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sábado, 27 de marzo de 2021

Cine y Pediatría (585). Pequeños gigantes… que se llaman por su nombre

 

La temática gay en la adolescencia se ha visto reflejada en Cine y Pediatría ya en películas de diferentes latitudes: la canadiense C.R.A.Z.Y. (Jean-Marc Vallée, 2005), la española A escondidas (Mikel Rueda, 2014), la rusa Children 404 (Askold Kurov , Pavel Loparev, 2014), la francesa Cuando tienes 17 años (André Téchiné, 2016), la islandesa Hearstone: Corazones de piedra (Gudmundur Arnar Gudmudsson, 2016), la estadounidense Con Amor, Simón (Greg Berlanti, 2018). Y hoy se suman dos más, dos películas de cine independiente que conservan su título original en las pantallas de nuestro país: la italiana Call Me by Your Name y la canadiense Giant Little Ones. Dos películas de iniciación con la orientación sexual como bandera y con críticas diversas entre la ética y la estética, pero, sin duda, dos películas desde el respeto al tema tratado. 

Call Me by Your Name (Luca Guadagnino, 2017) es la adaptación cinematográfica de la novela homónima del estadounidense André Aciman, publicada en el año 2007 y que narra un romance entre un joven italiano y judío de 17 años, Elio, y un estudiante estadounidense y judío de veinticuatro años, Oliver. Las incontables críticas positivas llevaron a esta novela a ganar el premio literario Lambda, el mayor certamen de ficción LGBTIQ. Y la película es fiel a la novela, y se ambienta en el verano de 1983 en algún lugar del norte de Italia (grabada en la provincia de Cremona) donde Oliver (Armie Hammer) llega a la casa de la campiña como ayudante del padre de Elio, un profesor de arqueología. 

La película nos traslada, en un largo metraje de 130 minutos, al brillo y la pereza del verano, entre los baños del río y los paseos en bicicleta, acompañados del sonido del agua, las chicharras y las campanas de la iglesia, tiempo de canciones de transistor y de frutas del tiempo, con sus amaneceres y atardeceres, con el calor externo e interno de un verano que trastornó los sentimientos de Elio (Timothée Chalamet, fantástico en su papel). Porque finalmente Oliver ocupa durante su estancia la habitación de Elio, y con el paso de los días acaba ocupando unas pulsiones que sobrepasan la amistad, sensualidad entre bañadores, donde nuestro adolescente se debate entre el flirteo con Marzia, una amiga francesa, y la progresiva obsesión por Oliver. Y aunque éste intenta evitar caer en la seducción en sus paseos al campo con Elio (“Vámonos…Me conozco. Y hemos sido buenos. No hemos hecho nada de lo que avergonzarnos, y eso es bueno”), finalmente surge una especial relación con el roce de manos, de pies, de labios y de miradas, y ese especial respeto de la cámara a la pasión de los cuerpos. Y la declaración de Oliver: “Llámame por tu nombre y yo te llamaré por el mío”. 

Pero todo verano llega a su fin. Y también esos especiales amores que cambian una vida. Por fortuna, Elio tiene una familia particularmente comprensible y basta entender la dimensión de estas palabras que le regala su padre: “El modo de vivir tu vida solo depende de ti. Recuérdalo. El corazón y el cuerpo solo se nos concede una vez. Y, antes de que te des cuenta, tienes el corazón desgastado. Respecto al cuerpo, llega un momento en que nadie se fija en él, y aún menos quieren acercarse a él. Ahora mismo hay sufrimiento. Dolor. No aniquiles con él el placer que has sentido”. Y con el invierno llega una llamada de teléfono de Oliver. Y ese final con un primer plano mantenido de Elio frente a la chimenea, mientras sus padres preparan al fondo la mesa para la celebración del Janucá, la fiesta de las luces hebrea, y suena la canción “Visions of Gideon” de Sufjan Stevens. 

Es cierto que Call Me by Your Name nos cuenta algo ya conocido como es el despertar sexual de la adolescencia, en este caso un amor homosexual. Pero su importancia reside en la forma de contarlo, con más lirismo y respeto del habitual, lo que para muchos ha resultado una absoluta delicia que mantiene hipnotizado al espectador, aunque para otros haya pecado de un excesivo metraje sin excesivas novedades. Lo que nadie duda es que si es una película de temática gay que no juzga y nos deja una sensación de bienestar similar a esas brisas inesperadas en una volcánica tarde de verano. Algunos la sitúan como una de las mejores películas románticas de los últimos años y buena prueba de ello fueron sus cuatro candidaturas a los Oscar, incluyendo Mejor película, actor principal, canción original y guion adaptado (que fue el Oscar que consiguió por la labor de James Ivory, conocido director de películas como Una habitación con vistas, Regreso a Howards End o Lo que queda del día). Una película que cabe disfrutar, como siempre, en su versión original, pues el inglés, el italiano y el francés fluye entre nuestros protagonistas para llamarse por su nombre en el misterio del amor. 

Giant Little Ones (Keith Behrman, 2018) es una película menor con un valor mayor al de su limitada popularidad. Franky (Josh Wiggins) y Ballas (Darren Mann) son buenos amigos desde la infancia, pero tras una noche de excesos en la fiesta del 17 cumpleaños de Franky, tienen un inesperado encuentro que altera gravemente su amistad, sus vidas y a sus familias. Ninguno de ellos se considera homosexual, pero Ballas, incitado por su novia, expande la historia de que fue Franky el que le acosó aquella noche. Marginado por sus compañeros, Franky se refugia en la amistad de la hostil Natasha (Taylor Hickson), la hermana menor de Ballas, de quién rápidamente se enamora. Pero Ballas le dice a su hermana: “Creo que solo te está usando para demostrar que es hetero”

Y mientras Frankie se enfrenta, durante esa etapa de descubrimiento que es la adolescencia, a una ambigüedad sexual llena de dudas, encuentra en su camino de aceptación a dos personajes especiales: una amiga y su padre. Porque la mejor amiga de Franky, Mouse (Niamh Wilson), es una chica tomboy empeñada en conocer todo sobre los penes, y se nos muestra como una brisa de aire fresco en su vida. Mientras que su padre (Kyle MacLahlan), quien se divorció de su madre (Maria Bello) tras descubrir su homosexualidad bien entrado el matrimonio, ha tenido una relación difícil con su hijo, pero acaba por comprenderle, sobre todo cuando su hijo le dice: “No quiero cometer los mismos errores que tú”

Y Giant Little Ones nos regala esa sonrisa final de Franky mientras pedalea por la noche y lanza bengalas al cielo, un misterioso final que es todo un interrogante abierto a cualquier posibilidad. Porque esta película es una sorprendente declaración de principios que deberían regir nuestra forma de relacionarnos con las demás personas y con un objetivo: buscar la felicidad con el respeto a todas las diferencias. Y más si de amor se trata. 

Y de eso se trata. De respeto y de amor en la orientación sexual de cada persona. Porque los adolescentes siempre son pequeños gigantes… y puede que se llamen por su nombre. Y estas dos películas nos lo recuerdan. Y sus dos finales nos dejan preguntas y sentimientos por responder.

 

sábado, 14 de julio de 2018

Cine y Pediatría (444). La noria de la vida de “Con amor, Simón”


“Soy como tú. Tengo una familia normal, unos amigos geniales y voy al típico instituto. Mi vida es completamente normal, como la de todos… Excepto por un enorme secreto”. Con esta voz en off de presentación de nuestro joven protagonista comienza una película que viene precedida de un buen halo en este año y que presume de ser la primera comedia romántica juvenil con temática gay producida por un gran estudio como es Fox. La película lleva por título Con amor, Simón (Greg Berlanti, 2018). 

Lo cierto es que su éxito en Estados Unidos viene de la mano de que es una comedia típicamente americana, con sus institutos, sus familias de sueño americano (que se reúnen al caer el día para ver la tele en familia), sus fiestas, sus partidos de rugby y “cheerleaders”, sus Navidades,… nada que no hayamos visto tantas veces, si no fuera porque trata el tema de la homosexualidad masculina con buen tono, frescura de los diálogos, una acertada banda sonora de inolvidables temas clásicos (desde Whitney Houston a Jackson 5) y una buena elección del reparto. Lo que se dice una buena comedia del siglo XXI al estilo John Hughes y con una amable presentación arco iris que dicen que ha resultado inspiradora a muchos jóvenes para dar el paso de aceptar y comunicar su orientación sexual. 

Porque es la típica historia de cuatro amigos adolescentes en el último curso de instituto: Simon (Nick Robinson, una buena elección), nuestro protagonista, Leah (Katherine Langford, el gran reclamo por ser la protagonista de la serie Por 13 razones), la mejor amiga de Simon, Abby (Alexandra Shipp), la amiga de color que se mudó hace 6 meses a esta ciudad, y Nick (Jorge Lendeborg Jr.), el mejor amigo de Simon, al que le gusta disfrazarse de Cristiano Ronaldo. Cuatro amigos que entrecruzan sus vidas y sus sentimientos y en el que Simon hace convivir su vida real (de familia, de instituto y de amigos) con su secreto a través de una cuenta de correo falsa y un seudónimo, Jacques, allí donde encuentra a su alter ego anónimo, Blue. 

Y la mayor parte de sus experiencias ocurren en el mundo hiperconectado de las redes sociales, con el móvil como instrumento alrededor del cual ocurre la otra realidad. No es de extrañar que el profesor diga a la entrada de sus alumnos a clase: “Buenos días, queridos alumnos. Apagar el móvil. Mirar a los ojos a la gente que os rodea…”. Y entre mensajes, correos y posts surgen los sentimientos ente ello, y Leah confiesa a Simon después de la fiesta de Halloween: “Soy una persona destinar a querer a una persona hasta llegar a morir”, y Simon le contesta que él también: pero estaba claro que no hablaban en ese momento de la misma persona. 

Y cuando la confesión de un secreto ocurre de la forma menos deseada, con el cotilleo o bulo de una red social, nada bueno cabe esperar. Y menos para la persona que es sometida a ser juzgada, a la que le estallan de pronto todos sus fantasmas familiares, sociales, escolares y personales. La película se iza con esas barras y estrellas tan made in USA, con esa madre casi modélica (y de la belleza de Jennifer Garner) que le dice: “Tú sigues siendo tú, Simon… pero ya puedes respirar. Ya puedes ser más tú de lo que has sido en mucho tiempo. Te mereces todo lo que quieras”. 

Y se agradece al director que haya optado por una visión luminosa y optimista del tema, como esa carta tan positiva de declaración de su opción sexual a su amor platónico virtual, Blue, con esa despedida que da título a nuestra película: “Con amor, Simon”. Y con ello siente que, aunque el mundo no le acepte, se acabó el tener miedo. Y el final ya es lo más (puede subir el azúcar, aviso, así que tener preparada la insulina por si acaso), pero no molesta: y allí se conocer Jacques/Simon y Blue/su compañero de clase Bram, que como él dice le pilla todo, gay, negro y judío. Un final con un beso en lo alto de una noria, porque así es la noria de la vida: unas veces se está abajo y otras veces se está arriba… 

La película está basada en la novela “Simon vs. The Homo Sapiens Agenda”, de Becky Albertalli, psicóloga clínica que decidió probar suerte en el mundo de la literatura con este primer libro, publicado en 2015. Y con referencia a esta novela, su autora a publicado dos libros más: “The Upside of Unrequited” sobre una joven acomplejada por su peso y 'Leah on the Offbeat', inspirada en el personaje de Katherine Langford. Y los críticos se preguntan ¿Se animará Greg Berlanti, especializado en series de televisión, a rodar las otras dos entregas y crear una trilogía…? 

De momento, nos quedamos con esa imagen cenital de la película en distintos momentos de la historia, cuando van al autoservicio a recoger su desayuno en coche: primero cuatro vasos, luego uno…y al final, cinco. Y la noria de la vida sigue dando vueltas… también para Simon. Y para cada uno de nosotros. 

sábado, 25 de octubre de 2014

Cine y Pediatría (250). Homofobia y xenofobia nunca “A escondidas”


El término homofobia hace referencia a la aversión obsesiva contra hombres o mujeres homosexuales, aunque generalmente también se incluye a las demás personas que integran a la diversidad sexual, conocido bajos las siglas LGTBI (Lésbico, Gay, Bisexual, Travesti, Transexual, Transgénero e Intersexual), un término colectivo para referirse a los sectores socialmente incluyentes en donde se congregan los diversos grupos de personas que se identifican como no heterosexuales. El término xenofobia es el miedo, hostilidad, rechazo u odio al extranjero, con manifestaciones que van desde el rechazo más o menos manifiesto, el desprecio y las amenazas, hasta las agresiones y asesinatos. Una de las formas más comunes de xenofobia es la que se ejerce en función de la raza, conocida como racismo. 

Y la homofobia y la xenofobia no pueden quedar escondidas, sino sacarse a la luz. Y este es el argumento de la película A escondidas, segundo largometraje dirigido por el vasco Mikel Rueda (2014). Y saca a la luz este problema a través de dos adolescentes de 14 años, uno marroquí y el otro español. 

Y así se nos narra en el blog de la propia película: “Amanece en una carretera del sur de España. A ras de suelo, a más de 100 km/h, un camión vuela por el asfalto. Vemos pasar, metro a metro, la carretera a toda velocidad. Sólo vemos eso, metros y metros de camino. Vamos a la altura de las ruedas del camión. Cada vez más rápidos. Pasan los metros, que se convierten ya en kilómetros y seguimos ahí, mirando el asfalto pasar”… Y así es el original final de esta película. 
Ibrahim (el debutante Adil Koukouh) es una adolescente marroquí de 15 años, al que vemos por primera vez sólo y desorientado por una carretera de las afueras de una gran ciudad. Acaban de anunciarle que en dos días va a ser expulsado del país, así que ha cogido su petate y se ha dado a la fuga. Está sólo y no tiene a dónde ir, y no sabe ni los trucos básicos para robar en un supermercado. El destino hace que su vida se cruce con la de Rafa (el debutante Germán Alcarazu), un chico español de 15 años, y no será un cruce casual. El uno influirá en el otro tanto como el otro en el uno. Hasta tal punto será esta unión, que ambos comenzarán a sentir cosas que no podrán controlar. 

Porque Mikel Rueda escribe y dirige A escondidas en las calles de Bilbao y tras un extenso casting a más de 4500 chavales para encontrar a los protagonistas: Ibrahim, Rafa y a otro buen número de adolescentes. Un drama que se sumerge en el primer amor adolescente, adentrándose en los problemas generacionales que hostigan a los chicos de esas edades (con las drogas, el sexo y la sexualidad, o la falta de futuro como compañeros de viaje) y con un mensaje: que, a pesar de los choques socio-culturales, dos personas tan distintas pueden llegar a conectar emocionalmente, ya que todos los seres humanos, más allá de la raza o religión, tienen las mismas necesidades afectivas

Una amistad (y un amor) por encima de homofobias y xenofobias, pese a homofobias y xenofobias.
El tabú de la homosexualidad en la adolescencia se ha tratado en diversas ocasiones en "Cine y Pediatría", tanto en los chicos (Mi Idaho privado de Gust Van Sant, 1991; C.R.A.Z.Y. de Jean-Marc Vallée, 2005; Plegarias para Bobby de Russell Mucahy, 2009) como en las chicas (Fucking Amal de Lukas Moodysson, 1998; Mi amor de verano de Pawel Pawlikowski, 2004; La vida de Adèle de Abdallatif Kechiche, 2013).
Pero el tabú de la homosexualidad en un entorno social y racial como el de A escondidas, ha sido tratado pocas veces. Y, aunque la película no tiene las virtudes de otras, al menos tiene la valentía de intentarlo y de intentarlo con casi sólo actores adolescentes no profesionales, donde sólo algunas caras de adultos resultan conocidas, entre ellas las de Alex Angulo, en la que fue una de sus últimas actuaciones.

Porque la diversidad es una realidad, no un mal. Porque la diversidad y nuestras diferencias nunca deberían estar a escondidas. Y si así fuera, recordemos la frase de John Fitzgerald Kennedy: “Si no podemos poner fin a nuestras diferencias, contribuyamos a que el mundo sea un lugar apto para ellas”.

 

sábado, 5 de julio de 2014

Cine y Pediatría (234). “Mi Idaho privado”, road movie en busca de la identidad


“Narcolepsia: dolencia caracterizada por breves ataques de sueño profundo”. Así comienza la que fue (y es, pues aún resiste el paso del tiempo) una película mítica del cine independiente americano del año 1991, Mi Idaho privado, por obra y gracia de un rebelde como Gus Van Sant y con dos jóvenes promesas e iconos del cine: River Phoenix (quien falleció de sobredosis dos años después en Sunset Boulevard, truncando una prometedora carrera con tan solo 23 años, lo que contribuyó a la mitomanía del actor y de la película) y Keanu Reeves (una promesa hecha realidad, especialmente tras su Neo de la saga Matrix). 

Gus Van Sant nos recibe con una primera imagen: una ruta desolada entre los estados de Idaho y Oregón, y un cielo marca de la casa. Al lado del camino un atractivo joven que intenta encontrar alguna dirección y que pronto descubrimos que se desvanece y entra en un sueño profundo. Así nos presenta a Mike Waters (River Phoenix, papel que le valió la Copa Volpi a mejor actor en Venecia), un joven desarraigado que viaja de ciudad en ciudad en una travesía que lleva el impulso y necesidad de reunir los retazos de su familia, con la intención de buscar a su madre (esa madre que en sueños le mece el pelo y le dice, de forma reiterada: “No te preocupes, todo estará bien”), de crear su propia identidad, de crearse una historia. Y pronto descubrimos a Scott Favor (Keanu Reeves), quien aparenta todo lo contrario: goza de un status social acomodado con una familia estructurada, pero de la que decide huir, buscar su identidad justamente en los espacios desprovistos de toda idea de familia. 

Mike y Scott son dos jóvenes chaperos que acaban vendiendo su cuerpo a hombres en las calles de Portland. Han llegado a esta situación de dos orígenes diferentes: Mike rastrea en sus raíces, obsesionado con la búsqueda de su madre, y Scott huye de su familia, especialmente como muestra de rebeldía ante su padre, el alcalde. Pero ambos mantienen una loca amistad, amistad que Mike transforma en enamoramiento hacia Scott (la escena en que le manifiesta estos sentimientos se ha convertido en una de esas escenas de culto: “Si tuviera una familia normal, y una buena educación, entonces hubiera sido una persona bien integrada”), y que sufre vaivenes en tono de road movie. 

Road movie de culto por diversos lugares, pues ambos emprenden un viaje de búsqueda por los hipnóticos y fascinantes paisajes y carreteras del pacífico norteamericano, y en el camino se ven rodeados por diversas historias y personajes marginales (yonquis, ladrones, vagabundos y toda clase de maleantes). Road movie que se sitúa entre el cine “indie” (ese cine independiente y de autor que aborda una serie de temas que no están en la mira del cine mainstream: homosexualidad, drogas, prostitución, falsedad del sueño americano, decadencia de la familia, soledad, etc.) y el cine “queer” (ese cine radical por su forma de tratar las identidades sexuales, que desafiaban tanto el statu quo heterosexual, como la promoción de imágenes positivas de la homosexualidad que reivindicaba el movimiento LGBT –lesbianas, gays, bisexuales y transexuales-), Mi Idaho Privado se vuelve icónica de una generación, de una forma de vivir, de una actitud: el punk, las drogas, la rebeldía, el vivir a la deriva, el descubrimiento de la sexualidad, pero sobre todo la bandera de la juventud de esta inquietante película que, en general, siempre fue recibida con buenas críticas. 

En Mi Idaho Privado apreciamos varias influencias de las que se sirve su director: por un lado toma elementos de “Enrique IV” de Shakespeare (sobre el que se basa el personaje de Scott) que había combinado sabiamente Orson Welles en Campanadas a Medianoche (1965); por otro, utiliza una historia suya sobre un joven que viaja hasta Europa para buscar a su madre y, finalmente, mezcla todo eso con sus experiencias con una serie de jóvenes callejeros a los que conoció y que utilizó de inspiración para sus personajes. Y, por qué no, reminiscencia a los ambientes tétricos y los temas irreverentes del David Lynch de Terciopelo azul (1986) y Corazón Salvaje (1990). El título de la película proviene de una canción de la banda de new wave y rock alternativo, The B-52's: “Private Idaho”. 

Y es así como Gus Van Sant es uno de esos pocos directores en activo, que pese a tontear de vez en cuando con el cine comercial (Ellas también se deprimen, 1993; Psycho, 1998), sigue siendo un estandarte dentro del cine independiente norteamericano, gracias a sus personales y arriesgadas propuestas fílmicas que muchas veces navegan en los cauces del cine más experimental. Para llegar a ese estatus envidiable, el de Kentucky tuvo que edificar su carrera con tres títulos iniciales como Mala Noche (1985), su ópera prima, Drugstore Cowboy (1989), o la que aquí nos ocupa, Mi Idaho privado (1991), títulos que le valieron el sobrenombre del poeta fílmico del desamparo

En Mi Idaho privado Van Sant hipnotiza al espectador con esos bellos fragmentos de nostalgia de Mike cuando piensa en el hogar y su madre, sorprende con esas portadas de las revistas gay que cobran vida, o inquieta con la manera en que filma las escenas de sexo, expresiones del acto sexual sin movimiento. Detalles que ponen en evidencia la irrefutable capacidad creativa de Van Sant para lograr imponer un estilo visual propio, algo que es una constante en su cine, como lo es también el uso de personajes marginales y desraizados en su etapa adolescente que pueblan sus fotogramas. De hecho, nuestra próxima entrega de Cine y Pediatría versará sobre la adolescencia según Gus Van Sant.

Porque la película empieza con Mike Waters en una extensa carretera y termina en otra carretera similar, carreteras que sirven para señalar ese camino que rastrea el personaje para pasar de la adolescencia a la edad adulta, esa road movie en busca de la identidad (personal, sexual y familiar). Y lo hace con una bella y poética película en ocasiones, con parajes ensoñadores, pero también con imágenes menos poéticas, y que son el reverso amargo de la vida de sus protagonistas, en ese viaje casi metafísico que sufren sus personajes.
“Soy un conocedor de rutas y pruebo las rutas, toda mi vida. Esta ruta que nunca acaba. Y probablemente va alrededor de todo el mundo”. Un nuevo ataque de narcolepsia y su cuerpo tendido en una interminable y recta carretera en la llanura casi desértica de Idaho… con el cielo y las nubes por testigo. The end.