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sábado, 21 de octubre de 2023

Cine y Pediatría (719) “20.000 especies de abejas”… abrazando la infancia trans

 

Que el cine español se declina en femenino en los últimos cinco años lo hemos recordado frecuentemente en Cine y Pediatría y sirva como ejemplo algunas películas ya destacadas: Verano 1993 (Carla Simón, 2017), Carmen y Lola (Arantxa Echevarría, 2018), La inocencia (Lucía Alemany, 2019), Las niñas (Pilar Palomero, 2020), Libertad (Clara Roquet, 2021), Chavalas (Carol Rodríguez Colás, 2021), La maternal (Pilar Palomero, 2022) o Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022), Todas ellas con éxito de crítica y público, multipremiadas, muchas con el Goya a mejor director novel (directora, claro está, en todas ellas). Y hoy llega una de las grandes (y agradables) sorpresas de este año con 20.000 especies de abejas (Estibaliz Urresola Solaguren, 2023)

Es 20.000 especies de abejas un poético título para un realista, conmovedor y luminoso retrato sobre la búsqueda de la identidad de una niña trans de 8 años y por el que la joven actriz vasca Sofía Otero hizo historia en la Berlinale de 2023, pues se ha convertido en la actriz más joven en ganar el Oso de plata a la mejor interpretación femenina. Es inolvidable su papel como Aitor/Lucía/Cocó. 

Cocó es el apodo con el que le llama su familia y reconoce que no encaja en las expectativas del resto y no entiende por qué. Todos a su alrededor insisten en llamarle Aitor, pero no se reconoce en ese nombre ni en la mirada de los demás; porque quiere ser y llamarse Lucía. Su madre Ane (Patricia López Arnaiz), sumida en una crisis profesional y sentimental, aprovechará las vacaciones para viajar con sus tres hijos a la casa materna en el pueblo, donde reside su madre Lita (Itziar Lazkano) y su tía Lourdes (Ane Gabarain), una familia estrechamente ligada a la cría de abejas y la producción de miel. Será un verano que cambiará sus vidas, la de las tres generaciones: la de Aitor/Lucía/Cocó, la de su comprensiva pero desorientada madre y la de su conservadora abuela. Tres generaciones enfrentándose a sus dudas y temores en relación con la transexualidad, con renuncias del pasado e interrogantes del futuro, algo que ya vimos de alguna manera en la película estadounidense 3 generaciones (Gaby Dellal, 2015). 

A su temprana edad, Aitor/Lucía/Cocó tiene muchas dudas, y así se confirma durante la película con las preguntas a su abuela (“¿Por qué soy así…?”), a su hermano mayor (“¿Tú crees que cuando estaba en la tripa de mama algo salió mal?”) o a su madre (“¿Yo me puedo morir para nacer otra vez siendo chica?”). Y mientras su madre pasa una gran parte del tiempo en el taller trabajando en sus esculturas de cera, Aitor lidia con su enuresis nocturna, su vergüenza al acudir a la piscina sin ropa, su oposición a que le corten el pelo,.. Y escucha a todos los que están a su alrededor, como esos consejos de un abuelo del pueblo: “La fe es un convencimiento de algo, pero que uno siente aquí dentro y por eso tira para adelante. Es como tener una certeza. Es una convicción de algo en lo que crees… La fe va más allá de lo que pueden ver nuestros ojos físicos, ¿entiendes?”. Y a tan joven edad, parece que sí lo entiende. 

El trato a la transexualidad de nuestro joven protagonista es sutil y respetuoso. Sus preguntas, su comportamiento, su pelo largo, sus uñas pintadas, la comprensión de su madre, las advertencias de la abuela ante los dimes y diretes de la gente del pueblo (“Ponle límites, ponle límites… No ves que eres tú el que le estás haciendo especial, consintiéndole absolutamente todo”). Y ese significativo cambio de bañadores en la poza del río con su amiga, a la que le confiesa que ”Mi verdadero nombre es Lucía”, la misma amiga que le expresó este bello pensamiento: “Mi abuelo dice que hay muchas especies de abejas y que todas son buenas”. 

Se ve representado Aitor por las sirenas, y aunque la madre le intenta hacer ver que no hay diferencia entre chicos y chicas (“Las sirenas son parte de la imaginación y la imaginación también es parte de la realidad”), el resto de la familia se percata de esa situación que está viviendo. El padre cree que le han consentido demasiado. La madre cree que no han sabido ver lo que pasaba. Y la escena de la fiesta familiar en que Ane accede a que Aitor se vista como una niña, es clave: porque finalmente el pequeño se quita el vestido y ello para evitar el enfado del padre y la tristeza de la madre. Desaparece en la fiesta y le buscan todos desesperadamente alrededor del río; todos gritan Aitor y en un momento dado, su hermano y su madre le llaman Lucía, para que aparezca. 

Y el final de 20.000 especies de abeja tiene el mismo sentido y sensibilidad que el resto de la historia. Una historia que cabe ver en versión original, para vivir ese bilingüismo entre el vasco y el español de sus protagonistas. Y por ello esta película entra por la puerta grande del buen cine, cine en español (y vasco) declinado en femenino. Cine alrededor de la transexualidad, pura poesía con un tema que en nuestra cinematografía patria ya lo hemos comentado previamente en otras dos películas, si bien estas de carácter documental: El viaje de Carla (Fernando Olmeda, 2014) y Me llamo Violeta (David Fernández de Castro y Marc Parramon, 2019). 

Porque 20.000 especies de abejas abrazan la infancia trans con la suma de un buen guion y dirección de Estibaliz Urresola Solaguren y una gran interpretación coral, con el destacado lugar de Sofía Otero. Una película que combina con identidad la prosa y la poesía cinematográfica para abordar la identidad de género, pues como nos advierte uno de los personajes, “lo que no tiene nombre, no existe”.

 

sábado, 7 de octubre de 2023

Cine y Pediatría (717) “Belfast”, el conflicto norirlandés a través de la inocencia

 

El director, guionista y actor cinematográfico y teatral británico Kenneth Branagh, nacido en Belfast, capital de Irlanda del Norte, nos ha regalado su película más íntima y personal, esos meses de su infancia tras el comienzo de un conflicto que tuvo en vilo a Gran Bretaña e Irlanda durante tres décadas en la segunda mitad del siglo XX. El título no podía ser otro que Belfast (Kenneth Branah, 2021), una película multipremiada, incluyendo sus 7 nominaciones a los Óscar y el galardón de mejor guion original. 

Una película en blanco y negro que comienza en color, con el color de la Belfast actual y que en un fundido subiendo una muro se convierte en una escena callejera del 15 de agosto de 1969, con las calles en blanco y negro de esta ciudad que, del irlandés Béal Feirste, significa “el vado arenoso en la desembocadura del río”. Calles repletas de niños jugando, vecinos transitando y charlando, y cuya paz se rompe con la aparición repentina de una turba a la vuelta de una esquina, con hombres enmascarados que arrojan piedras, cócteles Molotov y queman coches. Uno de esos chicos es Buddy (Jude Hill), el niño rubio de 9 años que es alter ego del director y que será el hilo conductor para que conozcamos a su familia, su ciudad y el conflicto norirlandés conocido como The Troubles. Porque fueron muchos “los problemas” de este conflicto armado interétnico nacionalista (el nacionalismo, de nuevo) y Buddy no entiende qué ocurre y por qué ocurre aquello, mientras su madre le saca del tumulto con la épica de una tapa de un cubo de basura y oye a su padre decir: “La maldita religión, ese es el problema”. 

Y es que el cine nos devuelve mucho arte, pero también otras enseñanzas. Y para entender bien esta película cabe conocer qué y por qué ocurrió este conflicto norirlandés. Un conflicto que enfrentó, por un lado, a los unionistas de Irlanda del Norte (de religión protestante, mayoritaria en la región), partidarios de preservar los lazos con el Reino Unido, y por otro lado, a los republicanos irlandeses, en su mayoría católicos y demográficamente minoritarios, partidarios de la integración del territorio en la República de Irlanda, país predominantemente católico. Ambos bandos recurrieron a las armas, y la provincia se hundió en una espiral de violencia que duró desde el 8 de octubre de 1968 hasta la firma del Acuerdo de Viernes Santo, el 10 de abril de 1998, que sentó las bases de un nuevo gobierno, en el cual católicos y protestantes comparten el poder. No obstante, la violencia continuó después de esta fecha y todavía continúa de forma ocasional y a pequeña escala. 

El conflicto comenzó durante una campaña de la Asociación por los derechos civiles de Irlanda del Norte para poner fin a la discriminación contra la minoría católica/nacionalista por parte del gobierno protestante/unionista y la fuerza policial. Los principales participantes en el conflicto fueron paramilitares republicanos como el Ejército Republicano Irlandés Provisional (IRA) y el Ejército Irlandés de Liberación Nacional (INLA); paramilitares leales como la Fuerza Voluntaria del Úlster (UVF) y la Asociación en Defensa del Úlster (UDA); fuerzas de seguridad estatales británicas como el Ejército Británico y el Royal Ulster Constabulary (RUC); y activistas políticos. 

Se contabilizaron más de 3.500 muertos en las tres décadas de conflicto, más de la mitad civiles. La mayoría de los asesinatos tuvieron lugar dentro de Irlanda del Norte, especialmente en Belfast y el condado de Armagh. Dublín, Londres y Birmingham también se vieron afectados, aunque en menor grado que la propia Irlanda del Norte. Ocasionalmente, el IRA intentó o llevó a cabo ataques contra objetivos británicos en Gibraltar, Alemania, Bélgica y los Países Bajos. 

Y con estos mimbres, Kenneth Brannag nos describe su primera infancia en el comienzo del conflicto en ese final de verano y otoño de 1969, en lo que es un homenaje incondicional a su familia, constituida por sus guapísimos y comprensivos padres, Ma (Caitriona Balfe, la protagonista de la serie Outlander) y Pa (Jamie Dornan, el guaperas de la trilogía 50 sombras de Grey), su hermana y hermano mayores y sus tiernos abuelos (con una irreconocible Judi Dench), y también el solidario vecindario. Y todo ello conviene vivirlo en su versión original, para oír a sus protagonistas hablar el particular galeico irlandés. Y la historia se ve arropada por el director de fotografía Haris Zambarloukos y una BSO de otro hijo predilecto de Belfast, el compositor, músico y cantante Van Morrison que nos regala múltiples temas a lo largo de la historia, títulos como “Warm Love”, “Stranded”, “Carrikfergus” y el colofón “And the Healing Has Begun”. 

Porque la familia de Buddy vive en un barrio mayoritariamente protestante de Belfast con unas pocas familias católicas, pero un día su comunidad - y todo lo que creía entender de la vida - se pone patas arriba. Y su familia también se ve atrapada en el caos del conflicto y debe decidir si se queda o abandona el único lugar que conocen como un hogar. Y así lo expresa una vecina: “Los irlandeses nacemos para irnos. Si no, el resto del mundo no tendría pubs. Solo hace falta que nos quedemos la mitad para que la otra mitad pueda ponerse nostálgica para los que se fueron. Para sobrevivir un irlandés solo necesita un teléfono, una Guinness y la partitura de Danny Boy (una de las canciones representativas de la cultura irlandesa)”. Y también Buddy oye otros consejos de su familia: “Sé buen hijo, pero si no puedes serlo, sé cuidadoso”; “Paciencia. Paciencia con las sumas. Paciencia con la chica”. Pero finalmente la situación empeora y tienen que tomar una decisión dolorosa para preservar la seguridad de la familia: “Estamos viviendo una guerra civil. Es momento de empezar de nuevo”. 

Y como le ocurriera a Steven Spielberg en su particular coming of age en Los Fabelman, algo similar le ocurre ahora a Kenneth Branagh en Belfast: el utilizar el cine como tabla de salvación ocasional y por ello se nos comparten escenas de Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), cuya escena mítica verá reflejada luego en las calles de su ciudad, El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966) o Chitty Chitty Bang Bang (Ken Hughes, 1968). Y, curiosamente, la única vez que vuelve a aparecer el color en la película es precisamente en alguna de estas proyecciones, por ese poder salvífico del cine.  

Kenneth Branagh nos muestra la honestidad de los grandes al conseguir ese equilibrio casi imposible entre la belleza en blanco y negro del cine de autor y la fluidez narrativa de los clásicos, explorando el conflicto irlandés con agudeza y sin crudeza (baste recordar algunas simpáticas escenas, como la del detergente biológico). Y Belfast termina con la misma emoción que hemos vivido y con esta dedicatoria: “Para los que se quedaron. Para los que se fueron. Y para todos los que se perdieron”. 

Porque Belfast es una manera de acercarnos al conflicto norirlandés a través de la mirada inocente de un niño, Buddy, que no es otro que el propio director.

 

sábado, 30 de septiembre de 2023

Cine y Pediatría (716) “Los Fabelman”, un coming of age que bendice al poder salvífico del cine

 

10 de enero de 1952, Nueva Jersey. Un niño de 7 años, Sammy Fabelman va a asistir a su primera película en el cine. Sus padres intentan explicarle cómo funciona el cinematógrafo para que no tenga miedo, sino ilusión: “Las películas son sueños que nunca olvidas, cariño”, le dice su madre. Y asiste a la proyección de El mayor espectáculo del mundo (Cecil B. DeMille, 1952), protagonizada por James Stewart, Charlton Heston y Gloria Grahame, y queda impresionado por las escenas, especialmente la del choque de trenes. Y entonces intenta reproducirlo con sus trenes de juguete y la cámara de grabar casera de su padre. Y a partir de ahí comienza a realizar pequeñas filmaciones con sus hermanas como protagonistas de historias inventadas. 

Y sí, las películas son sueños que nunca se olvidan. Por esto este film, Los Fabelman (Steven Spielberg, 2022) es un inspirador y emotivo homenaje al cine con el que Steven Spielberg rememora su infancia y adolescencia y descubre al mundo cómo se convirtió en el icono del cine que es, ese rey Midas del séptimo arte que acabó convirtiendo en oro todo lo que tocaba en la gran pantalla. Y es a través del personaje del joven Sammy Fabelman (Mateo Zoryan Francis-DeFord de niño, Gabriel LaBelle de adolescente) que nos relata de forma semiautobiográfica su ecosistema familiar, una familia judía en la década de los 50 formada por su excéntrica madre Mitzi (Michelle Williams), pianista en potencia, y su pragmático padre Burt (Paul Dano), ingeniero informático de profesión, así como sus tres hermanas y Bennie, un amigo de la familia. Sammy acaba descubriendo un secreto familiar que resultará devastador para el núcleo familiar y explora cómo el poder de las películas puede ayudarle a contar historias y, con ello, a superar los baches de la vida, entender el mundo a su alrededor y llegar a forjar su propia identidad. 

Lo que se dice todo un "coming of age" particular de Steven Spielberg que bendice el poder salvífico del cine. Y es que más de cinco décadas después de su debut, este director (también guionista y productor) ha hecho películas de todos los géneros y en todos los registros, para alzarse como una de las mentes más brillantes del séptimo arte y por ello es conocido como “El Rey Midas de Hollywood”. Y recodamos que ha sido nominado a mejor director hasta en ocho ocasiones, las mismas que Billy Wilder y solo superado por Martin Scorsese, con 9, y William Wyler, con 12. La primera por Encuentros en la tercera fase (1977) y la última precisamente por Los Fabelman (2023), y en el camino En busca del arca perdida (1981), E.T., el extraterrestre (1983), El color púrpura (1986), Múnich (2006), Lincoln (2013), y aquellas dos por las que si consiguió el ansiado Óscar: La lista de Schindler (1993) y Salvar al soldado Ryan (1998). Así mismo, recibió en 1987 el Premio en Memoria de Irving Thalberg, considerado un Óscar honorífico y destinado a premiar a personajes especialmente significantes en el mundo de la producción cinematográfica. Y cabe recordar que este director ya nos ha dejado dos películas en Cine y Pediatría: E.T., el extraterrestre y Mi amigo el gigante (2016).  

Y ahora en esta película somos espectadores de las vivencias de esta familia judía de los Fabelman. Cuando la familia se traslada a Phoenix por el trabajo del padre, existe un salto temporal para encontrarnos ya con un Sammy adolescente. El siguiente traslado de la familia, ahora a California, tiene un doble motivo: el nuevo trabajo de su padre en IBM y un tema personal que acaba siendo un secreto familiar entre Sammy y su madre. Pero aquí los inicios nos son fáciles, sufriendo acoso escolar por judío, viviendo la desadaptación de su madre y el divorcio final de los padres. Lo más simpático de esta etapa es la historia de ese primer amor con una chica cristiana que le quiere convertir en la fe y que le anima a que vuelva a grabar películas de nuevo. Y es así que en el baile de final de curso de la promoción de 1964 triunfa con la película sobre el Día de las Pellas; y es cuando el guaperas matón del instituto le dice: “La vida no se parece a las películas, Fabelman”. Y en este recorrido por su infancia y adolescencia, hay continuas referencias cinéfilas, como El cantante de jazz (lan Crosland, 1927) y La cabaña del tío Tom (Harry A. Poland, 1927), con la reconocida polémica en ese momento entre el cine mudo y sonoro; pero también la inspiración que obtuvo de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962). 

Y a partir de aquí se marcha a Los Ángeles. Ya con 18 años, no desea seguir en la universidad y finalmente logra un contrato en la productora CBS como asistente. Y ahí es cuando conoce a John Ford (interpretado por David Lynch, casi nada el guiño) y se ve rodeado en su despacho de carteles originales de sus películas míticas: Stagecoach, How Green Was May Valley, The Informer, The Seachers, 3 Godfathers, The Grapes of Wrath, The Quiet Man y The Man Who Shtot Liberty Valance. Y nos recuerda una breve conversación y el consejo de ese director: “Ahora, recuerda esto. Cuando el horizonte esta abajo, es interesante. Cuando el horizonte está arriba, es interesante. Cuando el horizonte está en el centro, es aburridísimo. Y ahora, que tengas suerte. ¡Y lárgate de mi oficina!”. Debieron ser los cinco minutos más memorables de su vida…y es el colofón de la película. Pues lo dicho, ¡que Dios bendiga a John Ford!... y a Steven Spielberg. 

En esta película tan particular para Spielberg, quizás de excesivo metraje (151 minutos), se volvió a reunir de los suyos: en la dirección musical, su inseparable John Williams (ya son 29 películas juntos, posiblemente la mayor unión de director cinematográfico y director musical de la historia), y en la fotografía, Janusz Kaminski. Y el guion lo coescribió con el ganador del Premio Pulitzer, Tony Kushner. Pero pese a ello, y a ser nominada la película a siete Óscar y a cinco Globos de Oro, no obtuvo ningún premio este personalísimo vistazo a la historia que marcó el cineasta y su legado. 

Porque quizás el secreto está en el horizonte, como le recordaba John Ford…Y en Los Fabelman, Spielberg nos explica su horizonte y su visión del mundo a través del acto de crear imágenes. Y, al menos, en cuatro películas caseras: cuando de niño reproduce con juguetes el accidente de tren de El mayor espectáculo del mundo descubre que el cine es el mejor antídoto para acallar miedos y traumas; cuando realiza su película bélica amateur descubre que la manipulación de las emociones puede llegar al corazón de la verdad; cuando monta esa película doméstica, los fotogramas le muestran lo que los ojos se niegan a ver; y cuando proyecta en esa fiesta de fin de curso su “beach movie” de instituto, se da cuenta de que el cine también es una forma perversa de venganza. Ninguna imagen es inocente, nos dice Spielberg, y es precisamente eso lo que hace del cine un reflejo de la condición humana. 

Por tanto, un nuevo homenaje del cine dentro del cine, con valor terapéutico, aunque no llegue al valor de otras dos películas míticas que ya hemos homenajeado desde Cine y Pediatría: Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) y La invención de Hugo (Martin Scorsese, 2011).  

 

sábado, 3 de junio de 2023

Cine y Pediatría (699), La infancia y familia según Yasujiro Ozu

 

Yasujiro Ozu era visto como uno de los directores "más japoneses", un perfeccionista cuyo trabajo fue raramente mostrado en el extranjero antes de la década de los sesenta, tiempo en el que combinó el blanco y negro y el color, el cine mudo y el sonoro. De hecho no empleó el sonido hasta 1935 según su reflexión: "¿Para qué buscar el ruido cuando reina el silencio?". Rodó un total de 53 películas, más de la mitad en sus primeros cinco años como director; y todas menos tres con los estudios Sochiku. Fue un firme defensor de la cámara estática y las composiciones meticulosas, allí donde su plano característico era el tomado desde solamente unos 90 centímetros sobre el suelo, esto es, el punto de vista de un adulto sentado sobre un tatami, nada más nipón que esto. Durante su vida recibió dentro y fuera de su país todo tipo de galardones y, tras su muerte en 1963 (se cumplen 60 años ahora), su fama alcanzó cotas aún más altas y su obra influyó en directores como Jim Jarmusch, Wim Wenders, Aki Kaurismäki o Hou Hsiao-Hsien. 

Fue un admirador confeso de Charles Chaplin y Harod Lloyd y, de hecho, sus primeras películas se inscriben en vertientes típicas de la industria estadounidense como el “slapstick” y que incluyeron el tema de la romántica vida del estudiante en obras como Me gradué, pero… (1929) y He suspendido, pero… (1930). Un repaso a su filmografía esencial incluye su obra más universal, Cuentos de Tokyo (1953), pero también otras como Primavera tardía (1949), Las hermanas Munekata (1950), El comienzo del verano (1951), Crepúsculo en Tokyo (1957), Flores de equinoccio (1958), La hierba errante (1959) o El sabor del sake (1962). Y en ellas siempre aparece otra de las señas de identidad en el cine de Ozu: el de ser el uno de los directores que más y mejor ha reflexionado sobre la familia en la historia del cine (quizás en el cine contemporáneo solo esté a su altura otro director japonés, Hirozaku Koreeeda). 

Pero si hoy recordamos su figura en Cine y Pediatría es porque tiene dos películas donde los niños son una pieza fundamental como reflejo de los anhelos y las frustraciones de los adultos, en un entorno que gravita entre el hogar, la escuela y el grupo de amigos: una película muda y en blanco y negro, He nacido, pero… (1932), otra sonora y en color, Buenos días (1959). Y lo sorprendente de estos niños de Ozu (todos varones) es su espontaneidad en la pantalla para mostrarnos lo divertida, tozuda, dulce, temeraria, orgullosa, solidaria y egoísta que es la infancia. Dos películas lejanas, pero llenas de espontaneidad y frescura, para aquellos que quieran revisar a este particular director, ya universal. 

He nacido, pero… (1932) 

Algunos la consideran aún hoy una de las grandes películas sobre niños de la historia del cine, descrito al inicio como “un cuento para adultos”. Fusiona el “slapstick” y el “shoshimin", un subgénero que nace en aquella época prestar atención a las fricciones sociales del oficinista medio y su familia con un Japón pleno de mutaciones. Una obra en tono de comedia con ese proceso de aprendizaje de los dos hermanos protagonistas a través de una sencilla historia que resguarda unos cuantos mensajes sobre la jerarquización social del mundo de los adultos, y que tiene bastante de autobiográfico. Porque recién trasladados a un suburbio de Tokio, los dos pequeños protagonistas, Keiji (Tomio Aoki) y Ryoichi (Hideo Sugawara), deberán adaptarse a su nueva escuela y a sus nuevos compañeros de colegio (“Este es nuestro nuevo hogar. Debéis ser amables con los chicos de aquí”), entre los que se encuentra Taro, el hijo del jefe de su padre, con quien establecerán una dura disputa sobre cuál de los respectivos padres “es más importante”. El principio no es fácil, pues son acosados por los otros chicos, pero poco a poco consiguen el liderazgo del grupo de esos alumnos vestidos con el uniforme escolar del régimen. Y cuando aprecian que su padre tiene una actitud de sumisión hacia su jefe de su oficina, se sienten decepcionados y no dudan en reprochárselo abiertamente. 

Las escenas de los niños enlazan con la de los adultos, en ocasiones sugiriendo un paralelismo. Y la mirada de los dos hermanos sirve para poner en evidencia la gris existencia de su padre, un empleado resignado a pasar el resto de su vida laboral en el puesto de oficinista. Y la pregunta entre ellos: "¿Crees que papá es importante?” Y su rebeldía hacia él: “Nos dices que lleguemos a ser alguien y tú no lo eres”, pues no aceptan que sea el asalariado de un jefe. Y siguen sus quejas: “Soy más fuerte y saco mejores notas que Taro. Si voy a acabar trabajando para él, no pienso ir al colegio”. Y ante esa confusión de los hijos la madre intercede y el padre se resigna: “Sé cómo se sienten. Es un problema con el que tendrán que vivir siempre… Espero que no acaben siendo un empleado pelota como yo”. 

Es una película curiosa y simpática, un documento cinéfilo cuyos diálogos son los carteles en grafía nipona y que, en algunos momentos, puede hacerse algo difícil de ver pasadas ya las nueve décadas de su estreno. Y ello porque el completo silencio, sin la musicalidad que el cine mudo tenía en occidente, puede condicionar el visionado. Que es cierto que se compensa con la peculiar historia de esta pandilla de chicos y sus simpáticas secuencias, como con el cartel colgado en la espalda de uno de los alumnos: “Está mal de la tripa. Por favor, no le den de comer”. Y la historia transcurre mientras, como un leitmotiv, el tren pasa continuamente cerca del nuevo hogar. Y al final, mientras esperan para atravesar las vías del tren, los hermanos preguntan a Tao”: "¿Qué padre es el más importante, el tuyo o el mío? Y caminan abrazados al colegio. 

Buenos días (1959) 

Casi tres décadas después de He nacido, pero..., Ozu crea esta comedia, sonora y en color, que vendría a ser una actualización de esa joya del cine mudo, pero destacando los lógicos y notorios cambios temporales en su país. De nuevo, las familias, el hogar, la escuela y el mundo adulto son sabiamente entrelazados con sus habituales dosis de encanto y elegancia. Aquí con la aparición de la lavadora y el televisor en las vidas domésticas. 

Estamos en los años 50 en un barrio en las afueras de Tokio. Una comunidad en la que todo el mundo se conoce y que se dan los “buenos días”, pero donde se piensa que la presidenta de la comunidad de vecinos se queda con las cuotas para comprarse electrodomésticos. Y a la salida del colegio, los niños se congregan en casa de los únicos vecinos que tienen televisión, y allí prefieren ver los combates de sumo que hacer los deberes o estudiar inglés. En cada hogar se mezclan los altibajos laborales con las complicaciones de la vida doméstica, también en la familia Hayashi, donde los hermanos Minoru (Kôji Shitara) e Isamu (Masahiko Shimazu) exigen a sus padres que les compren un televisor. Y al no atender su petición, deciden iniciar una huelga de silencio. Una historia sencilla de vecinos, sueños y realidades, donde la tele aparece como señuelo, también en algunas conversaciones: “Estoy en contra de comprar una. Alguien dijo que la tele produciría cien millones de idiotas…Significa que todos acabaremos atontados”. Y se preguntan, “¿Demasiadas comodidades no son buenas?”

De nuevo, como en He nacido, pero… aparecen alumnos uniformados que acuden al colegio y saludan a su profesor en la calle quitándose el sombrero, de nuevo profesores y familias sensatas, o esa repetición de gestos entre los chicos (aquí se empujan con la mano en la frente del otro, imitando al profesor de inglés), de nuevo un leitmotiv visual (en aquella el tren, ahora las personas que cruzan por el camino situado en la cuesta del fondo) o las notas de humor (como ese marido que a cada ventosidad que se le escapa recibe la pregunta de su mujer “¿Me llamabas?” o el vecino ebrio que no encuentra su casa) y las continuas conversaciones (“Hay vecinos por todas partes, a no ser que te vayas a vivir a las montañas”). Y el pequeño Isamu que siempre dice “I love you” a todos, salvo en su huelga de silencio, y que recupera cuando finalmente la tele llega a su hogar. Y ese otro chico que siempre pide calzoncillos limpios a su madre… 

Y con Yasojiru Ozu conmemoramos de una forma muy especial que estamos a punto de alcanzar en Cine y Pediatría otra cifra centenaria, pues la próxima semana será el post número 700 de este proyecto que es una oportunidad para la docencia y la humanización en nuestra práctica clínica.

 

sábado, 14 de enero de 2023

Cine y Pediatría (679). “Manolito Gafotas”, de Carabanchel Alto al mundo


Elvira Lindo, nacida gaditana y afincada como madrileña, es una escritora y periodista española que llevamos en la memoria por su personaje literario, Manolito Gafotas, quien apareció en la década de los 90 como la historia de este niño y su familia en el barrio madrileño de Carabanchel (Alto) y que destaca por la caracterización de unos personajes que son típicos de la sociedad española y con el que tanto nos hemos identificado o, al menos, tanto nos hemos sonreído. El éxito obtenido con estos libros en cuanto a su volumen de ventas lo convirtió en todo un clásico de la literatura infantil española, y del que se han publicado ocho novelas, todas bajo el sello de la editorial Alfaguara Infantil y Juvenil, salvo el último que lo hizo Seix Barral: “Manolito Gafotas” (1994), “Pobre Manolito” (1995), “¡Cómo molo!: (otra de Manolito Gafotas)” (1996), “Los trapos sucios de Manolito Gafotas” (1997), “Manolito on the road” (1998), “Yo y el Imbécil” (1999), “Manolito tiene un secreto” (2002) y “Mejor Manolo” (2012l). 

Y con estas novelas nos trasladamos a la casa de los García Moreno, al bar Tropezón, al parque del Árbol del Ahorcado y a los asientos del camión Manolito y a ese soniquete que era la canción “Campanera” de Joselito. Pero, sobre todo, evocamos a esos personajes que rodean a Manolito Gafotas: Catalina, su madre, famosa por sus collejas cuando se enfada; Manolo, su padre, camionero de profesión y quien se pasa mucho tiempo viajando para sacar adelante a la familia y seguir pagando las letras del camión; su hermano pequeño, al que llama El Imbécil, y que siempre lleva su chupete, presto a ofrecerlo al que lo necesita; Nicolás, el abuelo materno, que suele vestir de chándal, tiene predilección por los tintos de verano, sufre prostatitis y tiene en su dentadura una de sus posesiones más preciadas; su mejor amigo, Orejones López, y otros amigos como Yihad, el chulito del barrio, Paquito Medina, el más listo de clase, Arturo Román, que todo lo pregunta, Mostaza, Jessica la exgorda, cursi y pija, y Susana Bragas-Sucias; La Luisa, la típica vecina cotilla que de todo se entera y todo lo cuenta, y su marido, Bernabé, con su famoso peluquín; Sita Asunción, la profesora, quien normalmente llama a todos sus alumnos “delincuentes” y sueña continuamente con la jubilación; o el Señor Solís, el conductor del autobús escolar. 

Con unos antecedentes literarios así, no tardaría en que el personaje se trasladara a la pantalla, tanto a la grande con dos películas, como a la pequeña con una serie de televisión. Y nos detenemos principalmente en la primera adaptación: Manolito Gafotas (Miguel Albadalejo, 1999). Porque bajo el son de “La Campanera” y con la imagen del Bar el Tropezón comienza la voz en off de ese niño: “Este es mi barrio en el verano pasado, Carabanchel Alto. Habrás oído hablar de él porque es uno de los barrios más importantes de Europa. Mi abuelo dice que el suelo de Carabanchel es horroroso, pero que el cielo es de lo más bonitos del mundo, como las pirámides de Egipto o el rascacielos de King Kong”. Aquí se contó con el niño David Sánchez del Rey para el papel de Manolito, Adriana Ozores y Roberto Álvarez eran los padres, y Antonio Gamero el abuelo. 

Y los diálogos y la habitual voz en off de Manolito, nos saca una sonrisa (aunque quizás no tanto como las historias leídas en las novelas). He aquí algunas de sus sensatas reflexiones: “En el Parque del Ahorcado solo hay un banco para cinco viejos. Pero como siempre hay uno meando, porque están todos de la próstata, no tienen problema de espacio”, “Y ese es El Imbécil, mi hermano. Es un mote cariñoso que le puse el día que vino a este mundo para molestarme”, “Y ahí estamos nosotros. Mi mejor amigo, El Orejones López, Susana Bragas Sucias, Yihad el chulito de mi calle, y el de detrás soy yo, Manolito García Moreno, más conocido en Carabanchel como Manolito Gafotas… A mí me gusta que me llamen Gafotas. En mi barrio todo el mundo que es un poco importante tiene un mote. Antes de tener un mote, yo lloraba bastante; desde que soy Manolita Gafotas, insultarme es una pérdida de tiempo”, “Yo sabía que las collejas estaban sobrevolando mi cabeza en aquellos momentos. Una colleja es una torta que te da una madre, o en su defecto cualquiera, en un lugar del cuerpo que se llama nuca”… 

Y las aventuras trascurren entre la familia, el colegio y el barrio, como todas las historias de niños de barrios. Y donde Catalina pasa a la fase de madre histérica con asiduidad y le dice a sus hijos y al abuelo: “Yo os abandono. Fijaros lo que os digo, yo os abandono y me quedo más ancha que larga”. Y donde el abuelo siempre le defiende, tanto de la madre (“No le des tanto al niño en la cabeza, que está estudiando”), como de los malos momentos, incluido el suspenso en matemáticas (“Cervantes, Einstein, Carlos Marx, Julio Verne, todos unos genios. Y no creas que se le daban tan bien las matemáticas…”, un pensamiento bien asertivo). Y en el colegio esas redacciones al final del curso sobre el verano, redacciones que suelen ser iguales a las del año pasado, pues “no cambia casi nada”, como se explican los alumnos. Y una especial mención a esas dos guardias civiles, Benítez (Geli Albadalejo) y Cardona (cameo de la propia Elvira Lindo), a las que el abuelo se les sincera: “Yo les digo una cosa. Si no me voy al asilo es por mis nietos. Porque a mí ese matrimonio me tiene muy harto”. 

Y estas “espeluznantes” historias de verano de Manolito tienen un final muy “made in Spain” con la familia comiendo un arroz marinero mientras una banda, al borde del mar, toca la canción “La campanera” de Joselito. Y entonces recordamos las palabras de Manolito Gafotas: “El mar. Eso es lo único que le faltaba a Carabanchel Alto para ser perfecto. El mar”. 

Luego llegaría la segunda y última adaptación para el cine, con un resultado tan pobre que creo que no les quedaron ganas de una tercera película. Hablamos de Manolito Gafotas en ¡Mola ser jefe! (Joan Potau, 2001), quien traslada las “espeluznantes” historias a las vacaciones de Navidad. Aquí se contó con el niño Doro Berenguer para el papel de Manolito, María Barranco y El Gran Wyoming eran los padres, y Vicente Haro el abuelo, con un papel para Oscar Ladoire como tío, tan desacertado como el resto. Y fue más adelante cuando apareció la serie de Antena 3 televisión, Manolito Gafotas (Luis Oliveros, Antonio Cuadri y Antonio Mercero, 2014) y que contó con 13 episodios, donde solo Adriana Ozores y Antonio Gamero repitieron el papel de la primera película, pero tampoco el resultado de la crítica fue muy positivo. 

Así pues, para rememorar a este personaje que llegó de Carabanchel Alto a través de las novelas de Elvira Lindo, recomiendo revisar solo la adaptación cinematográfica del alicantino Miguel Albadalejo. Ambiente costumbrista y cómico en el seno de la denominada como clase media baja más cañí, pero es a través de la mirada de este niño que nuestra escritora nos introduce a temas inauditos, e incluso revolucionarios, en la literatura infantil del momento, pues se hablaba de mucha temática social. Porque para muchos millenials, Manolito Gafotas es un amigo más. Y para los que somos de generaciones previas, quizás también.

 

sábado, 31 de diciembre de 2022

Cine y Pediatría (677) “Cinco lobitos”… tiene mi loba


Hoy, último día del año 2022, es un buen momento para revisar el cine español del año que termina. Y un buen indicador (no el único, claro) son las nominaciones a los próximos Goya 2023, carrera liderada en este sentido por cuatro películas: As bestas de Rodrigo Sorogoyen, con 17 nominaciones; Modelo 77 de Alberto Rodríguez, con 16; Alcarràs de Carla Simón y Cinco lobitos de Alauda Ruiz de Azúa, con 11 nominaciones cada una. Y cabe destacar estas dos últimas películas, un ejemplo más de lo que viene ocurriendo en los últimos años en el séptimo arte y que no es otra cosa que la afortunada rotura del techo de cristal de las mujeres en el campo de la dirección cinematográfica. Y es que precisamente la temática del próximo vídeo de presentación de Cine y Pediatría 12, que presentaremos en el Festival Internacional de Cine de Alicante en mayo de 2023, va a ir dedicado a las mujeres del cine que han contribuido a romper este injusto techo de cristal. 

Sobre la barcelonesa Carla Simón ya hemos hablado largo y tendido al comentar su ópera prima en el largometraje, Verano 1993 (2017), ese poema fílmico sobre la infancia de obligada prescripción; y con Alcarràs no solo ha conseguido ser la primer mujer española en ganar el Oso de Oro en Berlín, sino que será la representante por nuestro país a Mejor película internacional en los próximos premios Óscar. Y ahora llega la vizcaína Alauda Ruiz de Azúa, quien, tras forjarse en el corto, debuta con su ópera prima en una película con título de canción de cuna, Cinco lobitos, título que ya se utilizó en la filmografía patria con la película dirigida en 1945 por el peculiar director Ladislao Vajda, y con una temática bien diferente a ésta (por cierto, una película dirigida por este director húngaro que trabajó en distintos países, pero que en España tuvo su gran epicentro con obras como Marcelino pan y vino - 1955 - , Mi tío Jacinto - 1956 - y Un ángel pasó por Brooklyn – 1957 -, u obras maestras como El cebo - 1958 -). Dos ejemplos prototípicos de mujeres de cine y de un cine de mujeres, y para muchos críticos las dos mejores películas del año 2022 en España.  

Y es Cinco lobitos una hermosa película - sencilla pero compleja – de mujeres para reflexionar sobre maternidad en ambas direcciones, que consiguiera la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga. Porque toda madre también es hija y la relación entre ambas cambia cuando llega un nuevo ser a la familia. Una historia que tiene la habilidad de que mostrarnos el ser madre, el ser hija, el ser abuela, el ser esposa, el ser amante,… además de esa visión de la maternidad en ambas direcciones, y gracias al duelo interpretativo de Laia Costa, en el papel de Amaia, y de Susi Sánchez, en el papel de Begoña. “Lo queréis todo a la voz de ya”, dice Begoña a su hija, porque ser hija es otra forma de ser madre. 

Amaia es un joven millennial de 35 años quien acaba de tener su primer hijo con su pareja, Javi (Mikel Bustamante). A partir de ese momento surge la inseguridad ante la maternidad, la depresión postparto, el dilema de cómo cuidar y alimentar al bebé, las noches en vela, el plantearse cuándo volver al trabajo, la relación de pareja… Porque la crianza millenial no ha solucionado aún la asimetría en la responsabilidad que recae en la mujer y en el hombre. Y es así como Amaia vive en Madrid en estado de alerta y enfado con casi todo lo que le rodea y se traslada a la casa de sus padres, Begoña y Koldo (Ramón Barea), en un pequeño pueblo costero del País Vasco. Y lo que nos cuenta la película es fácilmente identificable por el espectador, pero con las bazas de la calidad de su guion, dirección, interpretación y simplicidad técnica. 

Una película demoledoramente sentimental, destacable si al espectador no le importa llorar a raudales (a los que les moleste que le cuenten así lo que ya creen saber, absténganse). Y las palabras que se dirigen entre ellos marcan el camino. Como esas palabras de Amaia a su recién nacida (“Tienes que ser feliz, tienes que ser feliz. Prométemelo un poquito”), a su pareja (“¿Por qué no nos separamos ya?”) o a su madre (“No sé lo que estoy haciendo”, a lo que su madre le responde con claridad, “Estás haciendo lo que puedes, lo que puedes”). Y las nuevas circunstancias que acaecen en la salud de Begoña le hace también reflexionar sobre su vida (“A veces uno es feliz y no lo sabe”), sobre su matrimonio (“Ha sido un marido horroroso, pero un buen padre”), sobre su propia maternidad (“¿Cómo era yo de madre?”) o sobre su próxima partida (“Y quiero que me incineren. Nada de cuerpo presente… ¿Y qué vas a hacer con tu padre?”). 

Cinco lobitos es un visceral retrato de la maternidad y de de esa relación madre-hija que se mantiene de por vida, basada en la propia experiencia de la directora y de varias de sus amigas (y de muchos espectadores, ya verán), y que trata de ser un retrato generacional que dignifica lo doméstico y donde se demuestra que somos quienes somos por quién nos crio, para bien o para mal. Y todo ello en esta familia de cinco lobitos, las dos parejas y la hija recién nacida, donde cariño, responsabilidad y amargura se mezclan en ese vínculo que une y separa a cada miembro de la familia. 

Porque a veces somos felices y no lo sabemos… y entonces entonamos el “Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos, detrás de la escoba. Cinco que tuvo, cinco crio, y a los cinco lobitos, tetita les dio”.

 

sábado, 3 de diciembre de 2022

Cine y Pediatría (673) “Fue la mano de Dios” una catarsis autobiográfica desde el cine


«“Yo hice lo que pude. Creo que tan mal no me fue”. Diego Armando Maradona, el mejor futbolista de todos los tiempos». Con este texto previo comienza esta película que con la cámara nos transporta desde el mar a la costa y apreciamos el perfil de la ciudad de Nápoles en los años 80. Nos referimos a Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino, 2021)

La mano de Dios es el nombre con el que se conoce al gol anotado con dicha parte del cuerpo por el futbolista Diego Maradona en el partido entre Argentina e Inglaterra en los cuartos de final de la Copa Mundial de Fútbol de 1986, disputado el 22 de junio (cuatro años después de la Guerra de las Malvinas) en el Estadio Azteca de la Ciudad de México. Y en ese mismo partido metió el considerado el “gol del siglo”. Un partido y dos goles para la historia… en un Mundial que finalmente ganaría la propia Argentina en su final frente a Alemania. Y de esta anécdota mundialista tan apropiada para estas fechas de este atípico Mundial de Qatar que estamos viviendo nos sirve para comentar la película más autobiográfica del italiano Paolo Sorrentino, toda una catarsis cinematográfica de su adolescencia alrededor de su familia y sus sueños, en este caso con el joven Fabietto Schisa como su alter ego, quien nos demuestra su pasión por el fútbol, mientras una tragedia familiar da forma a su futuro incierto, aunque prometedor, como cineasta. 

Paolo Sorrentino es un director y guionista napolitano que inicia su carrera cinematográfica en 2001, y consigue en 2008 el Gran Premio del Jurado de Cannes con El divo, sobre la figura de uno de los personajes más controvertidos de la política italiana, Giulio Andreotti. Aunque su gran éxito internacional llega en 2013 con La gran belleza, con la que consigue el Óscar a mejor película de habla no inglesa, amén de otros muchos galardones. Le siguen otras obras entre las que cabe destacar La juventud en 2015 (basada en una novela homónima de la que es autor), Silvio (y los otros) en 2018, película ficcionada sobre Silvio Berlusconi, y las series de televisión The Young Pope (2016) y The New Pope (2020). Y es con Fue la mano de Dios con la que llega su película autobiográfica, pues su infancia y adolescencia es la de Fabietto Schisa (Filippo Scotti, quien recibiera el Premio Marcello Mastroianni al mejor actor revelación), y para ello Sorrentino vuelve a la ciudad que lo vio nacer para contar su historia más personal: un relato sobre el destino y la familia, los deportes y el cine, el amor y la pérdida

Porque Sorrentino comenzó siendo un escritor de éxito, y eso se deriva en su filmografía que tiene un estilo personal entre surrealista, barroco y existencialista, y en donde analiza personajes, grupos de poder político y autoridades religiosas, una trayectoria que aporta un retrato de la Italia contemporánea. Para muchos críticos de cine es el gran sucesor de Federico Fellini por sus montajes y composición estética coral, por la combinación de fotografía y banda sonora. 

Su crianza en una típica familia napolitana se identifica con el personaje principal de Fue la mano de Dios, su historia personal y familiar. Allí donde se nos presenta a Fabietto y sus padres, Saverio Schisa (Toni Servillo, su actor fetiche) y María Schisa (Teresa Saponangelo), así como su protector hermano Marchino (Marlon Joubert). Tras ellos, la admirada erotizada tía Patrizia (Luisa Ranieri) y su celosísimo esposo Franco (Massimiliano Gallo), así como la excéntrica baronesa Focale (Betty Pedrazzi) o el paternal y varonil Alfredo (Renato Carpentieri). Y muchos otros personajes peculiares como la Sra. Gentile con su abrigo perenne de visón (incluso en verano), Geppino, Capuano, Maurizio, Marriettiello, Graziella,… Una película coral napolitana y universal, con personajes y escenas que se cruzan en un meditado desorden. 

Una familia que se sigue preguntando si Maradona llegará al Nápoles desde el F.C. Barcelona: “Si Maradona no viene al Napoli, me suicido”, dice el abuelo; aunque hay opiniones para todos los gustos: “Yo creo que Pelé y Di Stéfano son mejores que Maradona”. Y Fabietto comparte sus pensamientos de adolescente entre el fútbol, su tía Patrizia (quien compromete a todos tomando el sol desnuda) y el cine que le va rodeando poco a poco (los castings a los que acude su hermano o Graziella, entre Fellini y Zefirelli) y cuya magia descubre en una grabación en la Gallería Humberto I (una de las galerías más populares del país junto con la Galleria Vittorio Emanuele II de Milán). 

Pero por esta historia de Fabietto (alter ego del director) se mezclan escenas muy diversas, que forman parte de su particular catarsis cinematográfica, y que van de su escuela Don Bosco Salesianos a sus escapadas a las playas nudistas de Capri y Estrómboli o al propio Vesubio, con sus vivencias en aquella familia que se las daba de comunista (y por ello cambiaban de canal con un palo de escoba, pues no iban a comprar un mando a distancia), pero cuyo epicentro es la peculiar relación beligerante entre sus padres y ese accidente por una fuga de gas que le dejó huérfano por una mortal intoxicación por monóxido de carbono. Y a partir de entonces decide que quiere ser director de cine y que su tía Patrizia sea su musa, aunque acaba ingresada en un centro psiquiátrico ante la depresión por no poder ser madre. 

Y de ahí surge su declaración: “La vida, ahora que mi familia se ha desintegrado, ya no me gusta. Quiero otra imaginaria, igual que la que tenía antes. La realidad ya no me gusta. La realidad es mediocre. Por eso quiero hacer cine. Aunque solo haya visto tres o cuatro películas”. Y aunque le recomiendan que no se vaya a Roma y se quede en Nápoles, finalmente se marcha…y ve al monachello, personaje de leyenda napolitano, ese niño con un vestido largo de monje y un sombrero puntiagudo en la cabeza y que suele aparecer en las frías noches de invierno y en la oscuridad de las horas nocturnas. 

Y ven en familia el partido del Mundial de México contra Inglaterra, y al ver la realidad de aquel gol, el abuelo dice: “¡Ha metido el gol con la mano! Ha vengado al pueblo argentino, vejado por el infame ataque imperialista en las Malvinas ¡Es un genio! Es un acto político. Es la revolución. Los ha humillado, ¿entiendes?”. Y luego Maradona seguiría haciendo historia en Nápoles donde jugó 8 años (1984-1992), a donde llegó como un héroe y consiguió dos Scudettos, pero en 1991 dio positivo en cocaína tras un partido y le cayeron 15 meses de suspensión. Ese fue su fin en el Nápoles, se marchó por la puerta de atrás, muy bajo de forma y con un sinfín de líos a sus espaldas. Pero Nápoles no le ha olvidado de él (como no lo hacen del Dr. Moscati), y de hecho el estadio San Paolo pasó a denominarse Diego Armando Maradona tras su fallecimiento hace ahora dos años. 

Se denomina catarsis a ese instante de lucidez en el cual vemos más de lo que normalmente vemos, y que nos permite una visión de quiénes somos, de cómo somos o de qué nos sucede y nos devuelve emociones y reflexiones. Algo así es para Paolo Sorrentino su película Fue la mano de Dios - y quizás también para los espectadores -, pues esta catarsis ayuda a cerrar la herida de quedarse huérfano en el camino de su adolescencia. Y para ello nos regala ese paseo en lancha por el golfo napolitano bañado con la luz dorada de un atardecer de finales de verano, esa euforia al celebrar el gol de "El Pelusa" en el balcón de casa o ese creer estar enamorado tantas veces como sea necesario. Y todo muy a la italiana, con ese cosmos que es la familia, donde caos y orden suceden en muy poco espacio de tiempo. Porque, salvando las diferencias, Fellini lo hizo desde la ciudad eterna, y Sorrentino lo hace desde Nápoles.

 

sábado, 12 de noviembre de 2022

Cine y Pediatría (670) “CODA”, el remake que hizo oídos sordos para alzarse con el Óscar

 

Posiblemente la 94 edición de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (conocidos popularmente como Premio Óscar), la última celebrada en marzo de 2022, será recordada por tres hechos: sin duda, por ser la edición del guantazo que le arreó Will Smith (premiado con el Óscar a mejor actor por El método Williams) al presentador Chris Roc; pero también por ser el año que se decidió premiar con el Óscar a menor película a la más cómoda de las producciones, el “remake” CODA: Los sonidos del silencio (Sian Heder, 2021) y el año que se decidió ignorar a la película Mass (Fran Kranz, 2021), de la que hablamos la semana pasada, sin una mísera nominación. 

Los Premios Óscar es raro el año que no guardan alguna polémica. Pero en el caso de CODA: Los sonidos del silencio ya algunos se plantean si no ha sido la peor ganadora de la historia a mejor película. Y ello por varios motivos: 1) por ser un remake de la deliciosa película francesa La familia Bélier (Éric Lartigau, 2014) (y ya sabemos que las copias gringas de películas europeas no suelen acabar bien, como veremos luego) y que no aporta nada nuevo (sino, más bien resta); solo una película que fuera un remake consiguió antes el Óscar a mejor película, y esa fue Infiltrados (Martin Scorsese, 2006), quien gracias a la maestría de su director y un buen elenco actoral estuvo a la altura de la película original hongkonesa Juego sucio (Infernal Affairs) (Andrew Lau, Alan Mak, 2002); 2) por ser la primera cinta desde casi cuatro décadas, con el caso de Cabalgata (Frank Lloyd, 1933), que consigue este galardón sin ser nominada en dirección, edición o ambas, y la primera en cuatro décadas que lo gana sin una nominación en apartados técnicos; 3) por la poca relevancia de sus actores, a excepción Troy Michael Kotsur, que se alzó con el Óscar a mejor actor de reparto por su papel del padre de familia. Incluso la crítica la sitúa en peor lugar que otras premiadas con el Óscar a mejor película y que plantearon dudas en su momento, como Gente corriente (Robert Redford, 1980), Paseando a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989), Crash (Colisión) (Paul Haggis, 2004), Argo (Ben Affleck, 2012), Moonlight (Barry Jenkins, 2016), La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017) o Green Book (Peter Farelly, 2018). 

CODA es el acrónimo de Child of Deaf Adults, es decir, “hijo de padres sordos”, lo que ya delata el contenido de la película. Este término fue acuñado por la fundadora de la organización CODA, Millie Brother, donde se nos comunica que el 90% de los hijos de adultos sordos pueden oír normalmente, por lo que son hijos que se mueven entre dos culturas, la de los sordos y la de los oyentes, y deben adaptarse a ambas, especialmente porque los padres sordos pueden llegar a depender de sus hijos hablantes. Y, en realidad, la historia de La familia Bélier se reproduce en CODA: Los sonidos del silencio, aunque cambiando lugar y nombres: la familia francesa de ganaderos en La familiar Bélier pasa a ser una familia yanqui de pescadores; nuestra protagonista adolescente, la hija oyente, pasa de llamarse Paula (la cantante y actriz francesa Louane Emera) a llamarse Ruby (la actriz británica Emilia Jones, vista en la película Nuestro último verano en Escocia); el papel de madre pasa de la actriz francesa Karin Viard a la icónica actriz sorda estadounidense Marlee Martin, ganadora de un Óscar a mejor actriz por Hijos de un dios menor (Randa Haines, 1986); el hermano menor de Paula pasa a ser ahora el hermano mayor de Ruby; el peculiar profesor de música M. Thomasson (Éric Elmosnino) se convierte en el peculiar profesor de música Bernardo Villalobos (Eugenio Derbez, visto como director en la película del año 2013 No se aceptan devoluciones o como actor en la película dirigida en el año 2016 por Patricia Riggen, Los milagros del cielo); y los hermosos temas musicales “Je vole” o “Je vais t´aimer” de Michael Sardou se intercambian por otros temas como el “You´re All I Need Get By” de Marvin Gaye y Tammi Terrell o el “I've Got The Music In Me” de The Kiki Dee Band; y quizás aquí el novio de Ruby, interpretado por Ferdia Walsh-Peelo (visto en su debut en Sing Street, dirigida por John Carney en 2016), tenga un papel algo más relevante que su homónimo en la película francesa. Por tanto, aunque CODA: Los sonidos del silencio intenta ser un remake diferencial con estos cambios, la esencia es la misma respecto al mensaje (incluso con escenas que son casi un plagio), pero pierde toda la frescura de La familia Bélier.  

Aún así, en ambas películas apreciamos ese mensaje claro de los hijos e hijas denominados con el acrónimo CODA. Porque el personaje de Ruby es el de una adolescente que se levanta de madrugada para ir a pescar con su padre y hermano, que estudia y da clases de música, pero que también es la traductora de la familia y la que les cuida en distintas situaciones; y que tiene en la canción su tabla de salvación. Por ello, se entienden sus palabras: “No tienes ni idea de cómo es oír a la gente reírse de tu familia…y tener que protegerlos. Ellos no oyen, pero yo sí” o “Yo llevo toda la vida haciendo de intérprete. Es agotador. Lo que sé es cantar. Es todo para mí”

En conclusión, La familia Bélier fue para mí una película inolvidable y muy recordada, tanto por la forma como por el fondo. Y aunque CODA: Los sonidos del silencio es una buena película, deja bastante indiferente si has visto primero la película francesa. Pero lo que no debiera quedar duda, es que ésta no es la mejor película del año 2021, ni de lejos, por mucho que el peculiar jurado de los Premios Óscar le haya concedido ese galardón,… haciendo oído sordos (o quizás por ello) de otras películas que merecieron ese galardón por mayores méritos cinematográficos. 

Pero la costumbre de los "remake made in USA" no es nueva, y aunque generalmente no trae buenos resultados, siguen en el empeño. Recordamos algunos títulos: Tres hombres y un bebé (Leonard Nimoy, 1987) que versiona la francesa Tres solteros y un biberón (Coline Serreau, 1985); Secuestrada (George Sluizer, 1993) que versiona la holandesa Desaparecida (George Sluizer, 1988); Mentiras arriesgadas (James Cameron, 1994) que versiona la francesa Dos espías en mi cama (Claude Zidi, 1991); Diabólicas (Jeremiah Chechik, 1996) que versiona la francesa Las diabólicas (H.G. Clouzot, 1955); Una jaula de grillos (Mike Nichols, 1996) que versiona la francesa Vicios pequeños (Edouard Molinaro,1978); El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999) que versiona la francesa A pleno sol (René Clément, 1960); Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001) que versiona la española Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997); Infiel (Adrian Lyne, 2002) que versiona la francesa La mujer infiel (Claude Chabrol, 1969); Alfie (Claude Chabrol, 2004) que versiona la británica Alfie (Lewis Gilbert, 1966); Sin reservas (Scott Hicks, 2007) que versiona la alemana Deliciosa Martha (Sandra Nettelbeck, 2001); La huella (Kenneth Branagh, 2007) que versiona la británica La huella (Joseph L. Mankiewicz, 1972); Funny Games (Michael Haneke, 2007) que versiona la alemana Funny Games (Michael Haneke, 1997); Cuarentena (John Erick Dowdle, 2008) que versiona la española REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007); La cena de los idiotas (Jay Roach, 2010) que versiona la francesa La cena de los idiotas (Francis Veber, 1998); The Tourist (Florian Henckel von Donnersmarck, 2010) que versiona la francesa El secreto de Anthony Zimmer (Jérôme Salle, 2005); LOL (Lisa Azuelos, 2012) que versiona la francesa Bienvenido al mundo de LOL (Lisa Azuelos, 2008); Un funeral de muerte (Neil LaBute, 2010) que versiona la británica Un funeral de muerte (Frank Oz, 2007); Déjame entrar (Let Me In) (Matt Reeves, 2010) que versiona la sueca Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008); Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (David Fincher, 2011) que versiona la sueca Los hombres que no amaban a las mujeres (Niels Arden Oplev, 2009); Elsa & Fred (Michael Radford, 2014) que versiona la argentina Elsa & Fred (Marcos Carnevale, 2005); El secreto de una obsesión (Billy Ray, 2015) que versiona la argentina El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009); Asesinato en el Orient Express (Kenneth Branagh, 2017) que versiona la británica Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974); The Upside (Amigos para siempre) (Neil Burger, 2017) que versiona la francesa Intocable (Olivier Nakache, Eric Toledano, 2011); Gloria Bell (Sebastián Lélio, 2018) que versiona la chilena Gloria (Sebastián Lélio, 2013); Después de la boda (Bart Freundlich, 2019) que versiona la danesa Después de la boda (Susanne Bier, 2006); La decisión (Roger Michell, 2019) que versiona la danesa Corazón silencioso (Bille August, 2014); o Muerte en el Nilo (Kenneth Branagh, 2022) que versiona la británica Muerte en el Nilo (John Guillermin, 1978), entre otras. 

 

lunes, 29 de agosto de 2022

François Truffaut, un tsunami en busca de la infancia perdida


Volvemos a comentar la relación entre el proyecto Cine y Pediatría y la revista de cine y educación Making Of, una relación con objetivos comunes (usar el séptimo arte como herramienta docente) que ya se prolonga durante 9 años. Y que se ha materializado en diversas publicaciones que he podido realizar en esta revista.

Todo comenzó con la publicación en el año 2013 del artículo “Cine y Pediatría: ¿te atreves a prescribir películas”. Continuó en el año 2019 con el artículo “Adolescentes “en tierra de nadie” y sus protagonistas de cine (parte 1 y parte 2)”, en el año 2021 con los artículos “La belleza y la reflexión del cine iraní en los ojos de sus niños protagonistas” y  “La familia y la infancia desde el punto de vista de Hirozaku Koreeda”. Y a esta colaboración se suma hoy una más. Y acabamos de publicar "François Truffaut, un tsunami en busca de la infancia perdida". 

Porque La Nouvelle Vague irrumpió a finales de la década de los 50 y supuso una renovación del lenguaje cinematográfico sobre la que se ha escrito ríos de tinta. Esa ola sacudió las costas del séptimo arte galo y mundial, donde la figura de François Truffaut fue clave en su tránsito de crítico insobornable a director aclamado, un hombre que prefirió el cine (y la lectura) a la propia vida y un director que tuvo en las mujeres y en la infancia sus dos mayores puntos de interés. 

El cine de Truffaut fue muy biográfico, donde su desafortunada infancia y adolescencia le marcó de por vida. La confusión entre su vida y la ficción que imaginó fue tal que creó un alter ego cinematográfico, Antoine Doinel, personaje encarnado por Jean-Pierre Léaud durante dos décadas. Y se ha llegado a decir que toda su obra es una búsqueda de la infancia perdida donde cabe considerar tres películas esenciales para entender esa búsqueda: Los cuatrocientos golpes (1959), El pequeño salvaje (1969) y La piel dura (1976), películas que rindieron homenaje explícito a la infancia y la educación desde ángulos distintos pero complementarios. Tres películas a las que habría que añadir el cortometraje Les mistons (Los mocosos) (1957). 

Niños y niñas para el recuerdo desde la óptica de Truffaut para adentrarnos en la problemática educativa en la infancia, especialmente de los menores abandonados de una u otra forma por la familia y la sociedad que los acoge. Y sencillamente porque, según sus palabras, “la infancia es el mundo que mejor conozco”.

Os dejamos el documento completo para su lectura y el acceso al número correspondiente de la revista  Making Of.
 

sábado, 23 de abril de 2022

Cine y Pediatría (641). La polivisión familiar de Jaime Rosales en “La soledad” y “Hermosa juventud”

 

Jaime Rosales es un peculiar director español fiel a un cine muy característico, sosegado e introspectivo, al que le gusta narrar historias de personajes urbanos corrientes e inmersos en los problemas de la cotidianeidad. Y para ello se fundamenta en varios pilares, como es el buen retrato de sus personajes (cuyos actos tienen consecuencias y de los que son responsables bajo una perspectiva ética), el buen manejo del tempo narrativo, los silencios y los fueras de campo, incluso con recursos de gran originalidad como la polivisión (herramienta que permite dividir la pantalla en dos mitades para mostrar puntos diferentes de la misma escena). Es Jaime Rosales un buen alumno de Robert Bresson o de Yasujiro Ozu, cineastas que declara admirar. En realidad, Rosales comenzó a trabajar como guionista de cine y televisión, pero para expresar ese mundo interior propio, hace que en el año 2000 funde con José María de Orbe la productora Fresdeval Films, con la que sacará adelante sus proyectos “sobre temas de interés social, humano y cultural”, como él mismo declaró. 

Su primer largometraje, Las horas del día (2003) no pasa desapercibido, allí donde Abel, un tipo de apariencia apocada que cuida a su madre postrada en la cama, esconde el triste alma enferma de un asesino, sin razones aparentes para matar, a no ser el hastío interior que propicia el entorno social donde se desenvuelve. Pero su despegue en el séptimo arte deviene con La soledad (2007), película que se alzó con tres Goyas, incluida Mejor película, desbancando a la gran favorita de esa edición, como fue El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007). Luego llegaron Tiro en la cabeza (2008), basada en el asesinato de los dos guardias civiles a manos de tres terroristas etarras, Sueño y silencio (2012), sobre cómo un accidente transforma la vida de una familia, Hermosa juventud (2014), alrededor de la supervivencia de dos jóvenes en la España actual, Petra (2018), sobre la búsqueda del padre que no se conoció, y Girasoles silvestres (2022), aún pendiente de estreno. 

El cine de Jaime Rosales reclama un público que vaya más allá del cine de entretenimiento, dispuesto a esforzarse para disfrutar de sus historias y de su honestidad detrás de la cámara. Y en Cine y Pediatría quiero hoy reseñar dos de sus obras, aquellas que han sido premiadas en el Festival de Cannes, y que atesoran aspectos de interés en relación con la familia, la juventud y los hijos: La soledad y Hermosa juventud

- La soledad (2007) disecciona la vida paralela de dos mujeres y madres a través de sus problemas y superaciones. Y para ello fragmenta la historia en cinco capítulos (I. Adela y Antonia; II. La ciudad; III. La tierra firme; IV. El ruido de fondo; y V. Epílogo) y la pantalla en dos partes en casi todas las escenas de interior (esa polivisión, que una vez vista no se olvida). Una experiencia visual, con cámara fija, incluso con planos vacíos donde los personajes dialogan fuera de plano, actores poco conocidos que impresiona por su naturalidad en esos entornos vitales llenos de ruido ambiente.

Historias paralelas y encontradas en Madrid de dos madres coraje, Adela y Antonia. Adela (Sonia Almarcha), en la tercera década de su vida, separada de su marido Pedro (José Luis Torrijo, Goya a mejor actor revelación), deja atrás su pueblo leonés natal para marcharse con su hijo lactante a la capital. Antonia (Petra Martínez), en la sexta década de su vida, regenta una tienda de barrio y la buena relación con sus tres hijas (Helena, Nieves e Inés) se complica ante varios acontecimientos familiares. Adela comparte piso con Inés y su novio y sus vidas se cruzan, allí donde la carestía económica no es ajena al devenir de sus personajes para salir adelante. Y dos hechos inesperados cambian el devenir de los acontecimientos: “Siento vergüenza, me siento culpable de que si no me hubiese ido a Madrid…” confiesa una abatida Adela a su abatido marido. Y con esa polivisión que aporta Rosales a sus escenas, sentimos la soledad de una madre de perder un hijo y la soledad de unas hijas de perder una madre. Sin más. Y sin menos. 

- Hermosa juventud (2014) narra las vivencias de Natalia (Ingrid García Jonsson) y Carlos (Carlos Rodríguez), dos jóvenes enamorados que acaban de entrar en la veintena y que luchan por sobrevivir en la España actual dentro de su barrio de Madrid. Natalia vive con su madre separada, y dos hermanos menores; Carlos con una madre enferma y casi inválida. Son parte de esa juventud ya tan reconocible que no tienen grandes ambiciones porque no albergan grandes esperanzas y se ahogan entre botellones en los polígonos industriales y en esos barrios alrededor de la M30, M40 y M50. 

Se buscan la vida con cualquier trabajo con el que puedan sacar algo de dinero y por ello, y por el dinero fácil, llegan a grabar una película porno casera (es tal el descarnado realismo que hasta forma parte del elenco Torbe, el conocido productor español de cine X). El embarazo inesperado de Natalia complica las cosas, tal como le expresa su madre: “Fantástico, genial. ¿Qué piensas hacer? Tú no tienes trabajo, yo no tengo dinero. No es un buen momento para que tengas un hijo, Natalia”. Y las dudas se ciernen sobre Carlos: “Lo único que pienso es que va a venir y no voy a poderle dar nada. No voy a ser un buen padre… Aún quiero seguir haciendo mis cosas. Y con un niño cambia todo”

Y al igual que Jaime Rosales en La soledad se apoyó narrativamente en la polivisión, aquí recurre a un peculiar uso de la cámara a través de los videojuegos y chats para narrar la historia y las movidas de pareja, así como una original manera de describir el embarazo y nacimiento de su hija. Un buen recurso narrativo para llegar al nacimiento de Julia, que se convertirá en el principal motor de sus cambios. 

Es en esos momentos cuando Natalia comienza la frenética entrega de curriculums en tiendas y comercios, con poca (o nula) esperanza. Y comienza a dimensionar una realidad que obviaron previamente, lo que demuestra en los consejos que da a su hermano menor: “Si dejas de estudiar te va a pasar como a mí y como a Carlos y no vas a tener nada”. Y ello junto con las dificultades propias de la crianza, expresadas en esta reflexión de su madre: “Si te dijeran lo duro que es, nadie tendría hijos. Desapareceríamos del planeta”. Y todo ello en un entorno donde la palabra paro todo lo cubre, paro en los hijos, en los hermanos… y en los padres. 

Natalia, Carlos y su hija viven en la casa de la abuela materna. Surgen las discusiones de pareja porque él “no está dando un palo al agua” y algo le deja claro: “No te enteras de que tenemos una niña, no te enteras de que la tenemos que sacar adelante”. Y ya la situación no da para más, pues cada vez son más en casa y la abuela no puede tirar del carro con el mismo dinero. Así que Natalia busca irse fuera de España, porque “para limpiar váteres no hace falta alemán” y “a cualquier sitio mejor que éste si aquí no hay nada que hacer”. Y es aquí donde surge un recurso narrativo similar al anterior, con esas imágenes de móvil y chats que pasan deprisa y sin sonido, para contar su viaje y experiencia en Alemania. Y esas conversaciones por Skype con Carlos y con su madre, quien se quedó al cargo de la hija. Pero, finalmente en Alemania, el futuro no llegó a ser tan alentador, y acaba haciendo lo mismo que hizo en España con el porno, solo que ahora sola. Y así termina esta Hermosa juventud, con un fundido en negro. Y ahora a digerirlo…, pues probablemente nuestra realidad actual iguale o supere lo aquí descrito. 

Dos ejemplos en la filmografía de Jaime Rosales para entender la ética y la estética de este peculiar director que nos enfrenta a su particular polivisión de una realidad familiar y social que no nos es ajena, y con tres maternidades de fondo (la de Adela, la de Antonia y la de Natalia). Pero que, cuando nos la muestra con este grado de verismo, sentimos que esa hermosa juventud está tan alejada de nuestro ideal que nos deja sumida en una profunda soledad.

     


miércoles, 27 de octubre de 2021

La familia y la infancia desde el punto de vista de Hirokazu Koreeda

 

Es Making Of es una empresa integrada por pedagogos, periodistas, técnicos y profesionales que promueven la utilización de los medios de comunicación y de las tecnologías de información y comunicación (TIC) como recurso pedagógico. Editan tres revistas: Comunicación y Pedagogía, Revista de Literatura y Making Of. Y la relación de Cine y Pediatría con la revista Making Of ya se prolonga durante 8 años. 

Todo comenzó con la publicación en el año 2013 del artículo “Cine y Pediatría: ¿te atreves a prescribir películas”. Continuó en el año 2019 con el artículo “Adolescentes “en tierra de nadie” y sus protagonistas de cine (parte 1 y parte 2)”. Continuó en el año 2021 con el artículo “La belleza y la reflexión del cine iraní en los ojos de sus niños protagonistas” . Y acaba de publicarse el artículo “La familia y la infancia desde el punto de vista de Hirozaku Koreeda” y que hoy compartimos con vosotros. 

Porque Hirokazu Koreeda es uno de los directores japoneses actuales de mayor éxito y ya uno de los grandes directores asiáticos vivos. Aunque está empeñado en reinventarse, en ser un director diferente a cada paso, lo cierto es que su cine concentra un tema clave: su particular visión de ese ecosistema que es la familia y la infancia, de forma que consigue extraer grandes interpretaciones de sus actores, incluso verosímiles de los niños de sus películas. 

Siete películas de Koreeda permiten sumergirnos en esa visión particular de la familia y la infancia desde oriente. Todo comenzó con “Nadie sabe” (2004), ese brutal relato de supervivencia contado a vista de niño; continuó con “Still Walking/Caminando” (2008), sobre la importancia del núcleo familiar, aunque sea una familia desestructurada unida por el cariño, el resentimiento y los secretos; “Kiseki/Milagro” (2011), ese milagro del reencuentro familiar de dos hermanos que viven separados y que nos acerca a la indisolubilidad espiritual de la familia; “De tal padre, tal hijo” (2013), nos plantea quién es nuestro verdadero hijo, si alguien con el que pasamos todo nuestro tiempo o alguien con el que compartimos la sangre?; “Nuestra hermana pequeña” (2015), una profunda reflexión sobre cómo madurar sin la figura de los padres, y hacerlo en un hogar que es un espacio de supervivencia libre de resentimientos; “Después de la tormenta” (2017), ese infinito y delicado ecosistema producto de relaciones entre abuelos, padres e hijos; y, finalmente, “Un asunto de familia” (2018), allí donde Koreeda condensa todos los dilemas acerca de las relaciones humanas y familiares, rompiendo esquemas tradicionales. 

Películas que han ido sembradas de premios. Aunque el mejor premio para el espectador, es la poesía crítica, con sentido y sensibilidad, de cada una de estas obras.