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sábado, 14 de junio de 2025

Cine y Pediatría (805) “Malos hábitos” en la alimentación

 

Los malos hábitos son comportamientos repetitivos y perjudiciales que se integran en nuestras rutinas diarias, a menudo de forma inconsciente, y que tienen consecuencias negativas para nuestra salud física, mental y emocional. En esencia, un mal hábito es una respuesta automática a una señal o desencadenante específico que proporciona una recompensa inmediata, aunque sea perjudicial a largo plazo. Este ciclo de señal, rutina y recompensa es lo que afianza el hábito en nuestro cerebro, convirtiéndolo en una acción casi instintiva. Los malos hábitos pueden manifestarse en todas las áreas de nuestra vida. Algunos de los más comunes son la mala alimentación , el sedentarismo, la falta de sueño, un exceso de uso de pantallas, el tabaquismo, el consumo excesivo de alcohol o la procrastinación. 

Desde una perspectiva psicológica, la formación de hábitos, tanto buenos como malos, está estrechamente ligada al funcionamiento de los ganglios basales, una zona del cerebro responsable del aprendizaje y de las acciones automáticas. El proceso se puede desglosar en tres componentes clave: la señal o desencadenante (es el estímulo que inicia el comportamiento), la rutina (la acción que realizamos de forma automática) y la recompensa (el beneficio inmediato que obtenemos de la rutina y que refuerza el hábito). Por ejemplo, sentir estrés (señal) puede llevar a comer comida basura (rutina), lo que proporciona una sensación temporal de consuelo (recompensa); con cada repetición, esta conexión neurológica se fortalece, haciendo que el hábito sea más difícil de romper. 

Superar un mal hábito no es una tarea fácil, pero es posible con conciencia, esfuerzo y una estrategia adecuada. Los pasos clave para el cambio incluyen identificar el desencadenante, reemplazar la rutina, establecer metas realistas y buscar apoyo. En definitiva, los malos hábitos son patrones de comportamiento aprendidos que, aunque perjudiciales, pueden ser desaprendidos y reemplazados, lo que es una inversión fundamental en nuestra salud y bienestar a largo plazo. 

Y bajo ese mismo título se presenta una película mexicana: Malos hábitos (Simón Bross, 2007), un drama psicológico que explora las obsesiones humanas con el cuerpo, la comida y la fe, a través de tres historias entrelazadas que giran en torno a los trastornos alimenticios y la represión. Historia cruzadas con una estética muy particular, bajo los acordes musicales de Daniele Luppi, y donde dos imágenes son omnipresentes: la comida y el agua. Esa comida que a todos obsesiona, a la madre anoréxica, a la hija obesa, a la tía monja, al padre que se lía con un alumna que disfruta de la comida, esa comida en el hogar, en el convento o en el nido de amor. Y esa agua que suena y cae continuamente en los cristales, esa lluvia que asola el país; también esa agua del mar, de las piscinas, de los acuarios o las duchas. La película retrata a una familia en que distintos integrantes sufren trastornos alimenticios. Tres historias cruzadas alrededor de tres líneas narrativas principales. 

Matilde (Ximena Ayala), quien, tras graduarse en Medicina, decide ingresar de novicia en un convento. Una joven monja que realiza secretamente un ayuno místico para terminar con lo que considera un segundo diluvio, pues cree que el ayuno extremo la acercará a Dios. Matilde interpreta las lluvias incesantes como una señal divina y cree que debe sacrificarse por la salvación del mundo, mientras prepara a su prima Linda para la primera comunión. 

Elena (Elena de Haro) y su única hija, Linda (Elisa Vicedo), donde Elena es una mujer obsesiva y delgada hasta la exageración (sus hábitos son de anorexia nerviosa, también su peso de 40 Kg), quien se avergüenza de que su hija sea gordita, y hace hasta lo imposible por adelgazarla. Elena lleva a su hija al pediatra para que le ponga a dieta y pueda adelgazar en dos meses, antes de la comunión. ”Doctora, ¿cuánto peso puede perder en una semana?”, pregunta la madre, mientras Linda se junta con otro chico obeso para comer a escondidas… Como no consigue perder peso, luego acuden a una dietista, más tarde a acupuntura china… Todos fracasan y, pese a las palabras de un médico “Salga a la calle. Hay gordos por todas partes”, la madre exhorta a su hija: “Cuando seas grande, querrás casarte y tener un novio guapo que te quiera mucho, y una casa linda. Échale ganas”; pero Linda piensa: “Soy gorda y fea”

Gustavo (Marco Antonio Treviño) es el padre de Linda y esposo de Elena, un arquitecto y profesor universitario que también lidia con la obsesión de su mujer por el peso y la comida, y quien acaba enamorándose de una alumna de origen peruano y amante de la buena comida (Milagros Vidal), con la que tiene encuentros furtivos en un hotel y donde disfrutan de la cama y la comida como un ritual. Una chica alegre y positiva, que le acaba diciendo: “Si el problema no tiene solución, para qué te preocupas. Y si tiene solución, para qué te preocupas”. 

Las tres historias avanzan en paralelo hasta llegar a un punto de quiebra. Matilde colapsa en el convento y es hospitalizada en estado grave. Durante la ceremonia de la Primera Comunión, Linda desobedece a su madre y come pastel en público, provocando la indignación de Elena; luego la niña intenta suicidarse (con lo que era un placebo). Gustavo se distancia de ambas y continúa su relación con su alumna, a quien deja embarazada. Y Elena fallece. La película finaliza con los personajes enfrentando las consecuencias de sus decisiones, sin ofrecer resoluciones claras…Y donde la lluvia continúa. 

Porque el título de Malos hábitos mezcla el doble sentido de esos malos hábitos alimenticios con los esos hábitos religiosos de uno de sus personajes, también una crítica al deformado pensamiento religioso, quien convierte en pecado el placer de la comida. Un juego de palabras para centrar su historia entre la fe por detener el caos y la convicción recalcitrante por evitar la obesidad. Y ello en una película que nos permite abordar temas como los trastornos alimenticios y cómo el cuerpo se convierte en un campo de batalla (ya sea por el rechazo a la comida o por la necesidad de adelgazar para cumplir expectativas sociales), la crítica a los estándares sociales de belleza, y esa alienación emocional donde los personajes viven desconectados emocionalmente, presos de sus propias obsesiones. 

Malos hábitos es una crítica dura pero sensible a los mecanismos sociales, religiosos y familiares que distorsionan la relación del ser humano con su cuerpo y su espiritualidad. Su mensaje es claro: los extremos —ya sean nutricionales, religiosos, estéticos o emocionales— terminan por enfermarnos, esos malos hábitos que cabe corregir. Allí donde Simón Bross no se limitó a la dirección y guion, pues también se dio a la tarea de crearle una campaña publicitaria y donde acuñó la frase “Uno deja de comer porque está muy lleno o muy vacío”, slogan perturbador que complementa la imagen del cartel, que alude de forma directa al símbolo más importante de la religión católica (la cruz) y que es creado a partir de cubiertos, estando abajo las tres mujeres protagonistas principales, tres familiares de tres edades diferentes: la madre adulta, Elena; la hija niña, Linda; y la joven tía, Matilde. Historias circulares desde México que rememoran a las que ya nos dejaron algunas películas de Alejandro González Iñárritu.

 

sábado, 16 de abril de 2022

Cine y Pediatría (640) “El nuevo Nuevo Testamento” según la hija de “dios”

 

Nos encontramos en Semana Santa, esta semana clave en la fe de los cristianos. Y desde nuestra infancia, estas fechas han estado asociadas a un determinado cinematografía, principalmente películas vinculadas a esa historiografía de Cristo, del Antiguo y Nuevo Testamento, de la fe y, también en ocasiones, de un adoctrinamiento no siempre positivo. Pero quitando el lastre aleccionador político-religioso, nada saludable, cabe reconocer algunos títulos de siempre y de ahora: Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951), La túnica sagrada (Henry Koster, 1953), Marcelino, pan y vino (Ladislao Vajda, 1954),  Los Diez Mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956), Narazín (Luis Buñuel, 1958), Ben-Hur (William Wyler, 1959), Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), Rey de Reyes (Nicholas Ray, 1961), Barrabás (Richard Fleischer, 1962), El Evangelio según San Mateo (Pier Paolo Pasolini, 1964), La historia más grande jamás contada (George Stevens, David Lean, Jean Negulesco, 1965), Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968), Jesucristo Superstar (Norman Jewison, 1973), Jesús de Nazaret (Franco Zefirelli, 1977), La vida de Brian (Terry Jones, 1979), Escarlata y negro (Jerry London, 1983), La misión (Roland Joffé, 1986), El príncipe de Egipto (Simon Wells, Steve Hickner, Brenda Chapman, 1998), El jardín del Edén (Alessandro D'Alatri, 1998), La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), Noé (Darren Aronofsky, 2013), Últimos días en el desierto (Rodrigo García, 2015), Little Boy (Alejandro Monteverde, 2015), Resucitado (Kevin Reynolds, 2016), El joven Mesías (Cyrus Nowrasteh, 2016), María Magdalena (Garth Davis, 2018), Los dos Papas (Fernando Meirelles, 2019), etc.  

Y a estas propuestas anteriores, hoy quiero compartir una película tan rompedora como extraordinaria: El nuevo Nuevo Testamento (2015), la última película del director, guionista y dramaturgo belga Jaco Van Dormael, quien tiene una corta y exquisita filmografía basada en complejas películas, aclamadas por la crítica. Desde Cine y Pediatría ya hemos hablado de su ópera prima, Totó, el héroe (1991), una fábula surrealista sobre la adopción, y El octavo día (1996), una peculiar road movie con el síndrome de Dowm como protagonista.   Y en estas fechas vale la pena recordar El nuevo Nuevo Testamento, singular, ingeniosa y mordaz película, combinando géneros tan dispares como la comedia, el drama o la fantasía, con vocación de cuento y ese color e imaginación que bien pudiera funcionar como una fusión de la película británica La vida de Brian (Terry Jones, 1979), la estadounidense Matilda (Danny de Vito, 1996) y la francesa Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001).  

Una película que comienza con esta frase que ya nos descoloca: “Dios existe y vive en Bruselas”. Y con ello nos muestra a esta particular familia que vive en un pequeño piso con una gran habitación secreta, allí donde el padre “dios” (Benoît Poelvoorde) organiza el mundo con un ordenador, un ser despótico y grosero con su esposa (Yolande Moeau), esa mujer sumisa que se dedica a confeccionar punto de cruz y a jugar con su colección de cromos de jugadores de béisbol, y un padre que maltrata a su hija de 10 años, Éa (Pili Groyne), quien se convierte en la constante voz en off de esta historia. Y poco después conocemos que Éa tenía un hermano al que mataron, con el que habla en forma de figura y al que llama JC (abreviatura de Jesucristo). 

Y es así como Éa decide rebelarse contra su padre “dios”, accede a su ordenador y revela a todas las personas del mundo el día de su fallecimiento con un mensaje que llega a sus teléfonos móviles, con lo que hace que de repente todas las personas reflexionen sobre qué hacer con los días, meses, o años que les quedan por vivir. Y luego, por consejo de JC, huye de casa en busca de seis nuevos apóstoles (en total serán 18, como los jugadores de un equipo de béisbol) para escribir un nuevo Nuevo Testamento. 

Y si el guion ya es particular, la estructura no se queda a la zaga, pues nos lo cuenta en nueve capítulos con estos bíblicos títulos: Génesis, Éxodo, El evangelio según Aurelie, El evangelio según Jean Claude, El evangelio según El Obseso, El evangelio según el Asesino, El evangelio según Martine, El evangelio según Willy y El cantar de los cantares. Creo que solo por esta orientación, os aseguro que la película se ve con una sonrisa en la boca, una sorpresa tras otras y una apuesta a la reflexión constante. Y en donde vale la pena analizar a sus particulares protagonistas

Cuando Éa llega al mundo real a través del tambor de la lavadora, lo primero que hace es elegir a un escriba del nuevo Nuevo Testamento y elige a Víctor (Marco Lorenzini), un vagabundo disléxico que continuamente pregunta por sus dudas de ortografía. Y poco a poco, va encontrando a sus seis nuevos apóstoles: Aurelie (Laura Verlinden), la joven más guapa y deseada del barrio, que vive sola con su brazo izquierdo postizo; Jean Claude (Didier De Neck), soltero y sin hijos, esclavo de su trabajo y quien decide dejarlo todo y recorrer el mundo siguiendo a una bandada de pájaros; Marc (Serge Larivière), quien se llamaba a sí mismo el obseso, por las chicas y por el sexo, como secuela de aquella niña alemana de la que se enamoró cuando veraneaba de pequeño en la Manga del Mar Menor; François (François Damiens), atrapado con la muerte y los entierros, nunca quiso a nadie y nunca lloraba y se compró una escopeta cuando supo su día final; Martine (Catherine Deneuve), acomodada dama que, cuando conoce su pronto fin, decide acostarse con jóvenes, pero que al final se enamora de un orangután de circo; Willy (Romain Gelin), ese un niño que siempre estuvo enfermo, si bien más bien estaba sometido por su madre a un síndrome de Munchausen por poderes y que, desde que conoce lo poco que le quedaba de vida, decide hacerse niña. 

Éa va conociendo uno a uno, recoge sus lágrimas y les pone una música particular a su vida, a uno música de Pourcel, a otro de Haendel, o Schubert, o de circo, o la canción “La Mer” de Charles Trenet. Y a cada uno les inventa un sueño. Y a medida que se suman a la causa, la madre de Éa ve que aparecen nuevos apóstoles en el cuadro de “La última cena” hasta que suman 18, como los jugadores de beisbol, deporte que tanto gusta a la “diosa” sumisa de su madre. Y eso lo cambiaría todo. 

Y cada día de la semana ocurre algo en la vida de cada uno de estos seis apóstoles. Y el domingo todo el mundo decidió acercarse al mar a morir. Pero la madre diosa lo cambia todo al reiniciar el ordenador y el mundo se llena de color, flores y bondad. Mientras al “dios” varón es expulsado a Uzbekistán, ¿quién da más…?. Con un guion excelente del propio realizador y de Thomas Gunzig, desde el primero al último plano, es capaz de mostrar un humor corrosivo, inteligente, lo que se desprende en cada una de sus decisiones, todas ellas inesperadas y sin patrones concretos y que no puede dejar indiferente. 

Es El nuevo Nuevo Testamento una película que debe verse sin perjuicios, dejándose llevar por la imaginación, paladeando el disfrute de las nuevas ideas disfrazadas de comedia, y ese hacernos pensar en temas mayores de una forma tan surrealista. Película que tiene poco que ver con las películas enunciadas al principio de este post alrededor de la Semana Santa. Pero por encima de esta forma, tan atrevida como entrañable, cabe quedarse con las reflexiones de fondo que nos deja.

 

sábado, 17 de julio de 2021

Cine y Pediatría (601) “Joven y alocada”, entre su blog y su evangelio sexual

 

Hay filmografías que son escasas en Cine y Pediatría, pero que poco a poco ven la luz. Es el caso de Chile y las tres películas ya vistas en este proyecto, películas con esa especial vinculación a los temas que rodean a los adolescentes: Machuca (Andrés Wood, 2004) y la educación del adolescente entre los conflictos políticos; La espera (Francisca Fuenzalida, 2011), donde se debate el aborto en una adolescente embarazada; y Rara (Pepa San Martín, 2016), allí donde combinar la rareza de la adolescencia con la rareza familiar que nos puede rodear.  Y hoy llega una más: Joven y alocada (Marialy Rivas, 2012), cuyo título cabe diferenciar de la película francesa Joven y bonita (François Ozon, 2013), aunque ambas tengan las peculiaridades del despertar sexual de dos chicas adolescentes.

Un comienzo desconcertante de pensamientos en off de nuestra protagonista alrededor de su sexo y sexualidad, sin tapujos, mientras regresa a casa y suena repetidamente el teléfono de su madre tras pasar la noche fuera. Y entonces entra en la iglesia evangélica, donde su madre se sienta a su lado. Luego el título y directora. Y continúa con interacciones a través de un chat de internet con chicos y chicas de su edad, que se repiten durante el metraje. 

Y así comienza esta historia que nos cuenta Daniela (Alicia Rodríguez), nuestra protagonista de 17 años criada en el seno de una familia ultraconservadora y evangélica, donde su vida se enfrenta al descubrimiento de su sexualidad entre la culpa cristiana y la innata rebeldía adolescente. Y de forma implícita - y también explícita - Daniela navega con ese descubrimiento de su sexualidad entre el evangelio pecaminoso de su familia y su propio evangelio de interrogantes. Y esto lo narra su directora en peculiar formato en 12 partes, como diferente post de un blog firmado por su autora, bajo el seudónimo de Joven y Alocada: Ebanjelio 1:1 A los 15 boca abajo; Ebanjelio 1:2 En el principio creó Dios toditos mis males (a madre y a padre); Ebanjelio 1:3 Somos la luz del mundo; Ebanjelio 1:4 El lago de fuego; Ebanjelio 1:5 A. & T.; Ebanjelio1:6 El buen camino; Ebanjelio 1:7 Las escaleritas del pecado; Ebanjelio 1:8 Pino y queso; Ebanjelio 1:9 Si no tengo amor nada soy; Ebanjelio1:10 Shao hombre viejo; Ebanjelio 1:11 Ahora vemos por espejo, oscuramente; Ebanjelio 1:12 Post data. 

Y gracias a la libertad en su narración cinematográfica de Marialy Rivas (basado en algunas experiencias propias de su juventud), apreciamos un peculiar montaje que se adaptan a la sensibilidad de Daniela, a su ética y estética, allí donde la imagen se convierte a veces en una pantalla de ordenador en la que visualizar ese blog y chat de los que nos hace cómplices. Y no es esta la única utilización transgresora del lenguaje cinematográfico, pues también podemos observar en las escenas más íntimas los filtros de colores para una ambientación en sepias, amarillos o azulados, que ofrecen una textura especial a la cinta y que las destacan estéticamente con respecto al resto de escenas del filme. 

Y somos espectadores cómplices de las críticas a Daniela de la directora del colegio religioso, al conocer que ha tenido sexo antes del matrimonio (“Qué deshonra para tus padres, que aman al señor…No puedes volver más a este colegio, no te toleramos más”), al castigo de la madre (“No vas salir durante un año. Y no vas a ver a nadie tampoco…No vas a salir ni a la esquina. Ni a comprar el pan. Tampoco vas a tener internet. Y mañana mismo te inscribo en “Somos la luz del mundo”. ¿Entendiste?”). Una relación que es compleja con su madre, y conciliadora con su tía: “Hay dos cosas en este mundo que no tienen límite. El amor de tía. Y el espionaje de madre-espía. Hay una cosa en este mundo que no tiene respuesta. ¿Qué haré sin el amor de tía? ¿Qué hará entonces madre-espía conmigo?”

Porque la iniciación a la sexualidad de Daniela causa escándalo en su familia, que pertenece a una secta evangélica integrada por personas de alto nivel económico, así como en la escuela y en el canal de televisión religioso al que la mandan a trabajar. Y allí conoce a Tomás y Antonia, dos amigos con los que establece una especial relación, entre su pasión y su confusión. Hasta llegar a ese post data final: “Lo dijo Pablo en Corintios. Cuando yo era niño, jugaba como niño, hablaba como niño, pensaba como niño, bla bla blá como niño, más cuando fui hombre dejé lo que era de niño. Lo digo yo en ninguna parte. Cuando era niña, pensaba como niña, jugaba como niña. Ahora que soy no niña, no he dejado nada. Y no me importa porque no sé si creo en la felicidad, ni en la calma ni en la madurasound ni en no sé qué. Solo creo en estar perdida. Amén, y amén, y amén, y amén”. Y tras esta reflexión de Daniela llegan los créditos finales originales, diferentes, como la propia película…joven y alocada. 

Y así es Joven y alocada, puro cine independiente con una temática transgresora y espinosa, un buen montaje con un gran trabajo de postproducción, una buena interpretación femenina y un guión sólido basado en un personaje completo y complejo del que llegamos a conocer todas sus aristas y sus 'pecados' que nos confiesa en su blog personal. Es, por ello, Joven y alocada una película original, valiente, carnal y honesta en la que todo acaba encajando. Hasta la expresión de Daniela: "Y yo quiero no creer porque creer me da susto". Y así, una vez más, nos aparece la voz incomprendida de la adolescencia, que en nuestra protagonista se alza entre su blog y su propio evangelio sexual.

 

sábado, 20 de abril de 2019

Cine y Pediatría (484). “Marcelino, pan y vino”, más allá del cine religioso


En la España de los años 50 y 60 surgió un fenómeno que se vino en llamar los niños prodigio del cine español, al menos el trío más destacado realizó sus principales películas en este periodo: hablamos de Joselito, Marisol y Pablito Calvo. Y con una característica común: cada uno se vinculó con un director que les catapultó. En el caso de Joselito su unión mayor fue con el director Antonio del Amo, Marisol lo hizo principalmente con el director Luis Lucía, y Pablito Calvo destacó con un director tan peculiar como el húngaro Ladislao Vajda, un cineasta itinerante por el mundo pero que dejó en España posiblemente su mejor filmografía.

La unión entre Ladislao Vajda y Pablito Calvo se prolonga durante tres años y tres películas, con enorme éxito de público: Marcelino, pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957). Tres éxitos que hicieron de Pablito Calvo una estrella, pero una estrella efímera, pues fue uno más de los múltiples actores prodigio que no pudieron superar con éxito la barrera de la adolescencia en la pantalla, por lo que optó por la retirada. Entonces, estudió ingeniería industrial, profesión que compaginó con la actividad empresarial en la localidad alicantina de Torrevieja, donde se estableció en una discreta vida y donde murió a la temprana edad de 50 años por un aneurisma cerebral.

Y hoy, en estas fechas tan apropiadas de la Semana Santa, viene a Cine y Pediatría la primera tres película de este dúo niño actor y director, la icónica Marcelino, pan y vino, donde Pablito Calvo, con 6 años entonces, fue seleccionado entre cientos de niños de su edad para el papel protagonista. Y según consta en los títulos de crédito esta película es una adaptación cinematográfica de un relato homónimo, un cuento de padres a hijos de José María Sánchez Silva, quien actúo de guionista con el propio Ladislao Vajda. Un film de los míticos Estudios Chamartín de Madrid, estudios que además de alquilarse para los rodajes, también produjeron películas como Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), Tarde de toros (Ladislao Vajda, 1956) o La venganza (Juan Antonio Bardem, 1958), entre otras. Estudios míticos que luego pasaron a ser Estudios Bronston y los Estudios Buñuel de RTVE.

En la primera escena aparece una escena de la plaza mayor de La Alberca, típico pueblo de la sierra salmantina, en donde se grabaron varias escenas de la película. Y una voz en off: “Es mi pueblo y lo quiero. Sus casas y sus gentes son sencillas. Los quiero en sus alegrías y en sus dolores. Hoy están contentos con su romería. Todos suben para festejar algo quizás perdido en el recuerdo de alguno, pero que sigue sonando en el corazón de muchos. Suben todos, menos un fraile que baja del convento al pueblo”. Porque en ese momento se celebra la Fiesta de Marcelino y ese fraile franciscano es un joven Francisco Rabal que visita a un niña enferma encamada y a la que cuenta un cuento acaecido en su convento y que nos traslada al trasfondo de las guerras napoleónicas de España en el siglo XIX.
En aquel momento un recién nacido de una semana es abandonado a las puertas de un convento de frailes franciscanos que se acaba de levantar. Y éstos lo recogen con gran ilusión, dándole el nombre del santo del día, Marcelino. Y aunque el prior dice a los doce frailes del convento, “Nosotros tenemos un trabajo muy diferente al de criar un niño”, y aunque intentan buscarle una familia de acogida (pues los padres es posible que hayan fallecido), lo cierto es que no lo consiguen (tampoco lo hacen con mucho empeño, al encariñarse con el bebé) y finalmente el mismo prior cambio de opinión: “Marcelino se queda en casa. Cada fraile será su padre y su madre. No buscaremos más ni lo entregaremos a nadie mientras el Padre Provincial no disponga otra cosa”. 

Y a partir de ahí un salto en el tiempo para mostrarnos al niño de 5 años, al pequeño y vivaraz Marcelino (Pablito Calvo) y que hace las delicias de los frailes: Fray Papilla, Fray Puerta, Fray Malo, Fray Giles, Fray Talán, etc. Y somos participe de su día a día en el convento, de sus travesuras y de cómo aparece su amigo invisible, Manuel. Y su eterna cuestión: “Tengo 12 padres… Madre no tengo ninguna”.

El niño juega por todo el convento, pero solo hay una escalera que sube a un desván donde no le dejan subir, pues le han dicho que hay un hombre que le llevaría. Finalmente, como era de esperar ante algo que se prohíbe, sube con su amigo imaginario Manuel. Y allí ve un gran Cristo de madera de tamaño natural (por cierto, esculpido para la ocasión y que en la actualidad se encuentra en el altar de la Capilla de Santa Teresa del Convento de las Carmelitas de la localidad pacense de Don Benito). Marcelino piensa por primera vez que el crucificado sufre en esos momentos y le da de comer para aliviar su dolor: “Tienes cara de hambre. Espera que ahora vengo…”. Y así empieza la amistad entre Jesucristo y el niño, día a día, donde Marcelino vive en un mundo fantástico: “Hoy te traigo pan y vino. No sé si te gustará, pero los frailes dicen que da calor… ¿No podrías bajar tú y comértelo aquí?”. Y así ocurre, y Él le dice: “No te doy miedo?”… Eres un buen niño y yo te doy las gracias… Tú te llamarás desde hoy Marcelino, pan y vino”.

Y Marcelino sigue expresando su mayor deseo: “Solo quiero ver a mi madre. Y también a la tuya”. Y es así como el Señor se lo concede, llevándoselo consigo en un sueño. El milagro es conocido por todos y hasta el mismo alcalde, que nunca fue creyente, siempre rudo y severo, es tocado en el corazón por el milagro y, sin proponérselo, funda la acostumbrada romería de Marcelino Pan y Vino, con la que comenzó la película.

Y es así como esta película fue uno de los grandes éxitos internacionales del cine español de los 50, que traspasó fronteras, y que traspasó el simple cine religioso de la época para convertirse en todo un fenómeno social, logrando una meritoria mención especial del jurado en el Festival de Cannes y el Oso de Plata a Vajda en el Festival de Berlín. Varios son los elementos que hacen que esta película se sitúe muy por encima del típico cine con niño: la adaptación de un sencillo y emotivo cuento de José María Sánchez Silva, una efectiva dirección acompañada de una destacada fotografía de ascendencia expresionista (de Enrique Guerner) y apropiada música (de Pablo Sorozábal), y un brillante reparto, con un Pablito Calvo capaz de despertar toda la ternura del mundo, y unos secundarios de antología, entre los que destacan Rafael Rivelles, Antonio Vico, Juan Calvo, Fernando Rey, José Nieto, José Marco Davó y Juanjo Menéndez. Lo cierto es que el dúo Pablito Calvo y Ladislao Vajda consiguieron con esta obra un éxito mundial, hasta tal punto que el propio Papa Pío XII quiso conocer al niño actor, lo que hizo que se encontraran personalmente a finales de 1955 en una audiencia privada.

Es Marcelino, pan y vino una obra que hoy se puede analizar desde diferentes puntos de vista: desde la visión de una cinta cristiana para toda la familia, hasta una muestra del cine español de los tiempos de la dictadura franquista. Lo que es indudable es que, en una época de rígida censura, en la que España solo producía películas recargadas de moralina y con personajes que parecían estampitas, este film debió verse como toda una novedad. Y si se vuelve a mirar, con seis décadas de diferencia y sin prejuicios, es posible que se aprecie que es una película que va más allá del cine religioso.

Luego hubo más adaptaciones de esta película, también en Italia y en México, pero ninguna llegó a la magia del original.

 

sábado, 8 de diciembre de 2018

Cine y Pediatría (465) “El veredicto”, la ley del menor


Ian McEwan es uno de los grandes escritores ingleses actuales. Y sus novelas han alimentado al cine contemporáneo, con muchas películas homónimas a sus novelas. Todo comenzó con “Last Day of Summer” fue el germen de Last Day of Summer (Vlad Yudin, 1984), y a la que siguieron “The Cement Garden” en El jardín de cemento (Andrew Birkin, 1993), “The Comfort of Strangers” en El placer del viajero (Paul Schrader, 1990), “The Innocent” en El inocente (John Schlesinger, 1993), “Solid Geometry” en Solid Geometry (Denis Lawson, 2002), “Enduring Love” en Amor perdurable (Roger Michell, 2004), “Atonement” en Expiación (Joe Wright, 2007) y “On Chesil Beach” transformada En la playa de Chesil (Dominic Cooke, 2017). Y la última ha sido su novela “The Children Act”, publicada en el año 2014 y que acaba de estrenarse bajo el título de El veredicto (La ley del menor), dirigida en el año 2017 por Richard Eyre. 

Es Richard Eyre un director británico todoterreno, que ha dirigido no solo en el cine, sino también en televisión, teatro y ópera. Y que sabe sacar a sus actores y actrices, principalmente a éstas, lo mejor de sí: ya lo hizo con Kate Winslet y Judi Dench en Iris (2001) y con Judi Dench y Cate Blanchett en Diario de un escándalo (2006). Y ahora lo vuelve a hacer con Emma Thompson con El veredicto, en un papel memorable, de esos que huelen a Oscar. Y es que hablar de Emma Thompson es hablar de una de las mejores actrices británicas, multigalardonada en los premios Emmy, Globo de Oro, BAFTA y Óscar (ganadora a la Mejor actriz en 1992 por Regreso a Howards Ends de James Ivory y en 1995 por Sentido y sensibilidad de Ang Lee, y finalista en 1993 tanto como Mejor actriz por Lo que queda del día de James Ivory como a Mejor actriz de reparto por En el nombre del padre de Jim Sheridan). Pero también queremos destacar en ella una película filmada para la televisión, en la que realizó un papel soberbio, pero en la que se implicó también escribiendo el guión mano a mano con su director, Mike Nichols: hablamos de una película del año 2001 muy de Cine y Pediatría titulada Amar la vida (Wit en su versión original), y con grandes enseñanzas para el mundo de medicina. 

Pues bien, de la combinación de un escritor como Ian McEwan (que tirando de galones también firma en solitario el guión), un director como Richard Eyre y una actriz estratosférica como Emma Thompson nace El veredicto, una obra entre el cine, la televisión, el teatro y la ópera, esa especial relación entre una jueza y un adolescente, con esta sinopsis (y con un tratamiento muy británico). Fiona Maye (Emma Thompson) es una prestigiosa jueza del Tribunal Superior de Londres especializada en derechos familiares que atraviesa por una grave crisis con su marido Jack (Stanley Tucci) ya en la década de sus sesenta años. Cuando llega a sus manos el caso de Adan (Fionn Whitehead), un adolescente con leucemia que se niega a hacerse una transfusión al ser Testigo de Jehová, Fiona descubrirá sentimientos ocultos que desconocía y luchará para que Adan entre en razón y sobreviva. 

Recordemos que la película procede de la novela “The Children Act”. Y recordamos que The Children Act (La Ley de menores) fue enunciada en el Reino Unido en 1989 para asignar deberes a las autoridades locales, los tribunales, los padres y otras agencias en el país, para garantizar que los niños estén protegidos y se promueva su bienestar: “Cuando un tribunal determina cualquier cuestión con respecto a… la educación de un niño… el bienestar del niño será la consideración primordial del tribunal”

Fiona Maye (a la que todos llaman Su Señoría) vive una vida acomodada gozando de un buen estatus social en Londres, prestigiosa jueza en las más altas instancias, amante de la buena música (incluso se atreve con el piano y con el canto) y de las obras de arte, ha conseguido llegar allí con un doble sacrificio: por un lado, el coste maternal (ha sacrificado la oportunidad de ser madre en favor de su carrera) y, por otro, el coste afectivo (ha descuidado su relación matrimonial). Y ella, que es capaz de dar lo mejor de sí en su profesión (la película arranca con el caso de unos siameses toracópagos y ella acaba diciendo: “El tribunal es de justicia, no de moral”), no es capaz de salvar su matrimonio a la deriva. Y por ello nos dice: “Tengo miedo, tengo miedo de mí”, ahogada entre el trabajo y el fracaso familiar. Y ante ello, aún busca más la estabilidad en el refugio de su estrado. Mujer brillante, tiene que decidir sobre cuestiones éticas y morales que implican algo más que la aplicación de la ley. Y ahí es donde aparece un nuevo caso… el del joven Adam.

Porque por razones religiosas los padres de Adam (que es menor de 18 años) niegan la transfusión que precisa su hijo, poniendo en grave peligro la vida del joven: la hemoglobina ha descendido de 12,5 g/dl a 4,5 g/dl, con síntomas de debilidad y disnea. Es más, si no recibe esa transfusión morirá. Pero en esos padres pesan más las palabras del predicador del Salón del Reino: “El alma, la vida están en la sangre. Y no es nuestra, es de Dios”. Y para los padres es una prueba de fe, para ellos mezclar la sangre es polución o contaminación, según lo han interpretado del Génesis y del Levítico, aunque se les recuerda que esa decisión adoptada por los Testigos de Jehová procede de 1945, no de la época de las Sagradas Escrituras.

En esta tesitura, Fiona tiene el poder de decidir sobre la vida de Adam y, ante tal disyuntiva, opta por tomar una decisión nada habitual y poco ortodoxa: decide trasladarse al hospital para charlar con el joven y ver si es consciente de la situación en la que se encuentra. Allí lo que se encuentra es a un joven apolíneo muy maduro para su edad. Pero está confundido y tras la charla con Fiona, todavía más empecinado en la idea: “Yo soy yo, no soy mis padres… Estoy listo para morir”. Pero al final le convence a que acepte recibir la transfusión, y es entonces cuando Adam queda extrañamente anclado a Fiona: “La religión de mis padres era un veneno y usted fue el antídoto”.

El encuentro de Fiona y Adam en el hospital (y los siguientes) es el encuentro entre el amor y la creencia, es un encuentro que otro juez define así: “Pobre chico, ha perdido a Jehová y se obsesionado contigo”. Porque es como si la transfusión de sangre que necesita el joven Adam se convirtiera en otra metáfora: es la sangre que le da la vida, pero lo que realmente se la da es el amor. Y cuándo Fiona le pregunta, ante esa persecución, qué es lo que quiere, el joven le contesta: “Darle las gracias por salvarme la vida y salvarme de mi religión… Me gustaría vivir con usted”.

Y por ello El veredicto es una película muy seductora, porque nos hace lidiar con la ética, la moral y el amor, un amor imposible. Y es entonces cuando Adam recae de su enfermedad, pero ahora ya ha cumplido 18 años, ya no se aplica la ley del menor, y es cuando decide dejarse morir. Y Fiona le recuerda al final entre sollozos: “Era solo un chico, un chico encantador”.

Y es así como El veredicto se convierte en una buena película para recordar que en nuestra profesión médica es relativamente frecuente, y por muy diversos motivos, tener que recurrir a la justicia. Y que no siempre es fácil discernir en la toma de decisiones bioéticas cuando nos enfrentamos a la mayoría de edad, a la mayoría de edad sanitaria y al menor maduro.

 

sábado, 19 de mayo de 2018

Cine y Pediatría (436). "Héroes a la fuerza"... ante la despedida


Tres películas ha dirigido la conocida actriz Diane Keaton: la primera fue en el año 1991, Una flor salvaje; y la última en el año 2000, Colgadas; y entre medias, en el año 1995, la película que hoy nos convoca: Héroes a la fuerza. Una película basada en la autobiografía del periodista y novelista Franz Lidz (y su libro "Unstrung Heroes: My Improbable Life with Four Impossible Uncles") y con la que logró una nominación a los Oscar como Mejor Banda Sonora Original de comedia o musical por el trabajo del compositor Thomas Newman. 

La película nos presenta el entorno familiar del pequeño Steven Lidz (Nathan Watt), quien vive en la década de los sesenta en Estados Unidos junto a un padre que es inventor (John Turturro), una amorosa madre (Andie MacDowell) y su hermana pequeña. La voz en off del pequeño nos adentra en el hogar: "Mi padre es inventor de oficio. Solía decir que no hay nada roto que no pueda solucionar la ciencia..". O cuando pregunta, "Mamá, ¿papá es de otro planeta?", y la contestación de su madre: "En fin, te estás haciendo adulto y es hora de que lo sepas: tu padre es un genio"

Pero la felicidad familiar sufre un revés con la enfermedad de la madre, un cáncer de ovario que la hace apagarse poco a poco. Steve se da cuenta que la afirmación de su padre no es realidad, y que la ciencia no puede arreglar todo lo que se rompe. El dolor por todo lo anterior le hace tomar una decisión algo excéntrica, como es irse a vivir con los dos tíos paternos, Arthur y Danny, dos personajes bien extraños que viven juntos en un piso afectos del síndrome de Diógenes, rodeados de montañas de periódicos apilados en los pasillos, cientos de pelotas y muchos utensilios sin fundamento que recogen en la calle, motivo por el que son continuamente perseguidos por el casero. "¿Así que te has escapado?, ¿no aguantabas la hipocresía?" le dicen al sobrino. Y los padres le permiten hacerlo, pues Steve les confiesa: "Quiero quedarme hasta que estés mejor...".

Pero esta vida bohemia ayudará a Steve a ganar confianza en sí mismo e incluso se convierte a la religión judía, la de sus tíos, y hasta se cambia de nombre y pasa a llamarse Franz, Franz Lidz, parecido a Frans Liszt, el compositor, como le recuerdan sus tíos. Y estudia la Torá. Y canta "La Internacional" en clase. Y aunque los tíos son muy peculiares, acaban transmitiendo a su sobrino buenas enseñanzas: "Los sueños son recuerdos difíciles de olvidar..." o "Yo creo que las pelotas retienen los sonidos de los niños que las hacen botar... solo que casi ni se oyen" o "Esto es para ti, guarda cosas importantes que no quieres que desaparezcan"

Y todo esto hace que Steve (ahora Franz) se sienta mejor, porque a veces la ayuda (y el camino de vuelta a casa) está en el lugar más inesperado. Y lo cierto es que al regresar al hogar, finalmente hace la pregunta: "Mamá, ¿te estás muriendo?". Y la madre le responde con sinceridad y dolor contenido: "Así es y no sabes cómo lo siento". Y al ver la transformación de su hijo, la madre le dice a su marido: "Tal vez Dios existe. O algunos preferimos creer que existe". 

Una película sencilla, lleno de buenos sentimientos y de algunas enseñanzas de cómo afrontar la pérdida de una madre en plena infancia, quizás cuando más se necesita. Porque es esa despedida la que convierte a muchos niños y jóvenes en héroes a la fuerza a muy temprana edad, y en esos momentos no nos es ajena la posible ayuda de la familia y también de la fe, o creer en algo que nos trascienda. 

Y con la melodía de Thomas Newman (quien ha compuesto la B.S.O. a casi un centenar de películas, algunas ya en la familia de Cine y Pediatría, como American Beauty, Cadena de favores o Efectos secundarios) llegamos a la escena final: esa foto en blanco y negro de los tres hermanos y los dos hijos... sin la madre. Y una despedida y una sonrisa... Y un buen pensamiento: "No es bueno tirar así los recuerdos... Él solo necesita despedirse".

 

sábado, 7 de abril de 2018

Cine y Pediatría (430). El “Camino” de la fe en la enfermedad


Hoy llega a Cine y Pediatría una gran historia de amor y dolor contada por uno de los directores de cine más apasionados y atrevidos del cine español. Una película llena de emociones y reflexiones, de sentido y sensibilidad, que acaba de cumplir 10 años de su estreno, un estreno acompañado de polémica, y que el pasado domingo, en un día tan apropiado como Domingo de Resurrección, se volvió a emitir en televisión. Una pequeña gran obra con arte, ciencia y conciencia que suelo prescribir entre las 10 películas para entender mejor en la cáncer en la infancia, pero que no había tenido aún la oportunidad de comentar. Hablo de Camino (Javier Fesser, 2008).

Javier Fesser funda en 1992, junto con el productor Luis Manso, la productora Películas Pendelton, caracterizada por utilizar la fantasía como recurso. Los dos primeros trabajos que escribe y dirige son los cortometrajes Aquel ritmillo (1995) y El secdleto de la tlompeta (1996), que se convierten en los dos más premiados del cine español, incluyendo el Goya el primero de ellos. Su primer largometraje fue el icónico film El milagro de P. Tinto (1998), y al que le seguirían obras de gran versatilidad como La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2003), Binta y la gran idea (2004) - una de las cinco películas con cinco directores de la película En el mundo a cada rato, a la postre nuestra primera película comentada en este proyecto -, pero también los cortos Bienvenidos (2015) o 17 años juntos (2016). Fesser acaba de estrenar su última obra, Campeones (2018), alrededor de las personas con capacidades diferentes, pero diez años antes realizó Camino, una película que no pierde la esencia de la fantasía Pendelton, pero que no asume el tono de comedia, sino de drama basado en hechos reales.

Fue Camino la gran triunfadora de los XXIII Premios Anuales de la Academia de Cine Española-Goya 2009 obteniendo seis de los galardones: Mejor película, Mejor dirección y Mejor guión original para Javier Fesser, Mejor interpretación femenina protagonista para Carme Elías, Mejor interpretación masculina de reparto para Jordi Dauder, y el de Mejor actriz revelación para Nerea Camacho, sin duda uno de los ojos más bonitos del cine español, una joven actriz almeriense que no ha seguido la gran estela actoral que se presumía con este su primer papel en la gran pantalla. Sin embargo, no todo fueron alegrías para esta película, pues estuvo marcada desde el inicio de su rodaje por la controversia, al tratar de una forma directa al Opus Dei, a una de las instituciones de la Iglesia Católica más influyentes.

La película Camino se inspira en la historia real de Alexia González Barros, la hija menor de una familia perteneciente al Opus Dei, que falleció en 1985 a los catorce años de edad de un rabdomiosarcoma en la columna vertebral, y que actualmente está en proceso de canonización. Camino, como reza su sinopsis oficial, "es una aventura emocional en torno a una extraordinaria niña de 11 años que se enfrenta al mismo tiempo a dos acontecimientos que son completamente nuevos para ella: enamorarse y morir". De esa confusión de sentimientos Fesser se aprovecha para narrarnos una historia muy trágica y, de paso, mostrarnos de una forma clara, aunque en algunos momentos también manipuladora, la reacción de una familia vinculada al Opus Dei en una situación tan extrema como es la muerte de una hija.

Camino (Nerea Camacho) es una preciosa niña de 11 años que vive feliz en una familia religiosa y entre las amigas de su colegio, que espera ilusionada cada cumpleaños el vídeo que le regala su amoroso padre ("Papi, no me extraña que mami se enamorara de ti") y que comprende sin más que los principios de devoción a Dios y la Vírgen que le enseña su madre Gloria (Carmen Elías) forman parte de su vida, y que también le muestran desde el centro religioso ("Y hay una vocación que tenemos por el hecho de haber nacido: la de ser santos"). Camino es la alegría personificada, incluso al decirle con espontaneidad al operario que está en su cocina: "¿Sabe que alegrando lavadoras también se puede ser santo". En ella surge la ilusión de apuntarse a una obra de teatro infantil, especialmente cuando ve al niño Jesús (Cuco para su familia), de quien se enamora de manera platónica.

Camino es una niña que sueña como todos los niños, y en sus sueños se mezclan las escenas luminosas de Mr. Meebles con otras menos luminosas de su ángel custodio, al que su madre le encomienda. Pero los sueños se complican con la realidad de su enfermedad: una contractura cervical pasa a ser diagnosticada de una fractura, por la que sufre su primera operación; posteriormente se confirma ante la mala evolución que, en realidad lo que la niña presenta, es un cáncer en esa localización por nombre rabdiosarcoma, por el que es sometida a una segunda operación. Desde ese momento su vida se trunca, pero si casi perder la sonrisa, pese a que tiene que ser encamada y desplazada de su ciudad a la Clínica Universitaria de Navarra.

En este proceso Camino sigue soñando, y le acompañan en su fantasía un pequeño ratón, el mar, los pájaros, un patinete, su hermana Nuria (Manuela Vellés) y el antiguo novio hippie, y también Mr. Meebles quien le dice: "Tú tienes mucho avanzado porque tienes fe...". Recibe todo el apoyo familiar, especialmente de su padre José (Mariano Venancio) quien le regala un CGS (caja de guardar secretos) con su melodía y a quien le dice: “Papá, explícame la parte bonita de la historia, que la fea ya me la sé de memoria... “. Y Camino sigue esperando la carta de sus compañeras de colegio, pero especialmente de Jesús, y por ello llega a preguntar: "¿No me voy a morir papa? Porque sería una pena ahora que me empieza a salir todo bien".

La película Camino juega en su guión con la dualidad, que comienza con el mismo título de la película, el nombre de nuestra protagonista, pues Camino también hace referencia al libro homónimo publicado en 1934 por Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. También dualidad entre el amor a Jesús-niño y a Jesús-Dios, el querer entrar en la obra teatral y La Obra (como se conoce al Opus Dei), entre el teatro del colegio y el teatro de la vida, entre el sueño y la realidad, entre la fe de la madre y del padre. Y este es uno de los aspectos más delicados y dolorosos de la película, porque ante esta dura adversidad - la enfermedad mortal de una hija - el padre no tiene la visión de fe que le piden los miembros del Opus Dei a su alrededor (especialmente después de perder años antes a su primer hijo y de que su hija mayor decidiera ser numeraria del Opus en Pamplona, separandola de él física y anímicamente). Y aunque le dice el sacerdote de la Obra, "Tenemos que rezar mucho José, para que se cumpla la voluntad de Jesús y no la nuestra", o le recuerda su mujer, "Yo le doy gracias a Dios todos los días por la enfermedad de mi hija", el padre sufre en silencio.

La película comienza con la niña Camino en su lecho de muerte. Un flash-back nos traslada cinco meses antes, donde se nos narrarán todos los pormenores a los que tiene que hacer frente la joven, dulce, inocente y de mirada brillante, con unos ojos tan hermosos como su fe. No es de extrañar que su hermana le diga: "Tengo envidia de la fe gigante que tienes y tengo envidia porque te vas al cielo". Y el final regresa al mismo lecho, allí donde un sacerdote del Opus Dei dice a la madre: "Será la primera niña de la Obra que ascendiera a los altares".

Es una pena que esta película llena de corazón, que plantea de alguna forma el eterno debate entre la razón y la fe, se rodeara en su momento de la polémica, con notas de desmentido, incluida esta perfecta disección desde un miembro joven del Opus, prudentes y con tanta templanza que llega a decir: "Como todo en la vida, la película Camino de Javier Fresser tiene sus luces y sus sombras. Estos días muchos se han empeñado en moverse por las sombras hasta no ver absolutamente nada de claridad en esta propuesta fílmica y también otros se han obcecado en sus puntos luminosos hasta quedar encegados por ellos. Yo he tratado de moverme en el claroscuro, como si fuera un discípulo más de Rembrandt".

Pero deberíamos ver Camino con ojos limpios y sin prejuicios, para intuir en esta obra toda una lección de vida a través de los hermosos ojos de un niña. Y la película finaliza con el mensaje "A la memoria de Alexia Gonzalez Barros"... y, antes, un triángulo aparece en el sillón de la habitación donde falleció nuestra Camino, símbolo del Ojo de la providencia. Una película en la que Javier Fesser se inspiró en la novela de María Victoria Molins, "Alexia", y así consta en la reseña del libro: "La extraordinaria historia de una fe inquebrantable. Una de las cosas más difíciles, sobre todo en un adolescente, es aceptar lo que no se espera. El dolor físico se introdujo en la vida de Alexia súbitamente, sin pedir permiso, cuando ella tenía trece años. Pero encontró un ánimo preparado para la lucha. Una fuerza misteriosa y divina, que daba alas al espíritu de esta niña para aceptar sencillamente lo que Dios le daba. Gracias a la profunda religiosidad que le inculcaron sus padres, esta niña pudo soportar sin quejarse apenas una enfermedad que la tuvo postrada durante meses. Porque sabía que su destino estaba escrito y deseaba ir donde Dios quisiera llevarla".

Una película llena de emociones y reflexiones alrededor de la importancia de la fe en la enfermedad. Os dejamos los 10 minutos finales como prueba de ello, allí donde Camino baila en sueños con su amigo Jesús, ella con su vestido y zapatillas rojas. Y sus palabras: "Yo nunca hubiera soñado un final tan bonito". Y a la pregunta de su madre, "¿Hija, eres feliz?", ella responde "Sí, muy feliz".

 

sábado, 23 de julio de 2016

Cine y Pediatría (341). El "Refugio" equivocado de la vida


"Los reformatorios se proponen desarrollar el espíritu cristiano educando al interno en la fe y fomentando su integridad con todos su dotes naturales al servicio del amor" Guía para los educadores de la antigua diaconía de Freistatt. Basada en hechos reales, rodada en localizaciones originales. Junio 1968. 

Así comienza la película alemana Refugio (Marc Brummund, 2015), opera prima en el largometraje de su director, formado en Psicología, Periodismo y Cine Documental, fraguado en los cortometrajes y anuncios. Porque el cine gusta de extender sus tentáculos a los rincones más olvidados y oscuros de la Historia, y así lo hace Marc Brummund, quien recoge la historia de unos internados de educación cristiana que permanecieron en activo en Alemania Occidental hasta mediados de los setenta, en los que prevalecían la violencia y la represión como formas de aprendizaje. Eran verdaderos santuarios del terror, reformatorios para chicos difíciles, correccional de jóvenes airados nacidos en la posguerra. 

Tal como se nos muestra en la película, estos centros eran concebidos casi como campos de trabajo y centros penitenciarios de alta seguridad, aislados entre fangosos pantanos y en medio de ninguna parte. Porque la película fue grabada en los escenarios naturales gracias a la diaconía de Freistatt. Y es allí donde transcurre el descenso a los infiernos al que se ve abocado Wolfgang (encarnado con credibilidad por Louis Hofmann), uno de esos adolescentes "difíciles", aunque su aparente dificultad realmente era ser un adolescente vital y no aceptar a su padrastro, imagen especular de la que tiene de su bella madre (a la que le une un cierto complejo de Edipo). Y sin más, sin juicio previo, pasa del amor materno de una familia disfuncional (pero, al fin y al cabo, una familia) a la hostilidad de la estricta educación, rallando la vejación y la tortura. Cuando entra en el colegio/reformatorio, la forma que su padrastro idea para apartarlo de la vida familiar, es recibido con este informe de los Servicios Sociales: "Díscolo, desobediente. Seis meses en el reformatorio, fugado tras tres meses. Niega su conducta, miente. No atiende a razones. No quiere mejorar"

Y pasa, cómo no, por la fase de rebelión, aunque algún compañero le sugiere desde el principio: "Aquí hay que hacer lo que mandan o no sobrevives. Sé quien aguantará y quién no". En un principio, disimula en sus cartas: "Querida mamá. No te preocupes. Estoy bien. Aprendo mucho de la fe cristiana. Se ocupan de mi trabajo al aire libre y he hecho muchos amigos. Escribe pronto. Wolfgang". Pero más adelante ya predomina la desesperación sobre el disimulo: "Querida mamá. Sacadme de aquí, por favor. No aguanto más. Nos pegan y nos torturan. A veces lloro hasta que me duermo. Me gustaría volver a casa. No causaré problemas. Te echo mucho de menos. Wolfgang"

Y se desgranan los días y con ellos los sentimientos que surgen a flor de piel entre los internos, entre violencia y casi torturas, entre recelo y amistad, entre traición y solidaridad, entre insumisión y redención. Y allí donde hay un libro de castigos, los niños canta en ocasiones: "Hay una casa en Nueva Orleans a la que llaman el Sol Naciente...". Y aunque nuestros protagonistas intentan huir entre las ciénagas del pantano, pero es imposible, como es casi imposible ya huir de sus vidas

Y así llegamos al final y al epílogo de la cinta: "Hasta los años 70, Freistatt se consideraba uno de los correccionales más severos. Desde 1945 más de 800.000 chicos y chicas pasaron por 3.000 de estos centros de la Iglesia y estado en la República Federal Alemana. El Parlamento alemán no aprobó indemnizaciones hasta 2010. Hoy Freistatt es una organización social moderna con un amplio programa pedagógico para niños y adolescentes"

El cine nos asoma de nuevo a lugares oscuros de la humanidad, muy proclive cuando se mezcla infancia e internados de docencia y religión no humanizada (y donde se pierde el verdadero sentido de la fe, en Dios y en el hombre). Ya nos ocurrió en Cine y Pediatría con otras filmografías, como la película francesa Adiós, muchachos (Louis Malle, 1987), las irlandesas Las hermanas de la Magdalena (Peter Mullan, 2002) o Los niños de San Judas (Aisling Walsh, 2003), la alemana Napola (Dennis Gansel, 2004) o la británica Philomena (Stephen Frears, 2013). 

Reconducir por el buen camino a supuestos jóvenes descarrilados es lo que pretendían este tipo de centros... y casi nunca lo consiguieron. Pretendían ser refugios de la vida, pero la vida es mucho más que un refugio... porque todos buscamos la casa del sol naciente.

 

sábado, 28 de marzo de 2015

Cine y Pediatría (272). “Mis hijos” y nuestros conflictos


Vivir en Oriente Medio es una cuestión de identidad, es convivir con una larga (recurrente e inacabable) historia a las espaldas de sus habitantes en esa continua lucha por la tierra, tierras con fronteras espirituales y religiosas, miedos, terror, momentos de gracia, esperanza y odio que han dividido a sus gentes, a sus naciones y a las naciones del mundo, ahora y durante mucho tiempo.
Independientemente que te despiertes en Belén, Eilat, Gaza, Haifa, Hebrón, Jericó, Jerusalén, Nazaret, Nablus, Ramallah, Tel Aviv o Tira (la ciudad en la que nace nuestro protagonista de la película que hoy viene a “Cine y Pediatría”), cada día te tienes que enfrentar con quién eres (judío o árabe), con lo que crees y con el lugar en el que quieres verte el día de mañana, preguntas que no son fáciles de responder y aún menos fáciles de vivir con ellas. Porque es una vida entre muros, alambradas, toques de queda y salvoconductos. 

El cine no ha dado la espalda a este conflicto vivo y estas son algunas de las películas emblemáticas, entre la historia, el documental y el cine denuncia: Éxodo (Otto Preminger, 1960), 21 horas en Munich (William A. Graham, 1976), Hanna K. (Constantin Costa-Gravas, 1983), Kippour (Amos Gital, 2000), Intervención divina (Elia Suleiman, 2002), Promise Land (Amos Gital, 2004), Munich (Steven Spielberg, 2005), Paradise Now (Hany Abu-Assad, 2005), Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Zona Libre (Amos Gitai, 2006), Los Limoneros (Eran Riklis, 2008), Ajami (Scandar Copti y Yaron Shani, 2009) Una botella en el mar de Gaza (Thierry Binisti, 2011). Omar (Hany Abu-Assad, 2013), y un largo etcétera. 
Algunas de estas películas ya forman parte del mundo de Cine y Pediatría, como Vete y vive (Radu Mihaileanu, 2005), Inch Allah (Anaïs Barbeau-Lavalette, 2012) o El hijo del otro (Lorraine Levy, 2012), una historia con francas similitudes a la que hoy nos visita. 

Porque El hijo del otro era una apuesta por ponerse al lado del enemigo, por aceptar las diferencias y encontrar, más allá de prejuicios culturales o religiosos, puntos en común en tanto seres humanos. Y es así como no se convierte en una película política, sino ideológica y en donde su directora reivindica la consabida ingenuidad para tratar e intentar resolver un conflicto tan marcado entre judíos y árabes. Y algo parecido pretende Mis hijos (Eran Riklis, 2014). 

El director israelí Eran Riklis adapta la novela autobiográfica “Dancing Arabs”, escrita en el año 2002 por el escritor israelí (que publica en hebreo), Sayed Kashua. La historia comienza en la década de los 80 en Tira, donde Eyad, un niño palestino, vive con su familia. Eyad nació y creció en una típica ciudad árabe y su adolescencia la pasa en una escuela judío-israelí de élite en Jerusalén, gracias a una beca. Allí intenta encajar con sus compañeros, intentar mantener el amor de Naomi (Daniel Kitsis), una compañera judía, intenta conservar la amistad de un joven tetrapléjico (posiblemente afecto de una esclerosis lateral amiotrófica), intenta respetar a su familia y ser respetado por su padre, intenta conservar el cariño de la madre de su amigo (Yaël Abecassis). 
Y es así como Eyad (Tawfeek Barhom) está constantemente a la fuga, con un conflicto permanente entre quién es, quién se supone que es, de lo que se espera de él. Pero cansado de no ser aceptado por sus orígenes y cegado por la ambición de ser admitido en sus nuevos círculos, Eyad comprende que tendrá que sacrificar su auténtica identidad para ser aceptado: tendrá que tomar una decisión que puede cambiar su vida para siempre. 

Una historia en la que el deseo por encajar, la solidaridad, la violencia ciega y la posibilidad de convivencia pacífica son los temas principales. Porque Eyad es criado como palestino en el odio a los israelíes, pero la vida le lleva a adoptar la identidad de su amigo israelí fallecido por una enfermedad terminal y decide ser “adoptado” como el nuevo hijo de una madre israelí, que le ama y le respeta. Y es así como nuestro protagonista empieza a sentirse fascinado por quienes debería odiar, hasta el punto de cuestionarse la relevancia de sus orígenes y la educación recibida en esa travesía del desierto emocional e intelectual que es crecer en la adolescencia, antesala de una madurez en la que nada es seguro, salvo la conciencia de haberse reinventado a sí mismo de acuerdo con la desesperación que le ha procurado la experiencia. 

Porque frente al odio religioso queda el amor, frente a los conflictos políticos siempre permanece la familia. Y Mis hijos ahora, como antes lo hiciera El hijo del otro, hacen hincapié en que no hay nada como las relaciones personales para superar odios y prejuicios muy instalados socialmente. Porque el amor, la amistad y la entrega son el mejor arma para combatir nuestros conflictos.

 

sábado, 3 de enero de 2015

Cine y Pediatría (260). “Electrick Children”, el embarazo como metáfora de libertad y misticismo


El embarazo, el parto y la maternidad son temas recurrentes en el séptimo arte. Y lo son desde un punto de vista trágico, cómico y tragicómico, desde largometrajes clásicos a películas documentales, desde películas de ficción a obras con valores, emociones y reflexiones. En Cine y Pediatría, además, estos temas han ocupado un lugar preferente alrededor de la adolescencia. Pero la película de hoy, con el embarazo de un adolescente como protagonista, adquiere una nueva dimensión, entre el misticismo religioso y la libertad del individuo, una película con esencia de cine indie, cine de autor con todas sus peculiaridades, abierto a diferentes interpretaciones, pero no inapropiada en una época mística como es la Navidad que nos rodea. Una película en la que hay que seguir a ciegas los consejos de los niños protagonistas de Un puente hacia Terabithia: “Tú cierra los ojos y abre bien la mente”

Hablamos de la ópera prima de la directora Rebecca Thomas, Electrick Children, una película del año 2012, pero que ha sido estrenada en España hace un mes. Un drama adolescente que fusiona géneros como el romántico o el religioso, como un metáfora en la que salen a la palestra diversas confrontaciones ideológicas y conceptuales como la libertad individual (representada aquí por el embarazo) frente a la religión con sus correspondientes restricciones y mandamientos de obligado cumplimiento (representada aquí por la comunidad mormona) o la tradición (con el matrimonio concertado por la familia para acallar la vergüenza de tener una hija embarazada) frente a la felicidad que supone el amor verdadero (de la protagonista con un skater). Realmente, la joven directora Rebecca Thomas recoge en esta película algunas de sus experiencias de niñez en una comunidad mormona con el fin de cuestionar la perversidad inherente a las religiones institucionalizadas, apostando por la experiencia mística como vivencia necesariamente personal e intransferible.

Electrick Children nos presenta a Rachel (Julia Garner), de 15 años, quien pertenece a una ortodoxa comunidad mormona de Utah que la ha mantenido apartada siempre de cualquier contacto maligno con el exterior, una vida fundamentada en el hermetismo religioso. Sin embargo, una noche, la curiosidad (alimentada por una enigmática historia que su madre suele contarle antes de dormir a ella y sus hermanos) la lleva al éxtasis cuando descubre y escucha una vieja canción de rock and roll en una olvidada cinta de cassette. Sin noticias de la menstruación a los tres meses, Rachel intenta convencer a su familia de que la voz del desconocido cantante la dejó embarazada. Ella lo achaca al milagro de la Inmaculada Concepción, pero su familia, avergonzada, le niega este hecho milagroso y le concierta un matrimonio. Pero ella se escapa en busca de respuestas, en un viaje iniciático para comprender el milagro de la concepción y para descubrir sus verdaderas raíces familiares mientras experimenta su primer amor. 

La expresiva cámara de Thomas logra imbuir de una rara magia a la búsqueda de la protagonista, a medio camino entre una fábula orgullosamente naif y el naturalismo costumbrista. Una apuesta difícil, si bien cabe reconocer el arrojo de la directora al atreverse con un tema así, al realizar un demoledor retrato del auge del fundamentalismo cristiano en Estados Unidos: instituciones moralmente restrictivas, pero regidas por un escepticismo ante lo milagroso que revela pronto que no es oro todo lo que reluce, mientras que personajes tan poco religiosos como la pandilla de skaters y, en concreto, el aspirante a novio, Clyde (Rory Culkin), será quien paradójicamente termine por defender la inmaculada concepción de Rachel, movido por el amor. 

Uno de los éxitos de la película es la elección de Julia Garner como actriz principal, pues ella ya había adquirido caché en el mercado indie cinematográfico gracias a su participación en algunos títulos referentes del género como Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, 2011) o Las ventajas de ser un marginado (Stephen Schbosky, 2012). Aquí consigue, con su personaje de Rachel, un equilibrio casi imposible entre lo adorable y lo perturbador, con una imagen entre una modelo de Boticelli y una madonna de Rafael. Y lo hace en esta película que, para algún crítico, bien podría definirse como un cruce antinatura entre Yo te saludo, María (Jean Luc Godard, 1984) y la propia Martha Marcy May Marlene

La proximidad del estreno en España de tres películas como son la estadounidense Orígenes (Mike Cahill, 2014), la alemana Camino de la cruz (Dietrich Brüggemann, 2014), también interpretada por una adolescente sometida a los dictámenes del catolicismo, y nuestra Electrick Children viene a hablarnos de cómo, en medio de una crisis que es mucho más que una crisis económica, el escepticismo materialista predominante empieza a resquebrajarse para dejar paso a productos culturales que, con mayor o menor fortuna, proponen una revisión de los valores espirituales. No debería extrañarnos, por otra parte, que el interés por lo religioso resurja en tiempos de carencias e incertidumbres. Siempre es así… 

Quizá esta película, con el embarazo como metáfora de libertad y misticismo, sirva para reflexionar que vale la pena no esperar a tiempos de crisis para pensar que hay algo más allá de nuestras narices. Y no lo digo yo, también lo dice León Tolstói, y lo hizo mucho antes que su guerra y su paz: “No se vive sin la fe. La fe es el conocimiento del significado de la vida humana. La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo”.

 

sábado, 2 de agosto de 2014

Cine y Pediatría (238). “El hijo del otro”, un alegato a favor de la reconciliación


No hay ningún lugar más cargado de historia y sangre que la Tierra Santa, llamada Israel, Palestina, Canaán, etc.: diferentes pueblos, diferentes dioses y diferentes hombres luchando por dominar una zona que se ha convertido en una encrucijada real y simbólica por milenios. Desde el hombre primitivo y canaanitas hasta los judíos y palestinos, pasando por los egipcios, asirios, israelitas, babilonios, macedonios, griegos, ptolomeos, selúcidas, hebreos, macabeos, romanos, bizantinos, árabes, cruzados, otomanos y británicos. 

El día 29 de Noviembre de 2012 la ONU reconoce a Palestina como “Estado observador no miembro” de la organización, reafirmando de un modo ambiguo el derecho del pueblo palestino a un territorio bajo las fronteras definidas antes de la guerra de 1967. Las relaciones se destensan un poco, aunque Israel se altere, y es un momento propicio para que la directora/guionista francesa de origen judío, Lorraine Levy, saque del armario una historia que le interesa, una parábola bien intencionada y de decidida vocación conciliadora en su película El hijo del otro (2012). Y se fundamenta en un argumento incontestable por su fuerza dramática y que surge cuando dos familias estructuradas de Israel y Palestina viven con perplejidad como su sangre no es compatible con la de uno de sus hijos. Porque el intercambio no intencionado de dos hijos en la maternidad ya ha sido tratado recientemente en la película japonesa, De tal padre, tal hijo (Hirokazu Kore-eda, 2013), pero aquí se añade un condimento más importante: que la historia ocurra en uno de los habituales puntos calientes del globo, y con el eterno problema entre judíos y palestinos de fondo. Dos hijos intercambiados y que, cuando avanzan por su adolescencia casi juvenil se encuentran que su verdadera entidad genética está al otro lado del muro. Ese muro y esa alambrada interminable, como una cicatriz queloide en la mente de los palestinos y los israelíes. 

Joseph (Jules Sitruk) es un joven israelí que está a punto de empezar el servicio militar. Cuando va a entrar en las fuerzas armadas, descubre que fue intercambiado al nacer de forma accidental con otro niño en la maternidad, debido a un bombardeo en Haifa durante la Guerra árabe-israelí y la precipitación al refugiarse en el sótano provoca el error en la asignación de los niños. Y es así como Joseph descubre que no es hijo biológico de sus padres, sino que ese hijo es Yacine (Mehdi Dehbi), el bebé de una familia palestina que vive en los territorios ocupados de Cisjordania. 
El mundo se derrumba alrededor de estas dos familias. El rechazo, la duda, la pérdida de identidad, los prejuicios de raza y religión se erigen como espinosa barrera en sus vidas, una barrera más dura que los muros y las alambradas que les separan desde hace décadas. Y todos (padres e hijos) deberán intentar superar lo que significa ser judío y haber sido criado como palestino, y ser palestino y haber sido educado como judío. Y esa superación solo será posible a través de la comprensión, la amistad y la reconciliación en una atmósfera dominada (históricamente) por el miedo y el odio, cuando las barreras religiosas y civiles pueden suponer un impedimento en el reencuentro. 

En esa reconciliación tienen un papel clave las dos madres, dos mujeres maravillosas que asumen su nueva circunstancia y también ayudan a sus maridos, quienes no pueden entender lo que les está pasando. Porque serán los padres los que tienen más cercana la agresión presente en sus territorios, haciendo responsables a sus dirigentes de una situación difícil de compartir. Sorprende como el rabino le cuenta a Joseph que está circuncidado y que, efectivamente, estudia la Torá, pero a partir de ahí la naturaleza indica que ha nacido de una árabe y, por lo tanto, no puede ser judío en sus derechos y obligaciones que tenía previamente asignados. Y la directora nos presenta al joven palestino (pueblo invadido) como más maduro (estudia Medicina en París), que el joven judío (pueblo invasor) que lo puede presentar como de carácter más débil, un músico y artista en potencia. 
Y la duda de los protagonistas a cada paso. La duda de Joseph: “¿Voy a tener que cambiar mi kipá por un cinturón de explosivos?”. La duda de Yacine: “Soy mi peor enemigo, pero tengo que quererme a pesar de todo”. La reflexión de la madre: “Abre tu corazón hijo mío, sé que es grande…”

Cine positivo e imprescindible con un mensaje claro: atender las diferencias del otro y hacerlo con respeto. Aunque el desarrollo de la historia se acerca más a la fábula que a una realidad, sin duda, más compleja. Porque El hijo del otro apuesta por ponerse al lado del enemigo, por aceptar las diferencias y encontrar, más allá de prejuicios culturales o religiosos, puntos en común en tanto seres humanos. Y es así como no se convierte en una película política, sino ideológica y en donde su directora reivindica la consabida ingenuidad para tratar e intentar resolver un conflicto tan marcado. 
Porque la fábula está configurada como un alegato a favor de la confraternización y la coexistencia pacífica. Y es así como la escena final de los tres “hermanos” en el hospital se convierte en toda una declaración de principios por la paz y el entendimiento: las manos apretadas de los tres es un símbolo de reconciliación por encima de religiones y política. 

Y tras este trasfondo, la inevitable pregunta, ya realizada en la película De tal padre, tal hijo: ¿Quién es nuestro verdadero hijo… alguien con el que pasamos todo nuestro tiempo o alguien con el que compartimos la sangre? o lo que en el mundo anglosajón plantean de forma tan gráfica como “nature or nurture?”. Pero en este caso con un gran trasfondo político y social, arropado por interpretaciones de nivel que aportan credibilidad y borran cualquier sombra de artificio. 

Porque de nuevo queda claro que no es la sangre ni la biología lo más importante, sino la educación y entorno. Y a partir de ahí es donde se empieza a vislumbrar una luz al final del túnel,… una luz necesaria para el túnel eterno del conflicto palestino-israelí. Un túnel muy largo y oscuro y donde El hijo del otro se convierte en un gran alegato frente a la reconciliación,… justo y necesario.

Y como nada es casualidad, el destino hace que esta entrada se haya programado justo ahora mismo que estamos asistiendo en vivo y en directo, a los efectos devastadores sobre la población civil del ataque de Israel sobre Gaza, con decenas de niños muertos, y medio mundo (o el mundo entero) indignado, incluida la reciente carta de la revista The Lancet: "An open letter to the people in Gaza". Porque la unión hace la fuerza y porque si la indiferencia es la norma estamos definitivamente perdidos..., aunque sea el hijo de otro.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Cine y Pediatría (204). “Corazones enfrentados”, cuando la tolerancia rompe los fundamentalismos


El jasidismo (o hasidismo) es un movimiento religioso ortodoxo y místico dentro del judaísmo, y que se divide en varios grupos dirigidos por un rabino al que se denomina admor (jefe, maestro, rabino). Las principales características del jasidismo son: la influencia de la Cábala, la vida en comunidades insulares y tradicionales, la observación estricta de los preceptos de la Toráh o ley judía, así como el seguimiento de los dictámenes y recomendaciones del admor en todas las áreas de la vida. Una de las características más conocidas de los diferentes grupos jasídicos es el aspecto particular de sus miembros varones: su ascética forma de vestir de negro y su pelo (normalmente no se rasuran la barba, y se dejan crecer mechones largos de pelo a los lados de la cabeza frente a las orejas). 

Hay muchos barrios judíos en Europa, siendo España un lugar con abundancia de estos barrios que surgieron en la Edad Media: Toledo, Córdoba, Lucena, Cáceres, Plasencia, Hervás, Calahorra, Estella, Gerona o Besalú forman parte de la Red de Juderías de España. Pero las comunidades judías de Amsterdam y de Amberes fueron desde el siglo XVI las más importante de Europa, con sus sinagogas, sus cementerios, sus viviendas. Pero es en Amberes, en la judería debajo de las vías del tren y en la zona de las joyerías, donde sufrí el mayor impacto emocional al ver in situ la comunidad de judíos jasídicos que aún habitan allí. 

Y es justamente en esta ciudad y en esta judería donde tiene lugar la película Corazones enfrentados (Jeroen Krabbé, 1998), una película que pasó prácticamente desapercibida, pese a que recibió tres premios en el Festival de Berlín. El holandés Jeroen Krabbé tiene una larga y prolífica carrera como actor (en la década de los 80 como actor fetiche de su colega holandés, Paul Verhoeven), pero es esta película su debut como director, un retrato de los traumas históricos (las secuelas dejadas por el nazismo en la Europa de los años 70), de fanatismos religiosos y de conflictos generacionales que Krabbé dirige con imaginación y emotividad. Y esto la convierte en una curiosa película que tiene algunos méritos, parte de los cuales cabe atribuir a que su guión se fundamentó en el libro de “Twee Koffers Vol”, escrito en 1993 por la escritora holandesa Carl Frideman. 

La historia comienza con el relato que un hombre judío de apellido Silberschmidt (Maximilian Schell) le realiza a su hija, Chaja (Laura Fraser): escapando de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial tuvo que guardar en dos maletas cosas personales y queridas, y las escondió enterrándolas en un jardín, con la esperanza de recuperarlas algún día. Al terminar la guerra regresó a Amberes en busca de sus maletas, pero los bombardeos y la guerra habían cambiado el terreno, y la búsqueda de las maletas se convirtió en una obsesión. A pesar de los años que han pasado, el trauma de aquella experiencia sigue marcando las vidas de esta familia: su madre intenta olvidarlo y pasa el tiempo preparando pasteles, mientras que su padre busca obsesionadamente las maletas de aquella época, en las que guarda algunos de sus recuerdos y parte de su vida. 
Chaja crece y se convierte en una joven belga estudiante de filosofía, rebelde como corresponde al aire liberal que vive el país en los años 70. Cuando comprueba que no tiene bastante dinero para pagar sus gastos de piso y estudios, pero no encuentra un trabajo adecuado, se ve obligado a aceptar un trabajo que contrasta con su modo de vida y su manera de pensar. Chaja recibe una oferta para hacerse cargo de los hijos de la familia Kalman, una familia jasídica formada por un padre (el propio Jeroen Krabbé), una madre (Isabella Rossellini) y tres hijos, una familia caracterizada por tener unas reglas muy rígidas marcadas por un padre autoritario, una reglas que condicionan que no pasen muchos días para que Chaja abandone este trabajo. Pero el amor por el pequeño Simcha, ese niño de 4 años pelirrojo con tirabuzones que no habla aún y aún se orina en la cama, hará que olvide sus ideologías y vuelva a ese hogar para ayudarle. Hasta que dice Simcha emite su primer “cua”… y entonces estalla la alegría. Y poco después dijo “pato”, pero en seguida vuelve al mutismo selectivo por la educación represiva del padre. Y la enuresis… “¿Tiene miedo de querer a su hijo?” le llega a decir Chaja al padre. El amor que llega a tener Chaja por Simcha es tan grande que bromea en decir que es su nuevo novio, un novio de 4 años. 

Película humana, sensible y afectiva. Una sencilla historia bien contada y con una crítica eficiente a los fundamentalismos religiosos (en este caso de los judíos, pero aplicable a cualquier otra religión, sean islámicos, católicos o protestantes.). Una película sensible que logra dibujar como algunas veces el cariño puede sobrepasar barreras tan fuertes como la religión; o dicho de otro modo, como ni siquiera la religión fanática puede interponerse entre la afectividad y tolerancia de los seres humanos que deciden quererse. 
Una relato sobre la tolerancia que rompe fundamentalismos, un película que recuerda que no hay nada más trascendente que lo inmanente. Y de esa experiencia y de esa tolerancia, Chaja aprenderá a entender mejor a su propia familia y las cicatrices del holocausto. 

Corazones enfrentados es una película conmovedora, que demuestra que nadie es demasiado diferente de los demás como para no quererle, y que nos regala un final muy especial, con el recuerdo de un niño… y de un pato con ruedas y ese “nunca te vayas sin decir te quiero”