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sábado, 29 de agosto de 2020

Cine y Pediatría (555). “Milagro en la celda 7”, el milagro de la paternidad con discapacidad

 


Hay filmografías que llegan de forma excepcional a la cartelera de cine de España, y una de ellas es Turquía. Probablemente recuerdo en mi juventud la película Yol/El camino (Yilmaz Güney, Serif Gören, 1982). Y cierto renombre, por ganar el Oso de Oro en Berlín, de la película Honey (Semih Kaplanoğlu, 2010), la tercera y última entrega de la Trilogía de Yusuf, que incluye las películas Egg y Milk. Y en Cine y Pediatría hemos hablado de una buena película, Mustang, ese grito de libertad de cinco hermanas turcas, en un drama del año 2015 de coproducción internacional, pero que se presentaba por Francia, dirigida por la directora de origen turco y nacionalizada francés, Deniz Gamze Ergüven.   Poco más que pueda recordar. 

Y es gracias a Netflix que llega la película turca Milagro en la celda 7 (Mehmet Ada Öztekin, 2019), una nueva adaptación de la película original homónima coreana dirigida por Lee Hwan-kyung en el año 2013 que inspiró otros remakes como la india Pushpaka Vimana (S. Ravindranath, 2017), la filipina Miracle in the Cell No. 7 (Nuel Crisostomo Naval, 2017) y la recién estrenada versión indonesa Miracle in the Cell No. 7 (Hanung Bramantyo, 2020). En ellas cambia el lugar de los acontecimientos y algunos detalles, pero en esencia todas versan sobre un hombre con problemas mentales que tiene un coeficiente de inteligencia de un niño de 6 años de edad, que es casualmente la edad que tiene su hija. Padre e hija llevan una vida feliz, pero todo cambia cuando el padre es falsamente acusado y condenado por el asesinato de una menor de edad, hija de un comisario de policía. Entonces el padre es encarcelado (en la celda número 7) y la hija es enviada a una institución de menores. Inevitable no ver en esta historia una relación importante con la película Yo soy Sam (Jessie Nelson, 2001), aquella preciosa lucha de Sam (Sean Penn), afecto de retraso mental leve y algunos comportamientos autistas, por recuperar la custodia de su hija Lucy (Dakotta Fanning) con la ayuda de una abogada (Michelle Pfeiffer) y con la música de The Beatles como leitmotiv. 

En esta versión turca, se nos narra la historia de Memo (Aras Bulut Lynemli, uno de los actores jóvenes más talentosos y reconocidos de Turquía), un pastor que tiene un trastorno mental cognitivo no identificado, y su maravillosa hija Ova (Nisa Sofiya Aksongur), cuya madre falleció en su alumbramiento. Ambos viven en la casa de la abuela paterna (Celile Toyon Uysal), a quien su nieta le dice: “Mi padre no es como los otros padres. Tiene la misma edad que yo”. Pero esta abuela, tan esencial como todas las abuelas, apoya incondicionalmente a su hijo: “No te sientas insignificante… Tienes un corazón precioso”. 

A pesar de su hándicap, Memo hace todo lo que un padre haría para ver feliz a su hija. Pese a su discapacidad pone toda la capacidad y amor posible en su hija, incluso comprarle esa mochila de Heidi que Ova admiraba en un escaparate. Pero otra niña, llamada Seda, la hija del comandante, la compra primero. Por el azar, esa misma niña es la que corre hacia un acantilado y se asoma al borde, a pesar de las advertencias de Memo. Entonces ocurre la tragedia y Memo es culpado de la muerte de la niña y obligado a firmar una confesión, por lo que entra en prisión, en la celda número 7, donde todos (soldados y presos) le someten a diversos maltratos por creer que es un asesino de niños. 

Pero cuando es llevado por la policía, Memo le grita a Ova que “el gigante de un ojo lo vio” y la niña intenta por todos los medios conseguir el testigo que ayude a salir de la cárcel a su padre. Y esta hija le pregunta a su abuela: “¿Cuántos días faltan para que vuelva papá?”. Una pregunta que adquiere más sentido cuando se queda sola al fallecer la abuela y convertirse en un ángel (pues para Ova todos los que se mueren se convierten en ángeles, como lo hizo su madre). 

Una película llena de emoción durante su más de dos horas de metraje, especialmente todo lo que ocurre en esa celda número 7. La transformación de los compañeros de celda, quienes pasan de odiarle a compadecerle, para luego quererle con su forma de ser y sus problemas mentales. Y a medida que su sentencia a muerte está más cercana, ocurre el milagro que todos esperan y por el que han luchado. Una sucesión de acontecimientos que conviene no revelar. Y donde todavía resuenan la voz en off de su abuela, ya ángel: “Te diré dos cosas, Ova. La primera es sobre la verdad. ¿Sabes esos pájaros tras los que corre tu padre? No vuelan al cielo. Vienen en verano y se van en invierno. La segunda es sobre tu padre, Ova. Digan lo que digan, ordenen lo que ordenen, impongan el castigo que impongan, tu padre es un buen hombre. Recuérdalo. Tu padre es un buen hombre”. 

Y ese despliegue de humanidad de Milagro en la celda 7 se refuerza con una sólida factura visual y musical –realista, pero con destellos de fábula–, y sostiene una profunda reflexión sobre la paternidad, la justicia, la culpa y el perdón. Y al final tiene lugar un flashfoward, donde Ova reaparece crecida con un vestido de novia para su boda con el segundo amor de su vida. El primero siempre será el pastor, su padre. “Lingo, lingo”

Y esta película nos dirige al debate de la paternidad-maternidad de las personas con discapacidad intelectual, lo que no podemos ignorar que nos remite a un derecho, reconocido específicamente por la ONU. Y cuya reflexión enraíza en una asunción: a) que se pretende, a la vez, empática y lúcida; b) que pone en interconexión lo que implica este derecho con las demandas de otros derechos en juego, especialmente los de los futuros hijos –de acuerdo con el principio de interdependencia de derechos-; c) que resalta decididamente los apoyos y los acompañamientos que, asentados en la justicia y la solidaridad, corresponde ofrecer a la sociedad en general y a las instituciones públicas en particular cuando se plantea el ejercicio, o incluso la inhibición, de este derecho; d) que considera el disfrute de este derecho, por parte de las personas con discapacidad intelectual, en el marco general de su disfrute por parte del conjunto de la población. 

Y quizás la conclusión a la que se llega es que habrá personas con tales circunstancias de discapacidad intelectual que, contando con apoyos adecuados razonables, tienen suficiente competencia para ejercer el derecho a la paternidad, para ser excelentes padres y madres; mientras que habrá otras circunstancias en las que es desaconsejable que se aboque al ejercicio de la paternidad-maternidad, no sólo pensando en el bien del futuro niño y el disfrute de sus derechos, sino en el bien de la propia persona con discapacidad. Una conclusión como ésta pide discernimientos y procesos que, a su vez, reclaman acompañamientos adecuados y firmemente personalizados. 

El debate está abierto para combinar todos los elementos siguientes: discapacidad, paternidad-maternidad, amor, apoyo, comprensión, seguridad y derechos. Algo así como un milagro que debemos promover… y más allá de la celda número 7. 

sábado, 20 de abril de 2019

Cine y Pediatría (484). “Marcelino, pan y vino”, más allá del cine religioso


En la España de los años 50 y 60 surgió un fenómeno que se vino en llamar los niños prodigio del cine español, al menos el trío más destacado realizó sus principales películas en este periodo: hablamos de Joselito, Marisol y Pablito Calvo. Y con una característica común: cada uno se vinculó con un director que les catapultó. En el caso de Joselito su unión mayor fue con el director Antonio del Amo, Marisol lo hizo principalmente con el director Luis Lucía, y Pablito Calvo destacó con un director tan peculiar como el húngaro Ladislao Vajda, un cineasta itinerante por el mundo pero que dejó en España posiblemente su mejor filmografía.

La unión entre Ladislao Vajda y Pablito Calvo se prolonga durante tres años y tres películas, con enorme éxito de público: Marcelino, pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957). Tres éxitos que hicieron de Pablito Calvo una estrella, pero una estrella efímera, pues fue uno más de los múltiples actores prodigio que no pudieron superar con éxito la barrera de la adolescencia en la pantalla, por lo que optó por la retirada. Entonces, estudió ingeniería industrial, profesión que compaginó con la actividad empresarial en la localidad alicantina de Torrevieja, donde se estableció en una discreta vida y donde murió a la temprana edad de 50 años por un aneurisma cerebral.

Y hoy, en estas fechas tan apropiadas de la Semana Santa, viene a Cine y Pediatría la primera tres película de este dúo niño actor y director, la icónica Marcelino, pan y vino, donde Pablito Calvo, con 6 años entonces, fue seleccionado entre cientos de niños de su edad para el papel protagonista. Y según consta en los títulos de crédito esta película es una adaptación cinematográfica de un relato homónimo, un cuento de padres a hijos de José María Sánchez Silva, quien actúo de guionista con el propio Ladislao Vajda. Un film de los míticos Estudios Chamartín de Madrid, estudios que además de alquilarse para los rodajes, también produjeron películas como Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), Tarde de toros (Ladislao Vajda, 1956) o La venganza (Juan Antonio Bardem, 1958), entre otras. Estudios míticos que luego pasaron a ser Estudios Bronston y los Estudios Buñuel de RTVE.

En la primera escena aparece una escena de la plaza mayor de La Alberca, típico pueblo de la sierra salmantina, en donde se grabaron varias escenas de la película. Y una voz en off: “Es mi pueblo y lo quiero. Sus casas y sus gentes son sencillas. Los quiero en sus alegrías y en sus dolores. Hoy están contentos con su romería. Todos suben para festejar algo quizás perdido en el recuerdo de alguno, pero que sigue sonando en el corazón de muchos. Suben todos, menos un fraile que baja del convento al pueblo”. Porque en ese momento se celebra la Fiesta de Marcelino y ese fraile franciscano es un joven Francisco Rabal que visita a un niña enferma encamada y a la que cuenta un cuento acaecido en su convento y que nos traslada al trasfondo de las guerras napoleónicas de España en el siglo XIX.
En aquel momento un recién nacido de una semana es abandonado a las puertas de un convento de frailes franciscanos que se acaba de levantar. Y éstos lo recogen con gran ilusión, dándole el nombre del santo del día, Marcelino. Y aunque el prior dice a los doce frailes del convento, “Nosotros tenemos un trabajo muy diferente al de criar un niño”, y aunque intentan buscarle una familia de acogida (pues los padres es posible que hayan fallecido), lo cierto es que no lo consiguen (tampoco lo hacen con mucho empeño, al encariñarse con el bebé) y finalmente el mismo prior cambio de opinión: “Marcelino se queda en casa. Cada fraile será su padre y su madre. No buscaremos más ni lo entregaremos a nadie mientras el Padre Provincial no disponga otra cosa”. 

Y a partir de ahí un salto en el tiempo para mostrarnos al niño de 5 años, al pequeño y vivaraz Marcelino (Pablito Calvo) y que hace las delicias de los frailes: Fray Papilla, Fray Puerta, Fray Malo, Fray Giles, Fray Talán, etc. Y somos participe de su día a día en el convento, de sus travesuras y de cómo aparece su amigo invisible, Manuel. Y su eterna cuestión: “Tengo 12 padres… Madre no tengo ninguna”.

El niño juega por todo el convento, pero solo hay una escalera que sube a un desván donde no le dejan subir, pues le han dicho que hay un hombre que le llevaría. Finalmente, como era de esperar ante algo que se prohíbe, sube con su amigo imaginario Manuel. Y allí ve un gran Cristo de madera de tamaño natural (por cierto, esculpido para la ocasión y que en la actualidad se encuentra en el altar de la Capilla de Santa Teresa del Convento de las Carmelitas de la localidad pacense de Don Benito). Marcelino piensa por primera vez que el crucificado sufre en esos momentos y le da de comer para aliviar su dolor: “Tienes cara de hambre. Espera que ahora vengo…”. Y así empieza la amistad entre Jesucristo y el niño, día a día, donde Marcelino vive en un mundo fantástico: “Hoy te traigo pan y vino. No sé si te gustará, pero los frailes dicen que da calor… ¿No podrías bajar tú y comértelo aquí?”. Y así ocurre, y Él le dice: “No te doy miedo?”… Eres un buen niño y yo te doy las gracias… Tú te llamarás desde hoy Marcelino, pan y vino”.

Y Marcelino sigue expresando su mayor deseo: “Solo quiero ver a mi madre. Y también a la tuya”. Y es así como el Señor se lo concede, llevándoselo consigo en un sueño. El milagro es conocido por todos y hasta el mismo alcalde, que nunca fue creyente, siempre rudo y severo, es tocado en el corazón por el milagro y, sin proponérselo, funda la acostumbrada romería de Marcelino Pan y Vino, con la que comenzó la película.

Y es así como esta película fue uno de los grandes éxitos internacionales del cine español de los 50, que traspasó fronteras, y que traspasó el simple cine religioso de la época para convertirse en todo un fenómeno social, logrando una meritoria mención especial del jurado en el Festival de Cannes y el Oso de Plata a Vajda en el Festival de Berlín. Varios son los elementos que hacen que esta película se sitúe muy por encima del típico cine con niño: la adaptación de un sencillo y emotivo cuento de José María Sánchez Silva, una efectiva dirección acompañada de una destacada fotografía de ascendencia expresionista (de Enrique Guerner) y apropiada música (de Pablo Sorozábal), y un brillante reparto, con un Pablito Calvo capaz de despertar toda la ternura del mundo, y unos secundarios de antología, entre los que destacan Rafael Rivelles, Antonio Vico, Juan Calvo, Fernando Rey, José Nieto, José Marco Davó y Juanjo Menéndez. Lo cierto es que el dúo Pablito Calvo y Ladislao Vajda consiguieron con esta obra un éxito mundial, hasta tal punto que el propio Papa Pío XII quiso conocer al niño actor, lo que hizo que se encontraran personalmente a finales de 1955 en una audiencia privada.

Es Marcelino, pan y vino una obra que hoy se puede analizar desde diferentes puntos de vista: desde la visión de una cinta cristiana para toda la familia, hasta una muestra del cine español de los tiempos de la dictadura franquista. Lo que es indudable es que, en una época de rígida censura, en la que España solo producía películas recargadas de moralina y con personajes que parecían estampitas, este film debió verse como toda una novedad. Y si se vuelve a mirar, con seis décadas de diferencia y sin prejuicios, es posible que se aprecie que es una película que va más allá del cine religioso.

Luego hubo más adaptaciones de esta película, también en Italia y en México, pero ninguna llegó a la magia del original.

 

sábado, 31 de diciembre de 2016

Cine y Pediatría (364). "Los milagros del cielo" y la fe desde la tierra


No es la primera vez que una película de este año 2016 que hoy termina tiene como protagonistas a un niño y a un árbol. Una es bien conocida, pues será uno de los hits de este año que termina: hablamos de Un monstruo vino a verme  (Juan Antonio Bayona, 2016), basada en la obra ficticia de Siobhán Dowd y Patrick Ness, "A Monster calls"; aquí los protagonistas son el niño Connor y un tejo. La otra puede haber pasado desapercibida y es la que nos reúne hoy: Los milagros del cielo (Patricia Riggen, 2016), basada en la historia real de Christy Beam, madre de la protagonista de "Miracles from Heaven: A Little Girl and Her Amazing Story of Healing"; aquí los protagonistas son la niña Annabel y un álamo. Solo que en esta última, además, comparte elementos de religiosidad similares a la que también vimos hace un tiempo en Cine y Pediatría con El cielo es real (Randall Wallace, 2014).

Un milagro se define como algo que no puede ser explicado por una causa natural o científica. Y se dice que los milagros son una especie de intercambios, una expresión de amor, brindando más amor tanto al que da como al que recibe. Y es por ello que Los milagros del cielo, al igual que El cielo es real, se encuadran como películas cristianas, y son una invitación a creer en la vida, en el amor y la bondad sin importar la religión que sigas, una invitación a reflexionar sobre ese misterio que llamamos cielo. Y a nadie engañamos al publicar este comentario en el blog en estas fechas de Navidad y en un día como hoy.

Y tras la experiencia vivida por Christy Beam nos dice esto: "Albert Einstein dijo que hay dos formas de vivir la vida: una es como si nada fuera un milagro y la otra es como si todo fuera un milagro... Soy la primera en decir que no vivía mi vida como si todo fuera un milagro, hay mucho que no vi. Hay milagros en todas partes, hay milagros en la bondad. A veces aparecen de las formas más extrañas a través de personas que solo se atraviesan en nuestro camino, y de amigos queridos que nos apoyan pase lo que pase. Los milagros son amor, los milagros son Dios y Dios es perdón... los milagros son la forma como Dios nos hace saber que está aquí".

Y una historia así, más pronto que tarde, vería la luz en una película. Y para ello se unieron dos mexicanos, Patricia Riggen como directora y Eugenio Derbez como actor. Su experiencia previa en la película La misma luna (2007), una cinta que apostó por un matiz sentimentalista en un relato sobre migración y familia, fue el prolegómeno de esta película que hoy nos convoca, película que también juega entre el sentimiento y el sentimentalismo, pero ahora con un argumento abiertamente religioso.

Annabel Beam (Kylie Rogers, conocida por la serie Invisibles) tenía sólo cuatro años cuando empezó a padecer crisis de dolor intestinal y otros problemas digestivos. Con cinco años, sus intestinos quedaron completamente obstruidos y fue necesaria intervenirla de urgencia, la primera de muchas cirugías. Los médicos eran incapaces de determinar por qué su aparato digestivo no funcionaba como debiera y no se llegaba a un diagnóstico en los centros sanitarios de Texas, allí donde vivían: se barajaron alergias alimentarias, reflujo gastroesofágico o intolerancia a la lactosa, pero Christy Beam (Jennifer Garner, mucho más humana que en sus papeles de heroína en Daredevil o Elektra) estaba segura de que el problema de su hija era algo más serio. Finalmente, Christy y su marido Kevin (Martin Henderson, más conocido por la serie Shortland Street) acudieron a una segunda opinión, como siempre ocurre.

Se informaron de que un gastroenterólogo pediátrico del Boston Children’s Hospital estaba especializado en trastornos de motilidad gastrointestinal, el doctor Samuel Nurko (Eugenio Derbez). En vista de que no conseguían obtener una cita a pesar de meses de llamadas telefónicas y de cartas, decidió arriesgarse y tomó un avión hacia Boston con Annabel para presentar personalmente su caso al médico. La persistencia cobró sus frutos y el doctor Nurko pudo diagnosticar con precisión la condición de Annabel. La niña sufría, no de uno, sino de dos dolorosos trastornos digestivos, incurables y potencialmente mortales: seudoobstrucción intestinal crónica y trastorno de hipomotilidad antral.

El síndrome de seudoobstrucción intestinal crónica se caracteriza por cuadros clínicos recidivantes de obstrucción intestinal en ausencia de proceso obstructivo anatómico. Es poco frecuente, pero ocasiona mucha morbilidad, especialmente por la dificultad en el diagnóstico (con una media de retraso de 8 años desde el inicio de los síntomas) y tratamiento. Está causado por la alteración neurológica, muscular o de ambos componentes, de la musculatura lisa de toda víscera regulada por el sistema nervioso autónomo (no del intestino exclusivamente). Puede considerarse la forma más grave de alteración entérica neuromuscular, aunque menos frecuente, que las dispepsias funcionales, el intestino irritable o los vómitos cíclicos. Puede aparecer a cualquier edad, también en la infancia como el caso de Annabel. En función del segmento afectado existe dolor abdominal y distensión abdominal (80%), náuseas y vómitos (75%), estreñimiento (40%) y diarrea (20%). El tratamiento es multidisciplinario e individualizado, haciendo hincapié en la nutrición (con la necesidad de nutrición enteral como en nuestra protagonista), diversos fármacos y, en los casos más graves, son necesarios tratamientos paliativos endoscópicos o quirúrgicos.

El doctor Nurko, con sus corbatas estridentes y su estilo casi a lo Patch Adams, consiguió inscribir a Annabel en un prometedor estudio experimental, por lo que debía verla cada seis semanas, con lo que supuso de viajes continuos de Texas a Massachusetts. Pero a los ocho años algo inesperado ocurrió: un accidente que se convirtió en un milagro. Porque Annabel estaba jugando con su hermana mayor y se subieron al álamo gigante del jardín de la casa familiar. Pero la rama en la que se había encaramado crujió y calló diez metros por la oquedad interior del álamo, donde permaneció inconsciente y atrapada durante cinco horas y media hasta que el equipo de rescate consiguió por fin sujetarla con un arnés y subir su cuerpo hasta ponerla a salvo.

Lo que sucedió a continuación sigue siendo un misterio, porque lo que pudo haberla matado, la curó. Emergió del tronco del árbol húmeda, magullada e inconsciente, pero de forma no explicable se despertó en el hospital y ya no tuvo más síntomas intestinales y su abdomen hinchado había vuelto a su tamaño normal y era capaz de ir al baño también con normalidad. Por primera vez, después de años de alimentación por incómodas sondas, podía comer la comida habitual. Los médicos empezaron a retirarle sus medicaciones y se le dio el alta de su gastroenterólogo pediátrico, quien dijo: “Jesús debió estar con esa pequeña dentro del árbol, ¡porque está completamente sana!”.

Y como en la película El cielo es real, en los días que siguieron a su inesperada recuperación, Annabel compartió con sus padres lo que había sucedido durante las horas atrapada en las profundidades del álamo: “Mamá, fui al cielo mientras estuve en ese árbol. Me senté en el regazo de Jesús. Me quería quedar allí, pero me dijo que no podía....Todo resplandecía. La luz venía de todos los lugares, de las flores y de las plantas, incluso la hierba desprendía luz cuando andabas sobre ella”.

No es Los milagros del cielo una gran película desde el punto de vista cinematográfico: adolece de exceso de metraje y de ser previsible, y sus intenciones demasiado previsibles pueden no gustar a todos. Pero hoy la he elegido por los aspectos positivos que puede atesorar (y que parecen un buen objetivo para despedir hoy el año y comenzar otro con ilusiones renovadas): 1) porque puede ayudarnos a apreciar todos y cada uno de los pequeños milagros en nuestra vida diaria, tales como la salud y el amor de nuestros seres queridos; 2) porque podemos hacer que nuestras buenas acciones cotidianas sean los pequeños milagros; 3) porque la fe también forma parte del proceso curativo y del duelo frente a la enfermedad; 4) porque el verdadero milagro es saber vivir (con las dificultades y pruebas que la vida nos pone en el camino), porque vivir cualquiera sabe.

Y al final... la canción "Here comes the sun" de The Beatles. Y en ese momento los protagonistas reales de esta sorprendente historia, los padres y las tres hermanas. Y una reflexión final de la madre: "Cuando repaso todo lo sucedido, no puedo contar nuestra historia...". Pero lo hemos intentado. Feliz año 2017: que sea un año de cine... y que toquemos el cielo.