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sábado, 15 de mayo de 2021

Cine y Pediatría (592). "Manos limpias" no es una película basura

 

La desigualdad, la pobreza y la exclusión social son fenómenos que están estrechamente ligados. Porque la exclusión puede privar de los recursos, a la vez que la pobreza puede excluir a los individuos de las esferas socioeconómicas donde se determinan las oportunidades. Y la desigualdad social es la condición por la cual las personas tienen un acceso desigual a los recursos de todo tipo, a los servicios y a las posiciones que valora la sociedad. Numerosas entidades internacionales alertan desde hace años que estas tres entidades deberían ser consideradas una la verdadera pandemia del siglo XXI y uno de los grandes retos que amenazan el progreso de la humanidad hacia sociedades más equitativas, justas y democráticas. Y la educación de la infancia es una de las mejores soluciones. 

Más de 700 millones de personas viven en situación de extrema pobreza a día de hoy. Eso significa que una de cada diez personas en el mundo tiene muchas dificultades para satisfacer las necesidades más básicas, como la salud, la educación o el acceso al agua y el saneamiento. La gran mayoría de personas afectadas por la pobreza se encuentra en el África subsahariana. Pero en muchos otros países, como en América Latina, diferentes factores (como la corrupción, las epidemias, las guerras, la inestabilidad política o las desigualdades en el reparto de recursos) han provocado una situación alarmante para la desigualdad y exclusión social. 

Y hoy viene a recordarnos esta situación la película documental estadounidense Manos limpias (Michael Dominic, 2019), en lo que es la cuarta película documental de esta periodista fotógrafo neoyorquino que ha viajado por Haití, Honduras, Guatemala y Nicaragua. Y precisamente en este último país está rodada nuestra película de hoy, que comienza con este aviso: “Esta película fue filmada durante 7 años, desde 2011 hasta 2018. La Chureca, localizada en Managua, Nicaragua, es el vertedero de basuras más grande de Centroamérica".

La Chureca es el basurero municipal más grande de Nicaragua, situado en en el barrio Acahualinca de Managua, uno de los barrios con menor calidad de acceso a los servicios básicos, y a orillas del Lago Xolotlán. Debido a su ubicación, a sus dimensiones crecientes y a su falta de tratamiento adecuado, La Chureca supone un enorme problema medioambiental, allí donde los "churequeros", ciudadanos pobres, seleccionan en el propio vertedero los materiales que pueden ser reciclados o tienen alguna posibilidad de comercialización (vidrio, plásticos, metales, papel y cartón, fundamentalmente). Hasta 2500 personas pudieran estar directamente implicadas en alguna de estas tareas, principalmente en los barrios colindantes con La Chureca, donde se utilizan las propias viviendas como almacenes de acopio y distribución. Y sirva esta prolija introducción para entender la película Manos limpias, que se centra en una de estas familias

El documental comienza en el año 2011. Y nos presenta a la familia López, formada por los padres (Blanca y Javier) y sus cuatro hijos (Zulemita del Carmen, Francisco José, Sei Manuel Salvador y Edgar Ezequiel), de entre 6 y 10 años, así como por la abuela materna (Mita). Todos ellos acuden cada día a La Chureca, también los hijos no escolarizados, allí donde acopian todo tipo de restos, incluso restos de comida que luego cocinan en la chabola. “Pues el día de mañana puede que algún día tienen que estudiar. No se lo prometo ni mañana ni pasado mañana, pero yo digo que algún día…” nos dice la madre, una madre que nos narra que a los 14 años fue violada por varios hombres y su madre no la ayudó. Y allí pasa un camión de la basura con el eslogan “Manos limpias, Managua limpia. Cooperación italiana”, que nos da una pista del título de la película. 

Y La Chureca es la única vida y el único mundo que han conocido. En estas vidas aparece Mary Ellen, miembro de una fundación filantrópica que trabaja para romper el círculo de la pobreza, desigualdad y exclusión social comenzando con la educación de la infancia. Ella viaja a la zona de Diriamba, a 90 minutos al sur de Managua, para buscar una tierra y una casa para esta familia López, y se nos dice que seis meses después, la nueva casa ya casi está lista, momento en que la madre espera su quinto hijo. Pero el abogado designado por Mary Ellen les lee que la obligación para disfrutar de esa nueva vida es que manden a los hijos todos los días a la escuela. Porque la educación es un arma poderosa para luchar frente a las infancias maltratas por la vida, por la sociedad, por la pobreza… y, a veces, hasta por los propios padres (maltratos físicos, verbales y de falta de cariño). 

A continuación se nos narran los hechos durante los años 2012 y 2013. Y las circunstancias no fueron a mejor, especialmente porque Blanca, tras dar a luz a su hijo, quien supuestamente falleció en el parto por una malformación congénita no definida, se volvió a vivir a Managua y abandonó al marido y los cuatro niños. Pero la policía interroga a Blanca y varios meses después sigue aún sin concluir la investigación, pues piensan que ha matado o vendido al bebé. Finalmente se descubre que Blanca nunca estuvo embarazada, pues no pudo estarlo, ya que hace años le ligaron las tropas de Falopio. Pero ella sigue negándolo. Y, mientras tanto, la sequía regresa año tras año, devastando los cultivos de la finca familiar. Pese a todo, Mary Ellen y su fundación sigue sosteniendo a la familia y la educación de los niños, esos pequeños que siguen jugando y riendo, tal es la resiliencia de la infancia. 

Y llegamos al año 2018. Todos los hermanos han crecido y ya son preadolescentes y adolescentes. Y se celebra la fiesta de quinceañera de Zulema. Y se reúne a la familia para ver las imágenes iniciales de esta película, cuando estaban en La Chureca. Y la madre recuerda lo duro que fue aquella vida con lágrimas en los ojos: “Me sentí como la peor mierda. Una madre que no podía sacar adelante a sus hijos”. Y los niños no recuerdan aquello que ahora les resulta feo y penoso. Y con la imagen de los cuatro hijos en la actualidad, guapos, bien vestidos y educados - y luego la imagen del basurero de La Chureca - finaliza esta película y con este mensaje final: “A Manuel, Chico y Edgar le sigue yendo muy bien en el colegio y sueñan con ir a la universidad algún día. En 2019, Zulema dejó el colegio y se fue lejos de su familia a vivir con su novio. La sequía hace que la granja no se pueda cultivar. Hasta el día de hoy, Mary Ellen sigue manteniendo a la familia económicamente”

Y nos queda claro que no es Manos limpias una película basura, aunque comience con un basurero. Pero va más allá, mucho más allá. Porque versa sobre la familia, la pobreza extrema, la educación y la esperanza, la inocencia y la resiliencia de la infancia, su rescate y salvación frente a tanta desigualdad y exclusión social. 

Cabe no confundir con la película mexicana Las manos limpias (Carlos Amella, 2012). De hecho, Manos limpias tiene una escasa distribución, de forma que se puede buscar el tráiler Vimeo y la película es posible visionarla en "streaming" en la plataforma Filmin.

sábado, 22 de febrero de 2020

Cine y Pediatría (528). “Parásitos” en la pobreza y en la riqueza


La película surcoreana Parásitos (Bong Joon-Ho, 2019) ha hecho historia en la 92ª edición de los premios Oscar al imponerse en la categoría de Mejor película, todo un hito para una cinta en lengua no inglesa. Esta comedia negra, que es una mordaz crítica a la división de clases y que fusiona diversos géneros a la perfección, se ha hecho además con la estatuilla a Mejor director, Mejor guión original y Mejor película extranjera. Y, aunque diez películas en lengua no inglesa anteriormente habían logrado la doble nominación - entre ellos La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) y Roma (Alfonso Cuarón, 2018) –, ninguna se había llevado los dos premios hasta ahora. 

Porque Parásitos es una obra ingeniosa y demoledora sobre una familia pobre donde ningún miembro tiene trabajo y que trata de aprovecharse de otra familia rica, un argumento aparentemente sencillo para un film diferente que nos atrapa desde el primer momento y que ya se convirtió en todo un fenómeno desde que logró la Palma de Oro en el festival de Cannes, amén de un buen ramillete de premios en otros festivales. Los que no hayan visionado esta película quizás quedaron sorprendidos de que esta película fuera la gran triunfadora de la noche de los Oscar al imponerse a otras quizá más favoritas como 1917 de Sam Mendes, Érase una vez… en Hollywood de Quentin Tarantion o Joker de Todd Phillips, y en donde también competían Le Mans 66 de James Mangold, Historia de un matrimonio de Noah Baumbach, Mujercitas de Greta Gerwin y Jojo Rabbit de Taika Waititi. Pero cuando la ves, se disipan algunas dudas por lo peculiar de la propuesta. 

Parásitos es una de esas películas que no deja indiferente de principio a fin. Tarda poco en engancharte y no te suelta hasta un final arrollador. Con tal derroche de emociones, cabe reconocer a su director, Bong Joon-ho, cineasta surcoreano que se ha movido por muchos géneros y que se está labrando una de las carreras cinematográficas más sólidas del siglo: la comedia en Perro ladrador, poco mordedor (2000), el thriller policiaco en Memories of Murder (2003) y Mother (2009), el cine de monstruos en The Host (2006), o la ciencia ficción con aires distópicos en Rompenieves (2013) y Okja (2017, a la postre la primera película original de Netflix que concursó en Cannes). Pero todas tienen algo en común: además de cierto humor negro y más de un personaje patético, suelen ser frenéticos viajes repletos de puro entretenimiento, con base en la cruda representación de la realidad y el choque social. Y Parásitos, como la mayoría de trabajos de Bong Joon-ho, es una obra en constante metamorfosis desde la comedia negra, al drama familiar, pasando por el thriller psicológico. Y donde la habilidad del director reside en cómo transita en esos cambios tonales, y cómo nos parece una película divertida hasta que deja de serlo. 

Es Parásitos una furiosa crítica a las clases sociales y en ella somos espectadores de cómo llegan a interrelacionarse dos familias tan diferentes: la familia Kim y la familia Park. La familia Kim está integrada por un matrimonio sin trabajo que vive con sus dos hijos adolescentes (Ki-woo y Ki-jung) en el semisótano de una barrio pobre, y desde allí intentan sacar la cabeza, para lo que han desarrollado el ingenio y la capacidad de mentir. La familia Park la conforma una bella pareja de amables ricos e ingenuos egocéntricos, que viven con sus dos hijos (Da-Hye y Da-Song) en la burbuja de una moderna mansión que llegará a tener un gran protagonismo en la historia, una mansión, metálica y acristalada, fría, casi esquelética. Cada uno de ellos son parásitos a su manera, tanto en el sentido literal como figurado de la palabra: los que viven en el subsuelo conviven con una plaga de insectos y tienen el olor de la gente del metro, el “olor a pobre”, e intentarán salir adelante parasitando a los ricos; y los ricos mantienen su status quo parasitando los servicios de la gente pobre, pues son incapaces de realizar las tareas más elementales sin estos. Aún así todos los personajes son talentosos y dignos, y son tratados con distancia y respeto por el director. 

Así es como Ki-woo (Choi Woo-shik) se hace pasa por universitario ante la familia Park para poder ejercer de profesor de inglés de Da-Hye (Jung Ji-so), la hija adolescente. Y desde allí logra que su hermana Ki-jung (Park So-dam) se haga pasar por una profesora de dibujo y consiga dar clases particulares al hermano menor, Da-song (Jeong Hyun-joon), quien después de un trauma realiza unos dibujos muy particulares de un estilo picassiano. Y por ello Ki-jung le dice a la Sra. Park, una madre tan bella y rica como simple: “Y esto no son clases particulares. Es terapia artística. Por consiguiente, mi tarifa es mucho más alta”. Y una vez allí, las artimañas de Ki-jung consiguen que su padre, el Sr, Kim, entre como conductor de la familia, pues la Sra. Park está convencida de que “lo mejor es una cadena de recomendaciones. ¿cómo lo diría?: una correa de transmisión de confianza”. Y por ello, finalmente consiguen echar a la criada de confianza “por el bien de la salud y de la higiene públicas” y contratar en su puesto a la Sra, Kim. Y con ello, los Kim han parasitado a los Park. 

Pero todo se complica cuando aparecen otros dos personajes en escena, que no debemos desvelar. Y cabe recordar esa escena de uno de ellos con el móvil en la mano, diciendo: “Cariño, este botón de “enviar” es como un lanzamisiles. Si amenazamos con pulsarlo, estos no pueden hacer nada. Es como un misil norcoreano”. Pero este nuevo personaje que vive parasitando el sótano-búnker de la casa, también nos llega a decir: “En la vejez, el amor será mi consuelo. Se lo pido por favor. Déjeme vivir aquí abajo”. Porque dos familias que viven en el subsuelo parasitan a la que vive en superficie. Y la película se desarrolla sin condenar a sus protagonistas, pero tampoco justificarlos. Y donde los hechos llegan a ser con consecuencias tan diferentes: porque las lluvias torrenciales que dejan desolación en la familia pobre, se convierte en un espléndido día tras las lluvias en la familia rica. 

Y el final se precipita y descubrimos el motivo que llegó a provocar en el pasado el ataque epiléptico del pequeño Da-song y su obsesión por los dibujos que pinta. Un pequeño con un sexto sentido, pues él reconoce que el Sr. y la Sra. Kim, Ki-woo y Ki-jung huelen igual, porque como nos recuerda el Sr. Park: “Las personas que van en metro tienen un olor especial”. Al final, hijos y padres se ven inmersos en un final donde resuenan las palabras del Sr. Park: “¿Sabes cuál es el plan que no falla nunca? No tener un plan. ¿Sabes por qué? Si haces planes, nunca funciona como tú esperas… Si no tienes plan, nada puede fallar”. 

Una película especial que hay que ver y que cabe realizar nuestra particular interpretación, intentando dar respuesta a esa piedra panorámica que cambia el rumbo a la familia, el uso simbólico de la verticalidad (donde la familia Kim vive abajo, en el subsuelo, y la familia Park arriba, pues hay que subir una cuesta de camino a la mansión), al código morse de comunicación desde el búnker, a ese final onírico soñado de suplantación de casa y de vida, y donde todo empieza y finaliza en la misma casilla de salida, con un Ki-woo en el semisótano, al principio buscando la señal de la wifi, ahora descifrando el código morse. Y todo para una furibunda crítica a la división de clases, personajes parásitos de la pobreza y de la riqueza. 

Porque basten cinco datos escandalosos que nos proporciona Oxfam International para confirmar la desigualdad extrema global en nuestro planeta (también en Corea del Sur, también en España): 1) El repleto bolsillo de los multimillonarios: el 1% más rico de la población posee más del doble de riqueza que 6.900 millones de personas, de forma que casi la mitad de la humanidad vive con menos de 5,5 dólares al día; 2) Exiguos impuestos sobre la riqueza: tan solo 4 centavos de cada dólar recaudado se obtiene a través de los impuestos sobre la riqueza, y los súper ricos eluden al menos el 30% de sus obligaciones fiscales; 3) Servicios públicos infradotados: en la actualidad hay casi 260 millones de niños sin escolarizar (1 de cada 5), y es un hecho mayor en niñas que en niños; 4) Una esperanza de vida cercenada: cada día, 10.000 personas pierden la vida por no poder costearse la atención médica y cada año, 100 millones de personas se ven arrastradas a la pobreza extrema por los gastos médicos que deben afrontar; 5) La desigualdad es sexista: los 22 hombres más ricos del mundo tienen más riqueza que todas las mujeres de África, y el trabajo de cuidados ejercido por mujeres equivale a 10,8 billones de dólares anuales en la economía mundial. Porque esta desigualdad es un parásito enorme para el mundo. Y un mundo más justo es posible. Y vale la pena reflexionar sobre ello, también con el cine… 

Con Bong Joon-Ho a la cabeza, el cine coreano atraviesa tiempos de gloria a nivel de los festivales internacionales, gloria que todos recordamos que tuvo en los principios del siglo XXI con Kim Ki-duk (director que llegó a tener en cartel a la vez tres películas en España, allá por el año 2005, con El arco, Hierro 3 y Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera). Y con él se confirma el peso de los directores orientales que atraviesan fronteras, siendo el ejemplo más paradigmático el japonés Hirozaku Koreeda, a la postre el director más prolífico de Cine y Pediatría, con seis películas argumentales: Nadie sabe (2004), Kiseki/Milagro (2011), Tal padre, tal hijo (2013), Nuestra hermana pequeña (2015), Después de la tormenta (2017) y Un asunto de familia (2018). 

Lo dicho, con Bong Joon-Ho combatamos el parásito de la desigualdad de clases y combatamos y fumiguemos a los parásitos que nos rodean.

 

sábado, 10 de agosto de 2019

Cine y Pediatría (500). "Pelle el conquistador", el desarraigo y la tierra prometida


En Dinamarca se hace un cine de alta calidad, innovador y comprometido, pero el cine danés es poco conocido en nuestro ámbito. A finales del siglo XX apareció un movimiento fílmico vanguardista conocido como Dogma 95 (tan alabado como criticado), iniciado con Lars von Trier y Thomas Vinterberg, y alrededor del cual se sumaron otros directores como Kristian Levring y Soren Kragh-Jacobsen. Y de cuya estela, ya en el siglo XXI, se nos han presentado otros directores como Susanne Bier, Lone Scherfig, Nicolas Winding Refn, Christoffer Boe, Nikolaj Arcel o Christian Madsen. Y a estos, sin duda, hay que añadir dos nombres propios esenciales: en la primera mitad del siglo XX una de las mayores figuras del cine europeo, Carl Theodor Dreyer, con obras como La pasión de Juana de Arco (1928), La palabra/Ordet (1955) o Gertrud (1965); y en la segunda mitad del siglo, Bille August, con obras como Las mejores intenciones (1992), La casa de los espíritus (1993), Smila: misterio en la nieve (1997) o Los miserables (1998). Y este director comenzó a ser conocido y reconocido con la película que hoy nos convoca: Pelle el consquistador, una película del año 1987, cuyo guion está basado en la novela homónima del escritor danés Martin Andersen, “Pelle Erobreren “, publicada en cuatro volúmenes (entre 1906 y 1910), y considerada parcialmente autobiográfica. 

Tres son las películas de Dinamarca que ya forman parte del proyecto Cine y Pediatría, tres películas muy comprometidas: Princess (Anders Morgenthaler, 2006), En un mundo mejor (Susanne Bier, 2010) y La caza (Thomas Vinterberg, 2012).  Y para celebrar los 500 post de Cine y Pediatría, una cifra que he conquistado y que me parece imposible cuando uno echa la vista atrás - desde aquel enero de 2010 donde todo empezó -, qué mejor forma que hacerlo con esta película de Bille August, Pelle el conquistador, la película danesa que conquistara la Palma de oro en Cannes, el Globo de Oro y el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. La mejor película europea de aquel año, una especial combinación de los conflictos morales y religiosos de Ingmar Bergman, la fisicidad de Victor Sjöstrom y la austeridad de Carl Theodor Dreyer. Una hermosa y dolorosa película. 

Nos encontramos a finales del siglo XIX. En aquel tiempo numerosos inmigrantes suecos llegaban en barco a la isla danesa de Bornholm buscando una vida mejor. Y entre ellos se nos presenta, en un comienzo de película que marca el tono triste de la película, al joven Pelle (Pelle Hvenegaard) y a su anciano padre Lasse Karlsson (Max von Sydow). El padre le justifica el por qué de la importancia de emigrar hacia un futuro mejor: “Allí el brandy es casi tan barato como el agua. Y los salarios son tan altos, que los niños no tienen que trabajar y pueden jugar todo el día con sus amigos”. Pero una vez en el puerto nadie les da trabajo, y así lo justifican: “Eres demasiado viejo y el crío muy pequeño”

Finalmente consiguen trabajo en la granja Stone, pero en condiciones similares a la esclavitud, un lugar donde pronto desaparecen todos los sueños de nuestros protagonistas, padre e hijo. Una vieja granja de una sociedad feudal cuyo patrón es un mujeriego casado con una frustrada esposa alcohólica, con un capataz indeseable que maltrata por vocación. Y ahí resuenan las palabras de Lasse a su hijo, intentando aliviar sus vivencias: “Tu madre estaba muy preocupada antes de morir. Creía que podía ocuparme de ti”, “Lasse es pobre y viejo… Y tú eres joven y aún puedes conquistar el mundo". Y Pelle crece y va descubriendo poco a poco todas las facetas de la vida bajo un doble frío, el externo del clima y el interno de los sentimientos, donde la violencia impera y el rigor de la religión protestante no es alivio. Sentimos ese frío con Pelle en la casa, en la escuela, en el establo, en el campo, en el invierno y en la primavera, en la vida y en la muerte... Y cuando contempla cómo navegan los grandes veleros, entonces sueña con las tierras lejanas que algún día conquistará, tal como le narra Erik, el criado rebelde de la granja: “Me marcharé y conquistaré el mundo. Primero América. Luego China, España y Australia. Está ahí fuera, conquistaré el mundo entero. Todo lo de ahí fuera está esperando ser conquistado. ¡El hombre puede vivir de verdad! Está ahí fuera esperándonos”

Y somos partícipes de los sueños imposibles de Pelle. Porque hasta imposible se le antoja tener una casa, una familia o no tener que trabajar y tener tiempo para jugar con otros niños. Pero imposibles cuando el desarraigo y la pobreza nos acompañan, y a padre e hijo les acompaña en una granja donde se acumulan todos los pecados capitales, desde los amos a los sirvientes. Por ello, cuando su padre le regala una navaja por su cumpleaños, le dice: “Es el regalo de un hombre pobre, Pelle". Y somos partícipes de dos seres que buscan - y no encuentran -: el padre busca una esposa, el hijo busca la libertad. 

El padre casi lo consigue, cuando conoce a la Sra. Olssen: “Ya está todo arreglado, tendrás una casa, un hogar y una madre muy guapa, la señora Olssen. Serás muy feliz… y a lo mejor nos trae el café a la cama los domingos por la mañana”. Incluso proclama a las Sagradas Escrituras para justificarse: “Isaías, Daniel, Ezequiel y Jeremías… en aquel tiempo tenían dos mujeres”. Pero no es así, cuando regresa el marido perdido en el mar: “Yo solo quería un hogar para pasar mi vejez. Encontrar a alguien que me hiciera libre”. 

Y el hijo no sabemos si lo conseguirá. Pues al final padre e hijo se despiden en la nieve. Y Pelle avanza en la escena final por la playa helada y por el mar helado. Y se nos queda el corazón helado… algo así como cuando nos toca conquistar la vida desde abajo, solos y sin nada. Bello y poético final, donde se mezclan la poesía de lo soñado y la prosa de lo que a partir de ahí el joven Pelle comenzara a vivir. 

Es Pelle el conquistador una bella y emotiva película que está basada en un clásico mayor de la literatura danesa, una película necesaria que apuesta por la imaginación como escape a la irracional realidad, un elogio a la aventura de los sueños por cumplir y a la tierra prometida por conquistar. Doloroso aprendizaje de la vida bajo el desarraigo, en una obra cargada de aliento épico y poético que nos deja este fresco cinematográfico de Bille August. 

Y todo ello con una hermosísima y elegante partitura que contrasta con el dramatismo del filme. Bellas y bucólicas melodías, dotadas de un elevado sentido de la nostalgia, para conquistar el mundo de Pelle. ¡Como Cine y Pediatría ha conquistado su post 500!

sábado, 20 de julio de 2019

Cine y Pediatría (497). "Ladrón de bicicletas", ladrón de infancias


Durante la posguerra italiana, un hombre que ha conseguido con dificultad un trabajo ve cómo, al serle robada su bicicleta, su futuro y el de su familia está en peligro. ¿Cómo es posible con este sencillo argumento crear una obra de arte? Preguntemos al Neorrealismo italiano

El Neorrealismo italiano apareció a mitad del siglo XX como consecuencia de la postguerra y de la necesidad: al estar los estudios Cinecittà destruidos por los bombardeos, los directores de cine sacaron las cámaras a las calles destruidas rodando lo que veían y utilizando frecuentemente actores no profesionales, con lo que cambió radicalmente la forma de hacer cine. Se inició en 1945 con Roma, ciudad abierta, una obra maestra de Roberto Rosellini y cuenta con otras grande películas como El limpiabotas (Vittorio de Sica, 1946), La terra trema (Luchino Visconti, 1948), Juventud perdida (Pietro Germi, 1948), Vivir en paz (Luigi Zampa, 1948), Arroz amargo (Giuseppe de Santis, 1949), La Strada (Federico Felini, 1954) o El empleo (Ermanno Olmi, 1961). En estas películas quedó reflejado, como un auténtico documento histórico, la Italia triste y hambrienta de la postguerra, cine denuncia de las condiciones de vida miserables y en el que desaparecen los finales felices.

Ya en Cine y Pediatría hemos compartido una película de este movimiento, Alemania, año cero (Roberto Rosellini, 1948), película que subtitulamos como el deterioro moral de la infancia.  Pues del mismo año, y quizás con un subtítulo que podría ser similar, aparece otra joya de este movimiento, la película que hoy nos convoca: Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), película que supuso el lanzamiento al estrellato de su apenas conocido director, Vittorio De Sica y, más importante aún, la definitiva consagración del Neorrealismo italiano en el contexto cinematográfico internacional. Y una joya testimonial, cuya narración es perfectamente clásica y cíclica: nuestro protagonista sale de la multitud anónima en la primera secuencia y vuelve a ella al final, todo ello fotografiado en un crudo blanco y negro - como la realidad que describe -, casi en tono documental, en un escenario de la posguerra lleno de personajes que, perdidos en su anonimato, impregnan sus carencias por las pobladas y vívidas calles romanas. Película escrita por Cesare Zavattini y De Sica, con un grupo de colaboradores, se basa en la novela de 1946, “Ladri di biciclette” de Luigi Bartolini. Junto con “El limpiabotas” (1946), “Milagro en Milán” (1950) y Humberto D” (1952), el film compone la tetralogía que De Sica y Zavattini dedican a la realidad italiana (por extensión europea) de la posguerra.

La acción tiene lugar en Roma en 1948, a lo largo de unos pocos días, si bien hay escenas que transcurren casi en tiempo real. Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani), en paro desde hace más de dos años, consigue a través de la oficina de empleo de su barriada, Città Valmelaina, un empleo municipal de fijador de carteles. Pero para ello se le exige que debe disponer de bicicleta, la cual había empeñado hace poco para poder dar de comer a su familia. Antonio vive con su mujer María (Lianella Carell) y con su hijo de 6 años, Bruno (Enzo Staiola). Y a partir de ahí la bicicleta se convierte en santo y seña de la historia, verdadero elemento nuclear para adentrarnos en esta familia y en esta sociedad de postguerra italiana.

En la primera jornada de trabajo padre e hijo se levantan de madrugada y salen juntos de casa. El padre a su labor, pero el hijo también acude a trabajar como recadero a una estación de gasolina. Poco después de iniciar su primera jornada laboral, roban al descuido la bicicleta de Antonio. Y a partir de ahí la película se convierte en una desesperada búsqueda de padre e hijo por la Roma de postguerra, de Piazza Vittorio a Porta Portese, de centros de acogida a casas de videntes, entre prostíbulos y barrios del hampa, porque esa bicicleta es mucho más que un medio de locomoción, es el medio que les permite mantener un trabajo y salir adelante como familia: “Era una Fides. Modelo ligero 1935”, dice Bruno. Y el amigo que les ayuda en la búsqueda por el mercado les dice: “Mejor, así dividimos el trabajo, porque aquí se desmonta todo… Vosotros dos ocupaos de las ruedas. Tú, de los cuadros, y el chaval de los bombines y de los timbres… Buscaremos pieza por pieza, y después las juntaremos todas”. Y en su angustiosa búsqueda compartimos su angustia. Y en su recorrido, ellos viven (y nosotros somos espectadores) de una cruda realidad social…

Una cruda realidad social en la que los niños trabajaban, sin acudir a la escuela. En la que los padres levantaban la mano a sus hijos: “¿Por qué me has pegado?”, dice Bruno. “Porque te lo merecías”, contesta el padre. Una visión de malos tratos sistemáticos contra la infancia, que incluye los castigos y las amenazas, en un contexto de unión de padre e hijo, como la que tienen Antonio y Bruno: “No pareces un padre… Se lo diré a mamá en casa”, a lo que el progenitor contesta, “En casa haremos las cuentas”. Y que incluye ejemplos no propios de su edad, producto de una filosofía de la vida muy diferente a la actual: “Estamos martirizándonos cuando vamos a morir de cualquier forma”, dice el padre cuando invita a su hambriento hijo a una pizza. “Vamos a olvidarlo todo. Vamos a emborracharnos… Todo tiene remedio, menos la muerte”, le dice sin conciencia, espero, en esa escena del restaurante, donde Bruno no sabe utilizar el cuchillo y tenedor y se fija en el niño de buena clase de al lado, y es cuando Antonio le explica: “Para comer como aquellos de allí, tendríamos que ganar al menos un millón al mes… Come, come, no lo pienses”.

Porque, utilizando como excusa una sencilla historia, la película nos presenta un detallado retrato de la Roma de 1948, cuando habían transcurridos tres años desde la finalización de la II Guerra Mundial. Y vamos transitando por esos barrios derruidos entre las colas del paro y la desesperanza de los parados, entre la presencia en las calles de mendigos y descuideros, entre vendedores furtivos y casas de empeños, entre las colas para tomar el trolebús y las colas de los comedores de caridad, entre prostitutas de verdad y videntes de medio pelo, entre carteles del Giro de Italia y espectadores de fútbol, etc. La narración está hecha con ánimo más documental y testimonial que reivindicativo, pero las imágenes, directas y sinceras, dan testimonio de un país arruinado por la guerra, azotado por la miseria y paralizado por la incapacidad de las instituciones públicas. Y dan testimonio de los hijos de la guerra. Las malditas guerras y su pobreza…, ladrones de infancias.

La autenticidad y realismo que animan esta película son posiblemente las causas por las que éste conserva su frescura y su fuerza, más de 70 años después de su estreno. Una historia es sencilla, simple, casi minimalista, pero directa, conmovedora e intensa; intérpretes no profesionales y creíbles; la fotografía en crudo blanco y negro de Carlo Montuori; una melancólica banda sonora de Alessandro Cicognini, a través de la cuerda y viento, con melodía a cargo del clarinete. Y la dirección de actores de Vittorio de Sica, con ese dueto inolvidable, Lamberto Maggiorani y Enzo Staiola, padre e hijo. 

Y este padre e hijo nos regalan escenas épicas en su búsqueda, como las carreras entre la lluvia y los mercados, la consulta a la vidente, la persecución del ladronzuelo afecto de epilepsia tipo gran mal,… pero sobre todo las escenas finales. Ese padre e hijo sentados en la acera, abatidos y con la reconocible divagación del padre cuando no hay salida. Y todo se precipita ante los ojos atónitos y doloridos de su hijo: esos hijos que sufren todo el mal de los adultos y de la sociedad que les toca vivir… y su grito “¡Papá!, ¡papá!” resuena en nuestro corazón… “Menudo ejemplo para tu hijo, ¡qué vergüenza!”, oyen entre el tumulto que se abalanza. Y ese increíble final con lágrimas en los ojos y las manos de padre e hijo, juntas. Algo así como la simplicidad de las obras de arte. Tan amarga como hermosa. Porque la pobreza es un gran ladrón de infancias.

Ladrón de bicicletas es un hito del cine mundial, uno de los máximos exponentes del denominado neorrealismo italiano y una joya testimonial. El Neorrealismo italiano es importante para el nuevo curso del cine europeo, que a partir de esos momentos volverá su mirada hacia la realidad con nuevos ojos. Las influencias no se hacen esperar en este continente ni en otros directores, pues su sombra e influencia es muy alargada; así, películas como El camino a casa (Zhang Yimou, 1999) y Niños del cielo (Majid Majidi, 1998) se convierten en pequeñas obras maestras con tendencias neorrealistas, donde historias minimalistas sirven para describir la realidad de un contexto. Historias simples, relatos muy humanos donde el tema del amor se hace balsa de salvación ante la adversidad para la infancia.

sábado, 30 de marzo de 2019

Cine y Pediatría (481): “Techo y comida” visibiliza la exclusión social


Hay películas que se quedan en el recuerdo durante mucho tiempo y que te encogen el corazón. Películas con la sencillez y honestidad de la realidad reflejada como un espejo, una realidad que tenemos a nuestro lado y quizás no queremos ver. Algo así ocurre con la ópera prima de Juan Miguel del Castillo, estrenada en el año 2015 gracias al micromecenazgo (más conocido bajo el anglicismo de “croudfunding”) y que nos pone delante de los problemas del paro, pobreza y desahucio que asoló (y asola) la España de la última década. Una película que tiene un título tan significativo como Techo y comida, y que no cabe duda de que debiera prescribirse en todos los institutos y en las propias familias. 

No es de extrañar que esta película recibiera un buen número de premios en diferentes festivales, especialmente el Premio del público del Festival de Málaga y, sobre todo, el Goya a Mejor actriz para Natalia Molina, esta joven jienense que ya se puso en el punto de mira del séptimo arte con su papel de adolescente rebelde en Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2013), por la que ya recibiera el Goya a Mejor actriz revelación. 

Nos encontramos en el año 2012, en Jerez de la Frontera. Una primera escena nos presenta a una joven, Rocío (inconmensurable Natalia de Molina), que se despierta angustiada en la cama a medianoche. En la siguiente escena se encuentra frente a una asistente social que le ofrece un salario social y enseguida descubrimos que es madre soltera, su hijo Adrián (Jaime López) tiene 8 años, y vive en un piso cuyo alquiler no puede pagar hace meses por falta de ingresos. Y ella reparte su curriculum para trabajar de lo que sea, pero lo que sea no llega. 

Entre la vergüenza y el temor de perder la tutela de su hijo, sufre en soledad una situación de precariedad que lejos de mejorar, empeora cada día. Y comprendemos el insomnio, al que se suma la constante preocupación, el hambre, el miedo… Y poco a poco la casa se queda sin calefacción para ahorrar, luego sin agua por impago, sin luz,… y todo ello bajo las amenazas constantes del arrendador. Solo una vecina mayor aparece en su vida como un resquicio de luz, reflejando esa solidaridad tan hispana. 

Porque Techo y comida es el retrato de la España de hoy, de esa España con millones de personas en riesgo de exclusión social y que permanecen escondidas tras las cifras macroeconómicas. Pero Rocío solo tiene dinero para que su hijo coma pan y salchichas, lo más barato del hipermercado, pero ella apenas nada… y por ello Adrián le dice: “Tú no comes. Pues te vas a quedar como un esqueleto”. Y llega el momento límite en que tiene que rebuscar por la noche en los cubos de basura en busca de alimentos y también acudir a recoger la comida a los centros sociales vinculados a centros religiosos (más digno que lo anterior). 

Pero un día llega una carta debajo de la puerta, que no quiere leer. Pero no puede evitar lo inevitable: el desahucio y, con ello, todo lo que supone para una madre soltera. Y cuando intenta defenderse se le han pasado los plazos de alegación al no contestar a la demanda inicial, con una escena de su primer plano ante un abogado que corta la respiración. Todo tan real como la vida misma y en este desliz hacia el infierno de la exclusión social, Rocío se aferra a la fe, a sus Vírgenes y Cristos, a su rosario, a sus oraciones… 

La única alegría que puede dar a su hijo Adrián (quien le pregunta, “¿Qué significa bastado?”, lo que le dicen los niños del colegio) es comprarle unas zapatillas de deporte y la camiseta de la selección española que le regala la vecina. Y ahí nos llega una escena simbólica: 1 de julio de 2012, se retransmite el partido de la final de la Eurocopa de Kiev, donde España se proclama campeona. Todos celebran la efeméride, mientras madre e hijo se abrazan porque al día siguiente deben abandonar su casa. Y mientras ondean las banderas al fondo, ellos permanecen como invisibles para la sociedad. 

Y llega esa escena final donde Rocío y Adrián empujan sus maletas en una carretera y se alejan rumbo a ninguna parte. Y a continuación el fundido final en negro nos deja este mensaje: “En España 526 personas pierden su vivienda cada día en 2012. La tasa de paro alcanza el 26%, la más alta de su historia. 13 millones de personas se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión social. Se rescata a la banca con 100.000 millones de euros. ¿Y a ti quién te rescata?”. Y este mensaje sobreimpresionado en pantalla lo leemos mientras suena el taladro que abre la puerta de la casa desahuciada a Rocío. 

Y es así que Techo y comida no oculta lo que es en ningún momento: cine social de denuncia nada disimulada, una oda a todos aquellos oprimidos que se parten el espinazo por un mendrugo de pan y una feroz crítica a la injusticia de la sociedad. Porque en España y en la última década, se han producido 70.000 desahucios como los de Rocío y el 70% de los mismos lo son por los bancos o por los fondos buitres. Y con una paradoja mucho más llamativa: un tercio de la vivienda vacía de toda Europa está en nuestro país. 

Y para ello, Juan Miguel del Castillo nos regala esta obra de cine social hasta la médula, quizás mezclando la estética y la dinámica de dos obras del calado de Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) y El Bola (Achero Mañas, 2000).   No es la primera vez que los desahucios se acercan al cine, pues lo hicieron hace años con obras en blanco y negro como El inquilino (José Antonio Nieves Conde, 1957) y El pisito (Marco Ferreri, 1959) o en color y actuales como 99 Homes (Ramin Bahrani, 2015) y Cerca de tu casa (Eduard Cortés, 2016). Pero esta película de hoy, Techo y comida, además nos deja una cosa bien clara: que en la exclusión social los niños son los más invisibles a la sociedad. 

Imperdible no verla, no sentirla, no concienciarse. Porque en el año 2019 siguen habiendo muchas Rocíos y muchos Adrianes. 

sábado, 23 de febrero de 2019

Cine y Pediatría (476). “Los olvidados”… no se pueden olvidar


Los tambores de Calanda vieron nacer en los comienzos del siglo XX a una de las tres B del cine español (los otros dos fueron Berlanga y Barden): Luis Buñuel, y allí fue allí donde su educación jesuítica le marcaría en su devenir personal y artístico. Se trasladó a Madrid en 1917 para iniciar la carrera de Ingeniería Agrónomo (aunque finalmente se licenciaría en Filosofía y Letras), instalándose en la Residencia de Estudiantes en donde entabló amistad con Salvador Dalí y Federico García Lorca. Allí fue la visión de la película Las Tres Luces (Fritz Lang, 1921) el detonante para que comenzara a dedicarse al séptimo arte. 

España, Hollywood y, sobre todo, Francia y México fueron sus grandes platós de cine. Fue en 1928 cuando realizó junto a Dalí el famoso corto experimental Un Perro Andaluz, título que se convirtió inmediatamente en pieza clave en la historia del cine por su inmersión en el estilo surrealista, de extraordinaria fuerza visual que sirvió para provocar ansiedad en el espectador, la autocapacidad creativa y para subvertir la realidad cotidiana. Dos años después grabaría otra obra tan significativa como La Edad de Oro. Con Viridiana (1961) ganó La Palma de Oro de Cannes, con polémica vaticana incluida. Con Belle de jour (1967) ganó el León de Oro de Berlín. Con Tristana (1970) fue candidata al Oscar de Hollywood, que ganaría dos años después con El discreto encanto de la burguesía (1972). Cuando le fue concedido este Oscar, George Cukor organizó una cena homenaje a Buñuel a la que asistieron personajes tan importantes del mundo del cine como Alfred Hitchcock, George Stevens, John Ford, William Wyler, Robert Mulligan, Robert Wise, Billy Wilder o Rouben Mamoulian. 

Y hoy recordamos a este icono español del cine. Y rememoramos especialmente su etapa mexicana, quizás la más fructífera: 20 películas en 16 años, tanto que Buñuel murió en Ciudad de México con nacionalidad mexicana (aunque sus cenizas fueron esparcidas en el monte Tolocha, situado en su pueblo natal, Calanda… donde todo empezó). Todo comenzó en 1947 con la película Gran Casino, que resultó un fracaso (pese a contar con el conocido cantante mexicano Jorge Negrete y la primera figura argentina Libertad Lamarque), y se prolongó hasta 1962, con El ángel exterminador. En este intervalo otras 18 películas más: Los olvidados (1950), Susana (Carne y demonio) (1951), La hija del engaño (1951), Una mujer sin amor / Cuando los hijos nos juzgan (1952), Subida al cielo (1952), El bruto (1953), Él (1953), La ilusión viaja en tranvía (1954), Abismos de pasión (1954), Robinson Crusoe (1954), Ensayo de un crimen / La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (1955), El río y la muerte (1955), Así es la aurora (1956), La muerte en el jardín (1956), Nazarín (1958-1959), Los ambiciosos (1959), La joven (1960) y Viridiana (1961). 

Y hoy hablamos concretamente de Los olvidados, película con fuertes vínculos con Las Hurdes, tierra sin pan (1932), y que en un primer momento no gustó a los mexicanos ultranacionalistas (Jorge Negrete el primero), ya que retrataba la realidad de pobreza y miseria suburbana que la cultura dominante no quería reconocer. No obstante, el premio al mejor director que le otorgó el Festival de Cannes supuso el reconocimiento internacional de la película, y el redescubrimiento de Luis Buñuel, y la rehabilitación del cineasta por parte de la sociedad mexicana. Actualmente, Los olvidados es una de las tres únicas películas reconocidas por la Unesco como Memoria del Mundo (las otras son Metrópolis – Firtz Lang, 1927 – y El mago de Oz – Víctor Fleming, 1939 -). 

La historia, coescrita con el extremeño Luis Alcoriza, uno de los mejores guionistas con los que contó, es una descarnada denuncia sobre la desigualdad, sobre esos “olvidados” cada vez más numerosos que da a luz el desarrollismo de la opulencia. Los olvidados es puro realismo con toques surrealistas, con la omnipresencia de su particular bestiario "buñueliano". Y comienza así: “Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos”. Porque su mirada se dirige hacia la juventud, hacia ese futuro aplazado que sobrevive en un mundo cruel (donde la delincuencia es la única respuesta) sin más respuestas por parte del Estado que las represoras. 

Y por ello, tras los títulos de crédito sigue con esta voz en off: “Las grandes ciudades modernas, Nueva York, Parías, Londres, esconden, tras sus magnífico edificios, lugares de miseria que albergan niños malnutridos, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes. La sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus esfuerzos es muy limitado. Solo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los Derechos del Niño y Adolescente para que san útiles a la sociedad. México, la gran ciudad moderna, no es la excepción a esta regla universal. Por eso esta película, basada en hechos de la vida real, no es optimista y dejará la solución del problema a las fuerzas progresivas de la sociedad”. 

Los olvidados es una obra maestra en blanco y negro – en el que contribuye la fotografía de Gabriel Figueroa, quien da un estilo expresionista muy marcado durante toda la película – que gira en torno a dos muchachos principalmente. El primero es el cruel y violento Jaibo (Roberto Cobo), el líder sin escrúpulos del grupo de chicos del barrio, un delincuente juvenil que se ha escapado del correccional en el que permanecía ingresado y regresa a su barrio, ubicado en los suburbios. El segundo es más joven, Pedro (Alfonso Mejía), un buen chico falto de cariño materno, que se verá envuelto en problemas, un personaje difícil de olvidar pues se involucra en diferentes altercados que le mantendrán unido a un grupo de pertenencia que le sirva de referencia a modo de "hogar". Pedro vive sin padre y la madre no le quiere, incluso no le da de comer cuando regresa de sus correrías; y él llega a decirle: “Pero no se quede así, ¡ pégueme ! Me gustaría portarme bien, pero no puedo”. Finalmente lo internan en una granja escuela, donde el director le dice: “Según tu expediente no sabes leer ni escribir. Y te acusan de un robo”, pero gracias a sus dotes pedagógicas es capaz de manejar la rebeldía e ira inicial de Pedro, convenciéndole de que no es una cárcel.

Y en el grupo de niños “olvidados”, también encontramos a Ojitos (Mario Ramírez Herrera), un ser absolutamente inocente y bondadoso abandonado por sus progenitores y abocado a ser devorado por las hienas que le rodean, un niño casi salvaje que se alimenta directamente de la ubre de las cabras. Y entre ellos, un personaje peculiar, Don Carmelo (Miguel Inclán), al que atacan cruelmente, quien en el atroz final de la película llega a exclamar: “Uno menos, uno menos. Así irán cayendo todos. ¡ Ojalá los mataran a todos antes de nacer !”. Porque este personaje es como una metáfora, pues viene a representar las ideas gubernamentales, donde su irreversible ceguera es la misma que la del gobierno, las instituciones o la iglesia metafóricamente hablando. 

Buñuel nos presenta una visión sin esperanza en Los olvidados, donde la crueldad de los niños duele (crueldad contra los hombres, contra los animales,…), con hogares que son pequeños espacios donde las familias numerosas duermen hacinadas, y donde la falta de cultura es caldo de cultivo para la superstición (“Para la salud no hay como la leche de burras”, dice el ciego) y la delincuencia. Por ello la película sufrió muchas críticas en México. De ellas se defendió afirmando que lo que se presenta si existe (y para ello estuvo meses visitando esos barrios, consultando casos en los archivos del Tribunal de Menores y empapándose de los suburbios) y, para una visión más realista, utilizó actores profesionales y no profesionales (campesinos, niños de suburbios, personajes sacados de una granja-escuela, etc.). Y trató una importante problemática social (reclamando soluciones desde la base) mostrándola, según sus palabras, sin juzgar a los personajes. 

Es curioso compararla con otra película de la misma década que se acerca también a la juventud (en aquel momento un tema menor dentro del cine): Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). Pero mientras en ésta los conflictos que se desarrollan en el film están enraizados en el interior de los personajes y son conflictos emocionales, en Los olvidados, Buñuel nos muestra las causas estructurales de la violencia y somos partícipes de ellas, y hasta se dice que nos las hace compartir como espectadores (y siempre se recuerda el magnífico plano de Pedro, lanzando un huevo contra la cámara, pero que, en realidad, es un huevo lanzado al mundo, un mundo cegado y egoísta, el cual es capaz de observar y no actuar). Un Buñuel que no dejó de introducir sus toques "buñuelianos" a lo que casi fue un seudodocumental: la abundancia de gallos y gallinas (una obsesión irracional como el director reconocía), el fetichismo (las mujeres lavándose los pies y las piernas, la leche que cae entre las piernas), el ciego aficionado a las niñas, el fantasmagórico sueño, el perro como visión que trae la muerte,… y muchos otros que quisiera haber introducido. 

Por todo ello, y más, Los olvidados se consagra como una obra eterna, en la que violencia y miseria se constituyen en sus principales ingredientes. Y su final cruel, despiadado, brusco y seco, es una puñalada en el corazón de los espectadores (aunque Buñuel llegó a filmar un final alternativo, previendo la censura). Y todo ello para decirnos que la infancia olvidada no se puede olvidar. Y por muy surrealista que sean las historias de maltrato a la infancia, la realidad siempre supera a la ficción. 

Los olvidados se convierte en una película inolvidable… 

sábado, 5 de agosto de 2017

Cine y Pediatría(395) . "Mouchette", la infancia maltratada en blanco y negro según Bresson


Hace tan solo dos meses, con la icónica película Alemania, año cero (Roberto Rosellini, 1948), reivindicamos el cine en blanco y negro de Cine y Pediatría. Un cine que llega depurado por el paso del tiempo, las crónicas de los críticos, el amor del público y la fuerza expresiva de un tiempo que quizás no fue mejor... tampoco para la infancia. Un cine con bouquet que reposa en las mejores bodegas de la memoria del séptimo arte. 

La película que hoy nos convoca puede llegar a ser una gran desconocida, pero no debiera serlo ya más. Un film cuyo primer plano nos muestra a una mujer que nos dice: "¿Qué sería de ellos sin mí? Es como si tuviera una piedra en el pecho". Entonces desaparece del plano fijo y, mientras aparecen los títulos iniciales de crédito, una maravillosa música nos acompaña, ni más ni menos que de Monteverdi, música que nos convoca también en el final de la historia, una historia basada en la novela de George Bernanos del año 1937, "Nouvelle histoire de Mouchette". Película con dotes de obra de arte, por título Mouchette y bajo la dirección de Robert Bresson en el año 1967, justo ahora que cumplimos su boda de oro y la visualizamos con la misma fuerza que entonces... o más.

Robert Bresson es uno de esos contados cineastas a los que con razón llaman maestro. A lo largo de su filmografía, de esos trece largometrajes irrepetibles (recordamos Un condenado a muerte se ha escapado, Pickpocket, Al azar de Baltasar o Lancelot du Lac, entre otras), lo explicó todo acerca del ser humano a través de la sinécdoque, de la parte por el todo, de la estética del pedazo. Porque el cine de Bresson es una experiencia única, sin precedentes. También para los actores, que nunca más volvían a trabajar con él, pues les extenuaba y buscaba su hastío, haciéndoles repetir la escena hasta que se aleja toda voluntad interpretativa. Todo en él atiende a una lógica interna razonada de absoluta coherencia, sostenida desde la unidad primera, el plano, y aquello cuanto en él aparece y se escucha, los objetos, los ruidos, verdaderos protagonistas de sus historias. Sistematizó hasta tal punto su particular puesta en escena, que en su afán de alcanzar la máxima expresividad de la pura simplificación, trascendió el propio hecho cinematográfico y ello lo convierte en experiencias estéticas para todo espectador sensible que visione sus películas. Los entendidos consideran a Bresson el punto más alto alcanzado en la historia del cine, por encima incluso de figuras del calibre impar de Friedricih W. Murnau, de Carl Theodor Dreyer, de Anthony Mann, de John Ford. Y en el plano estético vienen a poner el ejemplo de que Bresson es al cine lo que Johann Sebastian Bach es a la música, Miguel Ángel a la escultura o Dostoyevski a la literatura. Casi nada... 

Si hay un elemento característico en el cine de Bresson es su búsqueda de lo trascendental a través de los personajes más desfavorecidos o marginales de la sociedad, en nuestra película de hoy esta niña que despunta a la adolescencia, Mouchette, malviviendo en una situación de extrema pobreza, un entorno familiar miserable (una madre postrada en un lecho en espera del fin por su mortal enfermedad, un padre alcohólico que trafica ilegalmente con licores y que la maltrata sin el más mínimo escrúpulo, y dos hermanos, el mayor trapichea con su padre y el hermano lactante que llora continuamente y al que debe cuidar), una sociedad rural opresiva que la condena a la marginalidad (le condena la escuela, le condenan los vecinos). 

Todo cuanto rodea a Mouchette (extraordinaria Nadine Nortier, en uno de los milagros que nos ha deparado Bresson en forma de actuación) la niega como persona: a la miseria material de su entorno, de su hogar, se suma una miseria moral todavía más lesiva, la que recibe de su padre alcohólico, que la maltrata (la abofetea, la empuja, la utiliza), de la maestra y de sus compañeros de colegio, que la humillan cuando pueden (con esa imagen de sometimiento frente al piano), de la gente del pueblo, perversa y ruin… El amor puro solo la une a su madre enferma, pero su único lazo al amor acabará desapareciendo. Y pese a todo y a todos, Mouchette mantiene una agraciada fisonomía y dignidad, incluso cuando su rostro se empaña con frecuencia de sordas lágrimas. 

Y todo el entorno que rodea a Mouchette nos lo muestra Bresson con un sonido intenso que refuerza la expresividad de las imágenes en blanco y negro, y todo ello impresiona al espectador: desde las pisadas con los zuecos de la niña a la propia lluvia, pero también el sonido del fuego en la chimenea, de los automóviles que no vemos, el llanto de su hermano lactante y hasta la caída de la leche en el biberón. Música e imágenes se conjugan para mostrar los abusos y humillaciones sobre la infancia maltratada de Mouchette. Y que culmina con la larga secuencia de su violación por parte del cazador furtivo, quien sufre una crisis epiléptica de gran mal delante de ella, y que deviene como punto de inflexión de la película. Y Bresson llega al alma de la muchacha: durante la violación, al principio opone resistencia, pero luego, de algún modo sintiéndose querida, abraza al depravado cazador entregándose a él. 

Y más tarde llega la muerte de la madre enferma, la única persona que ha querido a Mouchette, quien en el lecho de muerte le aconseja: "Intenta no acabar dejándote seducir por hombres malos o borrachos". Y cuando se dedica a vagar por el pueblo, con una lechera en la mano, sus zuecos y el sonido de fondo de las campanas del campanario, se topa con una anciana que le da unas mortajas para el entierro de su madre y le dice: "Solo quiero que estés bien. Tú eres mala. Será porque no comprendes. Tienes el mal en los ojos". Todo ello hace intuir en el espectador un final no feliz. Previamente una escena de caza de conejos... y Mouchette se suicida jugando, mientras se lanza tres veces con las prendas de la mortaja por la ladera del río. La quietud del agua tras la caída del cuerpo en el río y, de nuevo, la irrupción de la maravillosa música de Monteverdi, de una serenidad insuperable. Luego, la imagen funde a negro. La película ha terminado y lo hace con su viaje a ninguna parte, como el niño protagonista de Alemania, año cero antes de arrojarse de un alto edificio.

La muerte de Mouchette, su desaparición, es sólo eso: el recuerdo de un cuerpo en el espacio. Más allá de esta nada material, de este vacío insondable, Mouchette permanece viva e inmaculada en nuestro recuerdo. Todo muy bressoniano... víctima trascendental de esa infancia maltratada que en algún momento se divirtió en los coches chocones. Porque como diría Bazin, los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre el rostro de un niño. 

Os dejamos el final de la película, ese rito del juego y de la muerte de nuestra Mouchette al borde del río, mientras suena el Magnificat de Claudio Monteverdi. Y nos inunda una sensación que no sabemos bien si es paz, si es rebeldía o si es duda existencial.

 

sábado, 11 de febrero de 2017

Cine y Pediatría (370). "Lion", el largo camino a casa en busca de la identidad


Esta semana, Cine y Pediatría estuvo en el programa radiofónico de Montevideo, Efecto Mariposa. Y la película que convocó a la entrevista fue El niño de Marte (Menno Meyjes, 2007), el particular elogio a la paternidad a partir de la adopción de un niño de 6 años con capacidades diferentes y especiales, que hacen sugerir problemas psiquiátricos alrededor del trastorno del espectro autista. Y en esa misma semana la adopción vuelve a la gran pantalla con el estreno de Lion, una película camino del Oscar y que nos recuerda, de alguna forma, a otra película oscarizada en el año 2009: Slumdog Millionaire, la peculiar visión de Danny Boyle sobre las infancias desfavorecidas en India y que cuenta con el mismo protagonista, Dev Patel. 

Han pasado 7 años y Dev Patel ha madurado, como también ha madurado la visión que ahora nos devuelve la gran pantalla de esa infancia en India, mucho más contenida que esa mezcla de Hollywood y Bollywood que recordamos con una sonrisa, pues pocas películas como Slumdog Millionaire ha sido capaz de narrar tantas desgracias alrededor de la infancia (pobreza, marginación, delincuencia y prostitución juvenil, maltrato y mafias de niños, etc.) y simular un cuento de hadas en las calles de Mumbai, con un final feliz que despierta una sonrisa y energía positiva. Pero ahora acaba de estrenarse en el cine Lion (2016) y lo primero que vemos en la pantalla es la categorización de "basada en hechos reales", lo que nos predispone a la emoción

Todo parte del libro autobiográfico "A long way home", de Saroo Brierley, que nos despliega un conflicto dramático como es la crisis de identidad que sufre un hijo adoptado cuando entra en la madurez. El libro adquiere formato de guión y bajo la dirección de Garth Davis (en lo que es su debut en el largometraje) se nos presenta la cinta con seis nominaciones al Oscar: mejor película, guión adaptado, fotografía, mejor actor de reparto (Dev Patel), mejor actriz de reparto (Nicole Kidman) y banda sonora. Buena tarjeta de presentación, pues además pocas cosas son tan humanas como querer saber de dónde venimos, quiénes somos. La filosofía, la literatura, la música y, por supuesto, el cine, han ahondado en esta materia. Al ver Lion es imposible no pensar también en las palabras del gran Mario Benedetti: “Al igual que todo lo que cuenta en la vida, también mi soledad arranca en mi infancia”.  Lion está estructurada en dos partes bien identificables alrededor de Saroo: su infancia y sus circunstancias familiares; su juventud y la necesidad de recuperar su identidad. Entre ambos los recuerdos se mezclan. 

La primera parte versa sobre la infancia de Saroo (interpretado de niño por Sunny Pawar) en la India pesa lo suficiente como para que el director Garth Davis le dedique casi la primera parte de la película. Como un cuento de Dickens indio y desde una sobriedad de la que carecía Slumdog Millionaire, intuimos su vida alrededor de una madre analfabeta y viuda que trabaja en una cantera de piedras para sacar adelante a sus tres hijos: el hermano mayor, Saroo y la hermana pequeña. 

Estamos en India en el año 1986 y apreciamos la gran amistad con su hermano mayor, al que se queja con cariño: "Siempre me dices, eres pequeño, eres pequeño. ¿Pero ves que listo soy?". En una de sus correrías juntos, Saroo queda encerrado en un ferrocarril sin poder salir durante dos días, y acaba en Calcuta a 1600 kilómetros de su ciudad natal, cuyo nombre no recuerda bien y de donde no puede volver, pues no habla bengalí y desconoce el apellido de su madre. Tiene solo 5 años y deambula entre la pobreza e indigencia de esa gran urbe, con la infancia desfavorecida como gran protagonista, y vagabundea durante dos meses. Allí vive múltiples avatares, como el intento de secuestro por parte de una mujer que esconde intenciones de trata de niños, el encierro en un orfanato (donde los niños y niñas cantan "Las estrellas han salido ya y están buscando la luna") y, finalmente, la adopción por parte de una pareja australiana, Sue (Nicole Kidman) y John (David Wenham), quienes disfrutan de una vida acomodada en Tasmania junto a sus padres. Saroo se adapta totalmente a su nuevo hogar y es visto como una bendición por sus padres adoptivos, al contrario que su hermano Mantosh (Keshav Jadhav), de origen indio como él y que es adoptado un año después, pero que viene con una mochila repleta de problemas de comportamiento. 

La segunda parte versa sobre la juventud de Saroo (interpretado por Dev Patel) en Australia y el viaje (primero emocional y luego físico) en busca de su identidad. Con ya más de 20 años, se traslada a Melbourne para estudiar Dirección de Hoteles en un centro internacional. Allí coincide con estudiantes de otros países, entre ellos algunos indios que le invitan a cenar. Un plato de 'yalebi' se convierte en su particular magdalena proustiana, el desencadenante que remueve los recuerdos de infancia, cuando deambulaba entre los puestos de comida callejeros de su pueblo natal en India junto a su hermano mayor en busca de cualquier oportunidad para paliar la pobreza de su hogar, cuando busca a su madre en la cantera de piedra, cuando recuerda el río y el puente, cuando echa de menos a su familia y dice: "Mi verdadero hermano grita mi nombre todos los años de su vida... Tengo que buscar mi hogar. Tienen que saber que estoy bien". Porque Saroo ha encerrado en un cuarto oscuro de su memoria sus primeros años de vida y, aunque culturalmente se encuentra totalmente asimilado a la vida occidental, en el plano emocional considera como una forma de traición a sus padres adoptivos reconectar con esa etapa. En la intimidad de sus sueños, imagina a su madre y a sus hermanos biológicos buscándole sin descanso por las calles de la India y su recurrente pensamiento: "Y me sé el camino a casa de memoria y le susurro al oído: estoy aquí, estoy vivo"

El largo camino de regreso a casa que lleva a cabo Saroo pasa por su amistad y noviazgo con Lucy (Rooney Mara) y por la tecnología, con Google Earth como inesperado protagonista. Rooney intenta sacarle de su obsesión, pero no es fácil: "Ya sabes lo que pasa con el tiempo. El mundo cambia, las cosas cambian". Pero él sigue buscando entre las imágenes pixeladas del ordenador el lugar que fuera su hogar, imágenes fragmentarias e incompletas que bien podrían ser una buena representación de los propios recuerdos del protagonista. Vale la pena recordar las conversaciones entre Saroo y su madre adoptiva. Cuando él le dice, con cierto reproche: "Siento que no pudieras tener hijos. Nosotros no éramos páginas en blanco. Nos adoptaste con nuestro pasado". Y es cuando la madre le aclara que ellos decidieron no tener hijos propios y decidieron adoptar para dar la oportunidad a otros niños huérfanos, como él y su hermano Mantosh. Y su respuesta llena de generosidad y de empatía por su búsqueda: "Espero que tu madre esté allí. Tiene que ver lo maravilloso que eres"

Lion permite un debate sobre la potencial crisis de identidad de los niños adoptados y cómo abordar la verdad y cómo contestar a las dudas. Garth Davis podría haber desarrollado las implicaciones sociopolíticas que acompañan a las adopciones internacionales y su consiguiente choque cultural, sin perder de vista su complejidad emocional y el hecho de que también en estos casos cada familia es un mundo. Pero el director prefiere encauzar Lion por el camino de la conciliación y la emoción. Y con la música y el piano directo al corazón se produce el encuentro con su familia (menos su querido hermano, que murió arrollado por un tren la misma noche que él se perdió de niño) y la frase de su madre biológica: "Nunca he dejado de buscarte"

Y en el colofón de la historia asistimos al encuentro real de los protagonistas de esta historia que tuvo lugar en el año 2013. Y el texto final de los créditos nos descubre dos hechos: que esta historia es solo una entre tantas, pues en India cada año desaparecen más de 80.000 niños; y que realmente ese niño de 5 años que se perdió no se llamaba Saroo, sino Sheru, que significa león, "Lion", el título de esta película. Y todo ello bajo los acordes de la canción final "Never Give Up", punto final de una gran banda sonora, e interpretada por la cantante de moda, la australiana Sia. Porque películas así nos envían un mensaje claro y alto: nunca te rindas.

 

sábado, 18 de julio de 2015

Cine y Pediatría (288). “Guten Tag, Ramón”…¿vivir o sobrevivir?


Las cosas ocurren por algo más que la casualidad. Posiblemente por la confabulación de energías positivas que se conjugan para cerrar círculos. Algo así es lo que entiendo que ocurrió cuando, tras dos semanas intensas y extensas en México (entre D.F. y Monterrey, entre una semana de descanso y aventura y otra de ciencia y congreso pediátrico), en el viaje trasoceánico de regreso, Aeroméxico nos regaló la película Guten Tag, Ramón (Jorge Ramírez Suárez, 2013), una película mexicana con coproducción alemana. Y es que cuando viajo a países de la Unión Europea suelo regresar contento, pero cuando viajo a países de Latinoamérica, a la alegría se suma un sentimiento de mayor emoción, posiblemente por la sintonía ancestral (incluso precolombina) que nos une a estos países y que, sin querer, hace que todo lo viva y recuerde con mayor intensidad. Por ello, tras la reciente experiencia humana y cultural en México, visionar la película Guten Tag, Ramón a miles de pies de altura, ha sido una experiencia muy especial. 

Posiblemente sea la emigración hacia los Estados Unidos uno de los temas más tratados en el cine mexicano, emigración desde cualquiera de los estados limítrofes de México (Baja Califormia, Sonora, Chihuahua, Cohauila, Nuevo León o Tamaulipas), pero con Ciudad Juárez como bandera y con la pobreza, la delincuencia y el narcotráfico como pasaporte y salvoconducto. Pero con Guten Tag, Ramón se nos proyecta una perspectiva muy singular sobre los emigrantes mexicanos que habitan diferentes partes de Europa. De hecho, Jorge Ramírez Suárez, director de la película, lleva algunos años viviendo en Alemania y, basándose en algunas vivencias personales, ha podido llegar a crear una película diferente sobre jóvenes mexicanos emigrantes bajo otra perspectiva, una obra conmovedora, entrañable y refrescante que nos hace sonreir y también llorar, pero, sobre todo, que nos hace pensar. La película fue filmada en Durango (México) y en Weisbaden y Fráncfort (Alemania), lo que le ha dado pasaporte europeo e impacto internacional. 

La historia se centra en Ramón (Krystian Ferrer, un joven que debuta con solvencia en la gran pantalla), un adolescente de 19 años que vive en una ínfima ranchería en Coahuila con su madre (Arcelia Ramírez) y su abuela (Adriana Barraza). Las condiciones de vida son difíciles y para ganarse la vida Ramón sólo tiene un par de opciones: participar en el narcotráfico local (lo que no quiere) o emigrar a los Estados Unidos (lo que ha intentado dos veces sin éxito, y baste la impactante escena inicial para darse cuenta de ello, con la miseria y la muerte como compañeras de viaje). Y es así como el dueño de la tienda local le cuenta de lo bien que le va a su tía como emigrante en Alemania, por lo que emprende toda una aventura: una aventura que vivimos en primera persona al enfrentarse a un idioma que no entiende y a una sociedad aparentemente fría como el frío invierno de centroeuropa. 
Nada le será fácil en Weisbaden hasta que conoce a Ruth (Ingeborg Schöner), una anciana que lo ayudará a salir adelante y se volverá su gran amiga, aunque se comunican a través de símbolos, dibujos y mímicas, ya que ninguno habla el idioma del otro. Y en su difícil adaptación sentimos con Ramón el olor del chile que encuentra en una tienda de alimentación, o el primer sorbo de tequila, o llegar a cocinar sus tacos… o la felicidad de poder escuchar la música latina de su México querido y lindo (pese a todo). 
El encuentro de estas dos personas solitarias culmina en la conversación que sostienen sin entender una palabra del otro, porque Ramón y Ruth comulgan no en el lenguaje de la palabra, sino de la emoción y del cariño: ”Hoy mi espalda está peor que nunca. Si no me doliera... no te pediría ayuda otra vez. Aunque esto no es un contrato. Tú me ayudas... y yo te ayudo”. Y esa comunión puede surgir entre los seres humanos a pesar de un idioma, una cultura y una generación diferente, siempre que estemos dispuestos a abrirnos al otro, a dejar atrás el miedo y los prejuicios ante quienes son diferentes a nosotros. Esa es la diferencia entre abrir fronteras y crear fronteras, entre una visión amplia de la vida y el mundo y el rancio nacionalismo, un nacionalismo que perdura como una pesadilla en la mente de Ruht: ”La guerra les quitó el habla a los que la recuerdan”. Porque en el fondo nadie somos mejores a nadie, sino que resta dar gracias si uno ha nacido en esa quinta parte del mundo que no tiene grandes penurias para vivir y no tiene que sobrevivir cada día como esas cuatro quintas parte de ciudadanos del mundo. 

Guten tag, Ramón se convirtió en la gran ganadora de los premios Canacine (premios al mejor cine exhibido en México), al obtener las estatuillas a Mejor Película y Director. Y ello, quizás, porque aborda temas como la familia, la amistad verdadera o el amor, y nos confirma que en el planeta no todo está perdido. 

Viajamos a México, un país con una amplia filmografía, pero que hoy en día se encuentra representado principalmente por tres cineastas chicanos para el mundo, que iniciaron sus pasos en su país, pero que su éxito les trasladó a Gringolandia: Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu. Un cine mexicano que ya ha formado parte de la familia Cine y Pediatria, como Voces inocentes (Luis Mandoki, 2004), Abel (Diego Luna, 2010) y Después de Lucía (Michel Franco, 2012). 
Y hoy, este adolescente llamado Ramón viene a darnos los buenos días y recordarnos que en México (y en el mundo) algunas personas viven y la mayoría sobreviven. 

sábado, 6 de diciembre de 2014

Cine y Pediatría (256). “Trash”, la basura de la corrupción y la pobreza infantil


Ya conocemos y reconocemos que el británico Stephen Daldry tiene afinidad de rodar con niños y alrededor de historias de la infancia. Lo hizo en lo que fue su debut como director, Billy Elliot (2000), un gran éxito mundial, y también con El lector (2008) o con Tan fuerte, tan cerca (2011). Por eso, por derecho propio, este director ya forma parte de la nómina de los “grandes” en Cine y Pediatría: y así, con Billy Elliot fuimos testigos de un alegato contra los prejuicios y tópicos al ritmo de los deseos por el baile clásico y con Tan fuerte, tan cerca rememoramos la tragedia del 11-S a través de los ojos de un niño, un niño con las capacidades especiales de una persona con trastorno del espectro autista. Y ahora, en el año 2014, nos conmueve con Trash, ladrones de esperanza, al narrarnos una historia sobre la corrupción y la pobreza de los niños en Brasil. 

Y al ver Trash uno no puede por menos que recordar dos fábulas sobre infancias desfavorecidas, verdaderos regalos que nos ha dejado el séptimo arte: Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2009) y Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). Slumdog Millionaire es un pequeño milagro, pues pocas películas han sido capaces de contar tantas desgracias alrededor de la infancia (pobreza, marginación, delincuencia y prostitución juvenil, maltrato y mafias de niños, etc.) y simular un cuento de hadas en las calles de Mumbai, con un final feliz que despierta una sonrisa y energía positiva. Y Ciudad de Dios, que se ha convertido ya en un título clave del realismo del tercer mundo, un grito de protesta sobre la situación de los niños en las favelas. Trash anexiona elementos de ambas, pero no llega a entusiasmarnos como cada una de las anteriores… y eso que nuestro director contó con el asesoramiento del propio Fernando Meirelles, el cineasta más famoso de Brasil, quien mejor conoce la infancia de su país y la vida en las favelas. 

Como en las dos historias anteriores, también aquí los protagonistas son un trío de adolescentes: Raphael, Gardo y Rat, quienes sobreviven gracias a que escarban cada día en un gran basurero, donde tienen la esperanza de encontrar algunos residuos que les sean útiles, pero que azares del destino les lleva a alzarse contra la corrupción estatal. La fórmula de Daldry, director teatral de prestigio, es conocida: se parte de una novela premiada (o al menos best seller) y un buen guión adaptado, niños y alguna estrella en el reparto, y el objetivo de pisar la alfombra roja de los Oscar como horizonte. Así funcionó con Las horas (basada en la novela de “The Hours” de Michael Cunningham, ganadora del Pulitzer), con El lector (adaptación de ”Der Vorleser” de Bernhard Schlink) y con Tan fuerte, tan cerca (basada en la obra de “Extremely Loud and Incredibly Close” de Jonattan Safran Foe). Y repite la fórmula con Trash, basada en la novela “Trash” que Andy Mulligan escribió en 2010, pero que no transcurre en un país específico, dado que este autor dio clases en Brasil, India, Filipinas y Malasia, por lo que la historia podría desarrollarse en cualquiera de esos países, aunque los productores terminaron inclinándose por Río de Janeiro. Una de las razones de esa elección es que es una ciudad que cuenta con técnicos experimentados y con un gran apoyo al cine por parte del gobierno. 

Dos niños de las favelas de Río, Rafael (Rickson Tevez) Gardo (Luis Eduardo), encuentran una cartera en el basurero donde buscan a diario, pero no se imaginan que este descubrimiento cambiará sus vidas para siempre. Cuando la policía local aparece para ofrecerles una generosa recompensa por la cartera, comprenden que han encontrado algo importante. Deciden recurrir a su amigo Rato (Gabriel Weinstein), y los tres se lanzan a una extraordinaria aventura para intentar quedarse con la cartera y descubrir el secreto que esconde. En el camino, deberán distinguir entre amigos y enemigos, juntar las piezas del rompecabezas para entender la historia, una historia en la que se cruzan dos misioneros estadounidenses que trabajan en la favela, el decepcionado padre Julliard (Martin Sheen) y su joven asistente Olivia (Rooney Mara). 

Y, una vez más, Stephen Daldry consigue con Trash la armonía en el reparto, especialmente por el trío de niños protagonistas, cuyo casting no fue nada sencillo, pues se prolongó durante un año entre miles de niños. Con respecto a Martin Sheen y Rooney Mara, ambos conocen y tiene experiencia con personas como las de la película: el primero lleva casi diez años trabajando con los recogedores de vertederos de Smokey Mountain en Manila y la segunda ha hecho lo mismo en Nairobi. Y es así como el basurero se convierte en el escenario natural (si bien, ante el riesgo potencial, los productores prefirieron construir un basurero propio después de recolectar 2000 metros cúbicos de basura segura a base de plásticos, envases, cartones y papel). 

Y es así como Trash pone la llaga en la basura de la corrupción política y de la lacra de la pobreza infantil en Brasil, uno de los más orgullosos miembros de los BRICS, ese grupo de países erigidos en alumnos aventajados de una globalización, un país que alaba sus supuestos milagros económicos mientras queda tanto por hacer.  Porque en economía internacional se emplea la sigla BRICS para referirse conjuntamente a Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, naciones que tienen en común una gran población, un enorme territorio y una gigantesca cantidad de recursos naturales y, lo más importante, las enormes cifras que han presentado de crecimiento de su producto interno bruto y de participación en el comercio mundial en los últimos años, lo que los hace atractivos como destino de inversiones. 

La película Trash. Ladrones de esperanza juega con tres elementos que siempre funcionan en la pantalla: la lucha de clases, el sentido de honestidad de aquellos personajes que no tienen nada y la opulencia codiciosa, que suele ser inseparable de la corrupción económica (y del alma) de quien teniéndolo todo, todavía quiere más. Porque la película, aunque en tono de aventura, parte de una premisa básica: el triunfo del bien sobre el mal. Y queda el mensaje clave: "a pesar de todo, siguieron adelante porque era lo correcto"

 

martes, 4 de febrero de 2014

¿Y a mi quién me rescata?


Son 2.826.549. O al menos esa era la cifra el 29 de enero pasado. Estamos hablando de niños. De niños españoles. ¿Qué les sucede a semejante cantidad de criaturas? Pues que, según la ONG "Save the Children", estos niños- que constituyen el 33,8% de la población infantil de nuestro país - viven en situación de pobreza y exclusión social.

Este dato fue noticia durante un par de días. Teniendo en cuenta  nuestro ritmo de vida y que estamos sometidos a diario a centenares de noticias que nos llegan por todas partes - radio, televisión, periódicos... - seguramente muchos han - o hemos - olvidado ya este dato... Además, se trata de niños. Es decir, no se agrupan en partidos políticos, no tienen líderes, nadie les defiende. Me atrevería a decir que no le importan a casi nadie.

Pero que existan 2.826.549 niños en situación de pobreza y exclusión social en España, país - aún - del Primer Mundo, de la Unión Europea, país "que está saliendo de la crisis" (¿?) es, simple, lisa y llanamente, una vergüenza. Unamos este dato a otro que "sale más" en la prensa: más de la mitad de los jóvenes de nuestro país está en paro. "Disfrutamos" de unas cifras de paro juvenil como no hay otras en Europa. Niños en exclusión social que se convertirán, más pronto que tarde, en futuros parados.

¿Quién remedia esto? No voy a hacer política en este blog aunque está claro que quienes gobiernan son los políticos. De cualquier partido, me da exactamente igual. En un país con un Gobierno central más 17 + 2 minigobiernos autonómicos hay bofetadas de sobra para repartir a todo el mundo.

¿Quién se ocupa de esto? Pues por ejemplo la ONG que ha sacado el dato a la luz, "Save the Children". ¿Las ONG han de asumir la responsabilidad que les concierne a los gobiernos? ¿A quienes tienen el poder real de cambiar las cosas? No... pero es lo que está sucediendo.

"Save the Children ha lanzado la campaña "¿Y a mi quién me rescata?". Se trata de participar en un fondo de rescate a la infancia de una manera sencilla: haciendo una pequeña aportación vía SMS. Se trata de una pequeña aportación de 1,20 euros por niño. Una minúscula cantidad pero que puede hacer mucho bien. Y sí,  parece ser que tenga que ser la sociedad civil, vapuleada y machacada por la crisis, la que tenga - tengamos - que contribuir a paliar este drama. Pero lamentablemente, si no lo hacemos nosotros... nadie lo hará. Nuestros gobernantes están más preocupados por los datos macroeconómicos que por los "datos micro", por la situación real de sus ciudadanos... o así lo percibo yo.

La web de la campaña "¿Y a mi quién me rescata?" la podéis encontrar aquí: http://www.yamiquienmerescata.es/

Este vídeo es de hace más de un año. Desde entonces el número de niños en situación de exclusión social ha crecido en más de medio millón. Sin comentarios.