La Nueva Ola Rumana (o Noul val românesc) es un movimiento cinematográfico que surgió a principios del siglo XXI y que ha ganado una gran aclamación internacional. Se caracteriza por un estilo distintivo (realista y austero, cámara en mano y planos secuencia largos, luz natural) y por abordar temas sociales cotidianos de la gente común y temas y políticos, especialmente las secuelas del régimen comunista. Algo así como una visión neorrealista de la Rumanía contemporánea, donde encontramos algunos directores clave de este movimiento: Cristi Puiu (La muerte del Sr. Lazarescu, 2005; Sieranevada, 2016), Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días, 2007; Más allá de las colinas, 2012), Corneilu Porumboiu (12:08 al Este de Bucarest, 2006; Policía, Adjetivo, 2009), y otros como Călin Peter Netzer, Radu Jude, Radu Muntean, Cătălin Mitulescu,... Una lista a la que cabe añadir Pororoca (Constantin Popescu, 2017).
En Cine y Pediatría hace tiempo que hablamos de 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007), una película dura y fría alrededor del aborto, una cuenta atrás que nos dejó helados como espectadores. Y no menos vamos a sentir con Pororoca, una historia de búsqueda y angustia por la pérdida de una hija que nos dejará devastados y todo ello con un ritmo pausado (152 minutos de metraje que conviene digerir).
Pororoca nos presenta a la familia Ionescu, una pareja de clase media de Bucarest, Tudor (Bogdan Dumitrache) y Cristina (Iulia Lumànare), quienes vivev una vida rutinaria y feliz con sus dos hijos, Ilie (4 años) y Maria (5 años). Tudor sale con sus dos hijos al parque local una mañana de domingo, al igual que otras familias. Todo es normal, feliz y luminoso. Un plano secuencia con cámara fija se centra en Tudor hablando por teléfono en un banco, mientras sus hijos (y los demás niños y niñas de diferentes edades) entran y salen de plano mientras juegan. El padre está atento de sus hijos, y les dice: “Voy a al quiosco. No te alejes, ¿prometido?”. Todo sigue transcurriendo con rigurosa tranquilidad, la cámara sigue estática salvo leves giros. Y la pregunta en una décima de segundo: “Ilie, ¿dónde está Maria?”, momento en que la historia da un giro demoledor. Se pone a buscarla rápido y comienza esa angustia que todos hemos experimentado alguna vez por segundos cuando perdemos el contacto visual con nuestros hijos, aunque haya sido un falsa alarma. Ahora ya con cámara en mano se sigue al padre revisando todo el parque, preguntando, gritando el nombre de Maria…
Acuden a la policía a denunciar la desaparición. Y la pregunta angustiosa del padre: “¿Existen casos sin resolver?”. Y la demanda del policía: “Cualquier detalle, aunque sea irrelevante, son importante ahora”. A partir de este suceso, la película se transforma en una exploración psicológica intensa de las consecuencias de esta pérdida incierta. La cinta no se centra en la investigación policial (que es ineficaz y burocrática), sino en el desmoronamiento emocional y psicológico de Tudor y Cristina. Llegan los abuelos maternos a casa, preguntas y silencios, tensión emocional. Tudor regresa cada día al parque, intentando buscar alguna pista, alguna información… El desánimo y la tristeza se apoderan de la pareja según pasan los días, y llega la tirantez entre ellos. Los amigos les sugieren qué hacer, aunque alguno sin querer dice lo que no se debe… Un viaje a la desesperación, la angustia y la impotencia a fuego lento que explota entre el matrimonio: la madre no sabe cómo afrontarlo (“No quiero salir de caso. No puedo hacer nada”) y decide irse con sus padres a Constanza, por lo que se lleva a Ilie y el padre se queda solo en la ciudad.
La segunda mitad de la película se enfoca casi exclusivamente en la obsesión de Tudor por encontrar a Maria, consumido por la culpa y la paranoia. Se culpa de haber ido con dos hijos al parque aquella mañana y haber regresado con uno. Su búsqueda lo lleva a un estado físico y mental límite, donde deja de trabajar, de comer y de asearse, duerme en el suelo, cuelga carteles con la foto de su hija, rebusca en las fotos de la cámara de una chica que pasaba por allí el día de autos, y enfoca sus sospechas en una persona a la que sigue y persigue, todo ello con un enfoque particular de secuencias largas e inolvidables que encapsulan su desesperación. Pasan los días, las semanas, ya casi dos meses… Le avisa la policía de que han encontrado a una niña,… pero no es su hija y se viene abajo: “No se dé por vencido. Sé que es difícil…”, le dice el policía. Y todo culmina en un acto de violencia, marcando un punto de no retorno en la destrucción de su familia y su propia psique, una escena final que a algunos les recordará Irreversible (Gaspar Noé, 2002). Tras aparecer el “fin” del film acabamos tan destrozados como ese padre.
Cabe recordar que la palabra “pororoca” es un término que tiene dos significados y ambos tienen sentido como título de la película por su contenido. El primero es un término de origina tupi-guaraní que significa “gran estruendo” y que se utiliza para describir un impresionante fenómeno natural que ocurre en la cuenca del Amazonas en Brasil (y que se produce cuando la marea alta y creciente del Océano Atlántico se encuentra violentamente con la poderosa corriente de agua dulce descendente del río Amazonas); el segundo es el conjunto de dos términos rumanos, “poroc” y “oca” que se podría traducir como “salir disparado de casa”. Y la película Pororoca es mucho más que un thriller de desaparición; es un estudio profundo y devastador sobre el dolor, la culpa y la fragilidad de la vida familiar.
Un gran estruendo fílmico que nos hace salir disparados de casa y cuyos mensajes clave no pueden pasar desapercibidos y merecen un profundo análisis: 1) la fragilidad de la felicidad doméstica, que hace que todo pueda cambiar en un instante; 2) la culpa y el viaje a la locura, porque ese padre es incapaz de perdonarse por el micro-momento de distracción que provocó la tragedia; y ello le avoca al aislamiento y paranoia obsesiva, donde cada detalle insignificante y cada rostro en la calle se convierten en posibles claves o sospechosos, así como a la deconstrucción gradual del personaje, mostrando cómo el sufrimiento y la necesidad de una respuesta llevan a un punto de no retorno ético y moral; 3) la destrucción de la comunicación familiar, donde la desaparición de Maria tiene un efecto de bola de nieve en el matrimonio, con ese distanciamiento de la pareja donde la culpa de Tudor y el dolor de Cristina se manifiestan de formas incompatibles, impidiendo cualquier consuelo mutuo, avanzando hacia largos e incómodos silencios; 4) la crítica a la burocracia policial, lo que aumenta la frustración y la desesperación de Tudor, así como el vacío devastador que deja la indiferencia social ante una pérdida incierta.
Una película en la que destaca su guion y la interpretación de Bogan Dumitrache. Y quizás su punto más discutido es el largo metraje, pero está claro que el director ha apostado por planos largos para reflejar la desintegración. Y lo más reseñable y el mayor estruendo: que la realidad en ocasiones supera la ficción cuando se trata de la desaparición de un hijo o hija. Y aunque que es difícil conocer cuántos niños y niñas desaparecen al año en el mundo, una cifra que circula históricamente es la de 8 millones. Y si bien parece excesiva (y debe contener un gran número de desapariciones resueltas rápidamente), no dejan de ser cifras escalofriantes. Y cabe preguntarnos: ¿cómo nos sentiríamos si percibiéramos la sensación de la pérdida un hijo solo durante una hora?

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