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sábado, 1 de agosto de 2020

Cine y Pediatría (551). “La sonrisa etrusca” que regalan los nietos a la vida de sus abuelos



Fui un lector empedernido en mi infancia, adolescencia y juventud. Algunos libros forman parte de nuestra imaginación de aquellos tiempos donde acabamos siendo uno más de la pandilla de “Los Cinco Secretos” y de “Los Siete Secretos” de Enid Blyton (predecesora de otras grandes de la novela juvenil británica como J.K.Rowling), viajamos en busca de aventuras en el mar con “Moby- Dick” de Herman Melville, penetramos en los misterios de aquellos monasterios del Medievo con “El nombre de la rosa” de Umberto Eco y nos divertimos con los libros de “Don Camilo” de Giovannino Guareschi. También compartimos los valores de “El principito” de Antoine de Saint-Exupéry o de “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach. Pero hay un obra, pequeña y quizás de un inesperado autor, que me dejó profunda huella y que podría responder a la típica pregunta de ¿dígame su libro preferido? 

El autor es José Luis Sampedro, cuya procedencia geográfica y cultural familiar tan variada (su padre había nacido en La Habana, su abuelo en Manila, su madre en Argelia y su abuela en Lugano, vivió hasta la adolescencia en Tánger y trabajó en Melilla) influyó sobremanera en su obra. Así es como comienza la vida esencial de un pensador del siglo XX y, además, todo un economista que se preocupó por la pobreza y que dejó un legado de obras esenciales de economía, siendo nombrado Catedrático de Estructura Económica. Compaginó a lo largo de su vida la actividad docente con la de economista en el Banco Exterior, pero también fue elegido miembro de la Real Academia Española. Pero un hecho marcó su vida: en 1980 nació Miguel, su único nieto, el cual inspiró su obra más leída, "La sonrisa etrusca", y esta es la novela que yo contestaría que es mi libro preferido (y mucho antes de ser abuelo). 

“La sonrisa etrusca” es una bellísima historia que relata la llegada de un anciano, Salvatore Roncone, a casa de uno de sus hijos en Milán para someterse a unas pruebas médicas. El choque de este cascarrabias, un pastor del sur de Italia apegado a la tierra calabresa, con la gran ciudad es en un principio un foco de conflictos. Pero al conocer a su nieto de pocos meses, que por casualidad lleva el mote de la guerra del abuelo (Bruno), se desata en él una ternura antes oculta, dando lugar a una metamorfosis. 

Es necesario tener un gran conocimiento del ser humano, como atesora José Luis Sampedro, para tocar los resortes que activan las sensaciones del alma, incluso las más sutiles, para construir una historia tan compleja como esta. Es necesario poseer el don de la escritura y de la vida para contar lo que en “La sonrisa etrusca” se cuenta. Y es preciso atesorar una sensibilidad primorosa para realizar un retrato del amor como se hace en esta novela. Porque el amor que el abuelo ahora siente por su nieto (y que no tuvo por nadie así en su vida) se desborda y llega también a su hijo, su nuera, y sobre todo a Hortensia, la mujer que ayudará al señor Roncone a modular sus recién aflorados sentimientos. Y Salvatore Roncone, el Bruno que luchó en la guerra contra los nazis, termina calando muy hondo. 

Pues qué mejor momento para desempolvar esta obra y estos sentimientos que esta semana en la que el pasado 26 de julio, San Joaquín y Santa Ana, acabamos de celebrar el Día de los Abuelos. Y llama la atención que con cuatro décadas de vida, esta obra solo haya visto dos adaptaciones a la escena: una para el teatro, en 2011, dirigida por José Carlos Plaza, con Héctor Alterio en el papel de Salvatore Roncone; y otra para el cine, en 2018, que es la que hoy nos convoca. 

La sonrisa etrusca (Oded Binnun, Mihal Brezis, 2018) es una adaptación cinematográfica en que se mantiene la esencia de la historia con otros nombres y otros lugares. Ahora el protagonista se Rory MacNeil (un magnífico Brian Cox) un escocés cascarrabias que abandona a regañadientes su querida y apartada isla de Vallasay para viajar a San Francisco en busca de tratamiento médico para su enfermedad terminal, que se descubre que es un cáncer de próstata en fase IV. Al mudarse con su hijo Ian (J.J. Field), al que hace quince años que no ve, y su nuera Emily (Thora Birch), la vida de Rory sufrirá una transformación a través del vínculo que establece con su nieto Jamie de 10 meses, justo cuando menos se lo espera. O, quizás, cuando más lo necesita. 

Se mantiene ese carácter huraño y desconfiado de nuestro protagonista que de vivir en plena naturaleza tiene que adaptarse a la gran urbe, y por ello le refunfuña a su hijo “Las malditas luces de la ciudad no dejan ver las estrellas”. Su hijo ahora se dedica a la gastronomía molecular, una peculiar metamorfosis de químico a cocinero que no le satisface, y su mujer pasa más tiempo en el trabajo que con su hijo a quien le están educando, según los consejos del pediatra y otros asesores, “en ser autónomo”. Y es ahí donde aparece el abuelo que todos llevamos dentro, para abrazarle y para consentirle. Un abuelo que conserva sus tradiciones, como su idioma galeico y su tradición de vestir el kilt en las ceremonias, pues como nos dice: “Un hombre que viste con kilt es un hombre y medio”. 

Una escena esencial es el encuentro de Rory con el célebre sarcófago etrusco en terracota policromada de los esposos de Villa Giulia, fechado hacia 520 a.C., y donde Claudia (Rosanna Arquette), una de las responsables del museo que acoge temporalmente esta escultura, le explica el significado de esa sonrisa en los esposos, pues es posible morir sonriendo. Esa sonrisa etrusca es la que acompañara a Rory en los últimos meses de su vida, con el apoyo de Claudia y con el sueño de que su nieto pueda conseguir llamarle seanair (abuelo, en galeico). 

El poder salvífico de los nietos hace que Rory relativice sus sentimientos y pase del deseo de sobrevivir a Campbell, su enemigo en la isla Vallasay, a transformar la propia vida de su hijo y nuera y que estos también se pregunten por el sentido de la vida. Y por ello su confesión a Ian: “No pienso cometer con él (su nieto) el mismo error que cometí contigo”. Y la reconciliación consigo mismo, con su hijo y con la vida llega cuanto todos regresan a Vallasay para su último viaje y sus palabras a su nieto dormido: “No estaré aquí mucho tiempo para guiarte. Pero mira siempre las estrellas. Te mostrarán el camino. Lo importe es: si amas a alguien, asegúrate de decírselo. No pienses que habrá un momento mejor, porque nunca lo hay”

Una digna versión cinematográfica, pese a lo complicado que es plasmar la complejidad y matices de la novela. Pero los directores israelíes Oded Binnun y Mihal Brezis han tomado valiente licencia para adaptar la universalidad de “La sonrisa Etrusca”, introduciendo sustanciales cambios que no mancillan, sino que homenajean esa conmovedora historia con sus aciertos y con sus defectos. Tenían, y es lo difícil, que ceñirse a dos horas de metraje para contar demasiados matices y para construir la magnitud de unos personajes muy complejos; y, aunque se precipita en determinados aspectos, se hace fuerte en los momentos más bellos y puros. Se podría hablar del montaje, de la música de Haim Frank Ilfman, de la fotografía de Javier Aguirresarobe, pero es poco relevante en películas de este tipo que van directas al corazón. Porque al final, en este homenaje a la tercera edad y a los abuelos y abuelas, volvemos a encontrarnos con esa escena que nos demuestra que también se puede morir con una sonrisa, con una sonrisa etrusca. 

Porque esta es la sonrisa etrusca que regalan los nietos a la vida de sus abuelos. Los abuelos y bisabuelos nos regalan la sabiduría que les da la edad. Y su amor. Y se dice que no hay en la vida de los nietos cómplice más hermoso que el abuelo y la abuela, pues en ellos se tiene a un padre o una madre, a un maestro y a un amigo.

sábado, 21 de mayo de 2016

Cine y Pediatría (332). "El olivo" mantiene sus raíces de abuelo a nieta


Las culturas mediterráneas están trenzadas alrededor del olivo, este árbol que ha sido venerado, cultivado y expandido desde los mismos tiempos en que se originan sus propias culturas. Ya sea en forma mitológica, religiosa o histórica, el origen de las civilizaciones o episodios destacados de su historia están vinculados al olivo. 
Un olivo creció en la tumba del propio Adán. Una pequeña rama de olivo llevada en el pico de una paloma anunció a Noé el principio del resurgir del mundo vivo que él rescató. Jesucristo entró en Jerusalén y fue recibido con palmas y ramos de olivo. Y Jesús de Nazaret lloró en el huerto de olivos ante la proximidad de su muerte que se consumaría en una cruz de olivo, según antiguas versiones cristianas. 
El olivo, al ser considerado un árbol sagrado servía como ofrenda de los mortales hacia los dioses en numerosas ocasiones. El olivo en Grecia simbolizaba la paz y la prosperidad, así como la resurrección, la fertilidad y la esperanza. Además se consideraba el aceite de oliva virgen como un elemento de gran valor al ofrecérselo como recompensa a los vencedores en las competiciones, junto con ramas trenzadas de olivo (y, originalmente, la rama no provenía de cualquier olivo, sino justamente del árbol sagrado de la Acrópolis, cuya historia está ligada a los orígenes de la cultura griega). Además, en época romana, la Bética fue la principal provincia productora de aceite de oliva durante los siglos de esplendor del imperio romano. 

Esta es una pequeña historia de la magia de un olivo, cuyo aspecto solemne y noble representaba lo que los hombres esperaban de una vida tranquila y serena. Y hoy la magia del olivo se conjuga con la magia de una actriz-directora madrileña: Iciar Bollaín. Ella debutó como actriz con tan solo 15 años para ser la Estrella adolescente de esa obra de luz y poesía fílmica que nos regaló Víctor Erice con El Sur (1983), pero también actuó en Malaventura (Manuel Gutiérrez Aragón, 1989), Sublet (Chus Gutiérrez, 1991), Tierra y Libertad (Ken Loach, 1994) o Niño Nadie (José Luis Borau, 1997), entre otras muchas. Y debutó como directora con tan solo 28 años en Hola, ¿estás sola? (1995), y hasta hoy ha dirigido un total de siete largometrajes, incluido la gran ganadora de los Goya 2003, Te doy mis ojos, con un total de siete estatuillas, incluido el de Mejor película. Y es precisamente su última película, la que lleva el título de El olivo, donde echa mano de una metáfora de la vida misma para mostrar el viaje emocional de su protagonista de la raíces del árbol a las raíces de su abuelo.

Alma (Anna Castillo) es una joven de 20 años que trabaja en una granja de pollos en el interior de Castellón, rodeada por la naturaleza y con una sencilla vida que gravita más en su abuelo que en sus padres. Su abuelo (Manuel Cucala) es la persona que más le importa en este mundo, cuyos recuerdos la transportan a la niñez que compartía con él entre juegos y risas, algunos muy simbólicos junto a un olivo milenario de gran tronco y que en su base simulaba la cara de un personaje de fábula. 
Un día, la familia deciden vender el olivo milenario en contra del abuelo, quien reconoce en él su propia memoria de la vida y las raíces familiares. Y les dice en su defensa: "El olivo es un árbol sagrado". Pero no lo consigue y, tras vender el olivo, el abuelo dejó de hablar y dejó de querer vivir: "Silencio. Ese castigo ya me lo conozco yo", le dicen sus hijos. Pero él sigue acudiendo al lugar que dejó el olivo, sentado allí dejando pasar el tiempo. Su nieta Alma está obsesionada con la idea de que lo único que puede devolverle el habla y la alegría a su abuelo es recuperar el olivo que vendió la familia contra su voluntad hace 12 años. 
Con la ayuda de unas amigas, consiguen localizar el olivo en una multinacional de Dusseldorf, y cuya figura se ha constituido en el eslogán de la compañía. Sin decir la verdad, sin un plan, y sin apenas dinero, Alma embarca a su tío "Alcachofa" (siempre magnífico Javier Gutiérrez, quien ya diera el do de pecho en La isla mínima), arruinado por la crisis, y a su compañero de trabajo Rafa (Pep Ambrós), quien está silenciosamente enamorado de Alma. Los tres inician una loca road movie con un destino indefinido, pero con el objetivo de traer el olivo de vuelta a la masía familiar. Y es en Dusseldorf donde consigue movilizar conciencias a través de las redes sociales (Facebook)... hoy una realidad. 

Y así, la propia Icíar Bollaín nos dice que la esencia de esta película procede de un poema de Mario Benedetti, un poeta tan querido en mi familia: “El olvido no es victoria sobre el mal ni sobre nada, y si es la forma velada de burlarse de la historia, para eso está la memoria que se abre de par en par, en busca de algún lugar que devuelva lo perdido; no olvida el que finge olvido, sino el que puede olvidar”. Porque ese olvido en esta película viene relatado de la mano de un olivo, y que une de manera certera e imborrable los lazos de cariño entre un abuelo y su nieta. El anciano silenciado ya en ese olvido, la nieta dispuesta a todo por mantener viva la memoria. Y el olivo, un símbolo de esa unión, el vínculo y la historia de toda una vida. Raíces, muchas raíces... dirigidas a la tierra y a los corazones. "Lo siento yayo, lo siento. He hecho todo lo que he podido. Es nuestro árbol, lo he encontrado... Te quiero tanto, yayo"

Al final de la película, cuando toda la familia planta un esqueje del olivo centenario en el lugar donde se encontraba, Alma comenta: "¿Os imagináis cómo será la vida dentro de dos mil años? A ver si esta vez lo hacemos un poco mejor...".  

Y poco más (ni nada menos) es la vida: tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Y porque este nuevo olivo se planta coincidiendo con el nacimiento de un nuevo "hijo": el libro Cine y Pediatría 5. 

sábado, 20 de junio de 2015

Cine y Pediatría (284): Abuelo, nietos, “Nuestro último verano en Escocia” y las feel good movies


Mañana comienza oficialmente el verano 2015. Ya hace cinco años, en los inicios de Cine y Pediatría, elaboramos una entrada de películas con sabor a verano. Muchas historias de la gran pantalla en esta estación, pero cuatro de ellas con especial sabor a infancia y adolescencia: Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971), Verano en Louisiana (Robert Mulligan, 1991), Verano de corrupción (Bryan Singer, 1998) y El verano de Kikujiro (Takeshi Kitano, 1999). 
Y a esas hoy sumamos una más, una pequeña obra que está resultando una pequeña revolución en su país (y fuera de él): Nuestro último verano en Escocia (Andy Hamilton y Guy Jenkin, 2014), que es su opera prima en el largometraje para el primero, si bien el segundo ya dirigió en 2003 El lenguaje de los sueños. Y es así como estos veteranos guionistas y realizadores televisivos nos regalan esta comedia familiar, comedia con sabor añejo y que nos traslada, de alguna forma, a las comedias que la productora británica Ealing fabricó desde el final de la II Guerra Mundial hasta mediados de los años 50 y que se caracterizaban por una saludable mezcla de cine popular y reflexión sobre su sociedad que, partiendo de unas situaciones insólitas y de un humor entre la amabilidad y la blancura, podían llegar a poseer aguijonazos de una atroz negrura. 

Con un papel esencial para los niños y un trabajo sensacional en la dirección de sus interpretaciones, Hamilton y Jenkin aplican su experiencia en el manejo del tempo de la comedia, tanto en la réplica y en la contrarréplica como en su montaje y puesta en escena. Las “feel good movie” o películas de buen rollo no suelen tener muy buena prensa (y más si llevan niños incorporados entre los protagonistas), aún cuando por lo general, consiguen llevar a su terreno a numerosos espectadores. Se les critica su tendencia calculado manejo de emociones, algo que ya un grande como Frank Capra dominaba a la perfección. Algo así es Nuestro último verano en Escocia, si bien, la realidad es que en un mundo cada vez más obsesionado por ser feliz, este cine de naturaleza optimista viene a ser como una cura para el alma, un alivio para nuestros a veces maltrechos corazones. Por algo recibió esta película el Premio del Público en la Seminci de Valladolid, y que tiene en su dirección de actores una de sus mayores fortalezas (y, más concretamente, la dirección de los actores infantiles). 

Nuestro último verano en Escocia nos muestra a una familia a punto de desintegrarse, pero aparentemente unida en torno al abuelo paterno, un anciano aquejado de una grave enfermedad que afronta su próxima muerte. El matrimonio en vías de separación, Doug (David Tennant) y Abi (Rosamund Pike), y sus tres excéntricos y casi encantadores hijos acuden a esa reunión familiar en casa de Gordie, el abuelo paterno (Billy Connolly), a quien deciden no decirle nada de dicha separación, de ahí que la hija mayor diga a sus padres “Necesito una lista de las mentiras que contaremos. Una lista nos irá muy bien”
Porque son tres hijos peculiares, cada uno con rol: Lottie, la hija mayor de 10 años, quien no soporta la mentira y lo apunta todo en su diario, especialmente las contradicciones de sus padres; Mickey, el hijo mediano de 6 años, un pequeño friqui de la cultura vikinga y que tiene en Odin su héroe mitológico; y Jess, la hija pequeña, de 4 años, una resalada niña que tiene como amigos a Eric y Norman (dos piedras con las que viaja) y que se provoca episodios de espasmos del sollozo pálidos cuando algo no le gusta. 
Y así, las que parecían ser una vacaciones para unir a la familia en el 75 cumpleaños del abuelo enfermo, sufre un peculiar giro tras una acción de los niños (en ocasiones más lúcidos que los adultos) y que hará que dejen de lado esas diferencias y se centren en luchar por lo que es realmente importante en sus vidas. Porque lo más llamativo del relato, aparte de comprobar la precocidad de los pequeños, que pueden pecar de una cierta excentricidad, es la sintonía perfecta que se establece entre abuelo y nietos, hasta el punto de que solo con ellos el anciano se encuentra a gusto en base a la sinceridad y a la ausencia de hipocresía que revelan. Abundan las frases para recordar del abuelo hacia sus nietos: 
“Me encuentro muy cabreado con esto de que voy a morirme” 
“Necesito vivir más y pensar menos” 
“Con el tiempo todos descubrimos lo que somos. Y el mundo tiene que aceptarlo”
“No deberíamos juzgar a nadie. Porque al final, nada de esas cosas importan” 
O las frases de los nietos: 
“Siento que haya muerto el abuelo. Me gustaba tener a alguien con quien hablar” 
“La próxima vez que alguien se muera en la playa se lo diré a un adulto y no le prenderé fuego”
“Estaré encantado de volver al colegio y escribir sobre lo que hice en mis vacaciones” 
“He tirado la libreta, no la necesito más” 

Porque el verdadero sentido de esta película es conocer (y reconocer) el gran valor de la relación entre abuelos y nietos, una relación siempre salvadora, en especial cuando (como en esta historia) la relación entre los padres se tambalea. Y, aunque en tono de comedia, surgen claramente algunas preguntas en esa figura de los periodistas: “¿Siente que ha fracasado como padre?, ¿describiría su matrimonio como disfuncional?”. Y esa reflexión final de los padres: “Si de algo sirve la muerte es para darnos una patada en el culo y decirnos: ama a los que te rodean”

La fórmula del éxito se fundamenta en las interpretaciones (en especial sus actores más jóvenes), la fotografía de Escocia de Martin Hawkins acompañada de breves atisbos musicales de Waterboys, notas celtas que siempre parecen estar gritando libertad. Todo ello mitiga este trasfondo de “cuento infantil” con mensaje mitológico de trasfondo, incluido el funeral vikingo y las apariciones ocasionales de avestruces (que tiene el significado espiritual de espíritu guardián). 

Porque Nuestro último verano en Escocia, pese a ser una “feel good movie” nos regala un gran valor: el espíritu guardián de un abuelo para un nieto. Un buen mensaje para comenzar este verano del 2015. Porque una sociedad que no respecta a sus abuelos, no respeta ni su dignidad ni su memoria.

 

sábado, 10 de noviembre de 2012

Cine y Pediatría (148). “El camino a casa”,… un poema visual dedicado a las abuelas


En la entrada de la semana previa hablamos de Zhang Yimou y de la épica cinematográfica de sus películas, entre ellas la magnífica El camino a casa. No es que hoy volvamos a hablar de la misma película, sino que por motivos de la traducción al español hoy comentaremos otra película de similar título, también procedente de extremo oriente, pero diferente. No es la primera vez que comentamos el problema que supone a veces la traducción de un título original (ver Cine y Pediatría 78). 

El camino a casa de Zhan Yimou (1999) es una película de China cuyo título original es “Wo de fu qin mu qin”. Nos relata el recuerdo de una gran historia de un amor; y acaba siendo un poema sobre la pedagogía y sobre la necesidad de honrar el esfuerzo y el trabajo de los padres. El camino a casa de Jeong-Hyang Lee (2002) es una película de Corea del Sur cuyo título original es “Jibeuro”. Nos narra con extrema sencillez la relación entre una abuela y su nieto; y acaba siendo un poema visual sobre la necesidad de honrar el esfuerzo y el amor de las abuelas (y abuelos), según consta en los créditos finales. 
La historia de esta película coreana es de una sencillez que puede alarmar a quien no la vea con los ojos de la simplicidad en el sentimiento. Una madre divorciada, que está buscando trabajo, lleva a su hijo de 7 años a pasar una temporada con su abuela, a quien no conocía. La abuela es muy anciana y vive en una zona rural aislada casi del mundo, no puede hablar, camina con dificultad y muy encorvada (lo que parece una espondilodiscitis anquilopoyética) y está perdiendo la vista. El niño procede de la ciudad y resulta ser muy caprichoso y algo maleducado. Una película de dos personajes (abuela y nieto), de dos mundos, de dos extraños y su encuentro sentimental a través del contacto. Nada que no se haya contado, pero, como ocurre muchas veces, no es el qué, sino el cómo. 

El camino a casa no es una película pretenciosa, y si una película real. Y basta para ello reconocer cómo fue la elección de los personajes. En el papel de la abuela se eligió a Kim Eul-Boon, una anciana quien, hasta ese momento, jamás había visto una película, ni sabía lo que eran; la casa que vemos es la suya en la realidad; y para los esporádicos papeles secundarios de otra gente de la aldea cercana eligió a personas corrientes de la zona, con lo cual se hace más creíble la relación entre la anciana y ellos. En el papel del niño Sang Woo se eligió a Yoo Seung-Ho, quien si tenía cierta experiencia ante las cámaras (trabajó previamente en una serie de televisión) y si logra convencernos de que es un niño malcriado. 
La película atesora largos silencios (fiel al clásico cine coreano, en donde destacan a nivel internacional el tétrico Chan-Wook Park y el poético Kim Ki-duk) y con ello nos dirige a la demostración de un amor a toda prueba, un amor sin límites que le da fuerza y paciencia a la anciana para hacer entender al niño que no es correcta su visión del mundo. El primer gesto de la abuela hacia su desconocido nieto es frotarse el pecho con una mano. Pero este rehúsa cualquier muestra de afecto y se pasa la mayor parte del tiempo jugando con un videojuego; e ignora sistemáticamente a su abuela, a quien incluso insulta. Las rabietas y el descontento inicial de Sang Woo cambiarán poco a poco, aunque éste se esfuerce en no demostrar afecto. Y vemos como Sang Woo regresa con su madre sin abrazar a su abuela, aunque finalmente corre hacia el fondo del autobús y le dice adiós, mientras él se frota el pecho con la mano. Una muestra sencilla de cómo consigue ver el mundo que le rodea con una nueva mirada de respeto y aprecio; y todo gracias a las manifestaciones de amabilidad y afecto por parte de su abuela, de quien aprende a aceptar y comprender los simples placeres de la naturaleza y de su vida cotidiana. 
Y este cambio de Sang Woo lo vamos apreciando en pequeñas dosis y en pequeñas escenas: la escena de la ropa tendida durante la tormenta; la simpática secuencia alrededor del pollo que la abuela cocina para su nieto y las reacciones de éste; la conversación de las dos abuelas en el mercado; la de las agujas enhebradas; cuando Sang Woo intenta que su abuela aprenda a escribir “estoy bien” y “te extraño”… y la recomendación de que si se enferma, le envíe una hoja en blanco y él “vendrá corriendo”; la referida despedida en el autobús; y la escena final de la abuela ascendiendo hacia su casa solitaria. 

El camino a casa es una película pequeña en su estructura, pero grande en su mensaje. Porque toca un tema que no es muy habitual: el respeto hacia los ancianos, el respecto a nuestros mayores, a nuestros abuelos. Esa figura tan importante en el desarrollo sentimental y anímico de los nietos y, por ende, de las familias y de la sociedad. Porque una sociedad que no respeta a sus abuelos es una sociedad que no se respeta a sí misma. Porque la realidad es que muchos ancianos viven, con demasiada frecuencia, ese tipo de maltrato afectivo y ese tipo de abandono,… y no hablamos de zonas rurales en Corea, hablamos de nuestras ciudades, hablamos de nuestro alrededor. Tal vez, entonces, esta película (aunque en otro contexto cultural) permita un poco de autocrítica, como para admitir por qué puede molestar tanto ver algo que sucede en la realidad, y no sólo en una película. 

Según la directora, ella ve a la abuela como un símbolo de la Naturaleza, que nos nutre y nos cobija. Porque para quienes tuvimos una abuela que nos cuidó de niños y a la que tuvimos la fortuna de corresponder como lo merecía, esta película nos llena de amor y de nostalgia.