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lunes, 2 de junio de 2025

Terapia cinematográfica (14). Prescribir películas para entender la adopción y el acogimiento

 

Es innegable el derecho del niño a vivir con su familia, pero en determinadas circunstancias, y siempre atendiendo al interés prioritario del menor, es necesario buscar una nueva familia, formalizando una medida de protección de carácter temporal (acogimiento) o definitiva (adopción). La finalidad tanto de la adopción como de la acogida es conseguir que los niños y niñas que están en situación de desamparo vivan en un entorno seguro, ya sea de forma temporal o definitiva. Pero cabe diferenciar entre ambos conceptos, pues tienen finalidades distintas. 

La adopción infantil es un proceso legal mediante el cual una o dos personas adultas asumen la responsabilidad parental de un niño o niña que no es su hijo biológico, con la intención de formar una familia permanente. Este acto transfiere de forma legal y permanente los derechos y responsabilidades de los padres biológicos a los padres adoptivos, otorgando al niño adoptado los mismos derechos que un hijo biológico, incluyendo el apellido y los derechos de herencia. Es el proceso de adopción un camino con rutas emocionales y psicológicas que cabe reconocer, como el posible duelo por la infertilidad de algunas parejas y la imposibilidad de tener hijos biológicos, la necesidad crucial de establecer un vínculo afectivo seguro con el niño adoptado, así como ayudarle a comprender y aceptar su historia y su identidad como persona adoptada, amén de las necesidades especiales los niños adoptados que se centra principalmente en la salud y en su ajuste psicosocial, especialmente en el caso de adopciones internacionales. 

Por otra parte, el acogimiento ofrece un entorno familiar seguro y afectivo de forma transitoria mientras se trabaja en la reunificación familiar o se busca otra medida de protección más estable. Aquí las familias de acogida suelen recibir una ayuda económica por parte de la administración para cubrir los gastos de manutención, educación y cuidado del menor, así como apoyo y seguimiento profesional. Ni que decir tiene que el proceso suele ser más rápido y flexible que la adopción, buscando una solución inmediata para el bienestar del niño; de hecho, existen diferentes tipos de acogimiento según su duración (urgente, temporal, permanente). 

El cine ha abordado los temas de la adopción y el acogimiento de menores desde diversas perspectivas, reflejando las complejidades emocionales, sociales y legales que implican estas experiencias. A través de diferentes géneros y enfoques narrativos, el cine visiona nos permite afrontar y reflexionar distintos temas sobre cuatro perspectivas principales: desde la perspectiva del menor adoptado, desde la perspectiva de los padres adoptivos o de acogida, desde la perspectiva de los padres biológicos y el consecuente debate sobre aspectos sociales y legales. Y desde esta sección de Terapia cinematográfica hoy proponemos un recorrido por 7 películas argumentales sobre la adopción y el acogimiento. Estas películas son, por orden cronológico de estreno: 

- La pequeña Lola (Holy Lola, Bertrand Tavernier, 2004), para conocer el contenido emocional y los desafíos de la adopción internacional. 

- La vergüenza (David Planell, 2009), para recorrer el no siempre fácil camino entre la acogida y la adopción. 

- Color de piel: miel (Couleur de peau: Miel (Approved for Adoption), Laurent Boileau, Jung Henin, 2012), para reflexionar sobre el camino de pertenencia e identidad de los menores adoptados y sus implicaciones emocionales. 

- La adopción (Daniela Fejerman, 2015), para no olvidar la corrupción ocasional en ciertos procesos de adopción internacional. 

- En buenas manos (Pupille, Jeanne Herry, 2018), para hacer brillar la calidad humana de los profesionales que participan en el sistema de adopción en un sistema de bienestar bien gestionado. 

- Una familia verdadera (La vraie famille, Fabien Gorgeart, 2021), para reconocer los potenciales conflictos entre el apego de los padres de acogimiento y los derechos de los padres biológicos. 

- El sexto hijo (Le sixième enfant, Léopold Legrand, 2022), para asomarnos a los dilemas de la adopción ilegal. 

Siete películas argumentales para prescribir a los distintos protagonistas en los procesos de adopción y acogimiento, para las familias adoptivas y de acogida, para los menores adoptados y acogidos, para los distintos profesionales implicados (trabajadores sociales, psicólogos, educadores,…) y para la sociedad en general.

Se puede revisar el artículo completo en este enlace o en este otro

sábado, 7 de enero de 2023

Cine y Pediatría (678) “Una familia verdadera” en las familias de acogida


Es innegable el derecho del niño a vivir con su familia, pero en determinadas circunstancias, y siempre atendiendo al “interés prioritario del menor”, es necesario buscar una nueva familia, formalizando una medida de protección de carácter temporal (acogimiento) o definitiva (adopción). La finalidad tanto de la adopción como de la acogida es conseguir que los niños y niñas que están en situación de desamparo vivan en un entorno seguro, ya sea de forma temporal o definitiva. Pero cabe diferenciar entre ambos conceptos, pues tienen finalidades distintas. 

El propósito de la acogida es cuidar temporalmente a un niño dándole el apoyo, el afecto y cuidados que necesita y facilitar que en algún momento pueda volver con su familia biológica si las circunstancias de ésta lo permiten; por tanto, la familia de acogida desempeña el cuidado del menor, de manera temporal comprometiéndose a ocuparse no sólo de su sustento sino también de su formación personal y educativa, hasta que el menor pueda regresar con su familia biológica. El acogimiento puede ser residencial o familiar: en el residencial el niño está una institución y la tutela es de la administración; en el familiar, la custodia está en la familia, pero la tutela siempre es de la administración. Su objetivo final es el de retornar el menor a su familia, para lo que es necesario mantener el contacto mediante las visitas. Hay acogimientos temporales y acogimientos permanentes hasta que el menor pasa a ser mayor de edad. Por el contrario, la adopción tiene un carácter definitivo, dado que es un proceso legal mediante el cual una persona llega a ser un miembro legal de una familia diferente a aquella en que nació. En la adopción son los padres quienes tienen la tutela, guardia y custodia del menor; y tienen las mismas obligaciones que con cualquier hijo biológico, sin diferencia. 

Son habituales las películas que versan sobre la adopción, pero menos frecuentes las que abordan el acogimiento familiar. En Cine y Pediatría ya hemos podido revisar varios films en que el acogimiento es un tema presente, como la película checa Kolya (Jan Sverák, 1996), la película estadounidense La buena mentira (Philippe Falardeau, 2014), la película francesa La escuela de la vida (Nicolas Vanier, 2017) o la película sueca Conociendo a Astrid (Pernille Fischer Christensen, 2018), pero donde cabe destacar dos películas españolas donde el acogimiento es un asunto nuclear: La vergüenza (David Planell, 2009) y Marsella (Belén Macías, 2014).       

Y a estas dos películas españolas que se sumergen sobre las familias de acogida, se suma hoy con la película francesa Una familia verdadera (Fabien Gorgeart, 2021). Todo comienza como unas joviales vacaciones de familia y con amigos. Piscina, tenis de mesa, música y bailes. Aquí conocemos a la pareja de Anna (Mélanie Thierry) y Dries con sus tres hijos, si bien el más pequeño, de seis años, Simon (Gabriel Pavik), en realidad es un niño de acogida. Y ahora es cuando la jueza les comunica que el padre biológico quiere recuperar la custodia del pequeño, lo que causa un terremoto en la familia, pues le acogieron con 18 meses y forma parte de la familia. Una familia amorosa que juega con sus hijos, comprensiva hasta en la rebeldía del preadolescente, que celebran con alegría los cumpleaños, que va a misa y reza, como lo hace Simon antes de acostarse para que sus hermanos Adrien y Jules, también a Dries y su mamá duerman bien. Amén. 

Y este cambio en la vida de Simon no es de su agrado, pero menos a Anna, aunque tenga que disimular. Y comienzan los cambios sugeridos por la jueza, con mucho dolor al decirlo: “Hemos decidido que deberías dejar de llamarme mamá”. Y a las preguntas de ¿por qué? de Simon, las respuesta son más dolorosas: “Porque a tu padre le duele...Porque no soy tu verdadera madre”. Y su respuesta es muy sincera: “Quiero llamarte mamá. Al menos lo haré en mi cabeza”. De momento, se prolongan las estancias de fines de semana con su padre biológico, quien parece un padre cariñoso, aunque el niño comienza a tener pesadillas. En esta nueva situación Anne adopta una posición algo distante, pues aunque es el padre biológico, no puede olvidar que le separa ocasionalmente de su lado, incluida las Navidades. Y es entonces cuando desatiende las llamadas de la jueza mientras pasan esas fiestas en la nieve con Simon, unas maravillosas Navidades de familia porque Simon le pidió a su padre que quería ir a la nieve y éste lo consintió. 

Porque Anna es incapaz de dejar marchar al niño tras su paso por el acogimiento durante estos años. Y una decisión judicial hace que la felicidad del pequeño quede sometida a las decisiones de los adultos: por un lado, un padre que desea recuperar a su hijo (la madre del niño ya falleció) y, por el otro, Anna, quien no siendo la madre es quien le ha criado y a quien llama “mamá. Pero, ¿qué es lo mejor para Simon? Esta es la incógnita que plantea esta sensible, empática y humana película. Y realizada con la mesura que lo hace el cine francés… Porque hay muchas formas de contar esta historia. Cada país es posible que utilizara una modalidad, pero el razonamiento moral que desprende el cine francés es muy alentador. 

Finalmente la jueza asigna a Simon a otra familia, al darse cuenta que Anna no considera que lo mejor para Simon sea que vuelva con su padre. Y por orden judicial les corta los lazos. Y el dolor llega a todos cuando Simon acude a un hogar de acogida comunitario con animales de convivencia, una especie de granja educativa. Y al grito de “Mamá” y entre lágrimas se despiden. Todo intenta volver a la normalidad, pero la pregunta de la hermana cuando le ven en la distancia en un centro comercial es clara: “¿Habrán visto la misma película que nosotros?”. 

Una Familia verdadera es una cinta que transmitirá la sensación que muchos padres de acogida viven en la vida real. Se sabe que la aparición de los padres biológicos es el principal riesgo que una pareja tiene cuando en ese proceso de acogida se plantean poder adoptar a un niño. Y es así como este film con buenas intenciones se estrenó en Francia después de numerosas noticias en los periódicos sobre madres de acogida en que se plantearon situaciones similares a las que aquí ocurren entre Anna y Simon, en una buena actuación actoral la veterana Mélanie Thierry y el pequeño Gabriel Pavik, sorprendentemente espontáneo en su papel. Aquí se muestra que la mayoría de estas familias hacen mucho bien, pese a las dificultades para conseguir que niños con problemas tengan una vida normal. 

En España, existen más de 40.000 menores en situación de desprotección. El acogimiento familiar es uno de los recursos de protección posibles para que los niños que se encuentran en situación de riesgo o de maltrato puedan ser retirados de sus familias. Cuando la situación es tan grave como para impedir que los padres biológicos se hagan cargo de los menores indefinidamente, pueden acabar siendo adoptados por una nueva familia. Tanto la adopción como el acogimiento ofrecen a estos niños la oportunidad de crecer en un entorno seguro, responsable y emocionalmente adecuado a las necesidades del niño, pero implican algunos problemas éticos relacionados con la definición del interés superior del menor. El cine se acerca a alguno de estos problemas éticos; incluso, aunque, como en nuestra película de hoy, se trate de una familia verdadera.

 

sábado, 1 de mayo de 2021

Cine y Pediatría (590). “Kolya”, vínculos paternofiliales entre la primavera y el terciopelo

 

La estratégica posición de Checoslovaquia en el centro y este de Europa la convirtió durante cuatro décadas de la segunda mitad del siglo XX en uno de los epicentros de la Guerra Fría. Todo comenzó con un golpe y terminó de terciopelo, pasando por una primavera. Un recorrido donde la invasión rusa y el Partido Comunista de Checoslovaquia (KSČ) perdieron el monopolio del poder político 

Fue Checoslovaquia el último país en sumarse al bloque del Este, gracias al Golpe de Praga de 1948 apoyado por Stalin y que instaló a los comunistas en el poder. Esto tuvo en Occidente una gran repercusión, porque Checoslovaquia era el país más occidental de Europa en el plano geográfico, histórico y político, y se quedaba fuera del bloque capitalista. Tuvieron que pasar veinte años para que el gobierno reformista de Alexander Dubček intentara separarse de Moscú, pero los tanques soviéticos ocuparon el país, abortando lo que todos conocimos como Primavera de Praga de 1968 y que abarcó desde el 5 de enero, el día que Dubček fue elegido Primer Secretario del KSČ, hasta el 21 de agosto, cuando la Unión Soviética y otros miembros del Pacto de Varsovia invadieron el país para reprimir las reformas. Checoslovaquia entró en un período conocido como "normalización" y la Primavera de Praga influyó en 1970 en la conocida como Primavera Croata y una década más tarde, en la Primavera de Pekín. Y no debemos olvidar que la Primavera de Praga inspiró la prensa libre, pero también a la música, cine y literatura checoslovacas, incluyendo las obras de Václav Havel, Karel Husa, Karel Kryl o Milan Kundera (y su libro “La insoportable levedad del ser”). 

La Primavera de Praga fue uno de los capítulos de un año clave en todo el mundo, marcado por la tragedia y la agitación. Estudiantes en París en el Mayo del 68, Berkeley o Ciudad de México se habían levantado. Los asesinatos de figuras como Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy conmocionaron a muchos. La guerra de Vietnam estaba en un momento particularmente álgido y, poco después, Apolo 8 se convirtió en la primera astronave pilotada que orbitara la Luna. 

Y no sería hasta finales de los ochenta, en plena descomposición de los socialismos del Este, cuando la pacífica Revolución del Terciopelo de 1989, donde el dramaturgo (y político) Václav Havel logró terminar con el régimen comunista checoslovaco y transitar hacia una democracia liberal. Un elemento de las demostraciones de la Revolución de Terciopelo fue el tintineo de las llaves, mostrando apoyo, cuya práctica tenía un doble significado: simbolizaba la apertura de las puertas y era la forma en que los manifestantes decían a los comunistas, "Adiós, es hora de irse a casa"

La evolución política y las escisiones posteriores se iban a plasmar durante los siguientes años, así como un poderoso movimiento nacionalista secesionista que se tradujo en la independencia de la República Checa y la República Eslovaca en 1993. Václav Havel se convirtió en el primer presidente de la República Checa, mientras que en Eslovaquia fue Vladimír Mečiar el nuevo jefe de Estado. En 2004, ambos países ingresaron de forma conjunta en la Unión Europea y la OTAN. 

Y estos acontecimientos políticos, con epicentro en Praga, influyeron decisivamente en su medio cinematográfico. En los años 60 surgió la Nueva Ola Checoslovaca, cuyos miembros exploraron nuevos temas con un marcado estilo irónico y humorístico, aprovechando de denunciar la falta de libertades imperante. De este grupo surgieron directores como Věra Chytilová, Jiří Menzel y Miloš Forman, entre otros, muchos de los cuales sufrieron censura o exilio con la intervención soviética de 1968. Y es que, aunque la filmografía checa no es muy conocida, si reconocemos algunos de sus éxitos incluso en los Óscar: destaca Miloš Forman, mejor director con Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) y Amadeus (1984); pero también el Óscar a la mejor película de habla no inglesa para La tienda de la Calle Mayor de Ján Kadár y Elmar Klos en 1965, Trenes rigurosamente vigilados de Jiří Menzel en 1967 y Kolya de Jan Svěrák en 1996. 

Y hoy comentamos precisamente Kolya, una encantadora película ambientada en los convulsos momentos históricos previamente descritos y que creación de la dupla padre e hijo de Zdenek y Jan Sverák: el primero firmó el guion y protagonizó el filme, mientras que el último lo dirigió. El filme transcurre en Praga, entre los años 1988 y 1989, en plena ocupación militar soviética de Checoslovaquia y en los últimos años del régimen comunista de Gustác Husák. Y aquí conocemos a Franka Louka (Zdenek Sverák), un violoncelista cincuentón, soltero y mujeriego. 

Expulsado de la Sinfónica aparentemente por motivos políticos, Franka se gana la vida como músico de funerales, lo que no le alcanza para cubrir sus deudas. Su amigo, el sepulturero Broz, le ofrece un lucrativo plan: casarse por dinero con una intérprete rusa, Nadezda, para que ella obtenga la nacionalidad y la residencia checoslovacas. Tras las dudas iniciales, finalmente acepta, pero a los pocos días Nadezda aprovecha su nueva situación para huir a Alemania Occidental, dejando solo a su hijo de 5 años, Kolya (Andrey Khalimon) con la abuela. Pero cuando la abuela fallece al poco tiempo, Louka deberá hacerse cargo de su hijo adoptivo (no por un gesto de amor, sino por temor a ser encarcelado al fingir un matrimonio de conveniencias). Pero no le gustan los niños y no le gustan los rusos, mal inicio. “No pienso tener en casa a un niño ruso” también le dice la madre de Franka. 

Franka no habla ruso y Kolya no habla checo. Los dos se verán obligados a entenderse y a vivir juntos para salir adelante, surgiendo una dinámica peculiar y poco favorable al principio: el niño acompaña a su padrastro impostado a tocar en los funerales, pasando el tiempo entre féretros, cruces e instrumentos musicales, allí donde suenan piezas clásicas (y donde no podían faltar las notas de maestros checos como Smetana y Dvorak). Pero el egoísta Franka evoluciona, pasando de su intento dejar a Kolya bajo el cuidado de los servicios sociales a buscarle desesperadamente cuando éste se pierde en el Metro de Praga. Y, por ello, una de sus múltiples amantes le dice: “Eres menos egoísta de lo que imaginaba. Nunca pensé que cuidaras tanto al hijo de otra persona”. 

Y, quizás como era de esperar, ambos superan sus respectivas barreras: el niño aprende el idioma del adulto y el adulto aprende a compartir su vida con el niño, de forma que la peculiar existencia de Franka cobra sentido cuando descubre que el afecto es un valor que se puede y debe compartir con otros. Y por eso lucha para que Kolya no sea enviado a un orfanato ruso. Y cuando regresa Nadezda a recoger a su hijo, la semilla de la paternidad ya está sembrada en nuestro músico protagonista. Y con las nubes finales esta comedia dramática, impecablemente elaborada, nos hace sentir bien y nos deja esa metáfora de la ocupación soviética, donde dos pueblos que consideran enemigos mutuos aprenden a fraternizar. 

En suma, Kolya es un potente relato sobre el amor paternofilial, que transciende los vínculos sanguíneos. Es una historia sobre un acogimiento forzado entre un adulto y un niño, realizada con nobleza por un hijo (Jan Sverák, como director) y su padre (Szedenk Sverák, como guionista y actor principal). Un acogimiento forzado que ocurre durante la ocupación rusa de Checoeslovaquia (y varias escenas nos lo reflejan en esta película), aquella que va del Golpe de Praga a la Revolución del Terciopelo, pasando por la Primavera de Praga. Una película que nos manda el mensaje de que, aunque son muchas las causas de abandono de un menor y de su acogimiento, los vínculos se pueden (y deben) acabar creando a pesar de nuestras resistencias.

 

sábado, 24 de abril de 2021

Cine y Pediatría (589) “La escuela de la vida”, la naturaleza de un cuento social

 

Esta película francesa que hoy nos acompaña es un bella historia que se ha llegado a decir que está a medio camino entre alguna de las dos versiones de El pequeño Lord (John Cromwell, 1936; Jack Gold, 1980), por la relación entre sus personajes, y Guadalquivir (Joaquín Gutiérrez Acha, 2013), por esa experiencia sensorial con la naturaleza. Hablamos de La escuela de la vida (Nicolas Vanier, 2017). 

La escuela de la vida nos llega como un canto de amor a la naturaleza que nos traslada a la región francesa de la Sologne, junto al río Loire, en los años 1920. Vemos como la señora Célestine, esposa de un guardabosque, trae a su casa a Paul, un parisino huérfano de 10 años: “El señor no ha querido que tenga hijos. Así que cuido a los hijos de los demás”. Célestine y su esposo Borel son criados del Conde de la Fresnaye, viudo y solitario. Y esta adopción-acogida se mantiene en secreto, haciéndole pasar por su sobrino, todo un misterio que se plantea al principio y que veremos desvelarse poco a poco. 

Paul (Jean Scandel, elegido entre más de 2000 aspirantes) tiene un carácter arisco, y así lo expresa al principio: “Yo no llamo mamá a nadie”. Pero su vida cambia radicalmente al recibir afecto y al entrar en contacto con la naturaleza. Y ello ocurre sobre todo al conocer a un cazador y pescador furtivo nocturno y taciturno, Totoche (François Cluzet), un anciano que vive en un barco desvencijado en medio del río. Un ermitaño de buen corazón que es descrito así por Célestine: “Totoche no es un mal tipo. Cómo lo diría, solo que es libre”. Y aunque las cosas no son fáciles al principio, tal como reflejan las palabras de Totoche (“Yo no quiero saber nada de un niño. Sobre todo con un parisino”), poco a poco se encariñará de Paul y le enseñará a conocer la naturaleza, el bosque y el río, las plantas y los animales por sus huellas (jabalíes, ciervos, conejos, faisanes,…), a pescar el salmón, a vivir libre. A conocer la escuela de la vida: “La vida es bella cuando quiere. Y hay que disfrutarla. Pasa rápido”. Y esa escuela que vive, rodeado de naturaleza, adquiere un valor simbólico en ese ciervo gigante de 18 cuernos, el rey del bosque que es una leyenda y no ha visto nadie, salvo Paul. Pero que mantiene en secreto para protegerlo, si bien finalmente encuentran al ciervo en una cacería y lo indultan. 

“La tumba es la casa de los muertos con su nombre grabado encima. Así podemos recordarles cuando les visitamos” le dice Célestine a Paul, mientras éste recuerda que no conoce a sus padres, pues su padre murió en la guerra y no sabe dónde está su madre. Finalmente el chico descubre que nació de una historia de amor no consentida y que su madre en realidad fue la primera niña de la que se ocupó Célestine, pues era la muy querida hija del conde. Y éste, en realidad su abuelo, lo reconoce antes de morir: “Y ahora tu estás aquí y necesitas que te quieran”. Y lo nombra heredero universal, por lo que pasa a ser el Señor Paul. Y Totoche y Borel, antes enemigos, ahora comparten el oficio de guardabosques. 

Es por ello que La escuela de la vida se convierte en un cuento de hadas en tiempo de entreguerras, en un cuento social en medio de la naturaleza que nos plantea no pocos conflictos: sentimentales, afectivos, consanguíneos, amistosos, de clase. Y esta película surge de la conjunción de dos peculiares personajes: el director Nicolas Vanier y el actor François Cluzet. 

Nicolas Vanier, aventurero, explorador, fotógrafo y escritor muy conocido en Francia por su ecologismo y sus expediciones, quien se ha especializado en películas en las que la naturaleza, adquiere una importancia fundamental. La relación con el entorno - la tierra, la flora y la fauna - y las historias infantiles de crecimiento y aprendizaje vertebran buena parte de sus títulos, en los que late la aventura y los valores humanos, tal como ocurriera en El último cazador (2004), Lobo (200), Belle y Sebastián (2013), o sus más recientes Volando juntos (2019) o Mi amigo pony (2020). En La escuela de la vida regresa a su tierra natal, en la Sologne, y rememora sus aprendizajes de infancia y juventud alrededor de la naturaleza, de ahí su cierto valor autobiográfico. Por otro lado, el actor François Cluzet se ha especializado en casi un subgénero propio, como son las películas de campiña francesa: Un doctor en la campiña (Thomas Lilti, 2016), El collar rojo (Jean Becker, 2018), Normandía al desnudo (Philippe Le Guay, 2018), junto con La escuela de la vida y Mi amigo pony de Nicolas Vanier. Películas que comparten como principal objetivo la caricia al espectador (para quien desee ser acariciado, claro está), los conflictos sociales de baja intensidad, el buen apoyo musical, el amor a la naturaleza y a los animales, la sublimación del ámbito rural y una especial sentimiento con riesgo de derivar al sentimentalismo. 

Sea como sea, y con esa mezcla de película de naturaleza e infancia de Vanier y de campiña francesa de Cluzet, La escuela de la vida está destinada a todos los públicos, como una buena parte de ambas filmografías. La escuela de la vida es un homenaje a la naturaleza en sí, una oda a la vida en su estado más puro. Y con una conexión bien pensada entre las dos trama principales (la primera parte es la presentación y la entrega a la propia naturaleza; la segunda nos desvela el secreto que esconde la trama), nos muestra la importancia de aprender a vivir sin miramientos y con el sentido de la libertad por delante.

Porque la vida es una escuela. Y en donde la naturaleza siempre debe ser un aula clave para adquirir valores. 

 

sábado, 11 de abril de 2020

Cine y Pediatría (535). “Conociendo a Astrid” más allá de Pippi Calzaslargas


Hay personajes literarios que han trascendido al tiempo y espacio hasta convertirse en un icono y casi un símbolo de nuestra niñez y juventud. Uno de estos personajes fue aquella niña de nueve años, pecosa, de sonrisa burlona y coletas pelirrojas totalmente tiesas, las medias de rayas y los zapatos varias tallas más grandes, quien vivía sola junto a su caballo y su mono (Mister Nelson) y que tenía una maleta llena de monedas de oro. Todos la conocimos por “Pippi Calzaslargas”, pues así era el título de la primera novela de la novelista sueca Astrid Lidgren publicado en el año 1945. La primera aventura de Pippi comienza con su llegada a Villa Mangaporhombro, en un pequeño pueblo que revoluciona rápidamente por su peculiar forma de vivir y sus extravagancias. Se hace amiga de sus vecinos Tommy y Annika, que están admirados con sus disparates, los cuales funcionan como contrapunto a sus locuras y a los que siempre acaba arrastrando en sus iniciativas. 

Lo cierto es que a la autora le costó publicar el libro, ya que al principio las editoriales pensaban que era “poco apropiado”. Finalmente y animada por el éxito publicó otros dos más: “Pippi se embarca” y “Pippi en los mares del sur”. Un personaje icónico reconocible en cualquier parte del mundo y cuya imagen estaba marcada por la extravagancia y el humor. Un símbolo para los niños… y los adultos, en quien el humor absurdo formaba parte de su fuerte personalidad, así como esa actitud totalmente espontánea frente a los adultos, lo que le permitía decir y hacer cosas que no debiera. Pero también Pippi era un símbolo de rebeldía contra la autoridad y las estructuras sociales tradicionales, como un personaje antiautoritario, optimista, trasgresor y con espíritu inquebrantable, así como un ejemplo de la niñas que no quieren ser princesas

Pippi se convirtió en un todo un fenómeno, a pesar de sus detractores (que los tuvo), y ha tenido varias ediciones y adaptaciones, alcanzando mayor eco por la serie sueca de televisión Pippi Långstrump (en España, Pippi Calzaslargas), que provocó un auténtico revuelo e hizo archiconocida a la pequeña actriz Inger Nilsson. 

Pero detrás de este personaje nos encontramos a la autora sueca Astrid Lindgren, una de las grandes figuras de la literatura infantil de todos los tiempos. Fue una autora muy prolífica en años (95) y en libros (80), y las adaptaciones de sus obras al teatro y sobre todo al cine le dieron una gran fama en Suecia. Desde la década de los 50 hasta los 80 se realizaron 17 películas basadas en los cuentos de Lidngren. Durante los años 60 escribió directamente textos para la televisión y las series de televisión se convirtieron igualmente en éxitos inmediatos. 

Y lo cierto es que Astrid Lindgren y Pippi Calzaslargas, la creadora y su creación, son muy diferentes y también muy iguales. Y hoy hablamos de una película que intenta descubrir a la novelista para llegar a entender su mayor creación literaria: Conociendo a Astrid (Pernille Fischer Christensen, 2018), inspirada en hechos reales de su biografía. 

Y la película comienza con una anciana que abre cientos de cartas de felicitación por su cumpleaños, cartas con dibujos enviadas por los niños y niñas, donde en una cinta grabada le preguntan: “¿Cómo puede escribir tan bien sobre ser un niño cuando hace tanto tiempo que lo fue?”. Y a partir de ahí un flasback cinematográfico nos devuelve a la beata, tradicional y aburrida sociedad de un pueblo de Suecia de principios del siglo XX, allí donde se crió Astrid Ericsson (Alba August, hija de un matrimonio icónico del cine escandinavo ya presente en Cine y Pediatría: el director danés Bille August - y su gran obra Pelle El Conquistador – y la actriz y directora sueca Pernilla August – quien debutara en Fanny y Alexander), entre el frío de la habitual nieve y en una familia religiosa, donde el padre es el sacristán del pastor protestante de la comunidad. 

Amante de la lectura y escritura, de joven comenzó a trabajar como secretaria en un periódico, confirmando su talento para la narración de historias. Allí donde el director del periódico local, Reinhold Blomberg (Henrik Rafaelsen), un adulto casado que le coge tanta estima que ocasiona su embarazo como adolescente de 16 años. Embarazo y pareja que no son aceptados por su familia, por lo que tiene que huir del pueblo y se refugia en Estocolmo. Y ya con este prolegómeno entendemos el mensaje de otra de esas cartas que recibe en su actual cumpleaños en su vejez: “Escribes mucho sobre la muerte… Pero cuando leo tus libros, me siento más viva que nunca”

Reinhold dice quererla, pero no consigue el divorcio y teme la cárcel por adulterio. Decide salir adelante sola y busca la solución en Dinamarca, allí donde no es necesario registrar el nombre del padre. Y allí pare y deja en acogida a su hijo, entre un mar de lágrimas y con vendas alrededor de su pecho para evitar la producción de leche y que nada se note a su vuelta a Estocolmo. Y los padres adúlteros de tan diferente edad siguen adelante con su relación, a espaldas de la sociedad y de su familia, quien le pide que abandone a su hijo (en un cruel sentido cercenador que tiene sobre esos abuelos el peso de los pecados de la religión), aunque le digan aquello de “Tu madre solo quiere lo mejor para ti”. Y Astrid sigue separada de su hijo: “Mi bebé… Necesito verlo, quiero abrazarlo”.

Pasan los meses y los años con Astrid y su hijo separados, donde nuestra protagonista comienza a entender el “nature or nurture”, al sentir que su hijo no la reconoce como madre y estima a Marie (Trine Dyrholm), la mujer danesa que le cuida. Pero Marie enferma y ya no queda más remedio que volver con él, pese a todo y todos, y resuena el último consejo de Marie: “Solo necesita amor. Mucho amor. Dáselo”. 

Y al regreso, les esperan más dificultades, pues su hijo enferma, y el doctor asevera: “Es tos ferina. No se puede hacer nada. Vendré dentro de una semana”. Por fortuna acaba viendo luz al final del túnel, gracias a Sture (Björn Gustafsson), el nuevo jefe que tiene en el trabajo. Y de ahí ese colofón final: “Astrid se casó con Sture y se convirtió en Astrid Lindgren. Las historias de Pipi Calzaslargas le dieron éxito como escritora y llegó a ser una de las más grandes escritoras infantiles y una mujer icono de nuestro tiempo”. 

Es por tanto, Conociendo a Astrid, un adecuado biopic de la escritora sueca, pero también un película que nos permite reflexionar sobre temas ya afrontados en Cine y Pediatría, como el embarazo en la adolescencia, el acogimiento y la adopción. Una película sobre la superación de las dificultades y que nos permite recordar cómo este fenómeno mundial que es el personaje de Pippi lo concibió cuando ese hijo tan querido, con siete años, se encontraba enfermo de una infección pulmonar en el invierno de 1941, y allí se inventó este personaje para matar el tedio en sus horas de encierro. Dos años después, mientras Astrid Lindgren reposaba de una fractura en la pierna, aprovechó su tiempo para escribir las aventuras de esta niña traviesa que pronto daría la vuelta el mundo y se convertiría en un símbolo feminista. Feminista como esta película con cuatro mujeres clave: su directora, Pernille Fischer Christensen, su actriz, Alba August, la propia escritora, Astrid Lindgren, protagonista de todo ello, y claro está, Pippi Calzaslargas. 

Conociendo a Astrid es una película entrañable que nos permite ver más allá de Pippi Calzaslargas, tras esa infancia, adolescencia y juventud nada fácil de su creadora, esa voz trasgresora que dio voz a la infancia rebelde. Y que hace que comprendamos mejor esa carta final de ese niño hacia nuestra anciana Astrid: “Como todos esos niños de tus libros, se nota que te gustamos”. 

sábado, 16 de enero de 2016

Cine y Pediatría (314). "La buena mentira", la eterna mentira


En Cine y Pediatría ya no olvidaremos un nombre, el del canadiense Philipe Falardeau, pues en el año 2011 nos regaló la película Profesor Lazhar, una declaración de amor a la enseñanza. Y este director, gracias al apoyo interpretativo de Reese Whiterspoon y el apoyo económico de Ron Howard, nos trae en el año 2014 una película basada en hechos reales y bajo el título de La buena mentira. Porque en "Las aventuras de Huckleberry Finn" aprendimos con Mark Twain a reconocer lo que es una buena mentira...y de esa anécdota toma el título la última película del director canadiense. 

Sudán es un país sacudido por una sangrienta guerra civil, en donde más de 20.000 niños y niñas quedaron huérfanos y fueron desplazados de sus aldeas durante la guerra civil sudanesa que se desarrolló entre 1983 y 2005. Se les conoce como "los chicos perdidos de Sudán" y una campaña humanitaria llevaría a 3.600 de estos niños perdidos a los Estados Unidos. 

La buena mentira narra la historia de un grupo de niños huérfanos de Sudán que deben aprender a sobrevivir por sí mismos y llegar a lugar seguro luego de que la guerra les quitara todo (familia, amigos, hogar). Theo, Mamere y Abital emprenden camino a través de paisajes inhóspitos con dos hermanos más pequeños, con el fin de llegar a Kenia, donde esperan conseguir refugio. En el camino, sufrirán la pérdida de los niños más jóvenes (uno de ellos, Daniel, muere en las garras de un león) y harán amistad con Jeremiah y Paul, otros chicos también huérfanos.  
Estos huérfanos, que logran sobrevivir a la guerra después de 13 años en un campo de refugiados de Kenia, consiguen ser acogidos en Estados Unidos, todos menos Theo. La única chica, Abital, es acogida en Boston, mientras que los chicos permanecen juntos en Kansas, donde les recibe Carrie Davis (papel encarnado por la oscarizada Reese Witherspoon, quien se implicó desde un principio en esta película), una asesora de una agencia de empleo a la que reclutan para ayudarles a encontrar trabajo e integrarles, algo nada fácil. Como dice la voz en off: "Esta es la historia de mis hermanos y hermanas... Como un puente invisible sus recuerdos conectan su vida pasada con nuestra vida nueva".

La buena mentira es el enfrentamiento de la realidad del primer y tercer mundo, y que nos habla del sufrimiento de emigrar, de los niños soldados, de la solidaridad bien y mal entendida, de que la vida nos es fácil para la mayor parte de este mundo... Para incrementar ese realismo hay que mencionar el hecho de que los actores que interpretan a los hermanos, Arnold Oceng como Mamere, Emmanuel Jal como Paul, Ger Duany como Jeremiah y Kuoth Wiel como Abidal, todos han sido descendientes de familia involucrada en la guerra o, incluso, niños soldado, lo que ayuda a que el papel que realizan sea aún más creíble. Y es en la llegada a otro mundo donde comienza la nueva odisea para ellos: la de insertarse en el corazón del Occidente capitalista e industrializado después de haber pasado toda la vida en la sabana africana. Un choque emocional que va desde la impresión que sufren cuando tienen que tirar la comida caducada de un supermercado a cuando oyen el timbre de un teléfono, o bien al probar la comida de un McDonalds o comprenden lo que es un interruptor de luz. 

Tras su llegada al aeropuerto J.F.K de Nueva York, en la primavera de 2011, se enfrentan al sufrimiento y la esperanza de los retos que plantea la vida en Estados Unidos, siempre con el apoyo de Carrie, a la que acaban llamado afectuosamente Yardit (que significa "gran vaca blanca"). Y a ella le realizan preguntas paradójicas en ese contexto, pero normales para ellos: "¿Dónde está tu aldea?" o "¿Sonreír sin motivo no es ser hipócrita?", o ese especial agradecimiento hacia ella en forma de "Que encuentres un marido con quien llenar tu casa vacía..." o ese agradecimiento a lo banal como "Padre nuestro, te damos gracias por este alimento milagroso, la pizza". Pero las cosas no son fáciles: "¿Qué te trajo a Estados Unidos?", le pregunta el encargado de un restaurante cuando buscan trabajo, a lo que uno de los hermanos contesta con sencillez: "Mis padres fueron asesinados en la Guerra de Sudán. Y mis hermanas vendidas como esclavas". Y entre ellos llega a surgir la discordia: "Ahora estamos en Norteamérica. Y en Norteamérica no somos nada"

La buena mentira, título que recuerda a "Las aventuras de Huckleberry Finn" (donde el personaje prefiere liberar a Jim, antes de embolsarse el dinero de la venta como esclavo), se contrapone al de Mamere (devuelve un acto de sacrificio del pasado a su hermano Theo, al que va a buscar a África). Y es que esta obra hollywoodense de Philippe Falardeau comparte puntos en común con Profesor Lazhar. Porque el período de duelo, el dolor y el sentimiento de culpa están presentes en ambas películas, así como el hecho de que sus protagonistas sean refugiados víctimas de la violencia política (en el caso de Profesor Lazhar, el terrorismo de Argelia; en el de La buena mentira, la guerra de Sudán y la política norteamericana posterior al 11S), junto a la presencia de un trauma psicológico (el suicidio de la profesora en la primera, y el sacrificio de uno de los hermanos, para salvar al resto, en el caso de la segunda película). Dos películas con premisas oscuras que nos llevan a la luz: si el punto de partida de Profesor Lazhar es el suicidio de una profesora  que descubre uno de los niños que quedaría profundamente traumatizado, en La buena mentira es la guerra civil sudanesa, de la que sobrevivirán nuestros protagonistas, no sin taras emocionales. 

Y es así que podemos decir que la película se compone de dos relatos: una primera parte de cómo sobreviven los chicos en su travesía por la sabana y una segunda parte de cómo sobreviven a una nueva vida en Estados Unidos. Una película que nos ayuda a ponernos en el lugar del otro, para entender otra mirada: "Nos llaman los niños perdidos de Sudán. No creo que estemos perdidos, creo que nos hemos encontrado"

Y La buena mentira puede no llegar a ser una gran película, pero si un buen documento, cuyo colofón son las fotos finales en blanco y negro con el recuerdo de historias reales que nos acercan a la eterna mentira de una mundo demasiado desigual en donde la infancia sigue siendo la primera víctima. Muchos mensajes y una frase final, que es un proverbio africano: "Si quieres ir rápido, camina solo; si quieres llegar lejos, ve acompañado"

sábado, 9 de agosto de 2014

Cine y Pediatría (239). “Marsella”, el viaje de una madre biológica y una de acogida


El cine español no pasa buenos momentos en el año 2014. Y salvando la excepción de Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez-Lázaro, 2014), queda el reducto del cine con sabor a realismo o crítica social. Y quizás un ejemplo de ese reducto sea Marsella (Belén Macías, 2014). 

Porque Belén Macías debutó en el largo en el año 2008 con una buena película, El patio de mi cárcel (nominada a cuatro Goyas), pero tiene un mayor recorrido en series de televisión bien reconocidas, como La señora (2009) y su secuela La República (2011), o La princesa de Éboli (2010). Y aunque las series le permiten subsistir, su pasión es el largometraje. Y en Marsella la directora nos presenta el drama individual de dos madres, la biológica y la de acogida, y su amor por una hija, al tiempo que nos hace reflexionar sobre la infancia y las condiciones en que los niños se desarrollan. 

Una madre biológica, Sara (una María León brutal en su papel), y una madre de acogida, Virginia (Goya Toledo, contenida, pero siempre efectiva), comparten la maternidad de una niña de 9 años, Claire (la debutante Noa Fontanals). A consecuencia de sus problemas con el alcohol y las drogas, la justicia le retiró a Sara la custodia de su hija cuando tenía cuatro años. La niña fue dada en acogida a Virginia y Alberto, a los que Claire considera sus padres desde entonces. Todo cambia cuando, cinco años después, un juez decide devolver la niña a Sara, que ha logrado rehacer su vida y tiene un trabajo estable. 
Y la película comienza en un viaje que emprenden Sara y Claire hacia Marsella, en busca del padre biológico, al que Sara no ha vuelto a ver desde que se quedó embarazada y que Claire desea conocer. Pero a esa travesía se suma Virginia y es así como las dos madres inician una emotiva y despiadada “road movie” (con carreteras patrias, moteles de autovía, gasolineras fantasma y restaurantes de camioneros) con la descarnada pugna por el cariño y la custodia final de la hija. Pero el viaje (y los avatares del camino) será una aventura hacia el corazón que incluirá conocerse mejor y recuperar el tiempo perdido. 

Dos leonas peleando por la camada, dos hembras desatadas por su cría: Sara, la madre biológica, arrastra una historia de miseria y abandono emocional, perdida y sin tener muy claro como reencontrarse consigo misma y con su hija pese a sus derechos legales; Virginia, la madre de acogida, instalada en la maternidad responsable, pero quizás egoísta por un lógico cariño del que no quiere desprenderse. Y entre las dos, la hija Claire, a las que las dos madres aman desde mundos diferentes, representante de tantos niños con falta de estabilidad emocional y de unas directrices claras de educación durante la niñez. Y un mensaje firme de la directora: “nadie es más que nadie en este mundo” en este viaje iniciático en pos del descubrimiento del sentido último de la palabra maternidad. 

Porque Marsella es una película dirigida y protagonizada por mujeres (los hombres que aparecen son anécdotas, aunque entre ellos tenemos dos actores de la talla de Manuel Morón y Eduard Fernández) que habla de mujeres, que nos habla de la maternidad y de un problema habitual en nuestra sociedad (y que los pediatras vivimos en primera línea): cuando una madre pierde la custodia de su hijo, cuando aparece la figura de la madre de acogida, cuando la madre biológica intenta recuperar a su hijo y tener una segunda oportunidad. 

Y al final del viaje, la pregunta queda en el aire (o en la carretera): ¿Quién tiene más derecho a quedarse con esa niña? Y esa pregunta es la que le interesa a Belén Macías, que no niega sus influencias de Ladybird, ladybird (Ken Loach, 1994), Solas (Benito Zambrano, 1999), Monster’s Ball (Marc Forster, 2001) o Precious (Lee Daniels, 2009). 

Personajes bien definidos, emociones a flor de piel, paisajes sugerentes y, sobre todo, dos actrices soberbias en estado de gracia en busca de su Itaca, aquí con el nombre de Marsella. Pero como en la épica historia de Homero, lo importante no es el destino, sino el viaje (físico y emocional) que nos lleva al destino final.

 

sábado, 9 de marzo de 2013

Cine y Pediatría (165): El abandono de un hijo nos deja sin palabras en “El chico”



Charlot es un icono del siglo XX y también un legado para las futuras generaciones. Este vagabundo con bigote y bastón, chaqué estrecho y pantalones holgados, sombrero pequeño y zapatos anchos, este vagabundo con porte de caballero es el regalo que Charles Chaplin dejó al séptimo arte, un Chaplin que lo fue todo en el mundo del cine: actor cómico, compositor, productor, director y escritor británico. Amó tanto al cine como amó a sus actrices; y así, Chaplin estuvo casado en cuatro ocasiones (con Mildred Harris, Lita Grey, Paulette Goddard y Oona O'Neill) y se le atribuyeron noviazgos con otras tantas actrices de su época (entre ellas, Edna Purviance, Pola Negri, Marion Davies, Merna Kennedy, Georgia Hale, Louise Brooks, y Joan Barry). 

De sus 81 películas oficiales realizadas entre 1914 y 1967, cinco se han añadido a la National Film Registry: Charlot emigrante (1917), La quimera del oro (1925), Luces de la ciudad (1931), Tiempos modernos (1936) y El gran dictador (1940). Pero hoy hablamos de su primer largometraje: El Chico (1921), un claro ejemplo de implicación personal, pues despierta recuerdos de su propia infancia. Sus padres, artistas del music-hall, se separaron cuando él no había cumplido los 3 años. Su padre tuvo problemas de alcoholismo y falleció joven de cirrosis; y su madre  presentó problemas depresivos y fue una actriz fracasada, que sufrió internamientos frecuentes en manicomios. La situación desestructurada de su familia llevó a Chaplin y a sus hermanos a ser recogidos temporalmente en asilos. Parte de esas vivencias se reflejan en la película, pues Chaplin parece encarnar al padre que nunca tuvo, mientras que Edna Purviance puede ser una idealización de su propia madre. 
Por primera vez, en El Chico, la comicidad inherente al slapstick se ve matizada por escenas de fuerte carga dramática, que no obvian ni por un instante el contexto de pobreza en que viven sus personajes y que, de hecho, fue tan familiar para Chaplin. Además, esta película se rueda 1921, justo después de que Chaplin y la actriz Mildred Harris perdieran un hijo prematuro, muerto al poco de nacer. La relación del cineasta con el pequeño Jackie Coogan, con el que establece un fuerte vínculo durante el rodaje, es la más elocuente respuesta a su estado de ánimo en aquellos días. 

El Chico (The Kid en versión original, pero también conocida como El Muchacho, El Chicuelo, El Chamo o El Pibe, según el país) es una película muda que nos cuenta las consecuencias asociadas al abandono de un hijo. Una joven señorita, Edna (Edna Purviance), acaba de dar a luz a un hijo no deseado y decide abandonarlo. Un inocente vagabundo (Charlie Chaplin) encuentra al bebé; en varias ocasiones intenta deshacerse de semejante responsabilidad, si bien, finalmente, se compadece de él y decide adoptarlo y asumir su crianza. El bebé crece y se convierte en John, un muchacho de cinco años (Jackie Coogan), quien, junto a su padre adoptivo, sobrevive en base a pillerías en un suburbio de la ciudad. Pasa el tiempo y Edna se ha convertido en una famosa actriz; ella intenta mitigar parte del constante dolor de haber abandonado a un hijo y lo hace visitando los suburbios, en donde regala juguetes a los niños. Uno de esos niños es John, a quien acaba reconociendo como el hijo que abandonó. Finalmente, Edna y John se reencuentran como madre e hijo, y Chaplin es invitado a vivir con ellos en su lujosa casa. 

La película El Chico presenta un problema que, desgraciadamente, siempre es de actualidad. Continuamente, en nuestra profesión como pediatras y en nuestra condición de ciudadanos, vivimos u oímos casos de niños que son abandonados por sus padres. En esta película, a partir del primer rótulo en el que se expresa que el objetivo de la película es provocar una sonrisa, o tal vez una lágrima, la narración utiliza todos los registros para entender el dolor del abandono de la madre, el sentido social de la maternidad, el acogimiento, la educación y cuidados, la caridad, la actitud de las instituciones de asistencia social, y el cariño de los padres adoptivos. No era difícil para Chaplin conseguir todo eso, pues la película tiene detalles autobiográficos de su infancia, infancia que hemos visto que se desarrolló entre abandonos, hospicios e instituciones. 

La Ley de Protección de Menores en la legislación española contempla el acogimiento como una medida de apoyo y protección a la infancia; concretamente, propone el acogimiento preadoptivo como una medida previa a la adopción, cuya finalidad principal es la adaptación a la vida en familia de los menores, bien para su reinserción en su familia de origen, bien como paso previo a la adopción. No es la primera vez que hablamos de adopción y acogimiento en “Cine y Pediatría” (ver entradas 13, 14 y 38),
En la película El Chico siempre se destaca el excepcional papel del niño, Jackie Coogan, uno de esos recordados pequeños grandes actores de Hollywood en blanco y negro. Jackie Coogan inició su carrera con Charles Chaplin a los 5 años en A Day´s pleasure (1919), pero fue la película El Chico la que le catapultó a ser muy popular. Tuvo una corta carrera, pero suficiente para poder denunciar a sus padres por mala administración de sus ganancias (lo que sentó un precedente jurídico). Creció al lado de la serie B en el cine y se le recordará como el tío Lucas en la serie de televisión "La familia Addams" (1964-1966) y también se le recordará, con cierta envidia, por haber sido el marido de la pin-up Betty Grable. 
Hoy, en El Chico, Jackie Cogan no necesita palabras para expresar con la fuerza de un grito lo que arrastra el abandono de un hijo, tanto en las familias (las que abandonan y las que acogen) como, sobre todo, en los niños.