Con motivo de la publicación de nuestro libro colectivo “Lo que nunca volverá: la infancia en el cine” (Ed. Applehead Team Creaciones, 2022) y su presentación a lo largo del país, recientemente realizamos esta presentación en la Filmoteca IVF de Valencia. Mi experiencia de esta presentación ha sido doblemente positiva: por un lugar, saber que los 11 libros ya publicados de Cine y Pediatría forman parte ya de la biblioteca de esta filmoteca; y por otro, el que alrededor de este nuevo libro se ha programado un ciclo compuesto por ocho películas reseñadas en la publicación. Son sin duda algunos de los títulos que, desde diferentes épocas y estilos, mejor han sabido aproximarse al universo infantil: Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), Zazie en el metro (Louis Malle, 1960), Viento en las velas (Alexander Mackendrick, 1965), E.T. el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), La vida de Calabacín (Claude Barras, 2016) y Verano 1993 (Carla Simón, 2017). Actrices y actores infantiles que nunca interpretan del todo, que conservan una frescura y una verdad que “nunca volverá” pero que las películas, por suerte, logran embalsamar para que, desde la butaca del cine, podamos ser niñas y niños de nuevo. Cinco de estos títulos ya forman parte de la familia de Cine y Pediatría y los otros tres lo serán en breve.
Y hoy lo hacemos con Zazie en el metro (Louis Malle, 1960), guion adaptado de la novela publicada en 1959 por Raymond Queneau, "Zazie dans le Métro", y que supuso su revelación para el gran público; ese mismo año Olivier Hussenot realizó una adaptación teatral y una año después el director Louis Malle su adaptación cinematográfica. Era el segundo largometraje del director francés, tras su impactante Ascensor para el cadalso (1957) con Jeanne Moreau, en la que mostraba su pasión por el jazz, usando una banda musical original de Miles Davis. Con Zazie en el metro cambia totalmente de registro y nos acerca a su peculiar visión de la infancia en contraste con los adultos, una arriesgada versión de la novela de Queneau dónde el uso del montaje y la ruptura de los conceptos espacio/tiempo construyen una comedia mágica que homenajea al cine de Tati, al slapstick, al cine mudo cómico y a la cultura pop de aquel entonces.
Porque en sus 30 películas, divididas en tres periodos, al menos cuatro películas de Louis Malle tienen a la infancia y adolescencia como protagonistas: a) de su primera etapa en Francia (1955-1977) destaca esta película y El soplo al corazón (1971); b) de su etapa en Estados Unidos (1978-1986) señalamos La pequeña (1978); c) y de su segunda etapa en Francia (1987-1994) ya hemos hablado con anterioridad de Adiós, muchachos (1987), en lo que es un canto a la amistad entre las paredes de un internado durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial.
Es Zazie en el metro una película muy diferencial, con una hechura que adelantó en cuatro décadas el mundo onírico y colorido del París de Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001), repleto de esos peculiares vecinos del barrio. Pero entre los que destacan tres personajes: Zazie (debutante Catherine Demongeot), la deslenguada, pícara y desafiante niña de 9 años; su particular tío Gabriel (Philippe Noiret, inolvidable Alfredo en Cinema Paradiso - Giuseppe Tornatore, 1988 -), quien actúa disfrazado de bailarina española y usa colonia de mal olor, y que convive con la bella y servil Albertine (Carla Marlier); y, en tercer lugar, la propia ciudad de París (con ese recorrido por el Panteón, la Madeleine, Los Inválidos, la Santa Capilla, la Plaza Vendome, el Trocadero y, sobre todo, la Torre Eiffel, donde se concentran escenas muy particulares). Y, curiosamente, no lo es el metro, a donde nuestra protagonista quiere viajar, pero que está cerrado por huelga; y eso provoca el enfado en Zazie, por mucho que su tío le muestre la belleza de la Ciudad de la Luz: “Me la suda (traducción del original “Mon cul!” que repite continuamente). Lo único que me interesaba era ir en metro”.
Y es que una de las aproximaciones narrativas más habituales alrededor de la infancia consiste en mostrarla en contrate con la vida de los adultos. Y en nuestra película de hoy hay una niña inconformista que le confiesa a su tío que de mayor quiere ser maestra “¡para fastidiar a los niños!, a los que tendrán mi edad dentro de diez, veinte, cien o mil años, siempre habrá niños a los que fastidiar”; y añade más motivos: “¡Seré mala! ¡Lamerán el suelo, se tragarán el borrador, les clavaré el compás en el culo y les daré patadas con mis botas de invierno, con espuelas para destrozarles el trasero!”. Pero también hay un adulto Gabriel que en realidad sigue siendo un niño, como les ocurre a otros adultos que aparecen en la historia. Y es que la infancia se rebela tanto en Zazie como en los adultos, cada uno a su manera.
Y se entrecruzan las historias de forma más alocada cada vez, en un alarde entre delirante, surrealista y excesivo que no deja indiferente, aderezado con la música de Fiorenzo Carpi (conocido principalmente en el séptimo arte por el tema de "Pinocchio"). Y tras combatir con todos los adultos con los que se cruza, al llegar la noche Zazie se queda dormida mientras ocurre ese clímax de batalla campal en el bar, momento en que entiendes que los espectadores (y la crítica) la conviertan en una película que puedes amar o detestar, porque no es una obra que se pueda definir con una sola palabra.
Y toda la historia ocurre en un día, el tiempo que la madre de Zazie se lo deja a su hermano para poder estar con su amante. Y en la última escena, cuando la madre le pregunta a la mañana siguiente qué ha hecho durante su visita, su respuesta es lapidaria: “Hacerme mayor”. Y las mismas vías de tren con las que comenzaba la historia, son las que nos despiden de este particular París, de esta peculiar historia en la que se monta un circo y de Zazie.
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