Mostrando entradas con la etiqueta nazis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta nazis. Mostrar todas las entradas

sábado, 12 de julio de 2025

Cine y Pediatría (809) “Perros de presa”, el señor de las SS

 

Las filmografías poco conocidas siempre son un descubrimiento en Cine y Pediatría. Y es curioso que tras superar las 800 entradas (y, posiblemente, más de mil películas) en Cine y Pediatría, solo una película tenga la nacionalidad polaca: Playground (Patio de recreo) (Bartosz M. Kowalski, 2016), una película basada en hechos reales que nos saca de nuestra zona de confort alrededor del último día de colegio de tres preadolescentes de 12 años y ese lado oscuro de la infancia.  Es cierto que otras dos películas estadounidenses en Cine y Pediatría cuentan con directores polacos: La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) e Hijos de un mismo Dios (Yuran Bogayevicz, 2001). La última película en relación con las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en la infancia, una de las grandes secuelas de este país. Y también este es el tema de nuestra película de hoy, la segunda de nacionalidad polaca en nuestro proyecto, y donde también se nos muestra un lado nada luminoso de sus protagonistas infantiles: Perros de presa (Adrian Panek, 2018). Porque en ese universo trillado del cine de nazis que prácticamente ocupa un espacio propio dentro del género bélico y dramático, empiezan a hacer falta nuevas visiones, que adapten la historias a terrenos más imaginativos, que alejen en parte ese fantasma de lo repetitivo. Buenos ejemplos ya revisados son Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948), La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), o Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019), entre otras muchas.       

La trama de Perros de presa comienza en febrero de 1945 en el campo de concentración de Gross-Rosen, conocido por el tratamiento brutal de los presos, y que llegó a tener en su apogeo hasta 60 subcampos, situados en el este de Alemania y en la Polonia ocupada. Aquí nos sitúa en el subcampo de Wolfsberg y apreciamos cómo maltratan a los prisioneros antes de abandonarlos y que entren las tropas del Ejército Rojo para liberarlos. Entre estos presos se encuentran ocho niños y niñas judíos de diferentes edades, quienes terminan refugiados en una enorme mansión, un orfanato abandonado en mitad del bosque sin agua ni luz, y que será básicamente el único escenario. Un nuevo retrato sobre esos menores víctimas del nazismo, algo que ya es un género en sí mismo (La vida es bella, El niño del pijama de rayas), en el que convergen los mecanismos de disputa por el poder y el liderazgo de El señor de las moscas (Peter Brook, 1963) con la fantasía alegórica de Cujo (Lewis Teague, 1983) película basada en la novela de Stephen King sobre un San Bernardo rabioso que aterroriza sistemáticamente a todo un vecindario, o Cuerdas (José Luis Montesinos, 2019), película española alrededor de una niña tetrapléjica y su perro pastor belga. El trauma sociohistórico se encierra en un microcosmos y se carga sobre los hombros de unos menores inocentes que tienen tanta hambre como las fieras que les acechan, curiosamente perros y no lobos, perros entrenados por las SS para cazar prisioneros. “Comeremos con cubiertos, como las personas normales”, instruye Hanka, la mayor entre un grupo de niños de aspecto famélico.  

Toda una fábula de terror con tintes de thriller de supervivencia y coming of age sobre los efectos de la crueldad en la psique humana. Niños y adolescentes con demasiadas cicatrices físicas y psíquicas tras lo vivido, como esa niña pequeña que dejó de hablar o ese adolescente obsesionado con el hallazgo de un cadáver. La cuidadora del orfanato nos dice: “Si los chicos pasan hambre, se matarán entre ellos”. Porque este grupo de jóvenes ha sido liberado de uno de estos campos nazis gracias a la intervención de los soldados soviéticos, y tienen que buscarse la vida en medio del bosque, donde encontraran un viejo orfanato abandonado y allí tendrán que salir a delante. Muchos de los adolescentes entraron en los campos de concentración cuando eran niños, después de separarlos de sus familias y allí lo único que han conocido ha sido la violencia y el horror. Todavía se encuentran en estado de shock e incluso ninguno de ellos se ha quitado la ropa que llevaban cuando estaban presos. El verdadero problema llega cuando se encuentren con un grupo de perros salvajes abandonados por los nazis poco antes de que terminara la guerra y contra los que tendrán que luchar. “¿Los oficiales de las SS se han convertido en lobos?”, pregunta uno de los pequeños. Y los chicos gritan “¡Arriba! ¡Abajo!”, expresiones que antes los nazis les gritaban a ellos y ahora son ellos los que ordenan a los perros a los que acaban de tener a su lado… en lo que para muchos es una alegoría del nazismo. Porque, lo que comienza como un proceso de recuperación de la infancia arrebatada, se transforma en un delirio terrorífico en el que el Holocausto vuelve a llamar a las puertas de estos niños y niñas, reconvertido ahora en una jauría de perros rabiosos que dibujan con su hambre insaciable la más violenta metáfora sobre las heridas de la Segunda Guerra Mundial. 

Perros de presa es una acusación implícita sobre cómo la barbarie del mundo adulto (la guerra, los campos de concentración) es la que ha "creado" a estos niños y niñas, allí donde se nos subraya cómo la iniquidad humana se proyecta y deja cicatrices profundas en las generaciones futuras, convirtiéndolos en víctimas y, en cierta medida, en reflejos distorsionados de la crueldad que sufrieron. Y cómo están sometidos a un doble peligro, el externo representado por los perros símbolo implacable de la crueldad de la guerra que los persigue, y el interno, esa brutalidad que se ha infiltrado en los propios menores, la pérdida de su inocencia y la facilidad con la que pueden ceder a sus instintos más primarios. Es una advertencia sobre cómo el mal externo puede corromper el interior, y por ello Perros de presa viene a ser el señor de las SS. 

Decir que para llevar a cabo esta película, su director, Adrian Panek incumplió las dos reglas que decía Hitchcock sobre nunca trabajar con animales o niños.

 

sábado, 25 de enero de 2020

Cine y Pediatría (524). “Jojo Rabbit”, su amigo Adolf Hitler y el adoctrinamiento


Acaba de estrenarse una película que comienza y finaliza con dos canciones (traducidas al alemán) de dos mitos de la música, lo que ya nos puede dar alguna pista: el inicio nos presenta imágenes de archivo de la época nazi y a nuestro pequeño protagonista corriendo por la ciudad bajo la canción “Komm Gib Mir Deine Hand" - versión alemana de “I Want To Hold Your Hand” - de The Beatles; y que finaliza con otra canción mítica de David Bowie, “Helden” - versión alemana de “Heroes” - mientras nuestra pareja protagonista baila y aparecen los títulos de crédito y un pensamiento final de Rainer María Rilke, el poeta en lengua alemana más relevante e influyente de la primera mitad del siglo XX, cuya vida transcurrió entre el talento desbordado, la pureza dudosa y una pulida condición novelesca en el vivir: “Deja que todo te suceda: la belleza y el terror. Sólo sigue caminado. Ningún sentimiento es final”. 

Y esta película es una adaptación de la novela “Caging Skies” de la neozelandesa Christine Leunens, en la que se nos narra la historia Johannes Betzler, un niño de 10 años que vive en un pueblo de Austria en la época en que el país está anexionado al Tercer Reich y que es seducido por la doctrina de Hitler, personaje al que tiene como amigo imaginario. En su periodo de formación como “mininazi” es herido mientras manipulaba una bomba de mano (con cicatrices en la cara y cojera) y se ve forzado a quedarse en casa – sin poder unirse a las Juventudes Hitlerianas - y a convivir con el apodo de Jojo Rabbit. Sus padres no comulgan con el régimen y Jojo descubre que esconden a una joven judía en casa, Elsa. Poco a poco, Jojo y Elsa establecen una peculiar relación que acaba en un enamoramiento tal que para él se convierte en su obsesión, y cuando la joven le confiesa que su amor no es correspondido ambos inician una extraña relación de mutua dependencia. Al terminar la guerra, Jojo sabe que eso significa que perderá a Elsa, y para que eso no ocurra decide mentirle para retenerla para siempre. Empieza así una relación llena de secretos, mentiras y silencios que convirtieron esta novela en todo un éxito. 

Y es en el año 2019 cuando el director Taika Waititi, también neozelandés, nos presenta esta adaptación cinematográfica bajo el título de Jojo Rabbit, en lo que pretende ser una fábula a través de un retrato satírico de la Alemania nazi y desde la visión de la niñez, pero que también muestra un punto de vista más profundo, entre ellos la crítica al adoctrinamiento. Como en esa primera imagen en la que Jojo (Roman Griffin Davis, grande en su papel) nos dice: “Estoy dispuesto a dar mi vida por Adolf Hitler. Que Dios me ayude”. Y luego las escenas de ese fin de semana en un campamento de niños fieles al régimen (emulando lo que nos mostró en tono real la película de Denis Gansel, Napola) donde les dan mensajes del estilo “La raza aria es diez mil veces más avanzada que cualquier otra” y les enseñan que los judíos tiene cuernos y huelen a coles de Bruselas. Y con ello, esta película se suma a la puntual tradición de la risa alrededor del nazismo (suceso histórico que no hace ninguna gracia), de su poderosa y ridícula parafernalia, lo que ya ocurriera en películas como El gran dictador (Charles Chaplin, 1940) o como Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942). 

Cuatro personajes son clave en la historia de Jojo Rabbit, una película que intenta una pirueta extraña que se nos antoja mezcla entre la estética de Moonrise Kingdom (Wes Anderson, 2012) y la ética de La vida es bella (Roberto Beningni, 1997) y El niño con el pijama a rayas (Mark Herman, 2008) 
- Su amigo imaginario, el propio Hitler en modo caricaturizado (interpretado por el propio director, pues está claro que Taika Waititi es un cineasta peculiar). 
- Elsa (Thomasin McKenzie), la niña judía de 13 años, con la que establece esa peculiar relación llena de mensajes. Y a la que Jojo pregunta continuamente sobre cómo son los judíos - pues quiere escribir un libro al respecto -, y ella le responde: “Somos como vosotros, pero humanos”. De esta relación descubrirá que sus prejuicios tienen muy poco que ver con el mundo real y con los juicios de valor. Y por Elsa le recuerda: “No eres un nazi, Jojo. Eres un niño de 10 años al que le gusta disfrazarse con un uniforme gracioso y quiere ser parte del club”
- Su madre, Rosie (Scarlett Johansson, quien da ese toque de brillo y esplendor al elenco actoral), quien soporta la ausencia del padre en el hogar (también luchando por la Resistencia, como ella) y la muerte de su hija mayor, enseñándole todo lo bueno que tiene la vida, desde cómo atarse los zapatos hasta la enseñanza de sus mejores consejos: “La vida es un regalo. Tenemos que celebrarlo… Bailar es para la gente libre”. Aunque su hijo le contesta: “Ahora no hay tiempo para el amor. Estamos en guerra”
- El capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), un peculiar personaje algo desencantado de su ideología, quien dirige los campamentos de verano nazis allí donde a los chicos se les enseña a disparar, a lanzar granadas, a apuñalar y donde las chicas son adoctrinadas para curar heridas y para quedarse embarazadas por el bien de la Alemania supremacista. 
Pero también se cruzan en la historia otros personajes, como los esbirros de la Gestapo que continuamente repiten el “¡Heil Führer!” y que le dicen a Jojo: “Ojalá más niños de tu edad tuvieran ese fanatismo ciego”. Pero sin olvidar al entrañable Yorki, el amigo gordito y con gafas, entrañable personaje que al final de la película le dice a Jojo, desencantado por lo que está viviendo con la entrada de los americanos y que no es como se lo pintaron: “Voy a mi casa a ver a mi madre. Necesito mimos. Parece que no es un buen momento para ser nazi”

Es Jojo Rabbit una historia alrededor del adoctrinamiento, sobre lo sencillo que resulta manipular las sensibles y blancas almas de los niños, mostrándoles que el nacionalismo ario es el camino. Un film que nos alerta sobre el peligro de las intolerancias y la importancia de los afectos y que, por tanto, puede ser una buena película para toda la familia, con todo lo que ello conlleva. Porque lo cierto es que Taika Waititi ha convertido la novela melodramática y angustiosa de Christine Leunens en una película tragicómica, y con ello a este maorí judío se le ocurre esta marcianada de película tan poco habitual en estos tiempos más propicios en ser o muy correctitos o muy indignaditos. Y todo ello bajo una banda sonora elegida con exquisito cuidado (ya hemos hablado de las canciones que dan entrada y salida al film), donde canciones del pop y del rock conviven con la música que Michael Giacchino ha compuesto, todo un acierto. 

Y es por ello que, pese a las peculiaridades de esta película, Jojo Rabbit debería convertirse en una de las películas de obligatorio visionado en las aulas. Una lección con humor de lo que Europa vivió hace unas cuantas décadas, y lo que podría volver a pasar si no aprendemos de nuestros errores. Y resuenan los consejos de Rosie a su hijo Jojo: “Los niños de 10 años no deberían estar celebrando la guerra y hablando de política” o “El amor es lo más poderoso del mundo”.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Cine y Pediatría (512). “El viaje de Fanny” y el viaje a ninguna parte


El historiador inglés Lord Acton - famoso por haber acuñado el conocido aforismo «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente» - puso ya de manifiesto a finales del siglo XIX la naturaleza contradictoria del nacionalismo, pues así como apareció como una fuerza liberadora y democrática en aquella convulsa Europa, aún no habían aparecido sus desviaciones integristas, totalitarias, imperialistas y xenofóbicas. Y ya fue en el siglo XX cuando se pueden obtener dos grandes conclusiones: que el nacionalismo como tal continuó siendo una fuerza de transformación y cambio y que los nacionalismos (porque hay muy distintas tipologías: liberales y autoritarios, religiosos, étnicos y lingüísticos, abiertos y cerrados) serían causa de importantes y a menudo violentos conflictos, con consecuencias casi siempre decisivas y muchas veces – las dos Guerras Mundiales, por ejemplo – aciagas.

Tras la Segunda Guerra Mundial, en Europa occidental el desprestigio de las ideas nacionalistas y los nacionalismos generaría la aparición del proyecto territorial y político de la construcción de una Europa unida y supranacional, la construcción de la Unión Europea. Otra cosa bien distinta se asoció en lo que se llamaría “tercer mundo” (Asia, África) a movimientos de liberación nacional y/o anti-imperialistas y que estaría en la raíz de alguno de los espinosos problemas internacionales de la posguerra: procesos de decolonización o conflicto árabe-israelí.

El nacionalismo reaparecería en las últimas décadas del siglo XX en la desarrollada y próspera Unión Europea (con particular incidencia en Irlanda del Norte - con el recuerdo del IRA -, Bélgica y España - con el recuerdo de ETA -), pero también en la formación de nuevos estados en la Europa del este tras el colapso del comunismo en 1989 y la desintegración de la Unión Europea y de Yugoslavia (conflictos que han creado el término “balcanización”).

Las guerras nunca traen nada bueno. Los guerras por los nacionalismos tampoco. Y es paradigmático el importante número de películas que nos devuelven la mirada inocente de la infancia ante el nacionalsocialismo alemán, ya por siempre conocido por el terrible nombre de nazismo. Basten algunos ejemplos que ya forman parte de la familia de Cine y Pediatría: Juegos prohibidos (René Clément, 1952), El niño y el muro (Ismael Rodríguez, 1965), El diario de Ana Frank (George Stevens, 1959), El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1998), Hijos de un mismo Dios (Yurek Bogayevicz, 2001), Napola (Dennis Gansel, 2004), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), Rutka: un diario del Holocausto (Alexander Marengo , 2009), La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), La llave de Sarah (Gilles Paquet-Brenner, 2010), Lore (Cate Shortland, 2012), La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), La profesora de Historia (Marie-Castille Mention-Schaar, 2014), La infancia de un líder (Brady Corbet, 2015), entre otros.

Y hoy llega una película más sobre esta temática, y lo que la infancia perdió en aquella Segunda Guerra Mundial. Una película que comienza con estas palabras impresas, mientras la primera escena nos muestra a distintos niños y niñas que reciben cartas en los jardines de una institución: “Durante la Segunda Guerra Mundial, en Francia, los padres judíos confiaron sus hijos a diversas organizaciones que los acogieron y se encargaron de mantenerlos a salvo de las amenazas… Basado en el relato autobiográfico de Fanny Ben-Ami publicado por ediciones de Seuil”. Así comienza nuestra película de hoy, cuyo título es El viaje de Fanny (Lola Doillon, 2015).

Basada en el libro “Le voyage de Fanny”, la película cuenta la historia de Fanny (Léonie Souchaud), una niña de 12 años de origen judío que, tras la ocupación del territorio francés por parte del ejército alemán en 1943, es confiada por sus padres con sus dos hermanas pequeñas a una institución, al igual que muchos otros niños. En la película realizamos un viaje con ella, sus dos hermanas - Georgette y Erika - y otros cinco niños a través del país, con la intención de escapar de la persecución de los solados nazis y poder atravesar a una frontera sin peligro.

La temática no resulta novedosa y parece haber sido vista otras veces, con la crudeza que reviste el hecho de que sea niños los protagonistas del dolor que deja la guerra de los adultos. Por ello, es El viaje de Fanny un film sencillo y sincero que resalta el valor de la esperanza, pero no obvia el dolor de los totalitarismos nacionalistas. Y que en su temática esta película francesa nos recuerda la temática de la película alemana Lore, pues en ambas las hermanas mayores, Fanny y Lore, adquieren la cruda e impropia responsabilidad de salvar a sus hermanos en medio de la inmundicia del nazismo.

Y por ello en nuestra película de hoy no es de extrañar que los niños se pregunten: “¿Tú ya has visto al monstruo?”. Y mientras cambian de lugar y de residencia temporal, nuestra angelical (y fuerte) Fanny sigue mirando a través de sus prismáticos para recordar la realidad que le abrazaba (la de esos padres que no volverá a encontrar) y en búsqueda de un futuro que desea (ni más ni menos que el que nunca se debiera robar a la niñez)…

Y nuestros pequeños héroes consiguen llegar a su destino a la frontera Suiza, donde ellos salvaguardan la vida y donde los espectadores nos quedamos con el colofón final: “Fanny Ben-Amy vive actualmente en Israel. Las tres hermanas vivieron en Suiza hasta el fin de la guerra. En 1946 regresaron a Francia, pero nunca más volvieron a ver a sus padres. El personaje de la Sra. Forman está inspirado en la Sra. Lotte Schwart (Directora del Castillo de Chaumont) y en la Sra. Weil-Salon. Están entre las numerosas personas dispuestas a dar su vida por salvar a los niños. Desde 1938 a 1944, varios miles de niños fueron salvados de la deportación por la OSE (Ouvre de Secours aux Infants), que los sacó de los campos, los ocultó, los pasó por las fronteras de Italia, de Suiza y de España, desde donde los enviaron a Estados Unidos”.

Es El viaje de Fanny – como el resto de películas reseñadas – una lección de historia y una lección de vida. Más nos valdría aprender bien esta lección para no volver a suspender como sociedad. Porque hay demasiados viajes que no llevan a ninguna parte… o llevan inevitablemente a la confrontación y a la guerra entre civiles. Que los niños padezcan los errores de los adultos es doloroso, pero que los adultos pongan a la infancia en medio de sus objetivos políticos es intolerable, cruel y soez.

Y el que tenga oídos que oiga… una vez más. Y hasta que nos quedemos afónicos.

sábado, 10 de febrero de 2018

Cine y Pediatría (422). Un viaje al horror con "El hijo de Saúl"


En Historia se identifica con el nombre de Holocasuto - también conocido en hebreo como Shoá, traducido como "La Catástrofe" - a lo que técnicamente también se conoce según la terminología nazi como "solución final de la cuestión judía", es decir, el genocidio en el que aproximadamente 6 millones de judíos fueron asesinados por el régimen nazi, bajo el mando de Adolf Hitler y sus colaboradores. Los asesinatos tuvieron lugar a lo largo de toda la Alemania nazi y los territorios ocupados por los alemanes, que se extendían por la mayor parte de Europa. Entre los métodos utilizados estuvieron la asfixia por gas venenoso, los disparos, el ahorcamiento, los trabajos forzados, el hambre, los experimentos pseudocientíficos, la tortura médica y los golpes. 

Recordemos que el Partido nazi tomó el poder en Alemania en 1933, y tenía entre sus bases ideológicas la del antisemitismo, profesado por una parte del movimiento nacionalista alemán desde mediados del siglo XIX. El antisemitismo moderno se diferenciaba del odio clásico hacia los judíos en que no tenía una base religiosa, sino presuntamente racial. Los nacionalistas alemanes, a pesar de que recuperaron bastantes aspectos del discurso judeófobo tradicional, particularmente del de Lutero, consideraban que ser judío era una condición innata, racial, que no desaparecía por mucho que uno intentara asimilarse en la sociedad cristiana. Por otro lado, el nacionalismo sólo creía en el Estado nación caracterizado por la homogeneidad cultural y lingüística de su población: y los judíos eran considerados como nación perteneciente a otra raza, extranjera, inferior e inasimilable a la cultura alemana, por lo que solo podían ser segregados y excluidos del cuerpo social. Frente a la raza judía, extraña al pueblo germánico, colocaban los nazis a la raza aria, sosteniendo que solo esta última constituía la nación alemana, la única llamada a dominar Europa. 

Y para cultivar la denominada Memoria Histórica, el año 2015 nos regaló (o nos bofeteó) con una de las mejores películas de ese año, una viaje al horror que fue galardonada con el Oscar y el Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa y Gran premio del Jurado en Cannes: El hijo de Saúl, producto del guión y director del húngaro László Nemes, en lo que fue su ópera prima en el largo. 

Dos planos secuencia con dos fundidos en negro antes del título de la película ya nos acerca al abismo del horror: las cámaras de gas de Auschwitz. Estamos en el año 1944 y allí trabaja el prisionero Saúl Auslander (Géza Röhrig) con una misión que espanta: quemar los cadáveres de sus propios vecinos judíos. Pero uno de los cuerpos que salen de la cámara de gas es del un niño agonizante, al que un oficial nazi acaba ahogando. Al ver esto Saúl, con la moral que resta con estas vivencias al límite, trata de salvar de las llamas el cuerpo de un niño al que hace pasar como su hijo y al que intenta conseguir un entierro digno. 

Una película que no es estéticamente bella, pero es moralmente impactante. Donde la cámara es una simple compañera del protagonista, al que la cámara sigue por la espalda (con esa X marcada en rojo en su chaqueta) y de frente (con sus expresiones faciales, todo un poema interpretativo sin necesidad de palabras). Este planteamiento resultó ser un gran acierto porque la cinta fue alabada por críticos de todo el mundo: porque la cámara es la conciencia de Saúl y también nuestra conciencia. Y los continuos plano secuencia junto a Saúl nos acompañan los varios "transportes" de camiones con hombres, mujeres, ancianos y niños, y los distintos pasos para la solución final a la cuestión judía: gasificación de los judíos, incineración de los cadáveres, transporte de las cenizas para lanzar con palas al río, la retirada de ropas y zapatos y el hurto de los objetos de valor. Y mientras todo esto transcurre y transcurre la película, Saúl busca un rabino que pueda enterrar a ese niño que no conoce y le hace pasar por su hijo. Y esa búsqueda alguien le dice: "Moriremos por nuestra culpa", a lo que él contesta: "Ya estamos muertos"

Y tras algo más de hora y media de metraje llegamos al primer plano final de la cara de Saúl, su mueca de sonrisa que nos da escalofrío. Pues con su viaje al horror reconocemos los millones de hijos de Saúl que fallecieron en los diferentes campos de exterminio: Auschwitz (1.400.000 muertes), Treblinka (870.000), Belzec (600.000), Jasenovac (600.000), Majdanek (360.000), Sobibór (250.000), Chelmno (320.000), Maly Trostenets (65.000),... 

Sin duda, El hijo de Saúl es ya una película que formará parte de Cine y Pediatría, una película para prescribir contra los nacionalismos que quieren volver a imperar en Europa, pues no debemos olvidar que el Holocausto ocurrió tras que Hitler ganara unas elecciones, por lo que el celofán democrático no nos debe hacer olvidar el verdadero contenido y esencia supremacista de los nacionalismos. 

Y hoy os prescribo esta película húngara para entender el Holocausto y su daño a todos, también a la infancia, esa parte que es nuestro futuro. Y la añadimos a la larga lista que ya forma parte de la familia de Cine y Pediatría: la alemana El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff, 1979), la italiana La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), la belga Corazones enfrentados (Jeroen Krabbé, 1998), la polaca Hijos de un mismo Dios (Yurek Bogayevicz, 2001), las alemanas Napola (Dennis Gansel, 2004), La Ola (Dennis Gansel, 2008) y La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), la británica El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), las francesas La llave de Sarah (Gilles Paquet-Brenner, 2010) y La profesora de Historia (Marie-Castille Mention-Schaar, 2014), la alemano-estadounidense La ladrona de libros (Brian Percival, 2013). Diarios de tragedias de ayer, como El diario de Ana Frank (George Stevens, 1959) y de hoy como Rutka: un diario del Holocausto (Alexander Marengo , 2009). 

Y en El hijo de Saúl suena como una profecía el pensamiento de La Ola: “Todos nos hemos considerado mejores, mejores que los demás. Y lo que es aún peor, hemos excluido de nuestro grupo a todos aquellos que no pensaban igual. Les hemos hecho daño...”.

 

sábado, 27 de mayo de 2017

Cine y Pediatría (385). La conciencia del Tercer Reich en "El tambor de hojalata"


"Empieza mi historia mucho antes de mí mismo, cuando a mi pobre mamá le llegó la hora de ser concebida. Mi abuela, Anna Bronski, una mujer joven e ignorante estaba sentada dentro de sus cuatro faldas al borde de un campo de patatas. Era el año 1899 y estaba sentada en el corazón de Kaschubei..." Así empieza una película especial basada en una novela esencial de la literatura alemana, europea y mundial. Dos iconos, en el cine y en la literatura bajo un mismo título: El tambor de hojalata. 

Una película dirigida por Volker Schöndorff en el año 1979 y que fue la ganadora de la Palma de Oro en Cannes (junto a la bien conocida obra de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now) y del Oscar a Mejor película de habla no inglesa, una de las obras más reconocidas del conocido como Nuevo cine alemán. Una película construida a partir de la novela del Premio Nobel de Literatura, Günter Grass, aparecida en Alemania en 1959, pero que estuvo prohibida en España hasta 1978. En realidad, "El tambor de hojalata" es un libro de aventuras maravillosamente escrito y, en algunos pasajes, roza anticipadamente lo que hoy se calificaría de realismo mágico: la historia de Oskar Matzerath, el niño que en un momento dado decide dejar de crecer, un enano, un loco sexualmente obseso, un criminal, una especie de conciencia del Tercer Reich que, con sus redobles, destruye todo orden marcial. Grass reconoce que se inspira en la novela picaresca española y, más de cerca, en el "Simplicius Simplicissimus" alemán, inspirado a su vez en ella. Y esta obra forma parte de la llamada “trilogía de Danzig”, junto a otras dos novelas posteriores: "El gato y el ratón" (1961) y "Años de perro" (1963). 

Cuando se analiza una adaptación literaria es inevitable hablar de lo obra en cuestión, y es inevitable hablar de ambos, autor literario y director cinematográfico. El libro narra de manera autobiográfica muchos de las correrías de su autor en su juventud, haciendo fiel retrato histórico de los hechos sucedidos en su natal Dazing, aquella ciudad que, tras el Tratado de Versalles, dejó de ser parte de Alemania y forma parte de una región polaca en la que vivían alemanes, polacos, judíos y casubios/cachubas (minoría de origen eslavo). El propio Günter Grass ha confesado que en su juventud perteneció a las SS, por lo que nos devuelve experiencias de primera mano. Y, por otro lado, dentro del movimiento del Nuevo Cine Alemán, Volker Schlöndorff destacó por ser el adaptador literario más reputado, aquel que llevó a la gran pantalla obras literarias de escritores como Robert Musil y El joven Törlees (1966), Heinrich Böll y El honor perdido de Katharina Blum (1975), Marcel Proust y El amor de Swann (1983) o Arthur Miller y Muerte de un viajante (1985). Y quien, por tanto, convirtió el papel en escenarios reales y personajes de carne y hueso. 

La ciudad libre de Dánzig ve nacer al pequeño Oskar Matzerath (David Bennent, hijo del actor Heinz Bennet y elegido por padecer un trastorno de crecimiento, con una facies muy especial a la que contribuía su particular exoftalmos) en 1924, época en que la agresiva política nazi iniciaba su influencia al este de Alemania y así lo describe la sempiterna voz en off de nuestro protagonista: "El sol estaba bajo el signo de Virgo. Neptuno entraba en la X mansión celeste y Oskar nació marcado por el portento y el engaño". Pero desde el momento en que Oskar sale del vientre materno experimenta un terrible deseo de volver dentro, deseo truncado por el corte del cordón umbilical que le vinculaba a su madre, quien le promete un regalo en la cuna de nacimiento: "El día que nuestro Oskar cumpla tres años le compraremos un tambor de hojalata". Y él pensó: "Solo la promesa del tambor de hojalata me impidió expresar con más fuerza el deseo de volver de nuevo a mi posición cefálica embrionaria. Por otra parte, la matrona me había cortado el cordón umbilical, así que ya no había nada que hacer. Solo me quedaba dominar mi impaciencia y esperar la llegada de mi tercer cumpleaños". Una vez conseguido su tambor, Oskar decidirá poner fin a su crecimiento a esa edad, como rechazo a las reacciones de los adultos en su familia: "Aquel día medité sobre el mundo de los adultos y sobre mi propio futuro, y decidí poner punto final. Desde ahora, no crecería ni un dedo más. Sería para siempre un niño de tres años, un gnomo". 

La época por la que discurre la historia contempla el panorama polaco-alemán desde 1899 hasta 1945. Un periodo de tiempo en el que los cuadros de Beethoven son sustituidos por los de Hitler, los jugueteros judíos piensan en emigrar o en la que Alemania se convirtió en la enemiga del mundo, según el propio pensamiento de nuestro Oskar: “Había una vez un pueblo crédulo que creía en Papá Noel, pero Papá Noel en realidad era un ogro”. 

La obra goza de tal número de símbolos, metáforas y alegorías que son necesarios más de un visionado para poder comprender del todo la magnitud intelectual que atesora. Oskar se niega a pertenecer a un mundo donde imperan las mentiras y las apariencias, comenzando por su familia: su madre ama a un judío polaco, pero se casa con un oficial alemán. El tambor como símbolo de la juventud que no quiere perder y también junto a su grito vitricida, arma que denuncia todo cuanto se le pone en el camino: "Así descubrí que mi voz al gritar alcanzaba un tono tan alto que ya nadie se atrevería a quitarme mi tambor... Cuando me quitaban el tambor yo gritaba. Y cuando gritaba se rompían las cosas más valiosas". 
Y en la Noche de los Cristales Rotos, ardiendo casas y sinagogas judías, Oskar entra en la tienda destrozada del judío Markus, allí donde compraba sus tambores, y mientras relata este pensamiento: "Había una vez un vendedor de juguetes que se llamaba Sigismund Markus que vendía tambores pintados de blanco y rojo. Había una vez un tamborilero, se llamaba Oskar. Había una vez un vendedor de juguetes, se llamaba Markus y se llevó consigo todos los juguetes de este mundo". El grito que rompe los cristales podría hacer referencia a la Noche de los Cristales Rotos y el primer cristal que se rompe es el de un reloj, claro símbolo del tiempo. Y otras alegorías es la presencia de enanos de feria disfrazados de soldados alemanes y una enana italiana como representantes de los fascismos europeos. 

La utilización del niño Oskar como protagonista narrador y observador de la historia es paradójica, ya que normalmente se utiliza la infancia como símbolo de pureza y esperanza, sin embargo nuestro personaje es un niño grotesco que asemeja la psicosis enfermiza de aquel tiempo. Y sin dudar con la experimentación o vanguardia, caminando por las casi dos horas y media de metraje con la voz en off de Oskar como compañía, Schlöndorff consiguió ser el más comercial de todos los representantes del Nuevo Cine Alemán, pero conservando las señas de identidad del cine europeo más puntero como la Nouvelle Vague francesa, el Neorrealismo italiano o las del propio Buñuel. 

Lo dicho, El tambor de hojalata son dos iconos, en el cine y en la literatura, bajo un mismo título y con 20 años de separación como cábala en la numerología: en 1959 Günter Grass escribió la novela, en 1979 Volker Schlöndorff dirigió la película, y en 1999 le fue otorgado a Grass el Premio Nobel de Literatura. Y quedan muchos recuerdos de esta historia cruel de realismo mágico: 
- Sus personajes: Oskar Matzerath principalmente, pero también su abuela Anna Bronski, sus padres Agnes y Alfred, el tío amante Jan Bronski, el juguetero judío Sigismund Markus - interpretado por Charles Aznavour -, su prima María, los enanos de circo Bebra y Roswhita, el hijo Kurt, de padre no aclarado. 
- Sus escenas, posiblemente todas, pero algunas con eco mayor: el vals tras la parada militar; la cabeza del caballo encontrada al borde del mar con las anguilas dentro; la escena del vestuario de la playa entre Oskar y María; algunas escenas sexuales (que provocaron el escándalo en su tiempo); y ese principio y final en un campo de patatas, relato cíclico que nos advierte sobre la necesidad de estar atentos, porque es posible que la historia se repita. Y así lo explica la abuela Ana: "A los tres años se cayó por una escalera y dejó de crecer. Ahora se ha caído en una tumba y otra vez vuelve a crecer". 
- Su música, ese tercer personaje invisible, gracias a la banda sonora del compositor Maurice Jarre (quien fuera el padre del bien conocido artista de música electrónica, Jean-Michel Jarre). Una notable banda sonora ambiental y dramática, en la que el compositor aplica música de época y temas aplicados para enfatizar un tono moderadamente amargo. 
- Sus mensajes por y para la historia alrededor de la ciudad de Danzing: "El noticiario semanal rodó aquella escena para pasarla luego en todos los cines. En la Oficina de Correos polaca Oskar había vivido los momentos que pasarían a la historia como el inicio de la Segunda Guerra Mundial" o "Porque los kaschubas nunca se van a ninguna parte... Nosotros no somos ni del todo polacos ni del todo alemanes". 

Y después de su largo metraje y su densa historia, resuena el tambor de hojalata en nuestras conciencias. Porque no queremos que la conciencia del Tercer Reich se repita. Y cualquier nacionalismo es un golpe de tambor...

sábado, 15 de febrero de 2014

Cine y Pediatría (214). De ”pijamas”, “libros” y otros valores desde la infancia contra la sinrazón


Hace tiempo dedicamos una entrada especial en Cine y Pediatría a la mirada inocente de la infancia ante el holocausto nazi. Ahondando en ese tema, hoy dedicamos esta reseña a dos películas muy especiales, con tres características en común: ser películas de éxito fundamentadas en el guión adaptado de novelas que han sido todo un best seller; tener como protagonista a niños escolares que viven en la época de la histeria nacionalsocialista en Alemania; y convertirse en películas inolvidables por la visión y los valores que nos devuelven los pensamientos de estos niños. 
Hablamos de El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008) y La ladrona de libros (Brian Percival, 2013). Películas para adultos, pero que bien se puede aconsejar ver con los hijos a partir de los 8-9 años (la edad de los protagonistas), siempre que les acompañemos en su visionado, pues son historias que entrañan enseñanzas que conviene mostrar en familia. 

El niño con el pijama de rayas es una producción británico-estadounidense, que se basa en el best seller “The Boy in the Spriped Pyjamas”, escrito en el año 2006 por el irlandés John Boyne, y lo hace intentando ser fiel al mismo y logrando no defraudar. 

Narra la historia de Bruno (Asa Butterfield, visto recientemente en el papel protagonista de La invención de Hugo de Martin Scorsesse, 2011), un niño alemán de 8 años que vive en el Berlin de 1942 y que se tiene que trasladar con su familia a una nueva casa en el campo (en realidad un campo de concentración), dado que a su padre (David Thewlis), un comandante del Tercer Reich, le han dado un nuevo destino. Allí vivirá junto a su madre (Vera Farmiga), una madre sobreprotectora que no apoya el Reich, y su hermana adolescente. 
Bruno pasa los días aburrido y, en su afán explorador, conocerá a un Shmuel (Jack Scanlon), un niño de su misma edad que vive en los alrededores de la casa, detrás de una alambrada y viste un traje de rayas que parece un pijama. Bruno y Shmuel se hacen amigos y comienzan a verse con regularidad, separados por la omnipresente alambrada. Bruno, de vez en cuando, le lleva comida y Shmuel le cuenta cómo es su vida actual al otro lado de la alambrada, de cómo era antes y de su familia 

El niño con el pijama de rayas se convierte en un canto a la amistad y en un cuento moral, cuento que busca la perspectiva humana y poética que se esconde tras el horror. A medio camino entre la magia de La vida es bella (Roberto Beningni, 1997) y el horror de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) y que nos regala muchas escenas para el recuerdo, sutiles pero duras: los encuentros de Bruno y Shmuel a través de la alambrada, la del sirviente judío que cura una herida en la pierna de Bruno, las enseñanzas del maestro particular (y esa frase terrible: “Si encontraras un solo judío bueno, serías el mejor explorador del mundo”); y, sin duda, su escena final con cientos de pijama a rayas amontonados por delante de una puerta negra que insinúa todo el horror y ese grito desgarrador fuera de campo que se apaga tras el plano final con fundido en negro.

El impacto emocional es que a Boyne y Herman les interesa la mirada de Bruno, ese niño explorador que quiere comprender lo que ocurre a su alrededor, pero no lo entiende. Lo interesante es entrar en el universo infantil de quien no comprende por qué unos hombres con pijama son considerados basura, y esos instantes de humanidad tratados con sentimiento real, pero sin sentimentalismo fácil. Un cuento moral con la banda sonora de James Horner de fondo.

La ladrona de libros es una producción alemano-estadounidense, que se basa en el best seller “The Book Thief’, escrito en el año 2005 por el australiano Makus Zusak, y lo hace también intentando ser fiel al mismo y logrando no defraudar.

Narra la historia de Liesel Meminger (Sophie Nélisse, vista recientemente en Profesor Lazhar de Philippe Falardeau, 2011), una niña alemana de 9 años que vive en las afueras de Munich justo antes de estallar la Segunda Guerra Mundial. La película comienza con la voz en off de un narrador poco habitual (la Muerte) y la cámara nos lleva entre las nubes y el humo de un tren al compartimento donde viajan Liesel con su madre y su hermano menor, quien muere en ese momento, antes de llegar a su destino: la casa de acogida de los Huberman, sus nuevos padres (un amable y bondadoso Hans -Geoffrey Rush- y una huraña Rosa -Emily Watson-).
Liesel no sabe leer y, curiosamente aprende con la ayuda de su nuevo padre, y a través de un libro demasiado peculiar: “El manual del sepulturero”. Cuando aprende a leer su primera frase comienza a vivir la fantástica senda que es la aventura de leer, de vivir otras vidas y otras historias. Y es a través de esos libros (que roba en la biblioteca del alcalde) como puede sobrevivir a una Alemania instalada en la perversa geometría del nazismo y en donde ser judío, tener una n de menos en el apellido, salvar un libro de las llamas o, simplemente, disentir de otros, podía costar la vida.

Porque La ladrona de libros nos muestra como la lectura y las palabras pueden ayudarnos a atravesar los más duros trances de la vida y ayudar en ellos a los demás. Y así la historia nos devuelve dos historias de amistad: la que Liesel establece con su vecino y compañero de clase Rudy (Nico Liersch) y la que se crea con el joven Max (Ben Schnetzer), judío al que esconden en el sótano de la casa.

Aún nos cuesta creer que todo esto ocurriera en el siglo XX y en un país civilizado como Alemania, potencial mundial. Pero siempre quedará esa vergüenza para la humanidad…y para no olvidar el daño de los nacionalismos… se vistan del color que se vistan. Películas como éstas nos lo recuerdan… y, por ello, las debemos ver en familia y transmitir el mensaje a nuestros hijos. Porque entre “pijamas” de rayas y entre ladronas de “libros” permanece el recuerdo de la sinrazón, sinrazón que no debemos olvidar que puede regresar en cualquier momento.


sábado, 28 de septiembre de 2013

Cine y Pediatría (194). “Napola”, escuelas del mal


En los últimos años han aparecido una serie de películas que ahondaban en el pasado de Alemania y, en cierto modo, denuncian las atrocidades cometidas alrededor del nazismo. Películas como Amén (Constantin Costa-Gravas, 2000), El Hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004) o La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006) serían claros ejemplos de ello. Hemos dedicado un capítulo especial a la mirada inocente de la infancia ante el holocausto nazi, con películas que nos permiten reconocer el antes (La cinta blanca del suizo Michael Haneke, 2009), el durante (La vida es bella del italiano Roberto Beningni, 1997; Rutka: un diario del Holocausto del inglés Alexander Marengo, 2009)) y el después (La llave de Sarah del francés Gilles Paquet-Brenner, 2010) del holocausto nazi, y también otras películas a lo largo del tiempo: Kapò (Gillo Pontecorvo, 1960), El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff, 1979), Hijos de un mismo Dios (Yurek Bogayevicz, 2001), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008). 

Una película especial mereció un detallado análisis: La Ola (Dennis Gansel, 2008), la adaptación cinematográfica de el experimento llevado a cabo en 1967 en un instituto de California: un experimento con los alumnos que quería demostrar que, incluso las sociedades libres y abiertas, no son inmunes al atractivo de ideologías autoritarias y dictatoriales, lo que explicaría que en la primera mitad del siglo XX el Partido Nazi exterminara a millones de judíos. Este director alemán, nos regaló unos años antes la película que hoy vamos a analizar: Napola (Dennis Gansel, 2004). 

Al poco de llegar Hitler al poder en 1933, se crearon en Alemania las Napola (National Politische erziehungs Anstalt), unos internados pensados para formar a toda una élite de jóvenes líderes arios, escuelas donde se preparaba a una selecta minoría de alumnos entre los 10 y los 18 años para ser los futuros dirigentes políticos. En las Napola sólo se aceptaba a los “mejores”, o sea, los más capaces física y/o intelectualmente. Y durante un periodo de nueve años se trataba de eliminar lo que se consideraban defectos del carácter, como la compasión o el libre pensamiento, un lavado de cerebro en toda regla. En su calidad de centros para la educación nacional-política comunitaria, las Napolas tenían la misión de conseguir hombres disponibles para el pueblo alemán, que hubiesen crecido en un clima de sacrificio y exigencia, capaces de ser la generación rectora en un futuro inmediato. Para cumplir esa función precisaban tales centros de un plantel de aspirantes sanos, racialmente puros, de buen carácter y muy dotados en cuanto a condiciones anímicas. Las asignaturas que tenían que estudiar los jóvenes eran, principalmente, biología, historia, geografía, química, física, alemán, inglés, latín, matemáticas, música, canto y dibujo, combinadas con otras materias de extraña naturaleza como, por ejemplo, Weltanschauliche Schulung, una especie de adiestramiento para la "visión del mundo", concepto altamente relevante en la doctrina hitleriana. Los programas de asignaturas como biología e historia estaban totalmente invadidos por conceptos y consideraciones racistas, sociodarwinistas y ultranacionalistas. Al entrenamiento físico se le concedió especial importancia dentro del sistema: disciplinas como remo, boxeo, esgrima, natación, vuelo sin motor, tiro, hípica y conducción de motocicletas y automóviles se consideraban necesarias. Existían otros aspectos complementarios en la formación: los viajes y el trabajo. 

El director Dennis Gansel se inspiró en la experiencia personal de su propio abuelo, que pasó por una de estas siniestras napolas. Y así, Napola narra una curiosa historia de amistad entre dos adolescentes, Friedrich Weimer (Max Riemelt) y Albrecht Stein (Tom Schilling) en el año 1942, en plena Segunda Guerra Mundial. Friedrich proviene de una familia de trabajadores, aficionado al boxeo y que, por sus condiciones físicas extraordinarias, ingresa en la napola (en contra de la opinión de su familia) en busca de un futuro prometedor. Albrecht Stein es el hijo de un dirigente nazi y entra en la napola por voluntad de su padre; si bien es un chico inteligente y sensible, también es frágil y, desde el principio, muestra un carácter y una ideología incompatibles con el ideario de nacionalsocialista. Es en la relación de esos dos personajes, y en su contraste, donde la película tiene su mayor atractivo. Aunque nos encontramos con otros personajes reseñables, como el profesor de boxeo (su manera de entender el boxeo refleja el ideario propio de la napola), el profesor de educación física (su dureza y crueldad es un claro exponente del funcionamiento de la escuela) y el padre de Albrecht (bestia negra del ideario nacionalsocialista). Una bella historia de amista adolescente que sirve como excusa para ser una nueva muestra de ese cine alemán que trata de saldar cuentas con un pasado reciente y abominable, que desearíamos que nunca hubiera ocurrido. 

En esta especie de purificación de la memoria histórica, el joven Dennis Gansel entrega una historia intensa, llena de dramatismo y humanidad, con algunos momentos de gran dureza. Y hace reflexionar acerca de los horrores y bajezas en que puede caer el hombre cuando olvida su excelsa dignidad. Destacamos cinco secuencias, en donde estas escuelas del mal tienen toda su expresión: 
- Las pruebas de ingreso: el joven Friedrich supera las pruebas físicas para ingresar en la napola y cómo, a pesar de que el padre se opone a que ingrese en una organización nazi, el adolescente no quiere dejar escapar esa oportunidad de prosperar en la vida. 
- Las clases en la napola: cuyo desarrollo deja transpirar la ideología que subyace en ellas. De especial interés resultan las clases de educación física y las referencias a la teoría de la evolución de las especies de Darwin. 
- El combate de boxeo: frente a un alumno de otra napola y cómo ver dos actitudes muy diferentes: la del profesor de boxeo de Friedrich (combativa y sin compasión frente al rival) y la de su amigo Albrecht (quien le recrimina que no haya tenido compasión por el rival). 
- La tragedia en la nieve: la búsqueda nocturna de unos prisioneros rusos que han huido por el bosque y que les dejará profunda huella, porque finalmente los prisioneros eran niños rusos desarmados y abatidos por los tiros de los alumnos. 
- La expulsión de la napola: Albrecht, enfrentado abiertamente a su padre y al ideario de la napola, aprovecha una dura prueba de la clase de Educación Física para suicidarse, ante los ojos atónitos de sus compañeros y la desesperación de su amigo. Tras este acontecimiento, Friedrich participa en un combate de boxeo durante el cual toma una decisión que motivará su expulsión definitiva de la napola. 

Pese a la dureza de las imágenes y la historia, la banda sonora de Normand Corbeil y Angelo Badalamenti posee una extraña belleza. Porque Napola narra una historia que no sólo es de ayer, sino de también puede ser de hoy: escuelas donde se enseña a la juventud que la diferencia no es algo complementario que nos acerca a los demás, sino algo diferencial que nos aleja de quien elegimos nuestros opresores. Creo que es nuevamente momento de recordar la frase de La Ola: “Fascismo. Todos nos hemos considerado mejores, mejores que los demás. Y lo que es aún peor, hemos excluido de nuestro grupo a todos aquellos que no pensaban igual. Les hemos hecho daño...”.