrir nuevas filmografías en Cine y Pediatría. La semana pasada inauguramos Egipto con la película Yomeddine (Abu Bakr Shawky, 2018) alrededor del estima de la lepra y hoy lo hacemos con Sudáfrica, y ello a través de una película de una gran belleza, aunque la historia que nos cuente sea tan dura alrededor del estigma del sida. Belleza en los personajes, en las actrices protagonistas, en el paisaje, en la música, en los sentimientos y en el mensaje. Una historia que se revisa con el corazón encogido al sentir la asimetría del mundo y cómo la realidad de África sigue siendo muy lejana a la acomodada vida de nuestro primer mundo. Hablamos de la película Yesterday (Darrell James Roodt, 2004), una historia de mujeres (la protagonista y su hija, la doctora, la maestra, las vecinas) enfrentadas a la infección por VIH.  

Yesterday se nos cuenta a través de dos estaciones del año: verano e invierno. Comienza en verano a través de una panorámica de la tórrida sabana africana, en la que caminan Yesterday (Leleti Khumalo) y Beauty (Lihle Mvelase), madre e hija de 5 años, respectivamente, dos nombres muy significativos para esta historia. Tras tres horas caminando llegan a un centro sanitario donde Yesterday busca ser atendida, pero no es posible, pues hay una gran cola de pacientes delante de ella y debe regresar resignada. Pronto observamos su tos persistente y disneizante. 

Mientras pasan los días hasta volver a acudir al médico de nuevo, se nos presentan que viven en una población rural pequeña de Sudáfrica, Rooihoek, con escasos recursos y donde sólo vemos mujeres con sus hijos (se deduce que, o bien son viudas, o sus maridos trabajan en zonas más industrializadas para ayudar a mantener a sus familias, cual es el caso del padre de Beauty, quien lo hace en una mina en Johannesburgo). La segunda tentativa por consultar su enfermedad con un médico sigue el mismo fracasado destino, por lo que acaba recurriendo, sin mucha confianza, a la curandera del pueblo, quien le dice “Aquí hay mucha ira. Tienes que soltar esa ira”, algo que nada tiene que ver con la realidad. Sigue empeorando, y en la tercera tentativa, la nueva profesora del poblado (Harriet Lenabe) le suministra un taxi para que llegue temprano al centro sanitario y ahora si pueda ser atendida. Cabe destacar la empatía de la doctora que le habla en zulú y le pregunta por qué se llama Yesterday, a lo que ella contesta: “Mi madre decía que las cosas fueron mejores ayer que lo que son hoy”. Tras examinarla y hacer una analítica, regresa días después, donde la doctora le explica con tacto y mesura, con mucha humanidad, que ha contraído el sida (realmente no se nombra, se intuye). A destacar el silencio que se produce cuando Yesterday le pregunta: “Entonces, ¿voy a dejar de vivir?”. Yesterday no entendía que hubiera tenido que usar preservativos, estando casada, pero finalmente viaja a Johannesburgo para comunicarle la noticia a su esposo John (Pepi Khambule) y decirle que es preciso que él también se haga las pruebas… Y aquí somos testigos de las escenas más crueles de la película, especialmente cuando luego Yesterday recuerda entre lágrimas que el ayer con su esposo y su hija fue feliz en algún momento. 

Llega el invierno y vemos ya a una Yesterday débil y enferma por el avance del sida. Las vecinas son testigos de su deterioro, ella les dice que es sólo cansancio. Al regresar de las labores del campo, un día encuentra en casa a su marido tiritando, sudoroso, delgado y pálido, muy enfermo. “No quise creer lo que tú me dijiste”, le confiesa a su mujer, en otra de las escenas más dura y emotivas del film. Yesterday vuelve a revisión con la doctora y toma una decisión que comparte con la facultativa: “¡Hasta que mi hija no vaya a la escuela, no pienso morirme! Empieza el año que viene”. Mientras tanto su marido sigue oculto en casa, bajo el murmullo de todo el pueblo. Finalmente confiesa a su amiga profesora que tanto su marido como ella tienen el sida, y a la pregunta de por qué no dijo nada, ella le relata la historia de una chica de un pueblo cercano a la que todos sus vecinos apreciaban, pero que, tras contraer el VIH, se lo dijo a sus padres y murió lapidada. Pero la situación se vuelve tan violenta con sus vecinas por la salud de su marido, donde el miedo, la desinformación, el estigma, la intolerancia y el desprecio son más que notorios. Mientras, Yesterday busca soluciones: no la encuentra en un hospital para pacientes terminales con sida pues está lleno, por lo que decide construir una cabaña a las afueras de la aldea, lejos de de rumores y de la intolerancia de sus vecinas. 

Con la llegada del nuevo verano, vemos a Yesterday se halla visitando la tumba de John. Le acompaña la profesora, que le informa que las clases empezarán la semana próxima, causándole gran felicidad el hecho de poder ver cómo acude Beauty al colegio por primera vez, pues ella no pudo y es analfabeta. También le dice: “Cuando llegue el final, amaré a Beauty como si fuese mía”. Con el corazón roto de amor y conteniendo las lágrimas, recordaremos esta maravillosa película por mucho tiempo, con esa imagen final de Yesterday acompañando a Beauty en su primer día de clase y dándole un beso en la distancia. 

Los datos actuales del sida en África nada tienen que ver con los de otros continentes. La crudeza de las cifras hablan por sí misma: este continente concentra cerca de dos tercios de todas las personas con VIH en el mundo, pese a representar solo alrededor del 12 % de la población mundial; actualmente se cuentan alrededor de 26 millones de personas viviendo con VIH en África, concentrado específicamente en la región subsahariana; y cada año se contabilizan más de un millón de nuevas personas infectadas; la vulnerabilidad es mayor en países del este y sur como Botswana, Lesotho, Malaui, Mozambique, Namibia, Sudáfrica, Zambia y Zimbabue. Si centramos nuestra atención en la población infanto-juvenil, se estima que aún más de 1,4 millones de niños y niñas entre 0 y 14 años viven con VIH a nivel mundial, de los cuales la gran mayoría se encuentran en África subsahariana (en esta región las mujeres y niñas representaron el 63% de todas las nuevas infecciones); se estima que en 2024 aún murieron 75.000 menores por causas relacionadas con el sida (pues a pesar de que la infancia representa solo el 3% de las personas que viven con VIH, constituyeron el 12% de las muertes relacionadas con sida a nivel mundial). Y no se debe olvidar que, desde el inicio de la pandemia en África, el sida ha dejado más de 12 millones de niñas y niños huérfanos. 

¿Cuáles son los desafíos a los que se enfrenta el sida en África (muchos presentes en nuestra película de hoy)?: la transmisión de madre a hijo elevada (dadas las deficiencias en la cobertura de salud para las madres seropositivas), el diagnóstico tardío o inexistente, la dificultad de acceso al tratamiento antirretroviral, la resistencia a antirretrovirales como amenaza creciente, el estigma social y barreras legales (sobre todo en población clave como LGTBIQ+, drogadictos vía parenteral, trabajadores sexuales), el aumento de leyes punitivas (en países como Uganda o Mali, lo que agrava la invisibilidad y vulnerabilidad de estas poblaciones), la desigualdad de género (desfavorable a adolescentes y mujeres jóvenes) o los recortes en la financiación. 

Y es así como la conmovedora obra cinematográfica Yesterday nos habla del ayer y del hoy de las infancias huérfanas por el sida en África. Y entre emociones como la empatía y compasión, la tristeza y el dolor, la indignación y frustración, o la esperanza y admiración, nos llevamos estas reflexiones en la mochila, dignas de un cine fórum: el estigma y la ignorancia en torno al VIH/sida, la resiliencia de la mujer africana, la importancia de la educación (un símbolo de esperanza para el futuro y la única manera de cambiar el destino de las naciones) y la universalidad de la condición humana sobre temas como el amor incondicional de una madre, la lucha por la supervivencia, la dignidad ante la enfermedad y la búsqueda de un futuro mejor. Y entender que, aún hoy, el sida en África poco tiene que ver aún con el sida en el primer mundo. Y por ello Yesterday y Beauty son dos nombres que ya nos inspiran en busca de un mañana más bello.

 

sábado, 2 de agosto de 2025

Cine y Pediatría (812) “Yomeddine”, un viaje en busca del Juicio Final

 

Una nueva filmografía se suma a Cine y Pediatría. En este caso con la película egipcia Yomeddine (Abu Bakr Shawky, 2018), premiada en la SEMINCI de Valladolid, además de sus nominaciones a la Palma de Oro en el Festival de Cannes y candidata oficial de Egipto para la categoría de Mejor Película Extranjera en los Premios de la Academia. Una película muy particular, dura e inolvidable, en lo que es el viaje de búsqueda de las raíces familiares de un adulto copto que fue abandonado en la infancia en una leprosería y de un niño sudanés que ha vivido siempre en un orfanato sin conocer a sus padres. Porque Yomeddine (que significa "Día del Juicio" en árabe) funciona como una metáfora a ese aludido Día del Juicio Final, pero aquí no es el juicio divino lo que preocupa, sino el juicio de la sociedad, con dos preguntas que se lanzan al espectador: ¿quién tiene derecho a juzgar a los otros por su aspecto o su pasado?, ¿y qué significa realmente ser digno? Una luminosa historia sobre un niño y su mentor que emprenderán un viaje para encontrar a sus familias. 

Beshay (Rady Gamal) nunca ha salido de la colonia de leprosos en la que le abandonaron siendo un niño. Ya está curado de la lepra, pero presenta todas las secuelas físicas (amputaciones de dedos, deformidades de extremidades, graves defectos faciales,…), psicológicas y sociales que puede manifestar esta enfermedad, considerada como un castigo de Dios en el Antiguo Testamento, y cuya condición de “apestados” ha perdurado en el tiempo, mucho más allá de que el científico noruego G. H. A. Hansen descubriera en 1873 que se producía por un agente infeccioso denominado Mycobacterium leprae. Besahy vive en la leprosería de este asentamiento egipcio de Abu Zabal, es analfabeto y trabaja con su carro tirado por un burro (por nombre Harby) recogiendo objetos de los basureros. Allí, en la que llaman la Montaña Basura se topa con personajes muy peculiares, entre ellos con un chico de 10 años sudanés, que vive en un orfanato y al que llaman Obama (Ahmed Abdelhafiz). 

Tras la muerte de su mujer, mentalmente enferma, Besahy decide coger sus escasas pertenencias e ir en busca de sus raíces, de su familia biológica en la lejana ciudad de Qena, al norte de Luxor, viaje al que se suma Obama como polizón. Comienza una particular road movie en un carro tirado por un burro a través del desértico Egipto, en busca del Nilo y de su ciudad de origen, enfrentados al cansancio, el hambre, la penuria, la enfermedad, el rechazo y la indiferencia, pero también encontrando actos de bondad inesperados. Duermen junto a pirámides del camino, nadan en el Nilo, acaba en la cárcel,… y en alguna ocasión tiene que gritar “¡Soy un ser humano!”, en clara referencia al personaje de John Merrick en El hombre elefante (David Lynch, 1980). 

Llega un momento en que se les muere Harby y deben continuar como pueden…”¿Los animales tienen Juicio Final?”, pregunta Obama y Besahy le responde “No. Van directos al Cielo”. Porque, en el transcurso del viaje, Beshay y Obama no solo buscan a sus familias, sino también su propia dignidad y un sentido de pertenencia. Y van conociendo lugares y personajes que, en algún momento, nos retrotrae a la icónica película dirigida en 1932 por Tod Browning, La parada de los monstruos (Freaks), pues son la escoria social, muchos con defectos congénitos. Y uno de estos personajes le comentan a Besahy: “Nos juzgan por nuestra apariencia. Somos unos parias. Eso no tiene cura. No hay otra vida. Tu, yo y los demás monstruos de aquí nunca seremos “normales”. No te avergüences de ti… Vivimos con la esperanza de que en el Juicio Final todos seamos iguales”. 

En el tramo final, Obama encuentra en unos papeles, “gracias a la bendita burocracia egipcia” como dicen, que se llama Mohamed y tiene apellidos (o eso parece), pero sus padres han muerto, por lo que decide seguir llamándose Obama, “como el de la tele”. Besahy consigue llegar a su pueblo, donde reencuentra a su hermano, a quien le contaron que había muerto de sarna (nunca le hablaron de lepra), y también a su padre, quien ha padecido un ictus años atrás, y le explica el motivo por  el que no volvió a por él, que no fue otro que intentar darle una segunda oportunidad en un lugar donde no le juzgarían, pues le recuerda el dicho “Huye de un leproso como huirías de un león”. El reencuentro y aceptación de la familia es sanador y, aunque eso no va a conseguir que desaparezcan las cicatrices físicas, si le mejoran las secuelas psicológicas y vitales. Y también el hecho de que Obama decida quedarse con Besahy y este acepte. Y ambos regresan a la leprosería… Y Besahy tira el gorro con el velo que le cubría la cara. Muy simbólico. Está más preparado para la llegada del Juicio Final. 

Es Yomeddine una película sencilla, pero una historia repleta de reflexiones y enseñanzas. Donde se pueden trabajar aspectos como la dignidad humana tras el estigma (donde se nos recuerda que todo ser humano merece respeto y amor, más allá de su apariencia o condición), la búsqueda de identidad y aceptación (porque Beshay no busca caridad, sino entender por qué fue abandonado y encontrar su lugar en el mundo, con esa necesidad universal de ser reconocido, valorado y amado por quienes nos dieron la vida) y el poder de la amistad (en esa relación entre Beshay y Obama, dos almas solitarias y heridas, encuentran en el otro apoyo y cariño). Y todo ello en un film profundamente humanista, sencillo en su forma pero poderoso en su mensaje. Nos invita a mirar más allá de lo superficial, a empatizar con los olvidados y a reflexionar sobre lo que significa realmente ser humano. 

Una película filmada con actores no profesionales donde pocas veces la lepra es tan protagonista, con ese personaje de Beshay que presenta una grave afectación y esa cara tan característica de la conocida como lepra leonina. Según la OMS, la enfermedad de la lepra aún afecta hoy a aproximadamente entre uno y dos millones de personas en todo el mundo, con casi 200.000 casos nuevos detectados al año en centenares de países. Y estos datos me retrotraen a mi experiencia como estudiante de Medicina, hace cuatro décadas, cuando acudí de voluntario con mi novia (luego mi esposa) a trabajar en una de las pocas leproserías que aún persistían en España (la de Fontilles, en la provincia de Alicante) y donde pudimos convivir con todo el espectro de la enfermedad y de la humanidad que la lepra transmitía. Por ello Yomeddine es una apuesta valiente de su director en lo que es su ópera prima en el largometraje, tras varios cortos previos en su haber. 

Porque en el “Yomeddine” o Juicio Final todos seremos iguales. Pero, mientras ese momento llega, no deberíamos desaprovechar la oportunidad de comportarnos así, como seres humanos que merecemos todo el respeto y consideración independientemente de nuestros particularidades y estigmas físicos, psíquicos, sociales o culturales.

 

lunes, 28 de julio de 2025

Terapia cinematográfica (15). Prescribir películas para entender el tabú del incesto en menores

 

El término incesto proviene del latín incestus, que significa “no casto”, y define a esas relaciones o encuentros sexuales entre individuos cuya línea de consanguineidad es muy cercana dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio, tal como las relaciones entre madres o padres con sus hijos, encuentros íntimos entre hermanos, y otras. 

El incesto es considerado un tabú casi universal en las sociedades humanas, aunque la definición de "pariente cercano" varía culturalmente. A lo largo de la historia, encontramos referencias al incesto en muchas mitologías del mundo, incluida la mitología griega, egipcia, mesopotámica e incluso en ciertas tradiciones indígenas y orientales. Otro lugar común del incesto es dentro de las familias reales, donde se practicaba para mantener la pureza del linaje o el poder concentrado. 

El incesto con menores de edad es un delito grave en la mayoría de los países, ya que implica una combinación de dos factores criminales: relaciones sexuales entre familiares cercanos y abuso sexual infantil. Y es que las consecuencias del incesto son devastadoras y de largo alcance, afectando profundamente a todos los miembros de la familia: principalmente a las víctimas (a los menores), pero también a otros miembros de la familia y a los mismos perpetradores. La intervención temprana, el apoyo psicológico especializado y la aplicación de la ley son fundamentales para proteger a las víctimas y abordar las complejas dinámicas familiares involucradas. Cabe recordar que ya tratamos previamente el tema del abuso sexual infantil en esta serie de Terapia cinematográfica y enumeramos el incesto entre los tipos de abuso, pero dado el profundo impacto de esta situación es por el que hacemos un análisis individualizado. Porque ningún tema escapa de las pantallas del cine, y el incesto tampoco lo ha sido. Y desde esta sección de Terapia cinematográfica hoy recogemos 7 películas argumentales alrededor del incesto con víctimas menores de edad en la familia. Estas películas son, por orden cronológico de estreno: 

- Lolita (Stanley Kubrick, 1962), para debatir sobre la moralidad que arrastra desear a tu hijastra adolescente. 

- El soplo al corazón (Le soufflé au coeur, Louis Malle, 1971), para adentrarnos en la relación incestuosa aceptada entre una madre y su hijo adolescente. 

- La luna (Bernardo Bertolucci, 1979), para confrontar la compleja relación de amor y autodestrucción alrededor del complejo de Edipo. 

- The War Zone (La zona oscura) (The War Zone, Tim Roth, 1999), para reconocer que el tabú del incesto es una zona oscura que cabe iluminar con la denuncia. 

- Precious (Lee Daniels, 2009), para sumergirnos en la grave problemática familiar y social que acompaña con frecuencia al incesto. 

- Reina de corazones (Dronningen, May el-Toukhy, 2019), para sentir que las relaciones incestuosas no son ninguna aventura de Alicia en el País de las Maravillas. 

- Dalva (Emmanuelle Nicot, 2022), para lograr vencer el síndrome de Estocolmo del incesto en menores de edad. 

Siete películas argumentales para sentir las aristas de un tema tan complicado y espinoso sobre el que no podemos, ni debemos, volver la vista a otro lado. Aquí no es un tema de dioses ni de reyes, sino de niños, niñas y adolescentes que transitan en sus familias en zonas oscuras para la mente, el alma y el corazón. 

Se puede revisar el artículo completo en este enlace o en este otro.

sábado, 26 de julio de 2025

Cine y Pediatría (811) “Juicio a un menor”, juicio al estigma frente al sida

 

“Esta película está basada en experiencias familiares, entrevistas, documentos de tribunales y reportajes de periódicos y revistas”. A continuación un baile callejero al son de la canción “Small Town” de John Mellecamp y distintas imágenes nos sitúan en un pequeño pueblo del estado de Indiana, Kokomo. Así comienza una película que es una historia real, la historia de un niño que cambió la mirada sobre la pandemia del sida: Juicio a un menor (John Herzfeld, 1989), telefilm cuyo título original “The Ryan White Story” nos retrotrae a aquella historia de la década de los 80 que no dejó indiferente al mundo, en aquellos inicios en que se sabía poco de la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) y se temía mucho. 

Tras esa introducción conocemos al adolescente Ryan White (Lukas Haas, protagonista tras participar cuatro años antes en la exitosa película Único testigo, dirigida por Peter Weir e interpretada por Harrison Ford), cuya tos hemoptoica antes de acompañar a su hermana Andrea (Nikki Cox) al concurso de patinaje, nos pone sobre aviso y nos marca la fecha, diciembre de 1984. Tras llegar del evento, le dice a su madre Jeanne (Judith Light): “He estado todo el día muy cansado. No me encuentro bien…”. Tras la consulta en el hospital, el informe del doctor: “Ryan tiene un tipo de infección que los niños normales no padecen. Se llama Pneumocystis. Puesto que sabemos que la tiene y sabemos también que le han estado administrando productos sanguíneos desde hace mucho tiempo para tratar su hemofilia, nuestra conclusión es que un virus ha dañado gravemente su sistema inmunológico. Sra. White, Ryan tiene sida”. A la pregunta de la madre de cuánto le queda de vida, la respuesta nos indica lo que en aquellos momentos eso significaba: “Nadie sabe lo suficiente sobre el sida para que yo pueda decirle cuánto tiempo le queda. Pero saldrá de la neumonía porque sabemos tratarla. Necesitamos más información, pero no se morirá de esta neumonía, de eso estoy seguro”. Una información muy dura ofrecida por el médico con adecuada forma y asertividad. A continuación, una reacción de la madre muy dura, mientras se abraza a su hija: “Si Ryan se muere, moriremos todos juntos. Quemaré nuestra casa. Meteremos el coche en el garaje, cerraremos la puerta y dejaremos el coche en marcha hasta que nos quedemos dormidos”. Ya hemos ido conociendo que Jeanne está separada y el padre no se preocupa por sus dos hijos. 

Con la llegada de los abuelos se nos muestra la busca de un culpable en el duelo. La abuela comenta en alto, “¡Los homosexuales empezaron esto!”, y la madre replica: “¡Nadie sabe quién lo empezó! No culpes a nadie, si quieres un culpable, cúlpame a mí, yo soy quien porta los genes deformados que le produjeron la hemofilia, soy yo quien le hace las transfusiones para la hemofilia, así es como ha entrado en contacto con el plasma sanguíneo infectado que le ha contagiado el sida. Así que si quieres echarle la culpa a alguien, échamela a mí”. Pasado unos días, informan a Ryan de su enfermedad, con la madre, el cura, el médico y la enfermera presentes, una escena especialmente extraña y que da para un debate sobre cómo se planteó. Porque a la pregunta de Ryan si va a morirse, su madre le contesta que “todos moriremos algún día, pero no sabemos cuándo”

Pasa el tiempo y las fases del duelo. Llega la aceptación y se vislumbra cuando Andrea y su madre están a solas, y ésta le dice que olvide lo que le comentó sobre encerrarse en el garaje, apoyándose en que sus vidas son muy valiosas y que seguirán adelante. Durante la conversación, Jeanne lee folletos sobre información del VIH y de qué forma se transmite: “¡Estos folletos no te cuentan nada, en unos te cuentan una cosa y en otros, otra, pero hay algo en lo que están todos de acuerdo: no puede contagiarse el sida viviendo todos en la misma casa, bebiendo del mismo vaso o besando!”. 

Nos trasladamos a abril de 1985 y Ryan corretea ya con la bici por el barrio. Desea regresar al colegio, pero su madre le da una noticia que no esperaba: “Ryan, ellos no quieren que vuelvas, por tu enfermedad… He estado en el colegio y no quieren escucharme, dicen que es una enfermedad contagiosa”. Es entonces cuando Jeanne decide acudir a un abogado (George C. Scott) para exponer la situación actual de su hijo y la negativa del colegio a que acuda a recibir clases, decidiendo hacerse cargo del caso. Pero los padres y madres del colegio se oponen firmemente a la readmisión de Ryan, por miedo al sida y desconocimiento a los medios de contagio, y lanzan una campaña de recogida de firmas. Y de nada sirven los consejos del doctor: “No se puede garantizar la ausencia de contagio. Lo único que sabemos sobre el virus del sida es que vive en la sangre y se transmite a través de las membranas mucosas, los ojos, la boca, la región intestinal y los órganos sexuales. Se puede contagiar a través de un corte en la piel, pero no tocando los mismos objetos o estando en la misma habitación”. Pero todos los miembros de la familia sufren también la exclusión: la madre lo recibe de compañeros de su fábrica, su hermana debe afrontar comentarios crueles de sus compañeros del colegio: “Mi madre dice que tu hermano es marica”. Cruel, todo muy cruel… pero fue la realidad del miedo que nos asoló (y no creo que sea tan lejano, pues con la covid hemos vivido situaciones similares, dado que aprendemos poco el ser humano). 

Persiste el sentimiento de culpabilidad de la madre, al ser ella la trasmisora de la hemofilia de su hijo (es conocido que la hemofilia A que presenta Ryan tiene patrón de herencia recesivo ligado al cromosoma X, de forma que la madre es portadora y la enfermedad se manifiesta principalmente en hijos varones). Y llegan los medios de comunicación, deseando entrevistarle, tras haberse convertido en noticia mediática su batalla legal por regresar al colegio, y cuando le preguntan qué es lo que más le molesta de su situación, Ryan responde: “Las cosas que murmura la gente, como que escupo en las verduras del supermercado y, sobre todo, cuando dicen cómo lo he cogido. Piensan que soy un gay, son las únicas personas que lo cogen”. Incluso cuando Ryan queda a hacer los deberes con la chica que le gusta de su colegio, ella le dice con pesadumbre: “Mi madre cree que es mejor que no estemos juntos”. La enfermedad avanza y debe reingresar al hospital: “Me voy a morir si no ocurre un milagro… Tengo miedo”, le confiesa a su madre. Allí conoce a Chad, un chico de su misma edad que se encuentra en la misma situación que él y comparten reflexiones: “Nadie sabe lo que se siente estando tan sólo”, le comenta Chad, palabras con gran valor, pues quien da vida a este personaje es el protagonista en la vida real, Ryan White. 

En el juicio el abogado realiza la estrategia de que le consideren “minusválido” para que le permitan volver al colegio, pero aún así el camino no es fácil. Finalmente, el juez da la razón a Ryan y es readmitido de nuevo en clase. Al regresar a las aulas es recibido con frialdad y así le explica a su mejor amigo Tomy las condiciones que le ha impuesto el centro y que debe aceptar: “Tengo mi propia toalla en la cartera, y es la única que puedo utilizar. Para comer tengo servilletas, platos de papel, cuchillos y tenedores de plástico. Después de utilizarlos tengo que tirarlo todo, y no puedo beber en ninguna fuente”. 

Finalmente la madre decide trasladarse con sus hijos a otra localidad, Cicero, para ofrecer un lugar libre de ambientes hostiles que pudieran seguir empeorando la salud de sus hijos y la suya propia. Y allí Ryan acude a un nuevo colegio, donde profesores y alumnos le reciben con respeto y cariño. Y mientras se escucha la canción “I´m Still Standing” (“Sigo en pie”) de Elton John se muestra un fotograma de Andrea, Ryan y Jeanne, primero como los protagonistas del filme y luego se superpone con los tres protagonistas de esta historia en la vida real. 

Ryan White murió en abril de 1990, cuando tenía 18 años, pocos meses después del estreno de esta película. Un estreno a finales de la década de los 80, cuando la pandemia del sida llevaba unos años convirtiéndose en un problema sanitario global contra el cual no existían tratamientos médicos eficaces, y dejando una ola de prejuicios y falsas creencias que llevó al rechazo social, la discriminación, la marginación y en muchos casos la criminalización de las personas infectadas por el VIH, causante de la enfermedad. Recordamos que a esta enfermedad se le llegó a denominar en aquellos inicios como "enfermedad de las cuatro H", en donde se identificaron cuatro grupos de riesgo: homosexuales, hemofílicos, adictos a drogas intravenosas (heroína en particular) y haitianos. El estigma no tardó en cuajar, especialmente frente a homosexuales y heroinómanos. Los prejuicios podían más que la información y las “fake news” corrían como por un reguero de pólvora. Los pacientes eran convertidos en parias: perdían sus trabajos, la escolaridad, las relaciones sociales y, a veces, hasta sus familias. Incluso había médicos y enfermeras que se negaban a atenderlos. Se llegó a hablar de un castigo de Dios. 

En ese contexto, hubo historias personales que ayudaron a cambiar esos puntos de vista y poner al sida en su real dimensión: los casos del actor Rod Hudson o del deportista Magic Johnson son bien conocidas. Otras lo son menos en la distancia, y el cine nos los recuerda, como fue la historia de Ryan White, quien se convirtió en un símbolo nacional en la lucha contra el estigma y la discriminación del VIH/SIDA. Tanto es así que cuando murió, el ex presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, lo despidió así: “Debemos a Ryan haber eliminado el miedo y la ignorancia que le había perseguido desde su casa al colegio. Debemos a Ryan haber abierto nuestros corazones y nuestras mentes a las personas con sida. Debemos a Ryan el ser compasivos, comprensivos y tolerantes con las personas con sida, sus familias y amigos. Es la enfermedad lo que da miedo, no las personas que la tienen”. Y en su homenaje, un año después, el Congreso estadounidense promulgó la ley Ryan White Comprehensive AIDS Resources Emergency (RWCARE), un programa federal que proporcionó ayuda financiera de emergencia a las comunidades afectadas por la epidemia del sida, que dotó de fondos a programas para mejorar la disponibilidad de asistencia a personas con bajos recursos, sin cobertura sanitaria o con una cobertura sanitaria deficiente al enfermo, incluyendo a sus familias. 

Su repercusión continuó. Elton John se interesó por Ryan, se hicieron amigos y ayudó a su familia en la adquisición de su nueva casa en Cicero; puso música al final de esta película con la canción referida y poco después creó la fundación Elton John contra el SIDA. Asimismo, Michael Jackson le dedicó una canción de su disco “Dangerous”, titulada “Gone too soon”. 

Por ello, valores cinematográficos aparte, cabe prescribir Juicio a un menor como un juicio al estigma frente al sida (y, por extensión, ante cualquier enfermedad infecciosa) y también para que las generaciones más jóvenes de sanitarios conozcan aquella realidad  inicial del sida, que nada tiene que ver con la que actualmente conocemos. 

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sábado, 19 de julio de 2025

Cine y Pediatría (810) “Nuestra querida profesora”, difícil de encontrar, difícil de dejar e imposible de olvidar

 

Las historias alrededor de alumnos y profesores en las escuelas e institutos es un tema recurrente en Cine y Pediatría. Películas llenas de valores desde la ficción o la realidad. Y dentro de la realidad de algunas historias, un buen número de ellas se enmarcan como películas documentales y son ejemplos paradigmáticos las siguientes, desde diferentes nacionalidades: desde Francia, Ser y tener (Nicolas Philibert, 2002), La clase (Laurent Cantet, 2008), Sólo es el principio (Jean-Pierre Pozzi y Pierre Barougier, 2010), Camino a la escuela (Pascal Plisson, 2013), El gran día (Pascal Plisson, 2015); desde España, Entre maestros (Pablo Usón, 2012), La hora del patio (Manuel Pérez Cáceres, 2012), El lápiz, la nieve y la hierba (Arturo Méndiz, 2017), Picotazos contra el cristal (Rafael Moles y Pepa Andreu, 2019), Nous, la evolución del pensamiento (Henar Rodríguez y Christian Dehugo, 2019), Las clases (Orencio Boix, 2021); desde Argentina, La educación prohibida (German Doin, 2012), Escuela normal (Celina Murga, 2012), Escuela de sordos (Ada Frontini, 2013), Las clases (Orencio Boix, 2021); desde Bélgica, Pequeña escuela (Lydie Wisshaypt-Claudel, 2022), Una oportunidad para ellos (Thierry Michel, Pascal Colson, 2017); desde Estados Unidos, Esperando a Superman (Davis Guggenheim, 2010); desde Países Bajos, Los niños de la señorita Kiet (Peter Lataster y Petra Lataster-Czisch, 2016); desde Alemania, El profesor Bachmann y su clase (Maria Speth, 2021); entre otras muchas. Y hoy llega la reciente película documental austriaca, Nuestra querida profesora (Ruth Beckermann, 2024).  

Nuestra querida profesora retrata, durante tres años (entre 2020 y 2023) y tres cursos, a un grupo de niños y niñas que crece desde segundo hasta cuarto de Primaria en una escuela pública del distrito de Favoriten, una de las zonas más multiculturales de Viena, y siempre con la misma profesora, Ilkay, de origen turco. De hecho, el título original de esta película es, precisamente, Favoriten. Y en el transcurso de este periodo escolar nos sumergimos en un gran colegio vienés en el que la mayoría de alumnos son inmigrantes (de Turquía, Siria, Túnez, Chechenia, Afganistán, Ucrania, Bulgaria, Macedonia, Albania,…) y están integrándose y aprendiendo en alemán. Además de la falta de recursos, Ilkay y sus colegas profesores se enfrentan a estas clases multiculturales en las que la comunicación a veces se ve dificultada por el idioma. 

Es Nuestra querida profesora una película que se transforma en una oda a la infancia, donde se celebra el trabajo de los educadores y el aprendizaje de cada día, tanto dentro como fuera de las aulas. Y con dos aspectos nucleares que son el punto de partida del documental de Ruth Bechermann: uno, el conocer que del 60 % de los niños de las escuelas primarias vienesas no hablan alemán como primera lengua; y, al mismo tiempo, reconocer que hay una aguda escasez de profesores. Dos datos que pueden sorprender de una sociedad tan aparentemente avanzada y estructurada como la austriaca. 

Y durante estos tres cursos acompañamos a esta clase de alumnos desde los 7 a los 10 años, allí donde su ambiciosa profesora, Ilkay, está decidida a crear un entorno inclusivo y seguro para los esos niños y niñas que en su mayoría no hablan alemán en casa, y donde muchas familias están marcadas por la guerra y se enfrentan a la discriminación. A pesar de contar con pocos recursos, Ilkay guía a su clase a través de las aventuras de la educación, con visibles derrotas y victorias del día a día. Y durante el metraje vamos conociendo a los 24 alumnos de clase (Majeda, Melisa, Teodora, Mohammed, Egemen, Selin, Eda, Hafsa, Ibro, Valentin, Manessa, Alper, Rebeca, Nerjiss, Dani, Beid, Ibrahim, Liemar, Furkan, Selen, Natalia, Danilo, Fátima, David) y también algo de sus familias, con sus luces y sus sombras, con sus dificultades y oportunidades. 

Porque durante estos tres cursos asistimos a muy diversos momentos de esa interacción entre alumnos y su profesora, desde las clases tradicionales a las clases de relajación o natación, desde las visitas a una mezquita a la visita a la catedral de San Esteban de Viena, desde la celebración de la llegada del Ramadán (“Aún sois niños. Los niños aún no estáis obligados a ayunar. Pero también podéis probarlo. El fin de semana, el sábado o el domingo”) a los debates sobre las guerras de Siria y Ucrania (y el mensaje de Ilkay: “Para mí es muy importante que lo recordéis. La paz es lo más importante del mundo. La guerra, las peleas y los golpes, eso también lo aprendemos en la escuela…,¿sirve de algo?”), desde los exámenes a las tutorías con los padres de los alumnos. Y esa continua mediación de la profesora en los conflictos y peleas de sus alumnos en busca de la conciliación. Y todos integrándose al alemán, tal como una alumna recuerda a otra: “No hables turco. Habla alemán. Eso no está permitido”

En un momento dado, el director del centro reúne a los profesores y les cuenta que no contarán este curso con trabajadora social ni con psicóloga por varios motivos, y no saben si tendrán sustituta. Y así ocurre cuando, en cuarto de Primaria, Ilkay comunica a sus alumnos que está embarazada y tendrá que irse de baja a mitad de curso. Y la despedida de sus alumnos es muy emotiva, e incluye mensajes como este que una alumna le regala: “Un buen profesor es difícil de encontrar, difícil de dejar e imposible de olvidar”. Y en el momento de la despedida Ilkay se pone a llorar porque no han conseguido que nadie la releve para el resto del curso y muchos de los niños y niñas también lloran desconsoladamente. “Estudiad mucho, demostrar a los demás de lo que sois capaces…Habéis aprendido mucho en los últimos cuatro años… Que sean lágrimas de alegría porque nos volveremos a ver”. Y tras el final, uno a uno se van presentando los 24 alumnos. Y este mensaje como colofón: “Tres días después, se encontró un nuevo profesor para la clase. Rodada entre otoño de 2020 y primavera de 2023 en la escuela primaria más grande de Viena Bernhardsthalgasse, distrito 10, Favoriten”. 

Una película especial, una vivencia especial. Porque Ruth Beckermann filma con una mirada empática pero sin idealizar, y para ello su dirección es contenida y deja que las escenas hablen por sí mismas. Usa ese cine de observación sin entrevistas ni voz en off, donde la cámara es casi invisible, lo que permite una naturalidad y espontaneidad sorprendentes. Y donde hay una clara intención de no juzgar, sino de observar y comprender esta realidad que se nos cuenta en un momento donde Austria, como gran parte de Europa, enfrenta debates sobre la inmigración, la identidad nacional y la integración. El documental evita lo panfletario, pero es profundamente político en su elección de tema: mostrar cómo se construye la sociedad desde abajo, desde el aula. 

Nuestra querida profesora nos regala varios temas para el debate, como el multiculturalismo y migración (donde esa aula se convierte en un retrato de la nueva Europa, un microcosmos de nuestra sociedad, donde la integración, el entendimiento y los choques culturales son parte del día a día), la educación como herramienta social (con el papel central de esta profesora firme y paciente, dialogante y creativa, que intenta integrar los valores familiares y culturales para enseñar respeto mutuo y fomentar la convivencia) y esa construcción de la identidad desde la infancia (porque la película da voz a los alumnos, a sus sueños, sus frustraciones, sus preguntas sobre género, religión y pertenencia, por lo que, a través de ellos, se refleja la tensión entre las raíces culturales de sus familias y los valores del país que los acoge). En general, una película documental conmovedora y reflexiva que destaca la importancia de la educación y la dedicación de los docentes. Y como esta profesora, también una película difícil de encontrar, difícil de dejar e imposible de olvidar.

 

sábado, 12 de julio de 2025

Cine y Pediatría (809) “Perros de presa”, el señor de las SS

 

Las filmografías poco conocidas siempre son un descubrimiento en Cine y Pediatría. Y es curioso que tras superar las 800 entradas (y, posiblemente, más de mil películas) en Cine y Pediatría, solo una película tenga la nacionalidad polaca: Playground (Patio de recreo) (Bartosz M. Kowalski, 2016), una película basada en hechos reales que nos saca de nuestra zona de confort alrededor del último día de colegio de tres preadolescentes de 12 años y ese lado oscuro de la infancia.  Es cierto que otras dos películas estadounidenses en Cine y Pediatría cuentan con directores polacos: La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) e Hijos de un mismo Dios (Yuran Bogayevicz, 2001). La última película en relación con las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en la infancia, una de las grandes secuelas de este país. Y también este es el tema de nuestra película de hoy, la segunda de nacionalidad polaca en nuestro proyecto, y donde también se nos muestra un lado nada luminoso de sus protagonistas infantiles: Perros de presa (Adrian Panek, 2018). Porque en ese universo trillado del cine de nazis que prácticamente ocupa un espacio propio dentro del género bélico y dramático, empiezan a hacer falta nuevas visiones, que adapten la historias a terrenos más imaginativos, que alejen en parte ese fantasma de lo repetitivo. Buenos ejemplos ya revisados son Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948), La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), o Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019), entre otras muchas.       

La trama de Perros de presa comienza en febrero de 1945 en el campo de concentración de Gross-Rosen, conocido por el tratamiento brutal de los presos, y que llegó a tener en su apogeo hasta 60 subcampos, situados en el este de Alemania y en la Polonia ocupada. Aquí nos sitúa en el subcampo de Wolfsberg y apreciamos cómo maltratan a los prisioneros antes de abandonarlos y que entren las tropas del Ejército Rojo para liberarlos. Entre estos presos se encuentran ocho niños y niñas judíos de diferentes edades, quienes terminan refugiados en una enorme mansión, un orfanato abandonado en mitad del bosque sin agua ni luz, y que será básicamente el único escenario. Un nuevo retrato sobre esos menores víctimas del nazismo, algo que ya es un género en sí mismo (La vida es bella, El niño del pijama de rayas), en el que convergen los mecanismos de disputa por el poder y el liderazgo de El señor de las moscas (Peter Brook, 1963) con la fantasía alegórica de Cujo (Lewis Teague, 1983) película basada en la novela de Stephen King sobre un San Bernardo rabioso que aterroriza sistemáticamente a todo un vecindario, o Cuerdas (José Luis Montesinos, 2019), película española alrededor de una niña tetrapléjica y su perro pastor belga. El trauma sociohistórico se encierra en un microcosmos y se carga sobre los hombros de unos menores inocentes que tienen tanta hambre como las fieras que les acechan, curiosamente perros y no lobos, perros entrenados por las SS para cazar prisioneros. “Comeremos con cubiertos, como las personas normales”, instruye Hanka, la mayor entre un grupo de niños de aspecto famélico.  

Toda una fábula de terror con tintes de thriller de supervivencia y coming of age sobre los efectos de la crueldad en la psique humana. Niños y adolescentes con demasiadas cicatrices físicas y psíquicas tras lo vivido, como esa niña pequeña que dejó de hablar o ese adolescente obsesionado con el hallazgo de un cadáver. La cuidadora del orfanato nos dice: “Si los chicos pasan hambre, se matarán entre ellos”. Porque este grupo de jóvenes ha sido liberado de uno de estos campos nazis gracias a la intervención de los soldados soviéticos, y tienen que buscarse la vida en medio del bosque, donde encontraran un viejo orfanato abandonado y allí tendrán que salir a delante. Muchos de los adolescentes entraron en los campos de concentración cuando eran niños, después de separarlos de sus familias y allí lo único que han conocido ha sido la violencia y el horror. Todavía se encuentran en estado de shock e incluso ninguno de ellos se ha quitado la ropa que llevaban cuando estaban presos. El verdadero problema llega cuando se encuentren con un grupo de perros salvajes abandonados por los nazis poco antes de que terminara la guerra y contra los que tendrán que luchar. “¿Los oficiales de las SS se han convertido en lobos?”, pregunta uno de los pequeños. Y los chicos gritan “¡Arriba! ¡Abajo!”, expresiones que antes los nazis les gritaban a ellos y ahora son ellos los que ordenan a los perros a los que acaban de tener a su lado… en lo que para muchos es una alegoría del nazismo. Porque, lo que comienza como un proceso de recuperación de la infancia arrebatada, se transforma en un delirio terrorífico en el que el Holocausto vuelve a llamar a las puertas de estos niños y niñas, reconvertido ahora en una jauría de perros rabiosos que dibujan con su hambre insaciable la más violenta metáfora sobre las heridas de la Segunda Guerra Mundial. 

Perros de presa es una acusación implícita sobre cómo la barbarie del mundo adulto (la guerra, los campos de concentración) es la que ha "creado" a estos niños y niñas, allí donde se nos subraya cómo la iniquidad humana se proyecta y deja cicatrices profundas en las generaciones futuras, convirtiéndolos en víctimas y, en cierta medida, en reflejos distorsionados de la crueldad que sufrieron. Y cómo están sometidos a un doble peligro, el externo representado por los perros símbolo implacable de la crueldad de la guerra que los persigue, y el interno, esa brutalidad que se ha infiltrado en los propios menores, la pérdida de su inocencia y la facilidad con la que pueden ceder a sus instintos más primarios. Es una advertencia sobre cómo el mal externo puede corromper el interior, y por ello Perros de presa viene a ser el señor de las SS. 

Decir que para llevar a cabo esta película, su director, Adrian Panek incumplió las dos reglas que decía Hitchcock sobre nunca trabajar con animales o niños.